Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

Cuentos policíacos del señor comisario Pérez
Cuentos policíacos del señor comisario Pérez
Cuentos policíacos del señor comisario Pérez
Libro electrónico454 páginas6 horas

Cuentos policíacos del señor comisario Pérez

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Señor comisario Pérez, modelo y maestro de policías.

El señor comisario Pérez, ya jubilado, es un anciano inteligente, culto y de un gran prestigio policial.

Su antiguo ayudante, el vicecomisario López, siente una gran admiración por el comisario, a quien le consulta los casos policiales más difíciles.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento19 sept 2018
ISBN9788417505929
Cuentos policíacos del señor comisario Pérez
Autor

Antonio Caralps

Antonio Caralps nació en Barcelona y es médico y académico. Medalla del Colegio de San Ignacio. Premio Extraordinario del Examen de Estado de Bachiller Universitario de la Licenciatura y el Doctorado. Galardonado con Gran Cruz de la Orden Civil de Sanidad por sus trabajos pioneros en el trasplante de órganos. Alcalde de Alella (El Maresme, Barcelona) entre 1995 y 1999.

Lee más de Antonio Caralps

Relacionado con Cuentos policíacos del señor comisario Pérez

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para Cuentos policíacos del señor comisario Pérez

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    Cuentos policíacos del señor comisario Pérez - Antonio Caralps

    Prólogo

    El comisario Pérez y el vicecomisario López se encontraban sentados en el despacho del primero, en su comisaría.

    —He tenido una idea, vicecomisario.

    —Dígame, señor.

    —Ahora que estoy cerca de mi jubilación, he pensado que usted y yo podríamos escribir una novela.

    —¿Una novela?

    —Sí, una novela que recogiera los casos policíacos más interesantes que hayamos vivido, aunque sin seguir un orden cronológico.

    —Me parece una idea excelente.

    —¿Nos ponemos a ello?

    —Nos ponemos a ello.

    Las mesas

    Formaban un pequeño grupo en la entrada del jardín. Todos eran policías y estaban algo nerviosos porque iba a aparecer en poco tiempo su nuevo jefe, el señor comisario Pérez. Del señor comisario Pérez, que aún no conocían, se contaban muchas historias que conformaban una personalidad peculiar. Se había ganado un bien merecido prestigio profesional, pero había algo especial en él, tal vez un sentido del humor un poco infantil, una ironía bondadosa, en fin, que parecía una persona fácil de comprender a diferencia de la mayoría de policías que conocían. Y después estaba lo de haber pedido aquel destino, cuando el puesto que había ocupado hasta entonces era de mucha mayor importancia. Sabían de su aspecto físico porque le habían visto innumerables veces en las revistas del Cuerpo y sabían también que estaba casado con una señora con exceso de kilos y apariencia sencilla. De pronto, oyeron un coche que se detenía ruidosamente delante de la puerta del jardín y se asomaron para comprobar si era él.

    En efecto, era él. El coche que conducía era un Seat 600 de color azul claro, desvencijado y chirriante. Bajó del coche y los policías se encontraron, como ya sabían, con un tipo rechoncho y bajito. Llevaba un sombrero flexible y un traje demasiado ancho, una camisa de cuello abierto y arrugada, y unos zapatos deslustrados y viejos. Se arregló la ropa y se acercó al grupo de policías. Se presentó con mucha corrección, preguntó el nombre de cada uno y lo repitió probablemente para fijarlo en su memoria y, a continuación, les pidió que le llevaran junto al cadáver del dueño de la casa.

