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Muerte en Exclusiva
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Libro electrónico165 páginas2 horas

Muerte en Exclusiva

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Información de este libro electrónico

Un canal de noticias se ve expuesto cuando uno de sus periodistas publica un libro con los oscuros secretos de la élite chilena. Cuando aparece un cuerpo sin vida de alguien del canal, la Fiscalía y la policía recurren a Hugo Catrimán, un psicólogo jurídico con especialización en perfiles criminales. De esta forma, Catrimán se verá involucrado con una serie de personajes pintorescos en una investigación que tiene engaños, chantajes, penas de amor y secretos políticos. Todo en exclusiva…
IdiomaEspañol
EditorialMAGO Editores
Fecha de lanzamiento3 jul 2023
ISBN9789563177084
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    Muerte en Exclusiva - Camilo Villarroel

    Dramatis personae

    A continuación, se presenta en un orden alfabético la lista de los personajes principales que interfieren en esta historia.

    Aguilera (75): Senador de la República.

    Esteban Barra (40): Periodista y conductor de noticias.

    Bosch (45): Comisario de la Policía de Investigaciones.

    Nibaldo Campos (64): Senador de la República y abogado.

    Hugo Catrimán (34): Psicólogo jurídico. Protagonista de esta historia.

    Melisa Heredia (35): Propietaria del Café Brulé.

    Yessica Hernández (44): Periodista, escritora y conductora de noticias.

    Soledad Kustermann (53): Productora del canal.

    Juan Orlandi (64): Periodista, abogado y conductor de noticias.

    Teresa Sánchez (44): Periodista de televisión.

    José Manuel Silva (57): Periodista y conductor de noticias.

    María Silva (35): Actriz.

    1

    En el fondo, Nibaldo Campos sabía que, si se encontraba en ese momento de completa consternación, era culpa suya.

    Desde su posición, en una banca que se desarmaba sola, veía el sol del atardecer escondiéndose entre dos moles enormes de edificios. A contraluz de aquel sol, había un grupo de cinco o seis niños pequeños correteando de un lado al otro; saltaban, se ensuciaban con tierra y se mecían en el columpio de la plaza.

    Le parecen unos querubines angelicales. Campos mira la hora en su lujoso reloj de pulsera. Quien lo citó llevaba quince minutos de retraso, lo que lo hacía sentir cada vez peor. Una gota gorda de sudor corrió de su coronilla hasta su redonda mandíbula.

    Cualquier persona que pasara caminando por ahí, o estuviese recostada en el pasto de la plaza, lo más probable es que jamás sospecharía que era una persona pública. No, para esas personas a lo mucho pasaría como un abogaducho de tercera.

    Lo cierto es que Nibaldo Campos era uno de los fundadores del partido político más conservador de Chile y, además, cumplía cargos como senador, ni más ni menos. Su familia tenía antecedentes de pertenecer a la burguesía, excepto por una tía suya que había salido escritora y a la cual no se le nombraba demasiado.

    Nibaldo se consideraba un hombre de mundo, siempre había sido el más despierto de su generación en Derecho, colaborando luego codo a codo con el mismo Augusto Pinochet cuando la dictadura estaba en pañales. Esta colaboración fue premiada a la brevedad, cuando se le otorgó el puesto de alcalde de Santiago cuando apenas entraba a la treintena. Y durante mucho tiempo tuvo poder y dinero en su mano.

    Incluso ahora, que estaba sentado en esta banca, que le parecía su silla eléctrica. Su más oscuro secreto estaba a punto de ser revelado, lo que significaba que su carrera política llegaría a su fin en cuestión de meses. Tal vez, días.

    Cerró los ojos a la imagen de los niños jugando, pero pudo reconocer que alguien tomaba asiento a su lado con el cuidado que corresponde a un hombre mayor.

    —No me digas que estás llorando —le dijo la voz del senador Aguilera, la persona que estaba esperando.

    —No estoy llorando.

    —Sería el colmo, estamos cagados hasta el cuello y tú más encima llorando como las niñitas.

    Campos lanzó un suspiro al aire, esperando que este se extinguiera, y apoyó la espalda en el respaldo de la banca.

    —¿Tan mal estamos?

    —Metieron a Jaime en la de Alta Seguridad. En cualquier momento nos cagan a todos.

