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La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires): La Eternidad de un Amor, #1
La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires): La Eternidad de un Amor, #1
La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires): La Eternidad de un Amor, #1
Libro electrónico270 páginas3 horas

La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires): La Eternidad de un Amor, #1

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Un encuentro casual, una ciudad, un amor.
Dos extraños que se conocen sin buscarlo y que durante cuatro días no se separarán, utilizando a Buenos Aires como excusa para continuar juntos.
Un turista y un chico local, ambos en sus veinte años, que poco a poco irán descubriendo los rincones más resguardados por el otro, sus dolores y sus temores; pero también sus sueños y todo aquello que cada uno anhela llegar a ser. Lo que empieza como un encuentro fugaz, irá tomando más y más fuerza, hasta que los dos sentirán que algo en ellos ha cambiado, a pesar de que aquello que los une tiene fecha para terminar impresa en un boleto de avión. Los días irán corriendo y ya nada será lo mismo. El tiempo los arrinconará y se verán obligados a tomar una decisión.
¿Puede un amor nacido para ser efímero perpetuarse en nuestras vidas?
¿Pueden, acaso, los sentimientos de aquellos que creen amarse sobrevivir al tiempo y la distancia?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 oct 2022
ISBN9789878868127
La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires): La Eternidad de un Amor, #1
Autor

Gastohn Barrios

Gastohn Barrios is an artist, photographer and online content creator born in Buenos Aires, Argentina. Due to his acting and modeling career he lived for several years in the United States, Chile, Spain and Brazil, where he gradually moved his activities from in front of the camera to behind it. In 2009, after spending nearly half-life around the world, he returned to his birthplace, from where was generating photographs that mix the sensual with the fashion and giving a strong artistic and personal accent to each one of his works. From there he has seen his work printed in numerous specialized magazines from different corners of the globe, such as Paris, New York, Atlanta, Sydney, Madrid, Mexico, Bucharest, São Paulo, Montevideo and Bogotá, among others. In June 2014 he won the fifth Annual Photo Contest of the NEXT Magazine of New York, so his work was exhibited at the Leslie-Loham Museum in that city. Also that year he got his first cover magazine of many in the important Brazilian magazine Júnior and his work is recognized throughout the world through the Internet. His photos and videos can be found on websites on five continents, making him an online celebrity and a benchmark for the LGBTIQ+ public, with three YouTube channels, exceeding 200,000 followers. He has been interviewed by the largest magazines aimed at this audience, such as the French Têtu, the American The Advocate, the Australian DNA and the aforementioned Brazilian Júnior, among many others. He is currently based in Mexico City, where he divides his time between his great artistic passions: photography, video creation and writing.

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    La Eternidad de un Amor Efímero (Buenos Aires) - Gastohn Barrios

    La Eternidad de un Amor Efímero 

    de Gastohn Barrios

    Número de Registro: 03-2022-042712011300-01 

    Trámite: Registro de Obra INDAUTOR 

    Ciudad de México, México 

    1. Narrativa Argentina.  

    2. Novelas Románticas. I. Título.  

    CDD A863 

    Contactos: 

    gastohn@gmail.com 

    Argentina: (+54) 911 6435 3280  

    México: (+52) 55 8482 6562 

    www.gastohn.com

    Corrección: Julia Chaktoura 

    Ilustrador: Lucas Nachbauer 

    Maquetación: Julio C. Zani 

    Para Matías,

    porque el camino siempre nos lleva hasta el lugar correcto.

    Aun sabiendo que eras fugaz

    Yo te amé con todas las fuerzas,

    Como si fueras para siempre.