    El cadáver estaba tendido en el jardín y oculto a la entrada por una mata de arbustos. Estaba caído de frente y alrededor de la cabeza había una mancha oscura y reluciente, probablemente de sangre. Iba vestido con una camisa y pantalón veraniegos y llevaba unas sandalias de suela gruesa, una de las cuales se había salido del pie. Junto al cadáver había un ancho entrante en la casa que, como se le explicó, contenía detrás de una puerta que estaba a la derecha la sala de máquinas, la calefacción y el riego, y, además, dos mesas bastante grandes, una de las cuales estaba cargada con multitud de carpetas y libros mientras que la otra no tenía nada encima, y los libros y carpetas que probablemente habían estado encima estaban apilados a su lado. En el suelo había herramientas de jardinería y varias bolsas de basura repletas de lo que él supuso que eran residuos del jardín, como musgo o ramas, algunas de las cuales agujereaban la bolsa y se asomaban al exterior. El juez había ordenado el levantamiento del cadáver a la espera de la visita del comisario, y el forense había dicho que probablemente murió por un golpe en la cabeza, a la espera, sin embargo, de realizar la autopsia. El jardín de la casa era grande y se bajaba a una zona inferior por una escalera. El señor comisario examinó visualmente todo el jardín, e incluso olisqueó y acarició algunas de las numerosas plantas. Todo ello sin decir palabra. Los policías le seguían con dificultad cuando apretaba el paso, porque parecía deslizarse sobre una pista de hielo. Al acabar el recorrido, le dijeron que no se había encontrado el arma homicida y él preguntó detalles sobre la familia, la servidumbre, la situación social y muchos detalles más, que a veces hacía repetir, seguramente para fijarlos en su memoria. Después pidió que le dejaran solo mientras paseaba por allí con las manos a la espalda. Finalmente se detuvo y dijo:

    —Hay aquí algo raro, pero no consigo averiguar qué es. Mañana aquí, a la misma hora.

    El señor comisario pasó el día trabajando en la comisaría en otros asuntos, y al día siguiente y exactamente a la misma hora detuvo su chirriante 600 a la puerta del jardín.

    Echó una ojeada donde había estado el cadáver y entró en el recinto donde estaban las dos mesas y, tras una puerta que estaba a la derecha, la sala de máquinas. Finalmente dijo:

    —Interroguen al jardinero en comisaría.

    Lo que ocurrió más tarde contribuyó a aumentar todavía más el prestigio y la fama del señor comisario. En comisaría, el jardinero, un inmigrante, fue poniéndose cada vez más nervioso, hasta que acabó confesando que había matado a su amo. Le costó confesar el motivo, pero al fin lo hizo: el amo le había prometido darle una de las dos mesas que se encontraban en aquella habitación y le pidió que despejara la superficie de libros y carpetas. El jardinero lo hizo así, pero, una vez terminada la faena, el amo le dijo que era imposible darle la mesa porque una hija suya se la había pedido. El jardinero, probablemente harto de desprecios de todo tipo, perdió la serenidad y le mató. Cuando los policías le preguntaron al señor comisario cómo había adivinado que el jardinero era el culpable, el comisario contestó:

    —Me pareció incongruente que una mesa estuviera cargada de carpetas y libros y la otra despejada, con las carpetas y libros apilados en el suelo. ¿Por qué esta diferencia? Aunque había muchas carpetas y libros parecía fácil cargarlas o descargarlas. ¿Por qué una sí y otra no si estas operaciones hubieran llevado poco tiempo? Tal vez deseaban trasladar la mesa vacía a otro lugar. Y en este caso, ¿por qué no lo hicieron? Y después, al acabar eché una ojeada a las herramientas de jardín y lo primero que vi fue el hacha. Entonces, pensé en el jardinero. Pero igual que acerté hubiera podido equivocarme.

    El ama de llaves

    Su jefe le recomendó al vicecomisario López que consultara con el señor comisario Pérez, como solían hacer en casos difíciles. Y así lo hizo. El señor comisario, bajito y rechoncho, y vestido con un gran descuido, fue puntual. El señor vicecomisario López le ofreció un vaso de agua que es lo que el señor comisario solía pedir al comenzar una reunión y, sin más demora, le expuso el caso.

    —Se trata de una dama de la alta sociedad de sesenta años, a la que su doncella ha encontrado muerta en su cama cuando ha ido a recoger la bandeja del desayuno que le había servido una hora antes. No había signos de violencia y la señora había desayunado con normalidad. La doncella ha recogido la bandeja, no sin antes llamar al marido que ya estaba trabajando en su oficina del banco. A nosotros nos ha llamado el ama de llaves. El marido ha avisado a su médico y se ha dirigido enseguida a su casa. Efectivamente, la señora estaba muerta, sin signo alguno de violencia, ni de desarreglo en su pequeño despacho que tenía en una habitación contigua. La doncella había tirado todos los restos del desayuno y había puesto la rejilla en el lavaplatos. —El vicecomisario hizo una pausa que aprovechó a su vez para beber un vaso de agua.