    Aguilera colocó sus arrugadas manos sobre las rodillas. No parecía tan nervioso como indicaban sus palabras, ni su timbre parecía cambiar. Sonaba siempre sereno, como cuando estaba en la Cámara del Senado.

    Al escuchar el destino de Jaime Moretti, Campos tuvo mayor certeza de que su secreto corría peligro de ser revelado. Su secreto, así como el secreto de Aguilera y Moretti, no podía salir a la luz, pues la gente no vería con buenos ojos su particular relación con esos jovencitos. Lo crucificarían, su matrimonio se iría por el inodoro; todo si se difundían sus fotos. Había guardado un enorme álbum con una foto de cada niña con la que estuvo, como una especie de recuerdo al cual poder recurrir en sus momentos de mayor soledad.

    Para él no constaba de un crimen como tal, desde joven lo percibió como una condición que debía abrazar, al igual que la homosexualidad o esos hombres que se vestían como mujer. Así se convencía cuando pensaba en sus actos. La razón por la que escondía esto era por la vergüenza que le causaba, vergüenza que Moretti ayudaba a mitigar con las fiestas que organizaba en uno de sus departamentos en Providencia.

    Había de todo en ellas. Alcohol, drogas, música con parlantes a todo dar y menores de edad que les bailaban desnudos; les servían copas de champaña y otros les otorgaban trabajos sexuales. Había visto niños y niñas cumpliendo estos trabajos, todos en edad en que recién le salían espinillas en el rostro; y entre la clientela también había de todo: miembros de su mismo partido, miembros de la oposición, actores de famosas teleseries, futbolistas y escritores. Si había que acreditarle algo a Jaime Moretti, era que podía ser un maestro al momento de organizar fiestas dignas de recordar… o de no recordar.

    En una ocasión, el mismo Moretti lo recibió en una de esas propiedades suyas. Una casa colonial donde figuraban los juegos de luces y música bailable. Estrechó su mano y le mostró una sonrisa con dientes blanquísimos.

    —Pasa, compadre. Hay whisky, ron o lo que quiera.

    Mientras el millonario le hablaba, junto a él se detuvo una niña de no más de quince años, maquillada de forma exagerada y vestida de uniforme escolar que dejaba al descubierto toda su figura. Le lanzó una sonrisita traviesa.

    —Hola, preciosa, ¿cómo te llamas?

    Un suspiro se le escapó a la jovencita cuando contestó una simple palabra: su nombre era «Heidi». Campos musitó el nombre como cautivado por la niña, posando una de sus manos morenas sobre sus senos pequeños.

    Nunca supo con certeza cuál fue el momento en que Moretti les dejó a solas, con el senador sentado en un sofá de piel y con Heidi echada sobre sus piernas. Empezaba a moverse de adelante hacia atrás, lento. Le bastaron dos minutos de caricias para pasar al siguiente nivel con Heidi.

    ¡Vaya fiestas!

    Hace unos cinco meses atrás, sin embargo, la publicación de un artículo con el título simple de Oscuras fantasías había entregado detalles de las fiestas que realizaba Jaime Moretti, su consumo de cocaína desmedido e incluso de su presunto tráfico de armas.

    Si bien el artículo no aportaba pruebas concretas, bastó para que la Policía de Investigaciones abriera una investigación formal que llevaría al arresto de Moretti por posesión de drogas y pornografía infantil.

    En retrospectiva, ahora le parecía demasiado descuidado —o quizás muy confiado de su posición social— el proceder del empresario. Pensando que jamás lo alcanzarían las garras de la justicia por su dinero.

    —¿Qué vamos a hacer? —se animó a preguntar.

    Aguilera, que nunca sonreía, le devolvió una mirada con el labio torcido. Aquella mueca le pareció la primera sonrisa que le conocía, en treinta años.

    —Negarlo todo. A Jaime se lo cagaron por no usar la cabecita, nada más. Piensa: ¿qué nos puede hacer esta cabrita a nosotros? Naaada. Si es una periodista de cuarta que de pura suerte le salió una historia bonita.

    A Campos comenzaba a frustrarle la seguridad del anciano, al punto que le alzó la voz por los nervios.

    —¡Pero si es verdad!