    MARCO VALERIO

    Diagonal Norte y

    Florida

    Uno

    A veces me pregunto qué hubiera ocurrido si aquella tarde hubiese tomado una decisión diferente. Si hubiera doblado una calle antes, si me hubiese demorado un poco más en alguna tienda, si hubiera entrado a tomar un café en una de las incontables confiterías que hay en el centro, o si tan solo no hubiera dirigido mi mirada hacia ese preciso lugar. ¿Qué hubiera sucedido entonces? ¿Hubiera conocido a otra persona? ¿No hubiese existido nadie especial para mí en todos estos años? Con cualquiera de esas dos opciones. ¿Sería hoy el mismo que soy? ¿Me agradaría ese otro yo? ¿Le agradaría yo a él? ¿Nos hubiésemos topado J y yo en algún otro momento de nuestras vidas? ¿En otro lugar? ¿Existe el destino? ¿O las cosas suceden porque sí, sin ninguna razón?

    Supongo que estas preguntas podrían aplicarse siempre, a cualquier oportunidad que se nos haya presentado y ante la cual debimos optar entre dos caminos. Pero esto que voy a contar, ni siquiera fue una elección. Yo apenas iba caminando. Las cosas se dieron, simplemente. Llegaron hasta mí.

    Aquel era un día común, de una semana normal que pronto pasaría al olvido, como sucede con tantos instantes que vivimos todo el tiempo. No fue así. Recuerdo aquella noche del sábado 29 de junio del año 2002 como si fuera ayer. Lo que llevaba puesto, mi corte de pelo, el bolso que cargaba al hombro, todas las sensaciones que caminaban conmigo. Lo que debía ser solo otro día, sigue viviendo en mí tan nítido y claro como si estuviera viendo una película, hoy, veinte años después.

    Recuerdo haber abandonado las Galerías Pacífico y caminar por la calle Florida en dirección sur. Florida fue la primera peatonal de Buenos Aires y en sus alrededores se desarrolló, durante dos siglos, toda la vida bohemia y artística porteña. A mí, que me he criado en un lejano suburbio de la ciudad, lleno de aspiraciones orientadas al arte, siempre me había resultado fascinante ese ambiente. Ese centro urbano atiborrado de bellos edificios de estilo europeo, contaminado con carteles publicitarios y cargado de la palpable energía de los sueños de tantos individuos, no podía más que resultarme inspirador para mis propios anhelos. Era la evidencia física de que existía un mundo distinto al que conocía y que estaba aguardándome.

    Esa tarde, que comenzaba con lentitud a perder brillo propio y empezaba a disfrazarse con neones y luminarias amarillentas, había poca gente caminando por la peatonal. Como cada fin de semana a esa hora, las personas ya estaban disfrutando de los lugares de moda o disponiéndose a salir a comer, a bailar o a aprovechar de una velada tranquila en su propia casa. Aun así, cada tanto me topaba con grupos de turistas y visitantes, consultando sus mapas de papel o detenidos frente a edificios históricos para observarlos. Me misturé entre ellos. Intenté fundirme en la masa de neo-descubridores de las bellezas de mi ciudad. Quise creerme uno más, lo que no fue difícil, ya que hacía muy poco tiempo que había vuelto, después de casi una década de andar peregrinando por diferentes países y continentes.

    Había algo fluctuando en el ambiente, cierta cosa que me hacía sentir acogido, un encanto mágico que me brindaba el sentirme una suerte de excursionista en lugares que conocía muy bien. Me adivinaba en mi hogar, volviendo a los brazos de alguien que me había estado esperando desde hacía tantísimo tiempo. Tal vez fueran los rostros de las personas que me resultaron familiares, o el acento, mezcla de español e italiano, de las voces que escuchaba al pasar; o las melodías que nos envolvían a todos y que escapaban de los grupos de artistas que representaban sus espectáculos callejeros rodeados de curiosos. No sabía qué despertaba aquella sensación, tampoco me preocupaba averiguarlo. Dejé que mis pies me guiaran. Con los ojos llenos de curiosidad, colgados de los balcones y frentes, recorriendo todo lo que tenía a mi alrededor, me desentendí de la rapidez del tránsito al cruzar avenida Corrientes y de las multitudes agolpadas en las puertas de sus teatros, que aguardaban ansiosas para poder ingresar a las salas y resguardarse del frío de aquel otoño, que ya era casi un invierno. Dejé que esa atmósfera bohemia y nostálgica me inundara. No tenía prisa. Si alguna cosa me llamaba la atención, me detenía y la disfrutaba. Fue así que entré en algunas librerías, en una tienda de discos y más adelante me perdí largo rato en los pasos de una pareja que bailaba el tango en trueque por algunas monedas. Cuando el sol ya casi se había apagado, lo reemplazaron el alumbrado público y las marquesinas que fueron encendiéndose poco a poco, al igual que las luces de las ornamentadas fachadas. El gentío fue disminuyendo y los vehículos de las calles adyacentes, me resultaron cada vez menos avasallantes. Abstraído por el impulso y la curiosidad de visitante, no sentí deseos de apurar la marcha, aun sabiendo que no había recorrido tantas cuadras y que se me estaba haciendo tarde, porque todavía me faltaba un largo trecho para llegar a San Telmo, donde un grupo de amigos me aguardaba para cenar.

