Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El empleado del mes
El empleado del mes
El empleado del mes
Libro electrónico146 páginas1 hora

El empleado del mes

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

¿Cuántos secretos se esconden detrás de cada uno de nosotros?
A pesar de ser un hombre de apariencia refinada y bien educado, solo después de mucho insistir, Ricardo logra que el dueño de una elegante pastelería del centro de Antofagasta lo contrate para desempeñar el peor trabajo: limpiar la mugre de las quince personas inmaculadamente uniformadas que allí laboran, entre ellos dos exuberantes colombianas. Poco a poco, aceptando su tarea, como si de la más noble se tratara, va convirtiéndose en confidente de cada uno de los empleados de la pastelería, involucrándose incluso hasta correr serios peligros al tratar de descubrir a quienes ponen en riesgo la existencia de Izan, el más débil y querido por todos.
Una novela, como las anteriores de Alejandro Terraza, breve y profunda, que reflexiona sobre la existencia del hombre, sus miedos y sus secretos más oscuros.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento1 dic 2018
ISBN9789563383867
El empleado del mes

Lee más de Alejandro Terraza

Relacionado con El empleado del mes

Libros electrónicos relacionados

Relatos cortos para usted

Ver más

Artículos relacionados

Categorías relacionadas

Comentarios para El empleado del mes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El empleado del mes - Alejandro Terraza

    Stevenson

    1

    Al abrirse el día con el sol del oeste y, como si se tratase de la repetición de un sueño, luego de levantarse lentamente la cortina metálica de la céntrica pastelería de la ciudad, la amarilla luminosidad de enero pudo entrar vaporosa al amplio local. Y de nuevo, por sexto día consecutivo, él estaba ahí, parado exactamente igual que los otros cinco días atrás, sobre la vereda, bajo la primera luz del día como una estatua recién desmoldada, prolijamente relamido y afeitado como un ilustre.

    Igual que en los días anteriores, traía su negro cabello excelentemente bien peinado, con una precisión inglesa en la partidura y vestía las mismas ropas humildes impecablemente bien planchadas; de los zapatos ni hablar, eran dos espejos negros.

    Lo envolvía un denso aroma a colonia barata.

    Olía a pachulí.

    Era esbelto, algo garboso y muy bien parecido, a pesar de que su semblante estaba absolutamente desgastado y con cierta melancolía.

    Parecía un bohemio de esos que jamás duermen.

    Ricardo, como se hacía llamar, estaba parado afuera de la pastelería con aquella expresión nostálgica de hombre solitario, como la que se tendría al ser abandonado para siempre en alguna estación de tren.

    En armonía con ese fatigado rostro, las manos decían que él jamás había trabajado duro.

    Enhiesto sobre sí, clavado en la entrada de la pastelería, mostrando una pertinacia religiosa, pero con una innegable elegancia y cordialidad de señor, él esperaba hablar nuevamente con el encargado del local, con el dueño; el mismo que ya le había dicho cinco veces que no requería de la amplia ambigüedad de sus servicios.

    El que abría y cerraba diariamente la cortina de latas articuladas a través de un lento mecanismo de engranajes era un viejo gordo de silueta pesada, de sudor espeso y agrio, de genio amargo como la hiel llamado Milesio. Al girar el mecanismo de la cortina metálica, agarrado de la manivela, vuelta tras vuelta, el viejo iba resoplando agitado como animal desgastado desde adentro.

    Milesio traía su cotona blanca de trabajo puesta como era de costumbre.

    Al ir viendo cómo aparecía el joven con brillo de piano desde los zapatos hasta la coronilla engominada, tan circunspecto y garboso nuevamente, igual que en los días anteriores, clavado afuera de la entrada, el viejo Milesio le dijo cabreado y exhalando tufaradas de brandy:

    —¡Otras ves tú!, eres porfiado como una mula. —Luego le silabeó con ese tonito sarcástico por sexta vez—: No-hay-tra-ba-jo-pa-ra-ti, ¡entendiste! Además, no sabes distinguir un kuchen de un pie, un berlín de un cupcake, así que no insistas…

    En eso estaban cuando entró rauda, apuradita a marcar su tarjeta, dejando en el aire una fragancia que aturdía el entendimiento, una fragancia de esas que alegran el ánimo.

    El mismo dulce aroma nuevamente, igual que todos los días anteriores.

    Era Rosana, la empleada más joven, la más puntual, la más perfumada y bonita de toda la pastelería.

    Siempre era la primera en llegar.

    Ricardo inhaló otra vez su aroma hasta arrebatarse de gozo; aquella estela de perfume lo hizo recordar su niñez.

    Milesio ladraba sin ser oído.

    Al entrar, Rosana miró a Ricardo con una suerte de lástima que lo sepultó.

    Ricardo es más porfiado que un sordo, se dijo Rosana, que ya sabía su nombre por obviedad.

    Al rato salió Valentino.

    —¡Ay, caramba!, sí que quieres trabajar, ¿verdad? —le dijo Valentino.

    —¡Sí, señor!, disponibilidad inmediata —contestó Ricardo con un refinamiento burgués que no parecía tan ajeno a su aspecto.

    Valentino se mesó la quijada y entró al local indicándole que lo siguiera. Milesio movió la cabeza protestando por la porfía de mula de aquel Ricardo.

    —Te vas a hacer cargo del aseo. Hoy es dos de enero, estás a prueba hasta el viernes; si lo haces bien, te quedas, si no, te vas como llegaste… ¡¿Entendido?!

    —¡Sí, señor!, y muchas gracias por la oportunidad, necesito trabajar —respondió Ricardo.

