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Como marcas en la brecha: Una historia de vida
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Como marcas en la brecha: Una historia de vida
Libro electrónico450 páginas7 horas

Como marcas en la brecha: Una historia de vida

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Como un río que corre, la memoria es siempre la posibilidad de mantener vivos los encuentros y desencuentros, cuando asume los cambios de piel que la acompañan como una sombra, pero también como una luz. En este libro Hernán Darío Correa, editor y sociólogo, se sumerge en ese río que es la vida para contarnos que la aventura está tanto en los libros y la lectura como en la política y el amor. De los tempranos años cincuenta a los cruentos ochenta del siglo pasado, estas páginas nos pasean por la propia subjetividad y por las trampas de una cultura nacional letrada, mesiánica y doctrinaria, a través de las encrucijadas de un país sin duelos que padece de un olvido siempre gris, en unos renovados ciclos de violencia y desarrollo que parecen no tener fin. Coedición digital El Peregrino Ediciones, eLibros Editorial
IdiomaEspañol
EditorialeLibros
Fecha de lanzamiento24 ago 2019
ISBN9789588911359
Como marcas en la brecha: Una historia de vida

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    Como marcas en la brecha - Hernán Darío Correa

    abiertas...

    I

    CUATRO CIUDADES DE INFANCIA

    Y ADOLESCENCIA

    1952-1973

    BARRANQUILLA. MI PADRE

    Mi padre había dado muchas vueltas por el país. Salió a buscar destino hacia Barranquilla cuando vio que no iba a estudiar más, y acabó en el municipio vecino de Soledad, donde aprendió meteorología y luego trabajó en varios aeropuertos o en otros oficios en Cali, Pasto, Bucaramanga, Pereira y otra vez Barranquilla, ciudades donde fuimos naciendo sus diez hijos.

    En sus relatos en la mesa siempre hablaba de su llegada a Soledad después de haber viajado por el río Magdalena desde Puerto Berrío, en tercera clase, donde a nivel de las aguas divisaba unas riberas aún plagadas de caimanes y garzas en medio del sopor, la humedad y el trepidar incesante de los motores inclementes y asmáticos del barco, como bien los describió Álvaro Mutis en alguno de sus poemas. Se alojó en un hotel cercano al mercado y durante algunos días cargó cueros en las barcazas que colmaban el puerto, hasta que vio el aviso de los cursos de aviación. Era lo que buscaba, pues su deseo más profundo se orientaba a levantar el vuelo. A sus diecisiete años lo había conmovido el accidente en el aeropuerto Olaya Herrera donde murió Carlos Gardel —algunos de cuyos tangos cantaba de cuando en cuando— junto con el piloto Samper Mendoza, a quien dedicó un bello texto no publicado jamás que conservaba en un papel ya amarillento cuando pude leerlo entresacado de una bella caja de galletas inglesas donde mi madre guardaba recortes de prensa, postales y recuerdos de su noviazgo y de la familia: La caída del cóndor.

    Desde entonces alternó sus trabajos de ejecutivo de ventas de productos alimenticios industriales con el oficio de jefe de aeropuerto, al cual retornó ya en los años sesenta como gerente comercial, cuando sus amigos de toda la vida, los Millón, lo invitaron a manejar la oficina de Aerocóndor, su empresa familiar, en Cali.

    Coincidencias, sincronías, diría Jung, claves de lenguaje cifrado en la reiteración de metáforas como la del cóndor, o de nombres de lugares decisivos en su vida, como el de Soledad, el municipio del Atlántico o el barrio en Bogotá donde murió, pues a pesar de haber vivido rodeado de sus hijos y su mujer, alguna orfandad y tal vez una compleja relación con la muerte se revelaban cuando contaba momentos íntimos vividos en algún paraje de sus correrías, como el encuentro de un folleto en el nochero de un hotelito del sur del país en una noche densa de lluvia y frío, según su propio relato, con los poemas de Gustavo Adolfo Bécquer, cuyo Volverán las oscuras golondrinas se aprendió quizás en esa ocasión y atesoró para dejarlas con su voz sonora flotando para siempre en nuestra memoria: Pero aquéllas que el vuelo refrenaban/ tu hermosura y mi dicha al contemplar,/ aquéllas que aprendieron nuestros nombres... / ésas... ¡no volverán!. O cuando insistía en visitar una vez más la tumba del poeta Julio Flórez en la sala de la casa donde se este se exilió, cada que íbamos a las termales de Usiacurí, donde no dejaba de estremecerme el silencio y el vacío de ese recinto que ya no era nada: ni casa ni tumba ni museo, solo ausencia cuyo eco sombrío resonaba cuando mi padre cantaba Mis Flores Negras: Oye bajo las ruinas de mis pasiones,/ en el fondo de esta alma que ya no alegras,/ entre polvos de ensueños y de ilusiones/ brotan entumecidas mis flores negras.