    »El motivo de consultar con usted, señor comisario, es que el médico que diagnosticó la muerte, el médico de cabecera de la familia, no firmó el certificado de defunción porque, según dijo, la señora gozaba de perfecta salud como había podido constatar en la última visita rutinaria quince días atrás. Por ese motivo habrá que hacer la autopsia a la difunta. El jefe ha querido que le llamara y le explicara el caso por si piensa usted que deberíamos hacer algo por nuestra parte. Y este es el motivo de nuestra consulta: ¿qué cree usted que debemos hacer?

    El señor comisario Pérez sacó de su bolsillo una pildorita de caramelo como acostumbraba cuando comenzaba a meditar sobre un caso.

    —Aquí hay algo que no concuerda, como ya habrán advertido, y es esa llamada del ama de llaves. Llamada que supongo que se hizo antes de la visita del médico, ¿no es así?

    —Así es.

    —En todo caso, se llama a la Policía si en una muerte hay algo sospechoso, pero en el caso que nos ocupa las sospechas hubieran debido surgir después de que el médico no encontrara la causa de la muerte y no antes, ¿no es así?

    —Así es, en efecto.

    —El ama de llaves sabe algo que la indujo a llamar a la Policía, y eso que sabe el ama de llaves es lo que tenemos que averiguar nosotros. Aparte, claro está, del resultado de la autopsia. Hasta que no tengamos este último dato hay que ser muy cautelosos pero firmes a la vez.

    —De acuerdo.

    —Convendría también conocer detalles de la vida íntima del marido y la mujer, de la familia restante y de la servidumbre. Llámeme cuando sepan algo más.

    El señor inspector Pérez, que había bebido todo el vaso de agua, pidió otro vaso y culpó a su diabetes de tener que hacerlo.

    Unas horas más tarde el señor comisario volvió a sentarse frente al vicecomisario López.

    —Tenemos ya algunos de los datos que usted pidió, señor comisario. En la investigación de los habitantes de la casa y demás familiares, solo descubrimos un dato singular, y es que uno de los criados había visto en una ocasión al señor y al ama de llaves en el interior de un taxi. Fue una visión fugaz que le sorprendió. Ese aspecto de la investigación no ha dado más resultados.

    —¿Y la autopsia?

    —La autopsia ha descubierto una grave lesión en el corazón, que el médico ha reconocido que le pasó desapercibida.

    —¿Eso es todo?

    —Eso es todo.

    —En lo primero que hay que pensar es en que el ama de llaves tuvo una aventura con el señor, aventura que ya terminó, y en que por celos ha intentado inducir una sospecha sobre su antiguo amante.

    —¿Por eso avisó a la Policía?

    —Por eso y especialmente porque sabía que el médico había encontrado a la señora en aparente buen estado de salud quince días antes de su muerte. Si el ama de llaves hubiera sabido que la señora estaba enferma, le apuesto lo que quiera a que no hubiera llamado a la Policía.

    —Pero el ama de llaves tal vez llamó a la Policía porque la muerte de la señora, en aparente estado de buena salud, le pareció sospechosa.

    —Olvida usted la imagen fugaz del ama de llaves y del señor en el interior del taxi.

    El brillante de la condesa

    El señor comisario Pérez llegó perdido a la comisaría, hacía frío y llovía a mares. Después de agitar la chaqueta y los pantalones para que cayera el agua que mojaba esas prendas, pidió una toalla y se secó las manos y la cara. No estaba limpia precisamente la toalla, pero el señor comisario no era un hombre de remilgos. Después, se acercó a la estufa que estaba en el centro de la habitación, con su chimenea que se perdía en el techo, pidió un vaso de agua como siempre y se sentó cerquita del hogar.

    —¿Qué ocurre? —le preguntó al vicecomisario López.

    —Se trata del robo del brillante de la condesa de Marey, que ya conocerá usted por los periódicos.

