Yo quería bailar. Carlos Gavito, vida, pasión y tango
Por Ricardo Plazaola
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CARLOS EDUARDO GAVITO (27-4-1943 – 1-7-2005) nació en La Plata (capital de la provincia de Buenos Aires) y vivió de chico en Avellaneda (al sur del Gran Buenos Aires) y de grande en el mundo entero. Viajó durante más de 40 años y conoció más de 90 países, hablaba perfectamente en inglés, italiano, francés y portugués, y se hacía entender en alemán, ruso y japonés: nadie como él más universal pintando su aldea.
A mediados de los 90, su renombre internacional rebotó a Buenos Aires con su consagración en la compañía Forever Tango y a partir de allí se hizo dueño y señor de las milongas porteñas. En el prólogo a la primera edición en español, Julio Fernández Baraibar decía que una milonga a la que asistía Gavito se transformaba “en una milonga debute, importante”, y cuando Gavito salía a bailar “la pista se convierte en otra cosa”.
La vida de este bailarín absolutamente distinto (“bailarín inmóvil”) es un sinnúmero de historias curiosas –cuando no asombrosas–, es una estadística de cifras sorprendentes. Algunas cifras quedarán para el asombro y la imaginación: cuántas veces dio la vuelta al mundo, cuántas mujeres abrazó en las pistas, cuánta gente se emocionó con la precisa delicadeza de sus pasos. Y otra cuenta aún: cuántos, de entre esa gente, cuando lo vieron, decidieron ese día que querían bailar el tango.
A Gavito la vida le mezquinó los pocos años que le hubieran faltado para convertirse en una figura de fama. Pero algunos videos y libros como éste se encargan de asegurar su presencia en el paraíso del tango. A cinco años de su muerte, esta nueva edición del libro de Plazaola se edita precisamente en el año en que la Argentina inicia su camino hacia el tricentenario.
RICARDO PLAZAOLA (4-2-51) hizo una exitosa carrera en periodismo, que comenzó a mediados de los años 70 en el rápidamente clausurado diario La Calle. Luego colaboró en revistas, como Goles –que lo llevaban a las canchas de fútbol que tanto quiere– y Siete Días, y otras de vida más breve.
Formó parte de las redacciones que inauguraron los diarios Tiempo Argentino (en su primera época, y al que acompaño hasta su cierre en 1986) y Página 12. Sin tomarse descanso, pasó a radio Mitre, donde fue jefe del Servicio Informativo durante 12 años, y culminó haciendo televisión en el noticiero de Canal 9).
Cuando lo atrapó el tango, escribió notas y colaboraciones sobre el baile y diseñó y condujo durante tres años el programa de radio “Bailo tango”, dedicado específicamente al mundo de las milongas.
En la actualidad –además de seguir en el mundo del tango– es docente de la escuela TEA de periodismo, participa del programa radial “Viaje de Ida” como co-conductor y columnista de tango y es asesor en temas de comunicación.
Organizaba bailes a los 17 años, desayunó con reyes de Africa y de Asia, incentivó a locales y extranjeros en el tango y eran muchos los que, como dice la contratapa de Yo quería bailar, que salían a la pista después de verlo. En las clases, era contundente. “¿Le marco o no le marco a la mujer esta sacada?”, le preguntó un principiante, en un salón de Boedo. Hizo bajar la música. “A la mujer, en la pista, yo le marco hasta el momento de pestañear”, dijo, Gavito, teatral y definitivo.
El Canal Solo Tango sigue pasando esas clases. Un estilo propio, fundado a partir de un consejo -cuenta Gavito y escribe Plazaola- del viejo Márquez, de Pompeya. “Una vez yo estoy pasando delante de él, que está sentado, y me tira del saco y me dice: Pibe, al tango hay que esperarlo. Tres años después, me lo encuentro bailando en Almagro. Me acerco y le digo: Maestro... El me ataja y me dice: ¿Venís a preguntar qué hay que esperar?. Me quedé helado. Que la música te llegue a vos, no la corras”.
