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El alambre del funambulista
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Libro electrónico333 páginas5 horas

El alambre del funambulista

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13 POEMAS DESCOSIDOS Y UNA MALDITA NOVELA REMENDADA  

 

«La vida es el castigo a los malditos». Así arranca esta apasionante ficción, que traza los acontecimientos que llevan a Adrián, un equilibrista atormentado por las desgracias de su pasado, a iniciar un viaje que atraviesa la vieja Europa y desemboca en una población del corazón de Asia, Risveglio, origen de una extraña enfermedad. En su periplo, une sus pasos a Ayesa, una escritora rebelde sin sentido de pertenencia que no consigue finalizar su primera novela. Entre ambos, alumbrarán un curioso romance que servirá de escenario para representar la infancia de Adrián y su relación con Matías, un viejo amigo que volverá a irrumpir en sus vidas.

 

Una maldita novela que se encuentra remendada por impactantes y descosidos poemas que, en una simbiosis de belleza y contenido, eclosionan en una fusión donde el verso emerge para acariciar la prosa y convertirla en una insólita composición. En definitiva, una historia tan poderosa como excepcional.

El relato, narrado con un lenguaje literario de gran riqueza y de estilo elegante, fragua en un inesperado y asombroso final.

 

Franc Murcia y Marta Clarós son los artífices de esta novela-poemario que no te dejará indiferente y con la que pretenden revolucionar y enriquecer el arte de la palabra.

 

Qué dicen los reseñadores:

 

Carmen en su tinta: El alambre del funambulista de Franc Murcia y Marta Clarós es una obra muy original, una obra que une novela y poesía de un modo tan natural y tan puro que el lector se deleitará no solo con las palabras y con las emociones que provocan los poemas, integrados a la perfección, también se deleitará con una bella historia de descubrimientos personales y recordará siempre con cariño y ternura a sus personajes principales.»

 

Internet y aplicacions SL: Una novela excelente. Una lengua literaria de gran riqueza y un estilo elegante. El autor juega con naturalidad con figuras retóricas como la metáfora que se emplea sin rebuscamiento. Una historia de la que destacaría, sobre todo, el terrible e inesperado final.

IdiomaEspañol
EditorialFranc Murcia
Fecha de lanzamiento7 jul 2023
ISBN9798223521259
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    El alambre del funambulista - Franc Murcia

    El Alambre del Funambulista

    Franc Murcia y Marta Clarós

    Primera edición

    © Franc Murcia y Marta Clarós

    ––––––––

    Ninguna parte de esta publicación,

    incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida,

    almacenada o transmitida de ningún modo ni por cualquier medio,

    ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación o fotocopia

    sin el permiso previo de la marca editorial.

    A Celia.

    La novela que tienes en tus manos no es una novela convencional. Se trata de una novela-poemario y encontrarás en medio del texto frases en cursiva y en color rojo. Eso es porque en esta historia hemos realizado una innovación literaria la poeta Marta Clarós y yo mismo. Se trata de unir verso y prosa. Así, en mitad de la historia, aparecen versos (resaltados como te he comentado antes) que, además, forman parte del texto de la novela y que, entre ellos, forman un poema. Lo hemos hecho con el equivalente 1 capítulo/1 poema, aunque no todos los capítulos cobijan un poema dentro. La poeta Marta Clarós ha creado los poemas teniendo en cuenta el texto. Al final del libro, también se pueden leer los poemas por separado.

    Espero sea de tu agrado este experimento conceptual y literario que fusiona la poesía con la novela y de la cual han expresado lo siguiente algunos reseñadores:

    Carmen en su tinta: «El alambre del funambulista de Franc Murcia y Marta Clarós es una obra muy original, una obra que une novela y poesía de un modo tan natural y tan puro que el lector se deleitará no solo con las palabras y con las emociones que provocan los poemas, integrados a la perfección, también se deleitará con una bella historia de descubrimientos personales y recordará siempre con cariño y ternura a sus personajes principales.»