    —En efecto, hágame un resumen, por favor.

    —Pues la verdad es que estamos desorientados. Al tocador de la condesa se entra por una puerta que cierra con llave y ella guardaba el brillante en un armario que está empotrado en una pared. La condesa se había negado repetidamente a asegurar mejor su escondite porque, según dijo, necesitaba verlo y acariciarlo varias veces al día. Tanto le recomendaron que adoptara medidas de mayor seguridad, que recientemente el cerrajero cambió todas esas medidas.

    —¿Y qué ocurrió?

    —Pues cosas muy raras, señor comisario Pérez, que nos tienen desconcertados. Verá usted, el lunes por la mañana, al levantarse, la señora condesa fue a abrir la puerta del tocador y no pudo hacerlo. Al parecer, al otro lado de la cerradura había algo que lo impedía. Era como si otra llave estuviera en la cerradura por el lado de la habitación, lo que impedía que entrase la llave desde fuera.

    —¿Notó algo más la señora condesa?

    —Nada más, señor comisario, todo estaba en orden. Pero hay un dato que es importante en mi opinión.

    —¿Y cuál es, vicecomisario?

    —Una semana antes había habido una gran trifulca entre la señora condesa y un sobrino suyo, hijo de su hermana, porque el tal sobrino liquidó unos bienes de la condesa para lo cual estaba autorizado, pero sin que la señora condesa tuviera noticia alguna de ello. En una palabra, un robo aparentemente legal porque el sobrino, quizás el pariente más querido de la señora condesa, estaba autorizado como le decía. La trifulca fue de tanta consideración que todo el mundo en la casa se enteró de lo ocurrido.

    —¿Hay algo más?

    —Nada más, señor comisario, hasta que llegamos al momento en que el cerrajero consiguió abrir la puerta.

    —¿Y qué encontró?

    —Pues encontró que al otro lado de la cerradura se había introducido una llave idéntica a la que poseía la condesa, pero con un mango vulgar, que la puerta estaba cerrada con esa llave, que faltaba el brillante, aunque el joyero aparecía intacto y que todo lo demás, ventanas con rejas incluidas, estaba en perfecto orden.

    —¿Y qué han hecho ustedes hasta ahora?

    —Pues poner en marcha una investigación general centrándonos en el sobrino que había cometido el desfalco. ¿Qué piensa usted, señor comisario Pérez?

    —No es difícil ese caso, vicecomisario López.

    —¿No le parece difícil?

    —La verdad es que no. Hay dos hechos fundamentales. El primero es la revisión reciente de los sistemas de seguridad. Y el segundo...

    —El segundo...

    —El segundo es la importancia en este caso del cerrajero que intervino. Él tuvo en sus manos la llave de la condesa y, por lo tanto, la posibilidad de copiarla, y él debe conocer un tipo de cerradura que una vez cerrada la puerta permita con algún truco que se abra sin tocar la posición de la llave.

    —¿Cree usted que pudo ocurrir eso?

    —Estoy casi seguro. Interroguen al cerrajero que manipuló esta cerradura. ¡Ah!, y háganlo en comisaría.

    El tráiler

    Desde el gran aparcamiento de la autopista C—133, uno de los policías recibió la orden de avisar al señor comisario Pérez. Eran las ocho de la mañana, y un automovilista había descubierto un cuerpo debajo de un gran tráiler. En la cabina del camión no había nadie y estaba abierta. En el aparcamiento, a aquella hora, solo estaba el turismo del hombre que había descubierto el cuerpo. Varios policías merodeaban por allí inspeccionándolo todo.

    El señor comisario Pérez detuvo en un rincón del aparcamiento su desvencijado Seat 600 que, al detenerse, hizo un ruido como una explosión y expulsó una pequeña nube de humo por su tubo de escape. El señor comisario iba desarreglado como siempre, con su flexible un poco echado hacia atrás y sin corbata. Parecía de buen humor, también como siempre. Nadie recordaba haberle visto nunca enfadado. Preguntó detalles.