    Me detuve ante la luz roja de un semáforo, levanté la mirada y me topé con aquellos edificios que conforman la intersección de la calle Florida con la avenida Roque Sáenz Peña, más conocida como la Diagonal Norte. Estaba parado justo debajo de los viejos carteles azules que indicaban el nombre de las calles, giré trescientos sesenta grados y me encontré con la nueva iluminación del —en aquellos años—, edificio del Banco de Boston. Nunca había visto su fachada de esa manera, tan a la usanza de emblemáticas edificaciones del Estado. Ocupando toda la esquina, se erguía, y se yergue, orgulloso en sus colores piedra y blanco, rematado por una cúpula y un techo cubiertos por rojizas tejas de cerámica. Innumerables detalles intrincados adornan sus aberturas. Justo frente a mí, un enorme portón de hierro fundido me invitaba a adivinar sus arabescos, mostrándome los detalles remanentes de las protestas sociales ocurridas a lo largo de ese último año, resultantes de la crisis económica y política desatada en el país.

    Volví a mirar hacia la señal y todavía no daba luz verde. Recuerdo haber pensado que quería regresar para ver con mayor detenimiento esa misma fachada durante el día y que intentaría averiguar sobre alguna excursión para recorrer su interior. El semáforo cambió y los transeúntes que me rodeaban comenzaron a cruzar la avenida por la ancha senda peatonal. Me disponía a bajar el pie derecho hasta el asfalto, cuando tuve esa extraña sensación que todos tenemos en el momento en que adivinamos que alguien, que no podemos ver, nos está observando. Sentí cierto calor subiendo por mi rostro. La primera idea que me vino fue que podía ser alguien que me conociera, y no sabía si tenía ganas de interrumpir mi paseo por una charla casual en la que debería extremar mi simpatía y tratar de acordarme de detalles que solía no recordar. No quise tener la certeza de quién podía llegar a ser, de modo que inicié el cruce sin mirar. Me sentí raro; sin dudas una estupidez mía, resultante de mi eterno ostracismo social. Y sin embargo, una parte de mí me empujaba a encarar a quien fuera que estuviera mirándome. Crucé la avenida. Volteé levemente hacia mi derecha buscando el Obelisco, y luego hacia la izquierda, intentando alcanzar la Plaza de Mayo y la Casa Rosada. Había pisado la vereda opuesta y durante los veinte metros caminados para llegar hasta ella, nunca me había abandonado esa rara fuerza interior que intentaba ordenarle a mi cuerpo que buscara quién me enfrentaba de ese modo.

    Una voz en mi cabeza me decía: Date vuelta, mirá.

    Pensé que la distancia entre los dos puntos me protegía. Sin sopesarlo demasiado me decidí a espiar. Cualquier cosa, haría de cuenta que no había alcanzado a ver a nadie y seguiría mi camino sin importar quién estuviera del otro lado. Fingí observar un edificio iluminado, mientras de reojo intentaba descubrir algún rostro familiar que destacase entre la multitud de personas que se había agolpado sobre el cordón, detenida una vez más por la señal de tránsito. Me tranquilicé al no reconocer a nadie. Me quedé allí un instante para decidir si seguía caminando o aprovechaba algún taxi que pasara por la avenida para llegar cuanto antes hasta la casa de mi amigo Adrián; había perdido el interés por continuar el paseo.

