Las Crónicas de Etsu Euria: Ekrem y el Sarcófago de Cristal
Por Karel Hänisch
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Decidido a despertar y salvar a la reina de las sirenas, el mancebo emprende una odisea que lo lleva inevitablemente al oriente. Antiguos secretos son revelados y Ekrem debe decidir si retroceder, o desafiar los deseos de la mismísima reina Neresfát y del nigromante más poderoso del mundo.
Este nuevo libro marca el puntapié en la línea temporaria de la saga. Acompañado por Gryfne y nuevos amigos, el protagonista será testigo de arduas batallas, paisajes de ensueño y desenlaces que lo harán tambalear entre la vida y la muerte.
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Las Crónicas de Etsu Euria - Karel Hänisch
Acto I
Vieja remembranza
Rothenburg ob der Tauber, Alemania, 1647.
L
a exquisita fragancia de aquellas hojitas de té, navegó cual ilusión noctívaga frente al silente muchacho… aquel mancebo de rostro turbado y pálida tez que a gracia de la noche misma, advertía ahora ante sí, el vapor danzante que se desprendía de su taza caliente.
Verde era la templanza de sus ojos, y febriles las ideas que a ansioso tropel, agitaban rojas teas en el páramo de su mente… una mente que a decir verdad, y a pesar de las confusiones de la noche, era bastante malmandada; indómita como árbol creciente a la ribera del hosco mar.
Sápido era el té que yacía ante él. Lo probó, lo degustó por segunda vez y volvió a asentar la taza en la mesa parda. Era de noche, Ekrem acababa de despertarse de una pesadilla un tanto arisca… De esas que le hacían doler el corazón por la culpa. Un yerro; un gazapo del pasado que a modo de puñalada, lo hería vez tras vez. Tanto así, que Ekrem, aquel joven de veinticuatro años de edad, sentía un vacío innegable en sus adentros. Un abismo tal, que creía realmente que sus días, no eran más que una sucesión de respiros que sujetar, de hambres que pasar y de llantos por secar.
Cerró los ojos, arrimó la taza a él y dio un cuarto sorbo, cuando volvió a mirar, presenció su propio reflejo en lo que restaba del té caliente. Se vio a sí mismo dentro de la taza, y una lágrima cayó y en el brebaje se disolvió. Se levantó de la silla y el reloj de pared sonó; tres fueron los toques.
… ya eran las tres de la mañana. Debía regresar a la cama.
Subió las escaleras alumbrando su paso con el fulgor de una diminuta llama de fuego que pendía del candil. Cuando abrió la puerta de su habitación, se apagó y solo quedó ante las reminiscencias de la luna. Entraba el halo luminoso por la ventana, dando de lleno sobre su cama.
Sintió la tibieza de su luz al momento en que se recostó. No se tapó, solo quiso abrigarse con el fulgor de aquella dama albina que noche tras noche, lo cubría con su velo de luz, y que a veces, recolectaba sus lágrimas para llevarlas consigo como hacedora del soma védico.
Se acurrucó, rechinó los dientes, y apagó los prados verdes de sus ojos tratando de dormir. Mas aquello no fue, porque minutos después sonó aquello que tanto lo turbaba… Se levantó fugaz.
Desnudo su cuerpo quedó ante las luces albinas de la luna. Era delgado… frágil. Muchas pecas lo ornamentaban, su cabello era oscuro y las mejillas de su rostro muy marcadas. Descalzo avanzó sobre las vigas chirriantes hasta llegar al viejo anaquel.
… y allí estaba. La caja musical de su difunta hermana. Sonaba, sonaba y la pequeña damita bailaba. Siempre era igual; por las noches y sin hacer nada, la cajita musical sonaba y él se despertaba.
Así como giraban los viejos engranajes, también giraban sus pensamientos; aquellas soporíferas remembranzas del pasado que lo dragaban con el peso de la culpa. Lo ligaban a un ancla destinada a los abismos más incognoscibles del océano. ¿Y a respuesta expeditiva? Allí estaba la cajita musical, resonando a las tres de la mañana en su alcoba personal.
La cajita dejó de sonar.
Él se acercó, y de rodillas cayó ante ella. La luz de la luna dio de llenó sobre todo su desnudo cuerpo.
Los minutos se doblegaron en el tiempo como si estuviesen cayendo los pétalos de una flor… Primero uno, después otro, y así…
Ekrem no despegó la mirada de la ciudad, y así como vio sus tejados, también alzó la vista y advirtió a la blanca cortesana; la ama de las noches.