    —A las siete de la mañana, aquel señor de allá aparcó su turismo para dormir un poco porque había conducido toda la noche. Salió del coche para orinar, cuando vio el cuerpo debajo del tráiler. Creyó que era un camionero que estaba haciendo un arreglo. Pero al acabar de orinar, le vio en la misma posición y, fijándose más, se dio cuenta de que estaba inmóvil y con los brazos pegados al cuerpo. Entonces, nos avisó. Hemos inspeccionado el cuerpo por encima: el hombre está evidentemente muerto y parece que ha recibido una paliza porque tiene la cara tumefacta. En la cabina hay un gran desorden como si lo hubieran hecho para robar. Eso es todo.

    El señor comisario Pérez inspeccionó el tráiler que parecía nuevo y que estaba muy cuidado, reluciente diría él. Lo inspeccionó en todo su perímetro y tomó alguna anotación. El vehículo llevaba matrícula alemana y no se adivinaba su carga. El nombre de la compañía dueña del vehículo figuraba en grandes caracteres a un lado y otro de la lona que cubría el tráiler. El vehículo era de una marca sueca.

    El señor comisario se sentó en un banco a la espera de que llegara el juez y, cuando lo hizo, se acercó para ver el cadáver con detenimiento. El hombre había tenido sin duda una pelea, porque su cara estaba tumefacta por los golpes recibidos. Al inspeccionar sus vestidos, encontraron en el bolsillo del pantalón, en el lado izquierdo, una cartera de mano con documentación y con un gran fajo de billetes. En la desordenada cabina no había dinero y solo se encontró la documentación del camión y de su carga.

    El señor comisario se sentó con el vicecomisario López, que era el que le había llamado, y sacó de su bolsillo como siempre un botellín de agua. También se sacó del bolsillo dos pequeñas pildoritas de caramelo que se introdujo en su boca.

    Permanecieron en silencio unos minutos.

    —¿Qué piensa usted de todo esto, señor comisario Pérez?

    El señor comisario siguió en silencio unos minutos más.

    —Caben muchas posibilidades —dijo al fin—, pero yo voy a dar una explicación, que tiene diferentes aspectos. El primero de ellos se refiere al camión y al tráiler, los dos están en perfecto estado de conservación, impecables. El chofer debe ser un maníaco de la limpieza y de la decoración. —Y, al decir esto, miró tristemente a su Seat 600—. Pero hay algo que desdice del conjunto y es este golpe que hunde la carrocería y levanta la pintura en el ángulo anterior izquierdo. Vamos a verlo.

    Se acercaron y, en efecto, la preciosa carrocería del camión había sufrido un buen golpe en el ángulo anterior izquierdo.

    Volvieron a sentarse en el banco y el señor comisario Pérez siguió hablando.

    —El segundo aspecto es que no se trata de un robo. En la revuelta cabina no hay dinero, pero el camionero llevaba en su bolsillo una cantidad importante que no se tocó.

    —Y con todos estos datos, ¿qué hacemos, señor comisario? ¿Adónde vamos?

    —Mire usted, voy a elaborar una teoría, una posibilidad, voy a elucubrar en una palabra. Con los datos de que disponemos, a un par de horas del descubrimiento y después de un examen superficial no creo que sea posible llegar más lejos, aunque, como es natural, habrá que intentarlo. —El señor comisario bebió un sorbo de agua—. Bien en la carretera, bien en el aparcamiento, otro vehículo, probablemente un tráiler por la altura del impacto en la carrocería, le dio un fuerte golpe al primer vehículo, probablemente al aparcar. Ese golpe debió darlo con la parte trasera derecha. Esto inició una pelea entre el camionero fallecido y otro o más porque en los puños del cadáver hay señales de violencia. La pelea debió ser muy violenta, aunque con la desgracia de que uno de los chóferes murió, o por un golpe dado por el adversario o por un golpe al caer al suelo. Asustado, el superviviente desordenó la cabina para que pareciera un robo, pero se olvidó de buscar la cartera del bolsillo. Y huyó. Tuvo la suerte de que el aparcamiento estuviera solitario.

    —¿Y qué debemos hacer, señor comisario Pérez?

    —Pues una investigación completa y en regla como es natural. Pero no estaría de más buscar a un tráiler que tenga un golpe en su ángulo posterior derecho y, en tal caso, ver si en las zonas golpeadas hay restos de pintura del otro vehículo.