    Internet y aplicacions SL: Una novela excelente. Una lengua literaria de gran riqueza y un estilo elegante. El autor juega con naturalidad con figuras retóricas como la metáfora que se emplea sin rebuscamiento. Una historia de la que destacaría, sobre todo, el terrible e inesperado final.

    Amantes Literarias: (A partir del minuto 17 y 30 segundos)

    https://www.youtube.com/watch?v=5xIE-3zfH0w

    Franc Murcia y Marta Clarós

    1

    El sol de la tarde aspiraba a mañana de verano cuando los chavales volvieron a colarse en la obra que llevaría el metro a la ciudad. El gran socavón seguía el curso del Paseo de Lorenzo Serra y se perdía por el puente sobre el Besós. Aquella construcción supuso, durante una larga temporada, un parque temático para los chiquillos de la zona. Fue ese día del otoño de 1978 cuando Adrián, el muchacho que regalaba sonrisas, comprobó que tenía el poder de provocar desgracias. A partir de ahí, supo que existía el infierno. Y lo peor era que lo llevaba dentro. Entonces, comprendió la sentencia que solía decir su padre: «La vida es el castigo a los malditos».

    Sonó el silbido que dio inicio a la prueba. De un salto, Adrián se encaramó a la viga y comenzó, seguro y con rapidez, a atravesar la zanja mientras sus compañeros de rodillas raspadas contaban en voz alta y al unísono (los relojes de la primera comunión que algunos llevaban carecían de la manecilla más rápida). La magia de un segundo. Superó el primero de los nudos que jalonaban la viga y, cerca del siguiente, cuando el coro acariciaba el veintitrés, sonó un grito espantoso que le hizo estremecerse. Oteó en los balcones de enfrente en busca del causante del sobresalto sin dejar de poner un pie delante del otro. Solo percibía ausencias. Rozando la perfección. Fue en ese momento cuando tropezó. Topó con el segundo lazo de hierro y perdió el equilibrio.

    En la parte del paseo, entre la calle de San Joaquín y la avenida de Santa Coloma, el enorme agujero por el que correría el progreso estaba descubierto. Tenía una anchura de unos quince metros y una profundidad equivalente a un edificio de dos plantas. En un extremo comenzaba el túnel que pretendía atravesar el río por debajo. Suponía un reto adentrarse en aquella boca oscura y plagada de obstáculos. En una ocasión, una rata acorralada le saltó a Adrián y si no llega a ser por el golpe certero de Eloy con un palo, la repelente bestia hubiese alcanzado su objetivo. En sus pesadillas siempre aparecía la criatura abalanzándose sobre él. Una serie de vigas metálicas, que sujetaban con hierros retorcidos en toda su extensión un cofre de madera, atravesaban la zona descubierta por la parte superior. Los chavales (ninguno de ellos era mayor de trece años), después de recorrer y entretenerse con las múltiples atracciones que les proporcionaba la obra se dirigieron a una de las vigas. El conjuro de las sensaciones. La que más facilidad de acceso tenía.

    Adrián era uno de los pocos que se atrevía a cruzar a modo de funámbulo por encima de la traviesa. En cuatro puntos de la viga sobresalían los nudos que unos hierros retorcidos formaban para ayudar a soportar la estructura de madera. Pero hoy la cosa se ponía seria, Eloy le había retado y propuso comprobar quién era el más rápido en cruzarla. Adrián, estallando en plenitud, tuvo la extraña convicción de que Eloy se proponía humillarlo una y otra vez con el objetivo de quitarle el liderazgo de la pandilla y erigirse en líder único y absoluto. Adrián era el creativo del grupo, siempre pensando qué hacer y cómo para garantizar la diversión. Sus ideas salvaron más de una tarde aburrida y suavizaban los efectos de la fuerza, el rigor y la crueldad de Eloy, que jamás desistía y no conocía el miedo.