Y en ese instante, fue detrás de él, en otro de los rincones de la habitación, que el único espejo de pared que tenía, se partió en infinidad de pedazos.
Como respuesta, una sombra un tanto esférica y pequeña, fue de un lado a otro dando círculos de pared en pared hasta desaparecer.
Pisó alguno de los cristales rotos y lastimó sus pies. La sangre corrió entre las vigas… se veía roja, bien brillante porque la luna la alumbraba.
La gente en Rothenburg ob der Tauber rumoreaba a modo de agüero, la demencia del mancebo. Su silencio lo avivaba y su triste seriedad empujaba aquel bisbiseo como los céfiros que bordeaban las altas montañas. Mas él… ¿qué mayor preocupación podía acaso sostener, que el pesar de la culpa, la falta de sueño plácido, y la loca presencia de Eiwar?
Decían que Ekrem era insano.
…solo decían entre ellos, porque él de su hogar salía muy pocas veces, y solo estrechaba conversación con su amigo errante.
Algunas ancianas del condado, sabían la razón de sus problemas. Pero no hablaban de aquello, y Ekrem, tampoco solía hacerlo.
Miró la cama y quiso ir hasta ella, pero en el intento, su amigo volvió a presentarse, giró alrededor de él y entonces, fue directo hacia el marco del espejo que acababa de romper, que ahora estaba vacío.
Y a modo de asombro, Eiwar desapareció al cruzar el marco.
El muchacho se asombró. Echó una mirada fugaz y sin más, avanzó un par de pasos hacia el marco donde hacía instantes, había estado aquel cristal. Sus pies volvieron a lastimarse al pisar algunos de los trozos partidos, y rechinando los dientes del dolor, volvió a hablar:
Su amigo errante no apareció, a lo que el joven alemán, volvió a declamar:
Y al hacer un paso hacia adelante, se asustó cuando los espejos rotos empezaron a vibrar sobre el suelo, hasta que de pronto, la ventana del cuarto se cerró, la oscuridad total reinó en el ambiente y Ekrem sintió que una extraña fuerza lo empezaba a empujar cuando en un lapso de segundos, el marco vacío del espejo lo absorbió.
Acto II
Canoa
Lago Oiplyn, Galtha, Etsu Euria. Era Segunda.
S
intió que una extraña fuerza lo adormecía al momento de verse atraído por aquel marco vacío. Una sucesión eventual que le generaba temor, confusión y un fuerte recelo. ¿Mas qué podía aguardar? ¿Acaso estaba aflorando nuevamente su demencia, o solo se trataba de una de las tantas pesadillas del montón?
Despertó. Estaba aturdido, con pesar en la mente y en el cuerpo. ¿Qué había sucedido? Se preguntó aquello vez tras vez mientras trataba de recobrar la plena noción de su realidad. Sus recuerdos eran vacilantes, ¿mas cómo olvidar el estallido del espejo, la presencia fugaz de Eiwar y el extraño empuje hacia el interior de aquel marco vacío?
¡Abrió los párpados! Se percató de que aquello había sido real… o por lo menos, así acababa de sentirlo.
Aunque… nada parecía tener lógica. Mucho menos, al percatarse del inmenso cielo estrellado que resplandecía encima de él. ¿Un cosmos? ¿Cómo era aquello posible, pues acaso no estaba hasta recién en su propia habitación? ¡Tomo una bocanada de aire! Aquello lo sorprendió. Arrastró como pudo una de sus piernas, se giró de lado, y apoyando las manos en una superficie de madera que se tambaleaba, consiguió ponerse de pie.
La piel se le erizó y las pupilas se le dilataron; no solo por la oscuridad regente, también por el asombro. Vio que estaba de pie sobre una extraña barcaza; una canoa de madera clara, y aunque pequeña, era preciosa. Estaba tallada a mano, hermosas figuras labradas la revestían. En su extremo delantero la imagen de una rara ave de largo plumaje ornamentaba el pequeño navío; inerte obra de arte, pero su abundante detalle la hacía parecer real.
En derredor, la extensa planicie de un lago calmo daba acopio en los ojos de Ekrem. Ni la más suave oscilación irrumpía la quietud de sus oscuras aguas que a modo de espejo, reflejaban cual fiel testigo, la imagen del cosmos en sus muchas luces… desde constelaciones hasta cuantiosas acumulaciones de estrellas.