    Un gran cuchillo

    El señor comisario Pérez escuchaba atentamente lo que le decía el vicecomisario López.

    —Aprovecho que está usted aquí para explicarle lo que acaban de decirme, señor comisario. ¿No le robo su tiempo si lo hago?

    —En absoluto. He venido porque me ha llamado su jefe, pero de pronto le ha surgido una reunión urgente y me ha dicho que esperara. Y eso hago, esperar.

    —Le traigo su botellín de agua, señor comisario, y le agradezco mucho que tenga unos minutos para mí. Ya sabe lo que aprecio su opinión.

    El señor comisario Pérez hizo un gesto con la mano, como para quitar importancia a lo que había dicho el vicecomisario. Se sacó del bolsillo unas pildoritas de caramelo y se las puso en la boca. Después se dispuso a escuchar atentamente.

    —Me acaban de dar la noticia, como le decía. Una mujer relativamente joven no respondía a las llamadas que hacían en la puerta de su piso y la Policía ha forzado la puerta. La mujer estaba en cama en un charco de sangre, inconsciente y con la presión muy baja como ha detectado el Servicio de Urgencias. Había un gran cuchillo sobre una mesa cercana a la cama. La mujer no respondía a los estímulos, aunque de vez en cuando se movía. Los médicos, acompañados de un policía, se la han llevado inmediatamente al hospital al tiempo que iniciaban su exploración y le administraban suero por una vena. Nosotros hemos iniciado las pesquisas en el piso.

    —¿No había nadie más en ese piso?

    —Nadie más. Ni al parecer prendas de ropa de otra persona. En un armario había prendas de ropa de ropa de mujer, sencillas, y algunos zapatos también sencillos y también de mujer.

    —¿Tenía heridas o señales de golpes o alguna manifestación que hiciera pensar que había sido agredida?

    —Al parecer, no había nada de todo esto. ¿Qué piensa usted? Claro que estamos al comienzo de la investigación y no le podemos dar más datos.

    —Como al parecer tenemos tiempo porque la reunión de su jefe me parece que va para largo, le propongo un ejercicio. Fíjese que no digo un juego porque con asuntos serios no se puede jugar.

    —Diga usted, señor comisario.

    —Al revés, vicecomisario López. Si le parece será usted el que hablará. Comentará su opinión sobre el caso.

    —La verdad es que no lo sé.

    —A veces las cosas se aclaran si se divide lo sucedido en partes, y si se añaden cada una de esas partes. Vamos a hacerlo así, si le parece, vicecomisario.

    —De acuerdo. Una mujer joven que al parecer vive sola y de la que no conocemos más datos, está encerrada en su piso y no responde a las llamadas. Por este motivo, la Policía se ve obligada a abrir el piso.

    —Muy bien, siga.

    —La mujer está inconsciente, aunque hace algunos movimientos, y le descubren que la presión está muy baja. Los médicos se hacen cargo de ella y se la llevan inmediatamente al hospital. La Policía no ha podido examinarla bien, por lo que no se descarta que existan heridas o contusiones bajo la ropa. Tal vez la mujer ha tomado algún somnífero.

    —Siga.

    —En una mesa cercana hay un gran cuchillo que no se me ha informado de que tenga indicios de haber sido usado contra una persona.

    —Siga.

    —La mujer está en la cama sobre un charco de sangre.

    —Eso es todo, le felicito. Ahora no nos va a importar equivocarnos porque, como le decía, es un simple ejercicio, pero reconstruya usted lo que ha ocurrido basándose en los datos de que disponemos. Y esa reconstrucción tal vez no se ajuste a la verdad, lo repito, pero es un intento de aproximación. Adelante, vicecomisario López, que lo está usted haciendo muy bien.

    —Una mujer joven intenta acabar con su vida con una dosis grande de somníferos. Como queda inconsciente, no puede responder a las llamadas.

    —Siga.

    —Hay un gran cuchillo sobre una mesa que al parecer no ha sido usado, e ignoramos por completo cuál debía ser su finalidad. Tal vez contribuir a su suicidio.

    —Siga.