    Su deambular me dejó una impronta urbana al mismo tiempo caribeña, caleña y bogotana sobre un trasfondo de costumbres familiares antioqueñas; pero también un extrañamiento, una sensación de eterno recomienzo y, ¿por qué no decirlo?, un cierto sentimiento de orfandad a pesar de la omnipresencia de mi madre en mi vida; así como un entusiasmo renovado en los momentos menos pensados en torno a quehaceres pragmáticos que me permitieron siempre desdoblarme desde la contemplación hacia la aventura de los viajes y los empeños colectivos; y un vínculo profundo con las cuatro grandes ciudades del país, que conocí a fondo a través primero de las redes familiares y luego por los avatares de los viajes, la política, la amistad y el amor. Y una secreta pregunta por la escritura.

    Cada vez que me he asomado a la posibilidad de escribir, Barranquilla se me viene a ramalazos con el eco del pregón de las alegría de maí con coco y aní, la brisa nocturna en la colina de El Salvador o bajo El Tanque de las Delicias de mi infancia; la carretera al mar y ese paraje cortado a tajo en la montaña al final de una recta pendiente donde aparecen Puerto Colombia y la masa rutilante del mar donde nos esperaban los médanos del enorme playón de Puerto Colombia y las olas de colores donde la vida es más sabrosa; o el viento de los atardeceres de domingo al final del muelle herrumbrado y carcomido por las olas, en donde acompañaba a mi padre mientras se fumaba un lento cigarrillo y su mirada se perdía sobre el infinito del mar; o Bocas de Ceniza, la sal y el estallido de las olas contra el espolón, y las risas nerviosas de las tías visitantes a quienes llevábamos en los abiertos vagones de barandas de madera del tren de ida y vuelta, cuando en reversa dejábamos atrás los tiburones merodeando entre el río y el mar.

    Lawrence Durrel afirma en su Justine que pertenecemos a una ciudad solo cuando entraña una mujer esencial en nuestra vida, y en el caso de Barranquilla son varias las que aparecen cuando abro mis páginas interiores: mi madre luciendo una balaca de colores, el cabello templado y cogido con una moña, una amplia y liviana falda de flores, y una mirada profunda y serena; una joven espléndida arreglando una canasta con viandas para el día de playa; Alicia Marcucci, la mamá de Melvin, Edgar y Alicita Millón, compañeros de juegos de mis hermanos Fernando y Ruth María en la playa y en el barrio, cucuteña hiperactiva y feliz que entraba a la casa los domingos temprano a terminar de despertarnos animándonos a salir hacia el mar, y me albergaba junto con mi hermanita Nana en el nicho del asiento trasero de su convertible camino a Pradomar; Blanca, hermana de mi padre, la alegría total batiendo un chocolate con canela que siempre nos brindaba cuando la visitábamos; Gabriela Velásquez, esposa de Deláscar, hermano de mi madre; Regina Velásquez, amiga de mi madre; La Seño Ana, matrona y profesora del kínder vecinal de la 45 con 69 donde di mis primeros pasos escolares, el cual desbarataban al final de la tarde para dar paso a la vida familiar que compartía mientras esperaba a mi padre, quien me recogía ya iniciada la noche; Elvira Berrío, prima de mi madre, efusiva, alegre y con una suficiencia de vida que siempre he recordado; Liliana, Nana, compañera absoluta de infancia y de los primeros flirteos y juegos eróticos, incondicional en las desventuras y los alivios compartidos: la frescura del baño con agua de matarratón sobre una enorme ponchera en el patio, para aliviar la varicela, y el juego al asedio público de verse unas partes íntimas que ya conocíamos y visitábamos clandestinamente en los lugares más inusitados; y Rosa, quien desde la cocina dejaba flotando por toda la casa al mismo tiempo las brillantes trompetas de la Sonora Matancera o los pitos de la Orquesta Aragón que inexorablemente sintonizaba en la radio, el suave aroma del arroz con coco y el intempestivo silbido de la olla atómica cocinando los frijoles o las carnes para el arroz apastelado.