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Yo quería bailar. Carlos Gavito, vida, pasión y tango - Ricardo Plazaola
ABRAZOS
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A Su, María, Diego, Lucía y Lola, por tanto
Agradecemos testimonio y material gráfico cedido especialmente por la entrañable familia Gavito, por Hellen Campbell y su hija Eva, y por Carlos Morel y Jorge Juanatey. Al amigo Baltrunas (arvydasbaltrunas@yahoo.com) agradecemos la hermosa ilustración de tapa.
PRÓLOGO
La primera vez que lo ví me impresionó. Fue alrededor del 90. En esa época, yo iba a milonguear al Akarense, y ahí estaba él, sentado frente a la pista, erguido, altivo y con una inten-sidad en la mirada de quien está habitado por algo, que sabe lo que quiere, que busca algo preciso. Ahí me enteré de que vivía en Escocia, que trabajaba con el folklore y el tango y que era muy bueno.
Después de haberlo conocido brevemente, quedamos en un buen contacto, y fue él quien, en 1995, más o menos, mandó a Sally Potter a estudiar conmigo a París. Andá a estudiar con Pablito –le dijo– es el mejor
.
Después, cuando ensayábamos para la película en La Galería Del Tango, él estaba en el negocio y se ocupaba de la conta-bilidad del lugar. Me pareció extraño ver a un tipo vital como él en ese tipo de trabajo. Lo noté demasiado delgado, preocupado y vulnerable. Fue en esa ocasión que descubrí una persona inteligente y sensible. Después me confesó que había entrado en una situación de la cual quería escaparse. Y así lo hizo. Porque después de un tiempo pude ver que, en efecto, había levantado vuelo, que formaba parte del espectáculo Forever Tango y que se estaba reconstruyendo en lo que él era: un gran bailarín.
Una vez, allá por el 2003, nos cruzamos en NYC. Yo estaba a mil y bailé toda la noche sin parar y conciente de que me observaba. En un momento dado, me dijo: Cambiaste de nuevo tu estilo
. Su comentario me sorprendió por lo inusual y justo. Efectivamente, cada 3, 4 o 5 años se produce una transformación y evolución en mi estilo que no cualquiera detecta; pero él lo notó, y me dio gusto que me lo dijera, pues para mí, ello denotaba una actitud de reconocimiento y de atención amistosa hacia la evolución de un colega. Luego me di cuenta de que ese comentario también correspondía un poco a lo que él mismo había hecho y estaba haciendo: refor-mularse a sí mismo, reinventarse, cambiar, mejorar, encontrar nuevas claves de interpretación de este baile misterioso llamado tango. Guardo un recuerdo muy afectuoso de él, porque así era él, afectuoso. Más de una vez me puso una mano en el hombro y me dijo Pablito, te quiero
.
Su baile era espectacular en otro sentido, por lo implosi-vo, por lo denso, por eso intenso que te obligaba a ir hacia él, a tratar de entrar en su vivencia profunda. No trataba de impresionarte con recursos vulgares. Su baile representaba su propia contradicción. Era la manifestación a través de sí mismo de la paradoja del sufrimiento y del placer, su modo de superar las miserias e interrogar lo desconocido, yendo a tientas y a ciegas hacia territorios que sólo él podía recorrer.
Logró lo que pocos logran: un estilo único, lleno de alma e inimitable porque era la síntesis y la prolongación de tantas experiencias, de una bohemia, de una realidad socio-cultural tan nuestra y en vías de extinción, de una sustancia que en la standardización que el tango sufre hoy cuesta imaginar y que ya casi esta olvidada porque es tan difícil de transmitir. Lástima que van quedando cada vez menos personas como él, que tienen una verdad viva, que pueden inspirar por lo que han realizado en sí mismos a través de un recorrido y una experiencia con fundamentos verdaderos.
