Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

¿Cuántas veces puede morir un hombre?
¿Cuántas veces puede morir un hombre?
¿Cuántas veces puede morir un hombre?
Libro electrónico113 páginas1 hora

¿Cuántas veces puede morir un hombre?

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Esta es la segunda novela de Alejandro Terraza. En ella, el autor nos cuenta la historia de Clodomiro, un hombre que, en su primer día de jubilado, se sumerge en una larga introspección, recordando su adolescencia en Antofagasta: su sueño de ser el mejor clavadista del mundo; su historia de amor con la que se convertiría en su esposa; su rivalidad con Horacio, quien parece tenerle un odio eterno, y de quien no parece poder escapar nunca.

En este libro, Alejandro Terraza nos entrega, nuevamente, un relato sencillo y profundo a la vez y, a través de su protagonista, nos propone una reflexión sobre lo que puede ser la vida de un hombre; todo ello enmarcado en la tan particular costa nortina, a la que el autor, en esta novela, rinde homenaje.

Editorial Forja
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento29 nov 2016
¿Cuántas veces puede morir un hombre?

Lee más de Alejandro Terraza

Relacionado con ¿Cuántas veces puede morir un hombre?

Libros electrónicos relacionados

Ficción general para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para ¿Cuántas veces puede morir un hombre?

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    ¿Cuántas veces puede morir un hombre? - Alejandro Terraza

    ¿Cuántas veces puede morir un hombre?

    Autor: AlejandroTerraza González

    Editorial Forja

    General Bari N° 234, Providencia, Santiago-Chile.

    Fonos: 56-2-24153230, 56-2-24153208.

    www.editorialforja.cl

    info@editorialforja.cl

    Diseño y diagramación: Sergio Cruz

    Edición electrónica: Sergio Cruz

    Primera edición: agosto de 2016.

    Prohibida su reproducción total o parcial.

    Derechos reservados.

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o trasmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor.

    Registro de Propiedad Intelectual: N°250.477

    ISBN: Nº 978-956-338-276-1

    Caída libre es surcar con majestuosidad

    el vacío inerte y ligero.

    ¡La coreografía depende del clavadista!

    1

    El primer clavado lo ejecutó Clodomiro; hundió su panza catorceañera, tratando de resguardar la dignidad de su silueta que comenzaba a mostrar los primeros trazos de la adolescencia, ajustó su cuerpo, respiró cinco veces hondamente; no quería que su primer clavado diera señales de improvisación. En ese instante el mundo intensificó todas sus dimensiones, los metros se hicieron kilómetros, la brisa ráfagas, los asistentes se multiplicaban por cientos, su sangre ardía a causa de la gran velocidad y por la excitación del vértigo, sintió por primera vez la existencia de su corazón, lo sintió tibio y con vida propia, pero su concentración era absoluta, estaba compitiendo contra sus temores. Las graderías circulares de roca en torno a la poza estaban colmadas de avezados clavadistas que lo animaban a saltar, incluso estaba su ídolo, Raulito. No se podía dar el lujo de decepcionarlo, para él la opinión de Raulito era un mandamiento. Rebosante de determinación saltó desde la plataforma más baja, la de los debutantes, la tercera en altura, e hizo un clavado perfecto, casi no perturbó la superficie del agua. Simple pero perfecto; venció su temor a un guatazo, y logró dominar su primer vértigo.

    —Mantuviste la figura, gran expresión física, ¡te felicito! —le dijo escuetamente Raulito, revolviéndole el cabello.

    Horacio, su espontáneo retador, un insulso recién aparecido por esos ámbitos, tomó lugar en la misma plataforma muy raudo, sorteó los ardientes cantos filosos a pie descalzo, trepando hasta ser advertido por todos. Desafiante escupió en las resbalosas rocas que lo sostenían, apagó su cigarrillo en las aguas estiladas y se consignó una cruz de las mismas aguas en el pecho mirando a Clodomiro, señalándolo con su dedo índice a pito de nada; lo había estado observando, hacía una hora que lo conocía y ya lo odiaba. Obtuvo la atención de todos por su actitud desafiante.

    Cercano a su edad, Horacio carecía de una estatura garbosa, la adolescencia aún no manifestaba nada en él, más bien parecía un niño apestado por el hábito de fumar, su semblante era oscuro y hostil. Ejecutó su salto totalmente desprovisto de la forma y el concepto de lo que es un clavado de poza, perdió la postura en el aire, se vio tosco y perezoso, cayendo como un piano al agua. No pasó desapercibido, por el contrario, encendió las risas y luego la desatención.