    Ese mismo día, Eloy se las ingenió para retarlo en las dos prácticas que dominaba. Aunque la suerte estuvo del lado de Adrián y hubo un empate en el salto de escalones. Nunca se había atrevido a inclinarse tanto agarrado a la barandilla con una mano mientras con la otra hacía presión contra la pared. Se quedaron a cuatro escalones de los dieciséis que tenían los tramos de escalera que cosían las plantas del edificio donde vivía Eloy con su hermana Eva. Ella tenía doce años, uno menos que su hermano y uno más que Adrián, y era la protagonista de los sueños de todos los chavales del barrio. Él incluido.

    Las cosas sucedieron de una manera muy rápida, la infinitud de matices. Adrián tenía cada vez más claro que Eloy se preparó con antelación aquel asalto al poder que compartían. De otra manera no se explicaba que la tercera y última prueba fuese en la que él despuntaba con diferencia. El efecto del duelo se palpaba en la pandilla. Percibía cómo el resto del grupo se inclinaban hacía Eloy. Y le miraban a él como si fuese el gran perdedor de la jornada. Sintió que la rabia y la intranquilidad crecían en su interior. Colmando el apetito.

    Manu hizo el sorteo y le tocó a Adrián ser el primero en cruzar. Eloy comenzó a presionarlo. Hizo alusiones al poder de contracción de su aparato reproductor. Pero a Adrián no le hacían falta esas tretas para que vacilase. El nudo en el estómago conseguía que todo lo externo fuese como un eco lejano que no lograba descifrar. Tenía todos los sentidos puestos en lo que iba a hacer. Esperaba escuchar el silbido que diese inicio a la prueba. Mientras, y sin perder de vista el gran peligro que entrañaba aquel corto paseo por encima del suelo, se repetía una y otra vez que era capaz de hacerlo. Una vez más.

    Tras el tropiezo con el hierro, Adrián percibió que una gran parte del coro se quedó callado. El cielo se cerró de golpe y un fuerte viento se arremolinó junto a él. Advirtió un relámpago, cerró los ojos y le pareció sentir la lluvia fría en el rostro. Cuando los volvió a abrir, repasó la silueta de los edificios. Le pareció ver a los gatos observándole en los tejados, suspendiendo la voracidad de los pasos, y a una bandada de golondrinas iniciando el viaje, dispuestas a socorrerle en su caída al vacío. Entonces, recuperó el equilibrio, notó cómo volvían a contar en voz alta y continuó cruzando. No sabía si el miedo que atenazaba su cuerpo era por el traspié, el grito agudo del vecino o ambas cosas. Llegó al otro lado con las manos heladas y las mejillas ardiendo. Miró al cielo, pero no había ni rastro de una nube. La maravilla de estrellas. El coro se paró en cincuenta y seis.

    Había cruzado, brillando en incandescencias. Lo consiguió, y le daba igual el tiempo que tardó en hacerlo. Se giró e hizo el amago de volver a cruzar por la viga, pero algo en su interior le dijo que no lo hiciera. Se paró y pudo escuchar las patadas que lanzaba su corazón desbocado. Tras un segundo de incertidumbre, la fugacidad del sueño, quitó el pie de encima de la viga y regresó con los de su pandilla por el camino largo. Daría toda la vuelta bordeando la lucidez. Eso provocó la sorna de una buena parte de sus compañeros, jaleados por Eloy, que gritaba:

    —¡No te servirá de nada! ¡Superaré tus cincuenta y seis segundos de mierda y cuando acabe desearás haberte caído en ese tropezón de mariquita...! —tras lo cual soltó una esperpéntica carcajada, para luego añadir—. ¿Te has asustado del grito? Pobrecito... ¡Corre! ¡Vuelve a las faldas de tu madre y escóndete bajo ellas, en esa máquina de coser de la que jamás tendrías que haber salido...!

