Víctimas de la opulencia y otros relatos
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Mariano Azuela
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Víctimas de la opulencia y otros relatos - Mariano Azuela
rebelde
VÍCTIMAS DE LA OPULENCIA
I
La desvencijada puerta parecía ceder de un momento al otro, empujada por el furioso ventarrón. Sus podridas maderas crujían como gemidos humanos y el aire se colaba a chorros. Era un cuartucho desmantelado y sucio; en una cazueleja rota una mecha de sebo oscilaba su flama macilenta y rojiza, sacudida por instantes por la alocada danza del aire que entraba por resquebrajaduras y rendijas, a punto de extinguirse totalmente.
A mitad del cuarto, sobre rústica mesita de encino, reposaba el angelito
casi cubierto de flores, desprendiendo un aroma sofocante. Le quedaba al descubierto la cabecita como botón tronchado en su tallo. Una cara enjuta, terrosa y apergaminada, los cabellos untados a la frente y a los carrillos mojados todavía; los ojos entreabiertos en dos hondas cuencas violáceas.
Cuando se oyó un lejano reloj público, dando las siete, una mujer que estaba acurrucada al pie de la mesa se levantó sollozando, se echó el rebozo a la cabeza y se inclinó sobre el cuerpo rígido del muertecito, puso sus labios sobre la piel reseca y helada, y así permaneció algunos segundos, sacudida por el llanto y como si quisiera comunicarle el propio calor de su sangre.
Se alejó poco a poco, indecisa, como borracha. Pero ya en las calles caminó con rapidez, sin sentir el cierzo invernal que atería las carnes, ni la arena menuda levantada por el ventarrón que le azotaba la cara. Más intenso, más profundo era el otro dolor que la iba destrozando. Seguía aprisa, aprisa, con el alma hecha garras y el corazón partido por el remordimiento.
Moderó su paso ya en las calles más céntricas de la ciudad y, al llegar al pórtico de una arrogante mansión, se detuvo bruscamente.
—¿Qué hacía tanto, mujer? Ande pronto, que el niño ha despertado y la señora tuvo que batallar con él hasta que se durmió. La entretuvimos con puras mentiras.
II
La recamarita era un derroche de gracia y de lujo. Tapicerías con muñecos, animales y juguetes pintados; una gran lámpara de gruesos cristales y armazón de plata oxidada difundía discretamente su tibia claridad sobre las alfombras de color verde nilo, sobre los cortinajes musgo apagado y sobre los damascos y peluches rojos. Reverberaban las columnitas, capiteles y molduras niqueladas de la camita del niño, entre un torbellino de encajes que se levantaban vaporosos formando una nube y cerrando en pabellón por todos lados.
Reproduciéndose en las lunas distribuidas profusamente en los muros, la mujer se acercó de puntillas y entreabrió las gasas. El bebé dormía como un ángel. Sus mofletes del color de las rosas se parecían a los del Niño Dios de la parroquia.
—¿Siempre se murió el tuyo?
Volvió su rostro ajado y nada respondió a la ama de llaves que la interrogaba.
Ésta se alejó levantando con indiferencia los hombros. Piaron los cenzontles en el corredor, en las azoteas maulló un gato y el reloj prosiguió imperturbable su tic tac.
Todo igual, todo como siempre. Aquí no ha pasado nada.
III
Uno de los mimados del destino. De los que, desde que nacen, viven a expensas de vidas ajenas. ¿Qué importa que la madre sea joven, hermosa y robusta, si hay muchas vacas humanas que se alquilan para sustituirla y con creces? La madre joven y rica no