    Pero en el fondo, lo veo ahora que escribo, pertenezco a dicha ciudad porque condensa mi infancia en la relación con mi padre, marcada por dos dimensiones opuestas: la de la casa y la de la ciudad.

    En la primera, dos momentos diarios inalterables, la comida y el rezo del rosario: todos concurríamos a la mesa a las siete de la noche, y los niños le disputábamos a mi padre el tomar agua en una copa de plata que en principio era de su uso exclusivo, la cual respiraba la humedad del agua helada mientras aquel nos cautivaba a todos con sus relatos y la gestualidad del comer, amasando cada bocado de las arepas redondas que iba sacando del cesto de la mitad de la mesa; y apenas nos levantábamos de esta, nos trasladábamos a la sala, donde rezábamos el rosario con los respectivos misterios dolorosos, gozosos o gloriosos, según el día de la semana, rematando siempre con las letanías, esa especie de mantra en latín del cual fuimos defendiéndonos a medida que crecimos, a veces con actividades simultáneas que fuimos negociando, empezando por Fernando, quien logró poder dibujar él mismo y luego todos, o la lustrada a mi padre que nos turnábamos Nana y yo cada uno un zapato, mientras respondíamos las avemarías y los ora pro nobis respectivos; o con protestas infantiles e irreverencias que buscaban corroer la inflexibilidad del rezo: alguna vez, en medio de la reiterada invocación a la Virgen María como Regina matutina, Regina vespertina, Regina coelis, interpuse en el mismo tono de mi padre un Regina Velásquez que fue contestado por el coro, y me significó un castigo afortunadamente ya olvidado.

    Y en la segunda, la playa, los parques, los viajes, mediados por el carro, ese espacio intermedio entre la casa y la ciudad, también diario. Mi padre nos llevaba al mar o nos daba la infaltable vuelta nocturna después de comida, con interrupciones súbitas en las cuales paraba y se bajaba con el fin de aleccionar a quienes depredaban algún árbol o un parque, acreditándose como miembro de la Sociedad de Mejoras Públicas a cargo de los veintitrés parques públicos de la ciudad, a cuyas reuniones iba con su elegancia caribeña de traje color habano, corbatín y gafas sin montura; o contando sus aventuras de viaje por los pueblos de la costa cuando trabajaba en las ventas de comestibles La Rosa, desde los cuales traía objetos, relatos o canciones de municipios con nombres tan sonoros como Usiacurí, Sabanalarga, Piojó, Malambo, Galapa o Baranoa.

    Aún conserva mi madre en una carpeta de recortes de prensa o de revistas con figuraciones familiares un ejemplar de la revista Mejoras, de aquella sociedad, en la cual se ofrece un perfil de mi padre como uno de sus impulsores, con una foto que lo revive con su frente despejada y sus ojos penetrantes.

    En carro viajamos de vacaciones muchas veces de ciudad en ciudad, toda la familia más alguna muchacha que ayudaba a mi madre con el menor que no el último de los hijos, como decía mi padre jocosamente, como si fuera un chiste; y del carro se bajaba a ver uno u otro paisaje por las carreteras siempre inacabables del país, como el recorrido muchas veces repetido por la carretera de La Cordialidad, entre Barranquilla y Cartagena, a donde llegábamos a casa del tío Evelio, en Marbella, donde el mar llegaba hasta la sala y dejaba enormes caracoles y conchas sobre el inmenso playón en medio del cual estaba construido el barrio.

    Y en el carro mi padre también hablaba; dictaba verdaderas cátedras de recuerdos y geografía, viajaba de nuevo a Chile, donde estudió algunos años de medicina antes de regresar a casarse con mi madre, u opinaba sobre el carácter de las gentes que íbamos encontrando en el camino; o cantaba mientras su tribu dormitaba en el vientre del pesado Ford de mediados de los cincuenta (En Baranoa me quedaré,/ porque esa es tierra de bella mujé,/ por eso nunca la olvidaré,/ porque esa es tierra de bella mujé).