    Aquel bello día, Clodomiro inclinó la admiración a su favor, se llevó los créditos que deseaba, pero sin quererlo alguien en este mundo comenzó a odiarlo sin razón. Él, absolutamente desprevenido, realizó muchas tandas del mismo clavado hasta quedarse solo a ver el hundimiento del ocaso.

    Horacio se alejó con rencorosa malicia del lugar, junto a sus dos compinches, un par de mellizos atolondrados, robándole toda la ropa a Clodomiro, incluyendo las zapatillas.

    Si había algo que verdaderamente arrobaba a Clodomiro, hasta quitarle el sueño, era ver las fabulosas piruetas ejecutadas con elegancia en los clavados; se pasaba tardes enteras observando las exquisitas técnicas, las posturas, el desarrollo aéreo desde que el exponente se desprende de la roca, la entrada al agua, y lo mejor de todo, la majestuosa salida de ella cuando los ejecutantes se sabían vencedores al final del verano, obteniendo el trofeo más preciado, un renombre otorgado por la admiración popular. El silencio parecía teatral cuando alguien conseguía deslumbrar; por el contrario, el estruendo de los aplausos, o cualquier otra manifestación fragorosa, simbolizaba una provocación a los perdedores. Cuando los ejecutantes se posaban sobre la mayor de las plataformas, reservada a los mejores exponentes, o al vencedor con la repetición de su mejor repertorio, solo se lograba oír el movimiento del mar. Algún día lograré este silencio solemne, pensaba Clodomiro; luego miraba las rondas y rondas de clavados que él estudiaba y replicaba en sus solitarias prácticas de perfeccionamiento bajo la tenue luz de una lámpara de parafina que llevaba con él, para encenderla después del ocaso. Clodomiro practicaba durante todo el año, en otoño e invierno de día, en primavera y verano hasta que todo a su alrededor se cubría con la noche, después seguía acompañado de su lámpara.

    Muchos soñaban con ser grandes estrellas del fútbol y jugar en las mejores ligas del mundo capitaneando a sus equipos, con el glorioso diez en sus espaldas, otros soñaban con ser cantantes atiborrados de fans flotando sobre inmensos escenarios de luz, otros deseaban ser escritores de pluma encantada, ingenieros de renombre como Eiffel o Tesla, algunos incluso manifestaban deseos de ser grandes lanzas internacionales, traficantes, magos, o políticos. Clodomiro, sin embargo, solo soñaba con ser el mejor de todos los clavadistas de aquella poza, ser el mejor de todos los tiempos en aquel pasatiempo tan popular, soñaba con emular a Raulito, el príncipe de los clavados, aquel a quien todos admiraban con veneración, el eterno vencedor. Cuando Raulito se levantaba para caminar hacia la roca de ejecución, para el clavado final, su enorme fama se levantaba con él causando una fascinación que erizaba la piel. Clodomiro quería establecerse como una leyenda viva también, desvariaba con sostenerse en el aire, girar a gusto, para luego entregarse a la gravedad, y emerger como hecho de fantasía, siendo deseado por las chicas lindas que a veces llegaban a ver las finales, suspirando por los mejores exponentes, pero sobre todo por Raulito, que tenía tres pololas a la vez.

    2

    Clodomiro abrió los ojos despojados de sueño inmediatamente, acechado por el mismo insomnio de siempre. Preso del desvelo miró a su costado; ahí estaba Elda, su esposa de toda la vida, ella aún gozaba de un profundo sueño a esa hora en que la oscuridad de la noche era plena. El viejo fue sacando lentamente su extenso cuerpo de la cama. Se sentó con un considerado sigilo al borde del colchón, silente inhaló y exhaló aire cinco veces con hondura.

    Las cinco con veinte minutos de la madrugada marcaba su viejo reloj de velador, que de un primero de enero al otro se atrasaba invariablemente cinco minutos exactos. Luego de levantarse fue a mirar por la ventana del baño que daba al mar. Absorto, mientras miraba cinco buques atrapados por una delgada niebla, allá en la distancia, sobre la oscura planicie de mar, de un segundo a otro dejó de observar, asaltado por un pensamiento. Su voz ya no era enérgica, ni viril, no retumbaba estentóreamente como antes, ahora era quebradiza y frágil, apenas se oía. Su cuerpo carecía de firmeza y de flexibilidad y no estaba erguido como él quisiera, había perdido un par de centímetros con la edad. Se encontró encorvado y más huesudo que de costumbre. Le surgió una duda de efímera existencia, ¡si muriera ahora mismo!, en este instante, ¿iría

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1