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¡Buen viaje!
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Libro electrónico111 páginas1 hora

¡Buen viaje!

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Información de este libro electrónico

Calama, 1979. Aurelio y su hijo Ulises emprenden un viaje con la intención de empezar una nueva vida. Los acompaña José, que busca a su hijo desaparecido. Camino a Antofagasta, una patrulla militar controla el Ford en el que están viajando. Los hechos que se encadenan a partir de ese momento cambian el rumbo del viaje y el destino de los protagonistas.

A través de sus personajes, Alejandro Terraza aborda temas existenciales, como las relaciones humanas, el miedo, la fe, y nos entrega su mirada sobre la violencia y la represión durante la dictadura militar. El viaje que nos propone entonces es, también, hacia nosotros mismos.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento28 mar 2016
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    Creo que lo mejor del libro es el esmero en transmitir al lector la pasión, la emoción y las sensaciones de los personajes en los diferentes episodios. Me hubiese gustado un mayor desarrollo de los personajes principales.

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¡Buen viaje! - Alejandro Terraza

¡BUEN VIAJE!

Autor: Alejandro Terraza González

Editorial Forja

Ricardo Matte Pérez N° 448,

Providencia, Santiago-Chile.

Fonos: +56224153230, 24153208.

www.editorialforja.cl

info@editorialforja.cl

www.elatico.cl

Diseño y diagramación: Sergio Cruz

Edición electrónica: Sergio Cruz

Primera edicion: abril, 2016.

Prohibida su reproducción total o parcial.

Derechos reservados.

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

Registro de Propiedad Intelectual: N°250.478

ISBN: Nº 978-956-338-195-5

La muerte es un descanso inútil para los hombres buenos.

1

Aurelio Lamarque agravó su rostro. En un último rictus de preocupación, embozó su boca con la mano derecha, para chequear por tercera y última vez el estado de su vieja camioneta Ford A de 1930, abollada y deslustrada. Aún tenía vestigios de su romántico color verde original; en ese estado no parecía ni por lejos el gran ícono de los años treinta. Esta era su única posesión material: La burrita. En el chequeo de la añosa máquina lo acompañaba su príncipe, como acostumbraba a decirle a su único hijo Ulises; ambos, con expresiones afectadas, se emulaban durante la revisión final. Lata por lata, examinándola metódicamente para el viaje que iban a emprender, quizá el viaje más importante de sus vidas. La circunvalaron, uno al lado del otro, padre e hijo, maestro y aprendiz. La atención se la llevaban los neumáticos recién redibujados en la vulcanización —parecían nuevos. Ulises, replicando cada gesto de su padre, asintió cuando Aurelio lo hizo. Conformes con el estado de la Ford, se dieron la mano y aligeraron sus expresiones.

Con un tono positivo, a pesar de los acontecimientos, Aurelio le dijo súbete, Ulises, haz el ritual de partida. Esto era, poner la palanca de cambios en neutro, tirar el chupete de aceleración con fuerza y darle contacto, finalmente acelerar con extrema delicadeza —para que la trabajosa mezcla en la combustión no se ahogara—, hasta que se calentara bien el motor. Y así lo hizo Ulises, mientras Aurelio calzaba la manivela bajo el radiador, para darle arranque. Ulises, atento, aceleraba suavemente, hundiendo su pequeño pie un punto sobre el ralentí, animando aún más a su padre. "Qué bien se siente cuando parte la cachurreta al primer intento, asperjando ese aroma a gasolina cruda que contamina deliciosamente el aire, ah…", suspiró Aurelio, mientras se remecían las latas de su Ford.

Con el motor calentándose, eran enmarcados por el inicio de una árida postal, de esas que abundan en el desierto de Atacama: se comenzaba a desplegar a lo alto un enorme crepúsculo anaranjado. Era la bandera del último atardecer de marzo del año 1979, plena dictadura militar, era el último atardecer que verían en Calama, la ciudad natal de ambos; las siete de la tarde terminaban de escurrirse raudas como una laucha entrando a las ocho, al tiempo que un viento rasante y seco, como los del planeta Marte, sacudió los entierrados eriales, generando una polvareda cegadora que borró al mundo por algunos segundos. Luego de ser acribillados por la arenilla, se sacudieron todo —cada vez que ese viento endemoniado soplaba con fuerza, había que darle la espalda, cerrar los ojos y la boca.