    Adrián miraba con rencor hacia el otro lado del socavón. Rodeaba la enorme zanja abierta en la tierra. Estuvo a punto de taparse los oídos para no escuchar los gritos de Eloy, pero eso le habría delatado y sabrían que las burlas le afectaban. Entonces, descubrió que Eloy se preparaba para cruzar. Vio que comentaba algo con los demás del grupo mientras ponía un pie en la viga. Estuvo a punto de gritar que le esperasen, pero en realidad deseaba que se acabara cuanto antes. Eloy, con un pie encima de la viga, sacaba pecho y le lanzó otro de sus dardos envenenados antes de comenzar a atravesar el hoyo:

    —¡Miradlo!, seguro que se ha cagado encima y por eso no es capaz de volver por la viga... ¡Hasta aquí podemos oler tu miedo!

    Aquello era demasiado y no pudo aguantarse, no entendía el odio de Eloy y empezaba a estar harto de su actitud, así que cogió una piedra y se la lanzó, pero quedó corta y se perdió en la profundidad de la zanja, lo que provocó las risas del resto.

    Eloy comenzó a cruzar y Adrián lo observaba desde la lejanía. Escuchó de nuevo al coro que contaba en voz alta. Hay un niño sentado. Su rival alcanzó la mitad del recorrido cuando el coro llegaba a treinta. Notó cómo las pausas entre números se alargaban un poco más. Se unió a la cuenta gritando al ritmo que él consideraba justo, pero le pilló en el extremo más opuesto a la viga en la que se encontraba el resto. Con la treta ruin que orquestaron, en el segundo cincuenta y cuatro Eloy saltaba a tierra. Había ganado y su reacción fue un aluvión de burlas contra Adrián, que ya se acercaba al resto del grupo.

    —¡Te he ganado en tu propia especialidad, capullo! ¡Busca un agujero más profundo que este hoyo y escóndete, saco de mierda!

    Adrián sentía cómo la rabia crecía dentro de él y comenzaba a desbordarse. Estaba convencido de que Eloy había amañado la prueba y el resto de los miembros de la pandilla, a los que consideraba sus amigos, eran cómplices de ello.

    Eloy, impaciente, regresaba deprisa por la viga para no dejar a Adrián a solas con el resto del grupo. Mientras cruzaba, cantaba sus proezas y no dejaba de lanzar «lindezas» a Adrián. Lo último que dijo hizo que se precipitasen las cosas:

    —No te mereces ser líder de nuestra pandilla. Será mejor que te busques otra. No eres bien recibido en la nuestra.

    Adrián vio la inquina y el triunfo en el rostro de Eloy y la sumisión en sus, hasta ahora, compañeros de aventuras. No entendía el porqué de aquel ostracismo cuando eran como hermanos. Pero la razón fue apartada por el resentimiento y notó cómo fluía la rabia. Se sumó el rencor, que pretendía hacer explotar sus sienes, y deseó con todas sus fuerzas que Eloy se precipitase al vacío. En trance, y transfigurado por la furia, lo miró con frialdad y odio. Eloy tropezó con uno de los hierros atravesados, perdió el equilibrio y cayó.

    Todos se quedaron paralizados. Como si mirasen lo que sucede en el quicio de tus sueños. No sabían qué hacer. Miraron el cuerpo de Eloy, que se balanceaba igual que un ahorcado de las películas del oeste, enganchado por el cuello de la camisa a uno de los alambres que sobresalían del cofre de madera que colgaba de la viga. Eloy parecía inerte, sin vida, un títere abandonado que juega contigo. Tras unos instantes, cuando, en silencio, el alambre o la camisa cedieron, se precipitó al suelo.

    Entonces, percibió cómo finalizaba el trance y una extraña energía se introducía en su cuerpo a la vez que una sensación de cansancio se apoderaba de él. A la sazón, emergió la incógnita de si sientes tus verdaderos deseos. Manu salió corriendo al escuchar la orden: «avisa a un adulto», gritada por Raúl. Adrián miró al suelo y vio a Eloy. Luego, levantó la vista y la dirigió al resto de la pandilla, que tenían los ojos clavados en el cuerpo que yacía inerte en el fondo del hoyo. Cuando sintieron los suyos, poco a poco los fueron levantando hacia él. Advirtió algo extraño impregnado en sus miradas.