    Hay una foto familiar donde con una pose igual un hombre y un niño en pantalón de baño han apoyado su brazo estirado contra la torre de madera del salvavidas de Pradomar, y ambos están mirando a la cámara; y al volverla a ver o al recordarla recupero la sensación de ser su hijo revelada en el instante de ser tomada: Barranquilla fue la etapa de la plenitud de mi relación con él, entonces en la treintena de sus años, cuando entre tantas cosas apenas intuidas me legó el espíritu del viaje, el sentido de lo público, una profunda condición urbana y un contradictorio sentido afectivo y emocional derivado de la tensión entre aquellos rituales, y su indudable afinidad con la vida en su torrente colectivo. Como la ciudad misma.

    En efecto, la Barranquilla de los años cincuenta era eso: una urbe cosmopolita plena de contrastes y de paradojas intensas y fluidas: una casa amplia y fresca de siestas infinitas, y la algarabía callejera; las bellas avenidas y antejardines del barrio El Prado y del hotel del mismo nombre donde resonaban los clarinetes de la orquesta de Pacho Galán o de Lucho Bermúdez en las fiestas en que participaban mis padres y sus amigos, que espiábamos con algunos otros niños desde el muro exterior envidiando los smokings tropicales y admirando las mujeres de faldas anchas y estraples apretados; y al mismo tiempo, el fuerte olor del río y la fetidez de los caños del centro, por donde pasábamos cuando bajábamos a dar la vuelta, o a ver pasar los desfiles de carnaval. Una ciudad moderna en cuyo Sears se inauguró tal vez la primera escalera eléctrica que llegó al país y se instalaron los primeros supermercados de mostradores abiertos; y también la ciudad desbordada de los arroyos, en la cual se disfrutaba la lluvia pero al mismo tiempo se temía el aguacero que se llevaba carros y gente y los arrojaba a las Bocas de Ceniza. Una ciudad de polvo y canícula, pero también de amplios antejardines regados al final de la tarde por muchachas magníficas y sonrientes.

    Años después, Carlos Bell me regalaría su libro El movimiento moderno en Barranquilla. 1946-1964, sobre la renovación de esa ciudad que en parte había sido calcada unas décadas antes de los mejores barrios de La Habana por Karl Parrish; y al repasar sus magníficos registros fotográficos y sus lúcidos textos, no puedo evitar recordar los amplios corredores, los jardines y los estilizados pabellones del entonces nuevo colegio Biffi, a donde ingresé a hacer primero elemental, salvándome del gótico y encajonado colegio de los mismos hermanos cristianos, en el centro de la ciudad, donde Fernando terminó la primaria; o los espacios abiertos del colegio alemán, por entonces en construcción apenas a dos cuadras de nuestra casa; ambos hitos de ese movimiento moderno que se caracterizó precisamente por la transparencia, la liviandad y las fachadas con combinaciones de líneas abstractas, y la generosidad de las zonas verdes y los espacios públicos bajo el código de urbanismo del año 58, orientado fundamentalmente a evitar que prevalezca el interés individual del propietario, y a obtener la máxima utilidad de sus solares edificables, sobre el interés social de la colectividad, (para) asegurar al medio urbano las mejores condiciones de salubridad, bienestar y belleza (Bell, Op. cit., p. 43).

    Esa renovación urbana, como se sabe ahora, fue expresión de una expansión económica producida por la conjugación de la bonanza del café, el crecimiento sostenido de la economía nacional a comienzos de esa década del cincuenta, que mantuvo al departamento del Atlántico en el segundo lugar del PIB nacional después de Bogotá durante algunos años merced al rol de su puerto en el comercio exterior, y la llegada al país de la postguerra del funcionalismo de Le Corbusier en las propuestas urbanísticas y arquitectónicas de muchos de sus barrios y edificios públicos y privados, como los colegios Americano, Sagrado Corazón y Mary Mount (la racionalidad abstracta del pintor Piet Mondrian se refleja en su fachada —idem, 111), además de los nombrados, algunos de ellos vecinos entre sí; o iglesias como la Torcoroma a la cual íbamos a misa y por donde pasaba a diario el bus del colegio Biffi, con un enorme vitral de figuras geométricas también abstractas, o los grandes clubes como el Campestre, la Unión Israelita, el Alemán o el Italiano, en vecindad emblemática si se piensa en la por entonces reciente tragedia mundial; más una gestión urbanística en la cual la Sociedad de Mejoras Públicas, creada desde los años veinte, fue un modelo "para despertar el espíritu

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