    —La presión de la mujer está muy baja y su cuerpo está sobre un gran charco de sangre. Cuando se ha perdido sangre la presión baja, ¿no es verdad?

    —Así es. Ahora termine.

    —Aparentemente la mujer no presenta signos de violencia, por lo tanto...

    —Siga sin miedo, vicecomisario.

    —Por lo tanto..., la hemorragia procede de un aborto.

    —¡Eso es! Le felicito, yo no hubiera mejorado su razonamiento.

    El olor

    —¿Puede venir, señor comisario Pérez? En una hora se dedicarán a retirar los restos de lo ocurrido.

    —Voy, vicecomisario López. Gracias por avisarme.

    Era un piso pequeño, el segundo de la finca, y el salón comunicaba con todas las restantes dependencias: una pequeña cocina, un pequeño baño y un entrante donde estaba plegado el mueble que probablemente era la cama. En el salón había un sofá de dos plazas. El suelo era de baldosas. Todas las ventanas estaban cerradas. En el centro del salón estaba la mujer, desnuda, de bruces sobre el suelo. En el suelo, la Policía había indicado con rotuladores la presencia de algunas manchas.

    El señor comisario Pérez se dedicó a husmear por el recinto. Con las manos a la espalda para evitar tocar lo que pudiera ser alguna prueba de lo ocurrido, a pesar de que la Policía ya lo había examinado todo. Pero el señor comisario sabía que siempre quedaban restos que habían escapado al primer examen y que podían ser de una gran importancia. Por eso él no era partidario de hacer una sola inspección, sino todas las necesarias para que no quedara ni un solo rincón por examinar. Y las inspecciones por gente ajena al cuerpo policial encargado del caso, como él mismo en aquel instante, podían destruir indicios de una gran importancia que habían pasado desapercibidos hasta entonces. Por eso el señor comisario Pérez examinó todo con una gran cautela, pero sin olvidar ningún rincón, terminado lo cual, le indicó al vicecomisario que podían irse cuando quisiera.

    Transcurrieron unos días, y el señor comisario recibió la llamada que esperaba del vicecomisario.

    —Ya tenemos datos para comentar el caso de la mujer, en cuyo piso estuvo usted el otro día.

    El señor comisario Pérez disfrutaba con todo esto, no con la desgracia ajena, naturalmente, sino con los detalles de la investigación en curso y con la esperanza de que finalmente se hiciera la luz.

    —La autopsia de la mujer ha mostrado algún dato sorprendente. La causa de la muerte fue un ataque al corazón y no hay somníferos ni tóxicos. O sea, que la causa de la muerte está bien establecida. El forense no puede dictaminar cuál ha sido la causa de este ataque al corazón.

    —Es decir, que no hubo suicidio ni asesinato. La mujer murió de muerte natural.

    —Eso es. Otro dato importante: en la vagina de la mujer había semen. Y había también manchas de semen en el suelo de la habitación, está en curso en este momento el análisis del ADN de ese material.

    —Bien. O sea, que podemos decir que en aquel piso con la puerta y las ventanas cerradas y con un sofá de dos plazas en el salón apareció una mujer desnuda, muerta, boca abajo, con semen en su vagina. Ninguna señal de violencia. En el suelo del salón había otras muestras de semen. Está en curso el análisis del ADN. La autopsia ha descubierto que la mujer murió de un ataque al corazón, sin que se pueda dictaminar el origen del mismo, porque no se encontraron restos de sustancias tóxicas. ¿Es así, vicecomisario López?

    —Así es, señor comisario Pérez.

    —Hay dos datos más a los que en un principio no les di importancia. Unos que en el sofá había algunos pelos rubios que parecían corresponder a un perro.

    —No me constaba este dato.

    —Y otra cosa: la habitación olía, quiero decir que no era una habitación que no oliera a nada. No sé si se dio usted cuenta, vicecomisario.

    —Pues no, la verdad, tal vez porque estaba un poco resfriado.

    —Ya me lo pareció en cuanto lo olí, pero ahora estoy seguro, y no le di importancia porque era un olor muy suave, no como el olor del piso donde vive el animal, sino el olor de una visita esporádica del mismo.