    Miedo.

    Y odio.

    2

    Adrián bajó la maleta de encima del armario. No la utilizaba desde el viaje en la primavera del 2006, y de eso hacía ya más de dos años. No podía creer que llegara el momento de iniciar el esperado éxodo. Por fin enviaba a su jefe a la mierda. Estaba harto de que le endosaran los trabajos más difíciles y asquerosos. Ganó fama de raro y sabía que sus compañeros le tenían por un loco peligroso que podía poner en peligro sus vidas en cualquier momento. Notaba que sus conversaciones se detenían cuando aparecía él.

    Al principio no le importaba efectuar las tareas más peligrosas, le encantaba estar colgado de un cable. Pero ya nadie quería acompañarle. Y eso se traducía en quedarse sin limpiar el reloj del Big Ben, la labor que más placer le granjeaba. Empezó a trabajar allí con esa ilusión y se truncó. Londres le gustaba, pero llegó la hora de cambiar de aires y librarse de su maldición. Tenía dinero ahorrado. Y era suficiente para realizar el viaje y aguantar una buena temporada. El deseo de regresar a casa y rescatar del abrazo de la nostalgia a la familia y los pocos amigos que le quedaban brotó con fuerza. Todavía no estaba preparado. Antes debía librarse de su extraño poder. Regresar a casa sin conseguirlo suponía enfrentarse a los fantasmas del pasado, y eso le atormentaba.

    Echó un vistazo por la ventana que daba a la calle Rotherhithe y que obsequiaba con una maravillosa vista sobre el Támesis. Aquel río era un imán para su mirada. Contemplarlo le infundía tranquilidad y le hacía sentirse volátil. También le recordaba, salvando las distancias, al río de su niñez. Estuvo un tiempo absorto mirando por la ventana. Echaría muchas cosas de menos de Londres, pero si algo tenía claro era que, por el Támesis, volvería de nuevo a la isla con forma de bruja victoriana montada en escoba. Si una de las cunas de la civilización estaba marcada por el Tigris y el Éufrates, su existencia bebería del Támesis y del Besós.

    La vista sobre la superficie de agua le recordó el día que llegó a Londres huyendo, de nuevo, del estigma que le marcó a fuego y que hizo de su vida una huida constante. Desde el primer momento que pisó la capital inglesa supo que las cosas allí serían mucho más fáciles. En aquel lugar su estrategia de no intimar con la gente para evitar riesgos innecesarios daba frutos con mayor facilidad. Era una pequeña hormiga entre una inmensidad inabarcable. Se hizo rápido, como siempre, a las costumbres que marcaban el día a día de la ciudad.

    Pero se acercaba el final de su periplo en tierras británicas. Había oído hablar de una ciudad de Asia Central donde muchos de sus habitantes padecían la enfermedad del sueño. Se dormían a plena luz del día y podían pasarse jornadas enteras sin despertar, incluso semanas. Adrián confiaba en que allí podría deshacerse por fin de su maldición. También entrañaba unos riesgos, pues algunos de los habitantes sufrieron accidentes al quedarse dormidos mientras conducían o trabajaban con la ayuda de alguna herramienta. Por ahora no había víctimas mortales y esperaba no ser la primera. Tenía el presentimiento de que aquel sueño le curaría, le salvaría del destino horrible al que se enfrentaba. El pueblo era pequeño y vivía poca gente. Ya había contactado con una agencia y no hubo problema en alquilar una casa. No tenía prisa por llegar y aprovecharía para visitar unas cuantas ciudades de Europa. Unos 5 000 kilómetros le separaban de una nueva vida y, eso, le hizo sonreír. Por fin llegó el momento. Y, si las cosas iban como él esperaba, luego podría volver a su ciudad. A Santa Coloma.