    Milesio le entregó los utensilios de aseo a regañadientes, con esa desconfianza de perro viejo, y luego le facilitó unos harapos de él mismo, de cuando era más joven y delgado.

    Cuando se los entregó le dijo encimándosele y con una voz que casi mordía:

    —Ojalá seas igual de tozudo con la mugre, muchacho, ojalá que el trabajo duro y honrado no te la gane, y luego estés reclamando por estar haciendo aseo.

    Ricardo solo le sonrió cordialmente pensando en la muchacha de pasos raudos y de aroma dulce que ya lo había cautivado.

    2

    La pastelería era un local de primera línea, muy elegante, con una sala de ventas llena de cristales. Estaba ubicado en pleno centro de la ciudad de Antofagasta, en la calle Uribe. Trabajaban alrededor de quince empleados inmaculadamente bien uniformados. El uniforme era blanco como la maicena, tanto que hacía resaltar a dos extranjeras, dos colombianas morenas de exuberante belleza, muy parecidas entre sí a primera vista, de piernas largas, dorso fino y abundantes en exquisitas curvas. Ambas con la tez de un violín.

    El resto eran chilenos, jóvenes casi todos, reposteros de escuelas. La amabilidad se podía respirar en el ambiente de la pastelería, excepto por el agrio Milesio, que siempre traía puesto esbozos de disgusto en su expresión.

    Ricardo se fue directo a los wáteres, e hizo los estimados de cómo derrotar tanta mugre impregnada en la azulejería. Y, con hacendosa actitud, se arrodilló frente a aquella catastrófica pátina de sarro, dispuesto a sacarla de raíz con ensimismamiento.

    Luego del afanoso aseo, los baños relumbraban, Ricardo se encargó de devolverle el brillo a los azulejos y a los amplios espejos.

    Luego se fue a las enormes vitrinas donde se exhibían las variadas delicias.

    En el primer día de trabajo, se ganó el aprecio de todos los empleados, incluso del irascible Milesio que era un perro viejo en estos menesteres de olfatear intencionalidades, debido a sus años y a la antigua amistad que tenía con el Loco Guido.

    Milesio prácticamente era un discípulo de este orate, quien decía: Un corazón envenenado es fétido y estrepitoso, suena como un animal comiéndose a sí mismo, y que la mirada jamás engaña como lo hace la lengua.

    Milesio, al ver a Ricardo, creyó lo que decían sus ojos y recordó a Guido, al Loco Guido quien era un hombre remachado, de bigotes espesos, pelo duro y siempre andaba con una enorme enciclopedia de tapas duras con forro de cuero color café avejentado bajo el brazo. Además, solía visitar talleres, cantinas, prostíbulos e iglesias, sobre todo católicas. En las cantinas fue donde lo conoció Milesio, en el famoso New York, muchos años atrás. En torno a unos tragos y hundidos en la atmósfera del humo del tabaco. Guido, enciclopedia en mano como era su costumbre, prodigaba que: El vicio es el grillete que atrapa el tobillo de la voluntad. Le hablaba a la feligresía que pensaba que este orate ocupaba sus añagazas para comer, beber y fumar sin meterse la mano al bolsillo.

    El enemigo más poderoso a vencer por un hombre, que se hace llamar hombre, es él mismo; debe vencerse primero a sí mismo y luego a los demás… ¡La debilidad y el vicio son una misma cosa!, remataba el Loco Guido.

    Milesio oía aquellas palabras que se convertían en peñascazos contra él. Escucharlo era como oír a su propia conciencia, por eso mismo le financiaba comida y tabaco.

    Guido no bebía alcohol.

    3

    Mientras Ricardo fregaba todo con abnegación de monje tibetano, igual como se friegan los pisos de los monasterios, sacando mugre incrustada con mano firme y paciencia, mucha paciencia. Ahí, de cuclillas, sudando como animal, caía en profundos arrobos de amor al ver la desenvoltura y la simpleza con la que iba y venía Rosana dentro del enorme local. Ella era una jovencita hermosa de escasos recursos económicos —eso se notaba a la legua. También se notaba que traía su alma en pena por la desgracia de un mal amor, de esos que causan insomnio y ojeras, pero ella igual sonreía y daba a todos aquella luz delicada que brotaba de su ser; además cuidaba, como si ella misma fuera el ángel de la guarda, al empleado más especial y querido por todos, a Izan, un muchacho de veinte años con síndrome de Down, que ya estaba participando en la cocinería con la venia de Valentino.

    A veces pareciera que la fuerza de un destino torcido es más poderosa, más indoblegable, más estricta e irrevocable, más fuerte aun que cualquier voluntad humana, pero hay quienes, teniendo todos los vientos de la vida en su contra, se levantan, pagan el dolor sin medir el precio y, a la vez, caminan sin descanso cuesta arriba de sus designios. Solo se detienen a recoger fuerzas para seguir luchando un día más.

    Así es como hacía aquel joven Izan, al cual nunca le faltaba una sonrisa tierna en la cara.

    Al entrar a limpiar los hornos, las bandejas y los utensilios, Ricardo respiraba un olor profundo a humanidad, era un olor que le recordaba su niñez y a su padre, especialmente el olor al dulce berlín; aquel olor a masa frita y crema pastelera, le abría las puertas del tiempo de par en par. Él conocía de sobra aquella fragancia de hogar, y por eso mismo estaba ahí. Jamás se hubiera imaginado un mundo así dentro de la pastelería. Además, la suave fragancia a masas finas horneándose lentamente, el manjar y cremas batidas, le hacían sentir

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1