2

Don José llegó jadeando, desde adentro del bloque de polvo, con su radio maltrecha bajo el brazo. Perdón por el atraso, dijo recuperando el aliento. Apoyándose sobre uno de los tapabarros de la Ford, escupió tierra y acomodó su elegante sombrero café, que la impasible ráfaga le había querido arrebatar; el color café era su favorito desde niño, pregonaba que el negro era para los sepelios y lutos nada más, en fin para las dolencias fúnebres del alma, sobre todo cuando la esperanza no se veía por ninguna parte, y para un casamiento jamás. Al observar a José, parado como estaba sobre sus arqueadas piernas, Ulises pensaba que podía pasar un poni, una motocicleta, o un enano parado por el vano corvo de sus extremidades sin que él ni se enterara. Si enderezara las piernas, juntando ambas rodillas, aumentaría medio metro por lo menos, agregaba en silencio.

José era un hombre de mirada sufrida y frágil, de cuerpo robusto, con una panza perfectamente redondeada por los años de buena mesa; su voz era como la de una máquina de la revolución industrial: cuando hablaba parecía el traqueteo de una locomotora a vapor emprendiéndolas contra una cuesta. Odiaba con toda su alma al dictador Augusto Pinochet, le parecía un hombre brutal, rígido y desolador. Chile era un enorme crucero, un navío de lujo. Cabíamos todos sin excepciones. Hoy es un barco fantasma amotinado, sumido en ominosas tempestades, navegamos casi a oscuras, sin encontrar puerto ni faro, los años se alargan angustiosamente. La mayoría quedamos como polizón, los otros fueron arrojados por la borda al exilio, otros han desaparecido de pronto sin dejar rastro, y los más desafortunados están bajo tierra, o atados con un riel en el fondo del mar…

—¡Silencio, silencio, silencio!… tres veces silencio —les dijo José a ambos, y más bajo añadió—: Estos son los mismos malvados que crucificaron al Señor, pero en otro tiempo y con otra ropa —sentenció entremezclando su voz con el ralentí del motor, jadeando su soliloquio político, recuperando el aliento, escupiendo más polvo, agarrando su sombrero con la mano libre de la radio, acomodando sus Hilton en el bolsillo de la camisa exquisitamente planchada. José era viudo, pero andaba siempre tan presentable como un hombre casado.

Terminó de hablar puteando a los romanos, como les decía a los militares con más rango que un cabo, los que se habían apoderado del país a punta de bombazos en Santiago.

3

Aurelio miró su polvorienta Calama por última vez. No quería saber nada de política, trataba de hacer oídos sordos a tanta odiosidad —derrocados y derrocadores, él tenía que trabajar igual, pensaba. Sus tormentos iban por otra rama; se había prometido nunca volver a poner sus pies sobre ese suelo. Con sus treinta vigorosos años, estaba sobre la estatura promedio. Acababa en un metro ochenta como siempre le decía a Ulises, cuando este sondeaba el remolino de cabello que había sobre su cabeza tan alta. Como Aurelio era un hombre alejado de las opulencias del consumismo, su humilde ropero lo constituían unos jeans, un par de poleras, alpargatas blancas y, por supuesto, sus grandes gafas color verde oscuro —originales Ray-Ban—, modelo gotas, que recibió como parte de pago por la hechura de un arrimo y la reparación de una poltrona, y que usaba para no desentonar con la moda que se importaba, igual que los cigarrillos, los vehículos, o lo que fuera. Aurelio usaba, además, unos bigotes bien delineados. Un bigote amplio que caía curvado hacia sus comisuras, sumándole grados de seriedad a su juventud.

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