Relatos que cuentan
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En esta serie de cuentos que constituye la segunda obra literaria de Lucas Martín Báez, el autor explora el universo de la cotidianeidad con una mirada sencilla, despojada e íntima. Inspirado en vivencias ordinarias, relata con humor y un dejo de melancolía, historias extraordinarias que ilustran sin pretextos la naturaleza de los sentimientos humanos. Desde las emociones más simples a las más complejas, estos relatos trazan un recorrido que nos invita a repensarnos a nosotros mismos.
Lucas Martín Báez
Lucas es oriundo de la ciudad de Posadas, Argentina. Comenzó su relación con las letras a los quince años, realizando sus primeros borradores en verso, con las marcas propias de sus jóvenes años. El salto a la prosa y a un estilo más definido se dio en sus años universitarios, mientras se formaba como Licenciado en Comunicación Social.Se vio fuertemente influenciado por el realismo mágico y sus principales autores, lo cual le permitió dar un salto cualitativo en sus escritos. Asimismo los conocimientos vinculados a su profesión se encuentran plasmados notoriamente en la importancia que el autor le da a la expresividad en los diálogos. Otra característica propia de su estilo es la descripción minuciosa de situaciones cotidianas de sus personajes y la riqueza de los detalles con los que nutre sus relatos. Todo esto le permite al lector una reconstrucción vívida de diversas escenas, algunas conmovedoras y otras, inquietantes.
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Relatos que cuentan - Lucas Martín Báez
La visita
Ese día Damián entró al estudio susurrando La Calandria
de Isaco Abitbol. La ejecutaba sin cuidados, emitiendo una melodía placentera tanto para mí como para mis clientes.
—¡Qué hacé, Negro! —me saludó con esa locura linda que siempre lo caracterizó—. Parece que está movidito el asunto hoy.
—Hola, Damián. Todo muy bien, gracias a Dios —yo trataba de responderle formalmente porque en el local había gente que no conocía, y no quería mostrar la hilacha
ante potenciales clientes—. ¿En qué te puedo ayudar? —le pregunté sin rodeos, y él me contestó con la misma moneda:
—Te venía a avisar que hoy voy a visitar a mi abuelo que descansa en la Península Heller, y como me dijiste que querías hacer unas tomas de gente visitando a sus familiares difuntos, fotos de cementerios y cosas así, bueno, pensé que por ahí te querías pegar una vuelta. Yo voy para las cinco.
No puedo negar que, así como lo planteó Damián, mi inspiración artística no sonaba transgresora para los presentes sino degenerada. Sus miradas enjuiciadoras me decían todo y yo sólo pensaba en putear al desvergonzado de mi amigo.
No recuerdo cómo hice ese día para tratar de cambiar la idea que se construyeron de mí los clientes del estudio. Lo que sí recuerdo es que Damián estuvo sólo cinco minutos, me dijo aquello y se fue. Y yo me quedé pensando dónde podría estar la tumba de su abuelo, ya que el lugar estaba ahora tomado por el río y la nueva costanera. De igual manera decidí ir. Lo más loco que podría pasar era encontrarlo a Damián dejando una rosa en la vereda que bordea el nuevo puesto de Prefectura, lindero al puente. Si sucedía eso, sin dudas que el instante que lograra retratar sería bueno.
Una hora antes de ir a la cita con Damián, me lo encontré de casualidad a Juan, un amigo que teníamos en común, y éste me brindó un poco de la información que me faltaba. Me dijo que el abuelo de Dami
trabajaba en la fábrica de terciados Heller cuando, reparando unas goteras, se cayó de un viejo tinglado y murió en el acto. De allí que de tanto en tanto va a visitar a su abuelo.
—Preparáte para ver cualquier cosa —me dijo antes de despedirnos—. Ese loco nunca hace las cosas de manera convencional.
Y efectivamente sus palabras fueron un presagio. Esa tarde fui espectador de una escena tan surreal, que no he encontrado hombre en esta tierra que crea mi narración a menos que le mostrase la foto.
Yo llegué al destacamento de Prefectura cerca de las cinco y cuarto. Hacía frío y todo lo que se alcanzaba a ver parecía tamizado por un color gris. En un día como ese, de transeúntes ausentes, pareciera que los árboles preferían no moverse aunque el viento corte. A pesar de la baja temperatura fui liviano de abrigo, con mi cámara réflex en mano y un teleobjetivo. Miré para ambos lados de la costanera y no lo