    La marea de gente se fue disipando, como lo hace la neblina o una cortina de humo en un recital de rock. Fue solo entonces que lo vi. Parado delante del conjunto escultórico que adorna la intersección de esas tres calles, un completo desconocido me sonreía, mirándome con timidez. Bajé la vista, fingí mirar hacia otro lado. La devolví a él. Sus ojos claros seguían allí, fijos, llamándome, sin despegarse de mí.

    Dos

    Volví a desviar la mirada. Estaba seguro de que nunca había visto a ese chico. Fingí que buscaba algo en mi bolso. Lo observé de soslayo. No quería hacerlo, pero mis ojos parecían tener vida propia. Ladeó apenas su cabeza y dibujó una sonrisa cohibida. El resto de su cuerpo permanecía inmóvil. Llevaba puesto un gorro de lana rojo, anteojos recetados, campera inflable azul, pantalones vaqueros y zapatillas deportivas. La piel de su rostro era muy blanca, como la de sus manos, que sostenían un trozo de papel que parecía ser un mapa. Sin dudas era un turista. Volvió a hacer un gesto con la cabeza, esta vez más manifiesto, inclinándola, como en un saludo. Luego, dio algunos pasos hacia adelante, dispuesto a cruzar la calle, quizás encorajado porque yo continuaba mirándolo. El tránsito lo detuvo. Volví a sentirme invadido por la inquietud. Cerré el bolso, giré y retomé mi caminata en la misma dirección que antes. Era más que claro lo que estaba ocurriendo, ya me había sucedido otras veces. Muchas veces. Sabía cómo acababan esas cosas: una charla rápida, una invitación a su departamento o cuarto de hotel o donde estuviera durmiendo, y en una hora y media, con mucha suerte, no lo volvería a ver por el resto de mi vida.

    Aquello me había agotado.

    Esos encuentros furtivos solo conseguían hacerme sentir mal. Sé que sonará cliché, frívolo o a telenovela barata, pero en ese momento de mi vida me acosaba la idea de que los tipos únicamente me querían para divertirse. Y yo buscaba otra cosa. Aunque ni siquiera era el momento indicado para esa otra cosa. Venía de una historia retorcida y complicada, cuyo único modo de ponerle fin había sido abandonando el país en el que había vivido y trabajado todo el último año: Chile. Precisaba un descanso de todo, inclusive de los hombres.

    Apuré un poco el paso y no volví a darme vuelta. Crucé Rivadavia a toda prisa y casi tropiezo con uno de los artesanos que solían apostarse en esa cuadra donde Florida pasa a llamarse Perú. Lo esquivé justo cuando estuve a punto de patearlo; el tipo acomodaba, agachado sobre una manta, las artesanías que ofrecía, igual que una veintena de otros vendedores ambulantes, dispuestos en fila en el centro de la calle peatonal.

    —Perdón, no lo vi —me excusé.

    No sé si me insultó o si aceptó mis disculpas. En ese instante, mi mente pensaba en que el mejor lugar para tomar un taxi, sin tener que dar muchas vueltas, era la Diagonal Sur, dos cuadras más adelante. Al detenerme frente al semáforo de Avenida de Mayo, ya casi me había olvidado del turista, cuando noté que alguien se detuvo sobre el cordón, justo a mi lado. Lo miré extrañado y vi que me saludaba.

    —Oi.

    Otra vez esos ojos azul turquesa escudriñándome a través de los cristales de los anteojos. Ahora a medio metro de mi cara. Era mucho más joven de lo que me había parecido.

    Dios mío, acabo de quedar como un idiota, pensé, sobrepasado por su osadía.

    Observó el enorme bolso deportivo rojo y negro que cargaba en mi hombro.

    —Está de férias? —preguntó.

    —English? —respondí, al no entender lo que estaba diciendo.