    —¿A qué animal se refiere usted, señor comisario Pérez?

    —A un perro, me refiero al olor de un perro.

    —¿Y todo esto cómo encaja en todo lo demás?

    —Le parecerá a usted muy rebuscado y hasta perverso, pero la especie humana es muy complicada.

    —Explíquese mejor, por favor.

    —Voy a hacer la reconstrucción de lo ocurrido basándome en hechos en primer lugar y en suposiciones basadas en estos hechos después.

    —Estoy deseando escucharle.

    —La mujer que murió de un ataque al corazón estaba boca abajo y tenía semen en su vagina. No estaba boca arriba como suelen estar las mujeres cuando practican el acto sexual. Claro que también podía estar boca abajo con su pareja debajo. Pero si hubiera sido así, al abandonar la pareja su posición hubiera cambiado la posición de la mujer a no ser que la mujer estuviera de rodillas, de cuatro patas, vamos. ¿Entiende, vicecomisario? Vamos a sospechar que la mujer murió mientras practicaba el acto sexual boca abajo o arrodillada en el suelo.

    —De acuerdo.

    —Por la emoción en la excitación de un acto sexual una mujer que ya sea propensa a ello puede sufrir un ataque al corazón. En la medicina forense que estudiamos se citaba esto. Y se explicaban anécdotas, como la de un señor que murió mientras practicaba el coito en un mueble, y a quien los empleados del mismo llevaron en taxi a las urgencias del hospital más próximo, a cuyo médico no se le ocurrió otra cosa que decirle a su mujer cuando se presentó angustiada después de haber sido requerida, que su marido había muerto en el interior de una iglesia próxima mientras asistía al rezo del santo rosario.

    —¡Madre mía!

    —Cabe, pues, la posibilidad de que la mujer muriera de un ataque al corazón, producido por una gran excitación por el acto sexual que realizaba boca abajo o de rodillas.

    —Es verdad.

    —Pero hay más, y aquí echo mano de mi larga experiencia. El ambiente olía a perro, pero no a un perro habitante permanente, sino ocasional. Y en el sofá había algunos pelos de un perro rubio.

    —¿Adónde quiere usted ir a parar?

    —Pues a sospechar que la mujer hacía el acto sexual con un perro, probablemente rubio, cuando murió, quizá llevado el tal perro a la casa por otra mujer que hizo tal vez lo mismo que la otra. Los perros eyaculan varias veces y de ahí la presencia de varias manchas de semen en el suelo.

    —Es una interpretación tan rebuscada que me cuesta creerla. Sin embargo, reconozco que explica los datos que poseemos.

    —Llámeme cuando sepa el ADN del semen, vicecomisario.

    —Lo haré sin falta. Y como siempre, muchas gracias por todo.

    Varias semanas más tarde el vicecomisario llamó al señor comisario Pérez.

    —Era un perro —dijo, simplemente.

    La acequia

    El vicecomisario López era un gran admirador del señor comisario Pérez y a menudo le pedía consulta sobre casos difíciles. El señor comisario Pérez trabajaba en sus propios casos en su comisaría, pero no le importaban esas consultas del vicecomisario que le distraían y le permitían un raciocinio sobre casos distintos de los que llevaba entre manos. Era como un juego, aunque a él no le gustaba usar esta palabra porque los casos que comentaban eran muy serios. Aquel día, el vicecomisario no le encontró en su lugar de trabajo porque estaba enfermo en cama con una gripe. El vicecomisario se excusó por haberle molestado, pero el señor comisario insistió en que ya se encontraba mejor y, por lo tanto, que no le producía ninguna molestia hablar con él.

    El vicecomisario se lo agradeció y, para comenzar su explicación del caso que iban a tratar, le pidió que cogiera un mapa de carreteras de la provincia. El señor comisario, que tenía en su casa toda clase de mapas como el vicecomisario sabía, lo hizo así.

    —Busque la prolongación hacia el sur de la carretera D—13, señor comisario. Verá que atraviesa la capital de la comarca y que, a continuación, se dirige hacia el oeste.

    —Lo veo.

    —Se acerca a una montaña no demasiado alta que bordea y, en este punto, al este de la carretera hay dos pequeños

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1