Nueva York, 1943. Faltan dos años para que los norteamericanos celebren como héroes el final de la Segunda Guerra Mundial, pero la gran ciudad es ya un hervidero de bullicio y dinamismo donde brotan las oportunidades. En uno de esos días grises del calendario un joven recién llegado del Medio Oeste del país deambula ensimismado por Greenwich Village. Va de camino al trabajo. Es ascensorista en un hotel. Y se siente tan perdido que aún se pregunta qué hace allí, mientras se le van los ojos detrás de un grupo de chicas con zapatos Topolino y medias de costura con las que jamás se habría cruzado en su Omaha rural. Parecen colegialas creciditas entrando por la puerta de una escuela, pero ¿qué se estudia ahí? La curiosidad, más bien el deseo, le empuja a cruzar la calle y preguntar. Es un centro de enseñanza de arte dramático, The New School. Jamás ha mostrado interés por la interpretación, pero se matricula y empieza a asistir a clase. Tiene 19 años y viste vaqueros y zapatillas. No piensa trajearse. Al fin y al cabo solo quiere ver qué se cuece por ahí. Solitario, egocéntrico, espabilado y testarudo, Marlon Brando acaba de dar el primer paso sin saber que esta decisión trivial le convertirá en leyenda, en mito, en el icono que hoy recordamos por el centenario de su nacimiento. Así empezó todo.
UNA GRAN DAMA, SU MENTORA
Pero ¿por qué si no quería ser actor se convirtió en EL ACTOR?, ¿por qué su nombre marcó un antes y un después en la historia de la interpretación?, ¿cómo sintiéndose un marginado acabó encarnando un nuevo concepto de hombre?, ¿qué le hizo renegar de su belleza, si era la imagen más pura de la sexualidad masculina? Vayamos por partes y regresemos a esa escuela.
Descreído y sin motivación –y eso que su madre, Dorothy Pennebaker, tuvo inquietudes de actriz y fundó la