    —Si estás de vacaciones —repitió, en perfecto inglés.

    —Ah... No. Bueno, sí. Más o menos.

    Mierda, pensé. Iba de mal en peor.

    Rio ante lo caótico de mi respuesta.

    —Yo también. Más o menos —bromeó.

    Le devolví la sonrisa. En ese momento me dio la sensación de que estaba esperando a que acotara alguna cosa, porque se había quedado mirándome con cierta expectativa en los ojos y su sonrisa se había tornado un par de labios apretados.

    —Parece que estás con prisa —observó.

    —Más o menos, hay unos amigos esperándome para cenar.

    Asintió. Miró a nuestro alrededor, alzando la vista hacia los frentes iluminados de los edificios sobre la avenida. Yo ojeé la luz verde, que ya me estaba dando vía libre para seguir camino.

    —Lindo, eh —dijo.

    —Sí, es muy lindo.

    —Mi nombre es Joás.

    —Yo soy Gaspar —extendí mi mano, que estrechó con cierta tosquedad—. Mucho gusto.

    —El gusto es mío.

    En realidad, usó la expresión my pleasure, que siempre, en mi sucia cabeza, encontraba un doble sentido.

    Otra vez, un silencio incómodo.

    —Si no estuvieras apurado, te invitaría a hacer algo. Es mi primera vez en Buenos Aires, y no conozco nada de nada.

    —¿Viniste solo?

    —Con familia, pero tienen sus propios planes.

    A pesar de su clara osadía, me pareció que estaba bastante nervioso, lo que me causó cierta empatía y algo de ternura. Volvió a sonreír al notar que lo observaba y que el semáforo estaba a punto de volver a cerrar y yo no me había movido de mi lugar.

    —¿Tienes hora?

    —Sete e media —respondió, consultando con premura el reloj de su muñeca.

    —¿Brasileiro? —pregunté, usando una de las pocas palabras en portugués que había aprendido durante algunas vacaciones en el país vecino.

    —Sou. Fala português, então?

    Negué con la cabeza, avergonzado por el intento provinciano.

    —Español o inglés, solamente.

    —OK, inglés —volvió al único idioma que ambos manejábamos—. Leí que aquí, en Argentina, se cena muy tarde, por lo que supongo que, quizá, podrías dedicarle un poquito de tu tiempo a este perdido visitante que le encantaría una breve charla y un rico café porteño.

    Eso es nuevo, pensé, algo descolocado.

    Hizo una mueca con el rostro, que pretendía ser una mezcla de súplica con un intento muy exagerado por provocarme compasión. Ante mi silencio, intentó un nuevo gesto ladeando un poco la cabeza, invitándome a que lo acompañara. Como yo continuaba tratando de decidir lo que debía hacer, insistió con un guiño de ojo y juntó sus manos en posición de rezo.

    —No me hagas rogar —rio.

    —Está bien. Un café. Cortito, porque me van a matar si me demoro.

    Los ojos le brillaron de una manera muy especial y sus dientes blancos, alineados a la perfección, volvieron a aparecerle en la boca.

    Tres

    Desenrolló el papel magullado que traía aprisionado entre sus manos. Me pareció que lo hacía de manera un tanto temblorosa. Observé de costado su rostro mientras lo mantenía sumergido en el mapa que desplegaba ante nosotros. Después de algunos segundos me fijé en el plano de calles.

    —Esto queda cerca, ¿no? —preguntó, señalando un punto remarcado en amarillo fluorescente.

    Examiné toda la hoja y repasé con rapidez cada uno de los sitios resaltados, que supuse eran los que deseaba visitar.

    —Sí, el Café Tortoni; está a dos cuadras.

    —¿Podemos ir?

    —Claro.

    Comenzamos la caminata, lado a lado. Él levantó la vista varias veces para observar las fachadas de los viejos edificios de Avenida de Mayo, luego volvía para fijarse en mí, lo que provocaba que yo quitara presuroso mis ojos de él al darme cuenta de que su cara

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