    Lo primero que guardó en la maleta fueron sus novelas favoritas. Una de Doctorow, otra de Steinbeck y un par más. Dejó unas cuantas novelas actuales en la estantería. Echó una última mirada para ver si decidía recuperar alguna, pero después de repasar los títulos con rapidez, los dejó donde estaban. Era la suerte de lo actual, efímera.

    Con la mirada puesta en el pasado fue ejecutando su labor mecánicamente. Hubo poco más que guardar. Recordó su viejo barrio. Hacía casi treinta años desde que su felicidad y tranquilidad cayeran con Eloy de la viga que cruzaba la zanja de la obra del metro en Santa Coloma. A partir de aquel momento nada volvió a ser igual. Sobre todo, su mirada. Por no decir lo de la desaparición de su sonrisa. Sus profesores incluso llamaron a sus padres para preguntar si le ocurría algo. Notaron la terrible transformación interna y veían cómo se despeñaba su brillante carrera académica sin poder hacer nada por impedirlo. Sus padres lo achacaron a lo que le aconteció a Eloy y el estrés sufrido por haberlo presenciado. Los profesores no tardaron en olvidarlo. A él y a lo sucedido. Ahí empezó su habilidad en pasar desapercibido y su, a partir de aquel momento, habitual afición camaleónica en lo gris.

    Se dirigió al baño a guardar sus enseres de aseo en un neceser y rememoró las palabras de su madre: «No sé qué te pasó en la maldita obra, pero tus ojos cargan con toda la tierra sacada de esa zanja». Se dejó caer exhausto en la butaca frente a la ventana. Los viajes al pasado eran agotadores. Supuso que su ciudad habría cambiado mucho, como casi todas las ciudades. Imaginó que, igual que en Londres, existirían locales cerrados y gente que dormía en las calles. Que el tejido comercial de los barrios se iría perdiendo. Que las altas presiones destruían el adobe que cubría de esperanza y orgullo los guetos y expulsaban a los que tenían otras opciones y padecían falta de memoria. Que la niebla no tapaba las miserias ni el sol las eliminaba. Y que ni el tamaño ni la edad eran barreras para que continuasen fagocitando todo lo que se le ponía a su alcance. Quizá la ciudad fue creada por los hombres, pero era, descaradamente, una devoradora insaciable de humanidad. Igual que esa maldición que residía en alguna parte de sus entrañas. Solo había una pequeña diferencia: él intentaba que se extinguiese. Que no lo engullera.

    Releyó la carta de Eva en la que le explicaba lo sucedido. También le pedía que volviese. Entonces la recordó, su cara pecosa y la alegría parapetada en sus ojos del color de la avellana. Su sonrisa franca y desbocada y su voz de cerezas recién cogidas. Pero, sobre todo, rememoró que, meses después de lo ocurrido en la obra del metro, se escondían en la tapia que cortaba la calle y ella dejaba que metiera la mano por dentro del pantalón para acariciarle las nalgas. Eva apretaba los glúteos y Adrián se acordó, como si fuera hacía unos instantes, que se obligaba a imaginar que no llevaba braguitas de Leif Garrett. La mayoría de las chicas de su edad las usaba. Pero daba igual. Nada importaba cuando el contacto producía calor y la piel de ella se erizaba. Él se licuaba por dentro, no podía articular palabra y ascendía a las cotas más altas del bienestar. Y aquella inocencia se dibujaba en su rostro. Eva lo miraba con cariño y sonreía. Luego cambiaban y era ella quien introducía la mano en su calzoncillo. Adrián también apretaba las nalgas y rezaba para que ella no profundizase. Hacerlo podría conllevar que «tropezase» con algún resto de materia adherida al slip. Seguramente, el temor encendía una alarma en su rostro, porque ella enseguida le preguntaba si no le gustaba. Él negaba con fuertes y seguidos movimientos de cabeza. En esos trances nunca era capaz de articular palabra. Su boca era líquida.