    Aguilera, con la velocidad de una gacela, le cubrió la boca con su mano. Los niños ya se habían ido y el cielo se tornaba de un rosa poco usual.

    —Baja la voz, imbécil. Escúchame… aquí no importa si es verdad o no. ¿Crees que a los que defienden los derechos de los niños y las mujeres les importa la presunción de inocencia? ¡Es un chiste! Ante cualquier cosa, niégalo todo.

    Aguilera alejó su mano, sacó un pañuelo de su largo abrigo con la otra y se limpió con cuidado. Dobló el pañuelo con el cuidado de un objeto de costo invaluable. Luego, volvió a posar la mano sobre su rodilla con lentitud. Fijó su mirada en el columpio vacío.

    —Mañana saldrá la segunda parte del artículo. Sí que es posible que siga acusando a personas. Cuando aparezcan nuestros nombres, solo si aparecen, lo niegas y pones una denuncia por difamación e injuria.

    Nibaldo asiente. Sabía tan bien como Aguilera que podían apelar a eso, total la periodista que escribía los artículos podía decir y acusar a quién quisiera, pero no existían pruebas que la respaldaran. Era su palabra contra la de ellos. «Moretti tuvo mala suerte, nada más» se dijo.

    Entonces, pensó en una persona que había visto en ocasiones en las fiestas de Moretti. Dicha persona era periodista también y por lo que sabía trabajaba con la mujer en cuyas manos estaba su ruina. A esta persona le gustaba que sus compañeros sexuales le llamaran «René», y con ese nombre era conocido entre los asistentes a las fiestas.

    —¿Qué sabes de René? —preguntó, rompiendo el silencio que se había formado entre los dos hombres.

    Aguilera carraspeó antes de hablar. Una brisa los alcanzó para calmar ese caluroso atardecer.

    —René está igual de nervioso que tú, el problema es que no puede zafar tan fácil como nosotros. Te recomendaré una cosita: olvídate de los otros picantes que viste en esas fiestas, debemos apoyarnos entre nosotros y salvarnos solitos.

    El senador Aguilera ahora dejó caer su mano senil, con su característico cuidado, sobre la rodilla de Nibaldo.

    —¿El partido nos apoya? —pregunta este. Necesita saber si les cubrían las espaldas.

    —El partido nos apoya y el presidente también. Tranquilo con eso. ¿Trajiste el pendrive?

    Campos había guardado todo registro de su álbum en un pequeño pendrive con forma de lápiz, que entregó a Aguilera con una mano algo temblorosa. Acordaron que el anciano se haría cargo de las presuntas pruebas, pues conocía personas —que le debían más de un favor— capaces de esconderlas hasta que la tormenta pasara. Campos accedió a no hacer más comentarios; se daba perfecta cuenta que Aguilera le tomaba por imbécil, pero le convenía tenerlo como aliado en ese momento.

    Aguilera escondió el pendrive en un bolsillo interno y se puso de pie, aludiendo que se daba por terminada la reunión. Nibaldo tuvo un revolcón en la boca del estómago y se obligó a llamarlo una última vez.

    —¿Qué haremos si las denuncias no bastan? ¿Si esta cabra insiste en meterse en nuestras cosas?

    Unos ojos celestes se posaron sobre él, y el senador creyó que aquella mirada correspondía a la de alguien dispuesto a matar a sangre fría.

    —Bueno, Nibaldo, los accidentes pasan. Sabes a lo que me refiero.

    Con eso, se dio fin a ese encuentro que «oficialmente jamás ocurrió». El cielo se tornaba ahora de un color azul oscuro, cayendo la pronta oscuridad sobre la figura de un hombre devastado que yacía sentado en una banca que se desarmaba sola.

    2

    Yessica Hernández salió de la sala con una fuerte jaqueca; su respiración parecía agitada como si llevase una hora de trote continuo y, sin percatarse, se mordía la uña del pulgar. Cuando se dio cuenta de todo esto, aun así, no se sintió cómoda haciéndoselo saber a su abogado.

    Siendo honesta consigo misma, podía definir la audiencia en dos palabras. Desastre y Total. Para su desconcierto, la defensa de los senadores Aguilera y Campos fue arrolladora y bastante buena, en apenas media

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