Tan nítido era el reflejo del cielo nocturno, que el muchacho en cierto momento se mareó al no saber si estaba sobre las aguas de un lago, o en la superficie del mismísimo éter. La brisa perfumada del bosque lindante le hizo saber que estaba en tierra; mas solo se percató del bosque por su aroma, puesto que la bruma oscura que flotaba sobre las aguas, no le permitía ver más allá.
Y así estuvo anonadado durante los minutos subsiguientes tratando de comprender lo que había ocurrido… Primero creyó que aquello era un sueño, pero se sentía demasiado real, ¿entonces donde estaba? Se arrimó a la orilla de la canoa y mojó su mano en el agua fría del lago. Lo volvió a comprobar… era real.
Levantó la cabeza y vio que un ave se aproximaba entre la niebla fusca que serpenteaba aquella superficie de aguas estrelladas. Era similar a la criatura tallada al extremo de la barcaza, de hecho, era igual. Tenía dos largas alas de plumajes finos; blancos y dorados. Su pico era cuervo y de su cabeza caían dos largas plumas doradas en su extremo. Parecía una criatura divina; muy delicada, de vuelo lento.
En su pico, la gran ave llevaba una farola de luz. A su interior, la lámpara de mano guardaba muchas luciérnagas responsables de la proyección. Las candelillas volaban en círculos dentro de aquella pequeña casa de hierro y cristal.
Era mágico… Y así fue como la gran ave de largas plumas voló hasta la canoa y arrimándose a la gran figura tallada, apoyó la manecilla de la farola, en el pico de madera del ave que ornamentaba dicha barcaza.
Ekrem, maravillado, solo le bastó ver como la criatura dejaba la farola allí al extremo y se retiraba nuevamente en vuelo. Él estaba realmente asombrado, y fue minutos después, que se percató de la existencia de dos remos. Se sentó pues, y comenzó a remar mientras el resplandor de las luciérnagas cautivas, le permitía navegar entre la espesa niebla. ¿Dónde estaba yendo? Ni él lo sabía, pero pronto aquella respuesta lo dejaría boquiabierto.
Remó un largo rato hasta encallar la canoa sobre la orilla lodosa de la gran laguna. Bajó de un salto, aún estaba desnudo. Había un poco de bruma, pero ya no era tanta como la que pendía sobre las aguas. Un frondoso bosque era el que tenía en derredor; con inmensos árboles, extrañas setas, raíces sobresalientes del suelo y plantas que para él eran desconocidas.
Se percató entonces que varios metros hacia adentro del bosque, un sendero delimitado por flores escarlatas se abría paso a lo desconocido… Cogió entonces la manecilla de la farola que el ave había llevado y anteponiendo el brazo, comenzó a avanzar entre la hierba y las plantas hasta llegar al sendero.
La planta que daba aquellas preciosas flores rojas se llamaba hembröfel; sus pétalos tenían forma como de plumas. Y entre las muchas plantas hembröfel había algunas ombiud, que eran similares, aunque sus pétalos tenían coloración purpurea. Ekrem se deleitó al observarlas, y sin más, continuó caminando por aquel largo sendero que lo adentraba cada vez más a las profundidades del bosque.
Las luciérnagas cautivas seguían merodeando dentro de la farola a medida que él avanzaba. El fulgor que las criaturillas proyectaban era suficiente para que él pudiera ir viendo el lugar, e incluso su propio cuerpo desnudo, quedaba pálido ante la luz de la mágica lámpara.
¿Mas que decir, cuando a los minutos, sus oídos quedaron embelesados por el manso sonar de una música distante? Recorrió varios metros por delante, hasta toparse con la presencia de una bella dama de vestido blancuzco, de pie en medio de uno de los claros del oscuro bosque. En sus manos, la encantada dama de cabello lacio sostenía una vara y un violín, y así… así regalaba canción al bosque con sus encantadoras melodías.
La resonancia impregnó de paz, los oídos de Ekrem, y parándose desnudo ante ella, sostuvo la farola mientras observaba atónito a la intérprete. Al tiempo que la dama hacía vibrar las cuerdas de aquel violín, pétalos bermellones flotaban en derredor de ella, y hasta algunos extraños animalitos, caminaban entre la hierba del claro, lamiendo el rocío azucarado del suelo.
La violinista sonrió,