    Ese recuerdo acrecentó las ganas de volver a casa. Pero primero debía ir al este en busca de la enfermedad del sueño. Luego, se ilusionó con reencontrarse con Eva. Ella lo esperaba. De hecho, nunca perdieron el contacto. Siempre tuvo un sitio en su corazón y ahora sabía que, en el de Eva, él ocupaba otro.

    Para deshacerse de ese abrazo asfixiante del ayer volvió a echar una mirada al río y lo contempló hasta percibir que la sensación se disipaba. Era como la niebla tan característica de esa ciudad. Vio un globo sin dueño que se alejaba. Intentaba localizar a la propietaria o propietario, pero era inútil, así que imaginó a un niño pequeño triste e impotente ante la reciente pérdida. Entonces, miró el reloj y se dirigió a la cocina. Pensó que si él llevase la cuenta de todas las pérdidas que había padecido, daría para cinco cuartetos de Alejandría. Abrió el armario y cogió dos cápsulas de uno de los botes de tranquilizantes. Se los tragó sin ayuda de líquido. De paso, metió los frascos de medicamentos en la maleta junto con el neceser. Dio una vuelta por el pequeño apartamento. Todo estaba en orden. No se dejaba nada, salvo una etapa de su vida. Así que miró otra vez por la ventana para despedirse en silencio y acudió a su mente el reproche de siempre:

    «¿Por qué nunca fui capaz de contarle a nadie el problema que tenía, excepto a Matías?». Justo después, se desencadenaron las explicaciones tantas veces esgrimidas. El miedo a ser tomado por loco. Que no le hicieran ni puñetero caso. O, lo que era peor, que se convirtiera en una cobaya de laboratorio y experimentasen con él mil y un fármacos en busca de posibles teorías e hipótesis. Lo que no quitaba que no le hubiese encantado que alguien se preocupase por él y su maldición. Que alguien indagara en su cambio de actitud y en la mutación radical en su carácter. Alguien que se acercase a él y, con cariño, dedicación y entrega, tuviera la paciencia de escarbar en su interior. Hasta hacer aflorar el mal que residía dentro de él. Pero eso no ocurrió. Y no echaba la culpa a sus padres. Bastante tenían con subsistir y dedicarse a la familia para que se mantuviese unida. En aquella etapa de la vida. En aquella ciudad donde residía la gente que pagaba a plazos hasta los sueños. Su madre no soportaría otro problema y su padre bastante tenía con sus propias desgracias. Pero, quizá, sí hubo alguien que estuvo a punto de conseguirlo. Y, recordó, con una mezcla de cariño y rencor, a la persona que tal vez pudo cambiar su destino. Entonces, miró el reloj y se apresuró a abandonar el apartamento. Antes de cerrar la puerta desenganchó el recorte del diario de la pared que le envió Eva en su carta y leyó de nuevo el titular, aunque se lo sabía de memoria:

    «Eloy M.M., un hombre de 42 años con paraplejía y vecino de Santa Coloma de Gramenet, mata a sus padres y luego se suicida.»

    3

    A raíz de aquella tarde aciaga, Adrián no volvió a ser el mismo. Se comentó durante semanas lo ocurrido. No se juntaba con los de la pandilla y, si se los encontraba en el colegio o en el portal, todos giraban la cabeza y miraban hacia otro lado. Sus padres, al principio, pensaron que el cambio protagonizado era por la mala experiencia vivida, pero con el transcurrir de los días y ver que no bajaba a jugar a la calle, cuando antes no paraba en casa, se empezaron a preocupar. Adrián oía cómo hablaban entre ellos y evitaban que él les escuchara. Y sabía que, en un período corto de tiempo, el transcurso de un instante, su madre convencería a su padre para acudir a ayuda externa. No tenía claro cuánto, pero eso daba igual. Así que

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