Él se formó en una época cuando el negocio no polucionaba la expresión pura. Es interesante presenciar la transformación que sufre el tango hoy en día, aunque es bastante triste también asistir a su decadencia. Si bien siempre hubo modas, éstas estaban relacionadas con una transmisión directa a través de un maestro; y maestro no era cualquiera, no era un sta-tus autoproclamado. Y en todo caso duraba no más el corto tiempo en que se demostraba lo contrario. Había tácitas reglas que ordenaban la confusión, cada uno era uno mismo y por lo tanto mágico, y había en la atmósfera algo sacralizado. Había un sentido del hacer justo, del hacer menos, que a fin de cuentas hacía que el baile fuera más baile y menos gimnasia. Se desplazaban, flotaban, giraban como trompos mágicos, fluían, y estaba la maravilla, la sorpresa. Parecía que el narcisis-mo estaba controlado por una conciencia a dos.
Hoy se pretende ser alguien por el hecho de ser igual a alguien, se copia salvajemente manierismos y gestuales, haciendo propio lo ajeno sin saber porqué y cualquiera, cre-yéndose una eminencia en el tema, se permite opinar sobre el trabajo de los otros desde el anonimato de Internet. Mi deseo es que la gente pueda entender lo que Gavito aportó y portaba en él: una esencia, una verdad, una humildad, una capaci-dad de trabajo, una conducta, una locura, un amor por el tango que hizo de él alguien que quedará en la historia como un personaje inigualable, el gran Gavito.
El libro de Plazaola resulta un aporte muy interesante que ayuda a seguir el proceso de transformación de Gavito, que fue de joven un muchacho desbordante de energía y pasión y pasó a convertirse en ese bailarín distinto, puntual, concentra-do y sólido, a veces transparente y a veces tan denso como el maravilloso embrujo del tango.
Pablo Veron
LA VEREDA
En la memoria es un instante, un solo inmóvil resplandor, un vértigo.
J. L. Borges
Salió de su casa como a las nueve de la noche. Lo recordará así, mucho tiempo después, con precisión asombrosa. La orden de la madre era comprar una taza de azúcar en el almacén. El y su hermano Nelson siempre estaban dispuestos para salir a hacer alguna compra: la vida estaba en la calle.
Al llegar al almacén, en la esquina de Roca y Hernán Cortés, vio no la puerta ni el farol sobre el letrero, vio más allá, del lado del despacho de bebidas, vio el camión y su enorme sombra y detrás, por debajo de la sombra, las cuatro piernas que giraban de a pares en redondo. Se asomó, refugiado tras la gigantesca rueda del camión.
Dos hombres se miraban, dos duelistas, dos cuchillos, y en el brazo, arrollados, un saco o un trapo cualquiera para parar las estocadas. Se vistearon, se atacaron, se esquivaron... hasta que un grito rompió por sobre el resuello de los combatientes y el arrastrar de los zapatos, y Carlitos se estremeció.
Al gritar, el hombre cayó hacia atrás con un insulto. El matador limpió su cuchillo en el trapo de su brazo y se dio vuelta, mirando a los ojos de Carlitos y su hermano: Ustedes... rajen de acá, no vieron nada. Ellos bajaron los ojos y no lo miraron cuando pasaba, cuando se iba. Caminaba lentamente, como tratando de aquietar el subibaja del pecho. Se quedaron ahí, parados, fasci-nados ahora por el cuerpo que se desangraba y los quejidos, y las corridas de un comedido que gestionaba un médico.
Alguna vez, varias veces, lo volví a ver al hombre, y siempre bajé la vista... nunca más me dijo nada.
Cuerpo frío. Sangre en el empedrado. Agua estancada. Luz mortecina. Vecinos que van saliendo de las casas. ¿Fue el último duelo? Carlos Gavito tenía siete años. Nunca me olvidé de esos ojos que apenas se veían debajo de los sombreros, las alas bien bajas sobre la frente. Gavito cuenta ahora mismo y abre los ojos grandes, sus propios ojos. Parece emocionado por el recuerdo de aquel chico que en la noche del duelo está conociendo, en un solo y certero momento, qué es el miedo, el valor y la muerte.
Gavito nació un 27 de abril en La Plata, pero creció y vivió toda su infancia en Avellaneda, en la indefinida frontera entre el campo y la ciudad, donde empezaban o terminaban los tambos y las chacras y asomaba el agua corriente. Ahí, donde había visto el último duelo, se terminaban los guapos y comenzaban los pistoleros que obedecían