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Apoteosis de Charlie Peiró
Apoteosis de Charlie Peiró
Apoteosis de Charlie Peiró
Libro electrónico412 páginas6 horas

Apoteosis de Charlie Peiró

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Una novela a medio camino entre el José Luis Cuerda de Amanece que no es poco y los Cohen El Gran Lebowski. Charlie Peiró, un vividor establecido en un hotel desde tiempos inmemoriales, sufre un percance que lo tiene en coma durante un tiempo. Al regresar al mundo de los vivos, Charlie empieza a plantearse su vida. Junto con su amigo Vicente, montará una suerte de dúo vital que recorrerá el levante español encontrándose con una caterva de personajes a cuál más estrambótico e inolvidable. Una novela hilarante y tierna que nos recuerda lo que es estar vivos.-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento3 oct 2022
ISBN9788728374825
Apoteosis de Charlie Peiró

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    Apoteosis de Charlie Peiró - Carlos Gass

    Apoteosis de Charlie Peiró

    Copyright © 2016, 2022 Carlos Gass and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788728374825

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga is a subsidiary of Egmont. Egmont is Denmark’s largest media company and fully owned by the Egmont Foundation, which donates almost 13,4 million euros annually to children in difficult circumstances.

    Para Isabel y Carlota

    His soul swooned slowly as he heard

    the snow falling faintly through the universe

    and faintly falling, like the descent of their last end,

    upon all the living and the dead.¹

    James Joyce , Dubliners

    Primera parte

    I. El hotel

    La carretera lleva a las playas de piedra, a las calas escarpadas rodeadas de pinos que sobrevuelan las gaviotas, pardelas y otras aves marinas que se lanzan al abismo en picado. A veces atraviesa las poblaciones que encuentra a su paso y las divide en dos sin más, como cuando un río corta un valle. En la parte más solitaria de la bahía, la luz de un faro vigila con sus destellos la oscuridad de las aguas y la carretera que pasa cerca.

    Desde su juventud vivía Charlie Peiró en uno de estos pueblos del litoral levantino, alojado en un hotel que le resultaba muy agradable a pesar del continuo ruido del tránsito. Allí tenía cuanto necesitaba, hasta su peluquero que todos los días al llegar del trabajo, justo antes de comer, lo afeitaba y perfumaba dejándolo aseado para bajar al restaurante. Para ir al taller valía el afeitado del día anterior: le sobraba elegancia y fragancia por todas partes.

    Charlie, hombre de constitución robusta y buena estatura, saboreaba con placer el whisky, la cazalla y también el vino tinto, el ron y el aguardiente, todos de buena clase. Su mirada era directa y amplia, tal vez algo vacía como la de un pájaro. Solía vestir con sencillez, si bien llevaba un buen reloj deportivo y usaba gafas de oro. De joven había sido, como él mismo decía de sí mismo, un fogoner nada menos, entendiendo por fogoner aquello que es fácil de imaginar sin más. Con el paso del tiempo abandonó esa inclinación suya natural por el sexo y, al menos aparentemente, este dejó de formar parte de su vida.

    Aunque muchas veces estaba rodeado de gente, casi podría decirse que vivía solo, pues la única compañía infalible que tenía era la de una perra llamada Dalila, la Terrible, a la que adoraba y procuraba todos los cuidados que el animal requería y alguno más.

    Su habitación, espaciosa y bien iluminada, tenía dos grandes ventanales que daban a la calzada; ni los coches, ni los autobuses, ni tan siquiera los trailers podían interrumpir su descanso: aquí el que no duerme es porque no tiene sueño, sostenía sinceramente, así que dormía a pierna suelta tanto en verano como en invierno y casi siempre con las ventanas abiertas de par en par para estar fresco, pues no estaban las cosas como para andarse con chorradas.

    En aquellos tiempos de individualidad Charlie Peiró se encontraba algo afligido. Dedicaba las horas a beber y a fumar, en especial los fines de semana; entonces caían a gusto diez o doce paquetes de cigarros Winston o Malboro, mientras bebía botellas de Jack Daniels, su whisky preferido, como quien toma un refresco.

    —¡Aaahhh!, què bo que està redeu...! Què bo...! ¡Esto sí que es vida...! ¡Al enemigo ni pan, ni agua! Què bo que està el Jack Daniels...! —brindaba en el restaurante del hotel.

    El hotel donde se hospedaba Charlie estaba regentado por Fernando Belmonte, empresario de cincuenta y ocho años de edad, de sonrisa sibilina y ojos curiosos que escrutaba al sesgo a sus interlocutores mientras hablaba con indolencia. Era de carácter insensato y desalmado, más bien redondeado de cuerpo y escasa fuerza física. Muy escrupuloso en lo que tocaba a sus elecciones más personales, apreciaba la cazalla, el vino rosado y la mistela.

    No muy lejos de donde vivía Charlie, a menos de diez kilómetros de distancia, detrás de unas altas montañas, un amigo suyo las estaba pasando putas, y valga la expresión para decir de la mejor manera posible cómo se encontraba Vicente Castañeda. Tras el descalabro de su industria atravesaba malos momentos, pero lo que más le inquietaba no era el capital perdido, pues nunca había valorado especialmente el dinero, tan solo lo gastaba con ganas, sino que más allá del desastre patrimonial lo que perturbaba su ánimo era una suerte de calamidad emotiva, porque al ser de naturaleza entusiasta, ponía en sus negocios, en sus trabajos y en general en las cosas de la vida todo su aliento.

    Vicente iba de vez en cuando al hotel de Belmonte. Solía acudir por las tardes al bar donde un grupo de hombres se reunía para pasar el rato. Allí mismo tenían todo cuanto necesitaban: la televisión, a la que nadie prestaba especial atención pero que creaba ambiente, las máquinas de juego, el tabaco y todo lo necesario para estar satisfechos. Además, en aquel territorio no solían entrar ni las mujeres ni los niños, y se podía beber todo lo que les diese la gana sin recibir recriminación ni censura alguna, por eso todos parecían estar cómodos en aquel lugar.

    Los clientes de Fernando formaban un grupo de lo más variopinto: Miguel Civera, profesor del instituto del pueblo, enseñaba matemáticas, no era adicto a la distracción del bar, pero en ocasiones Castañeda lo invitaba a pasarse por allí con la excusa de hablar de cualquier cosa, o para verse, y él siempre acudía desinteresadamente. Miguel tenía poco en común con los otros que mataban la tarde en aquel sitio, algunos muy aficionados a las hierbas y las cazallas y a hablar en tono exaltado; le resultaba incluso molesto tener que tratar con ellos, pero como era conocido de Vicente lo sobrellevaba, y con el mayor decoro posible pasaba unas horas en aquella conversación fútil.

    Otro esporádico de este local era Andrés Velasco, quien con el tiempo sería un gran amigo mío. Andrés era músico como yo, y tocaba con gusto la guitarra y el piano. Era estudioso y leía con avidez a Thomas Mann, a Conrad o a Flaubert. Decía que le gustaba intercalar la lectura de una novela en español con una traducción, de ese modo estaba en contacto con la literatura del mundo al tiempo que se emocionaba con el uso del castellano, si bien muchas veces salía perdiendo el castellano. Como había trabajado en varios países, hablaba con naturalidad el alemán y algún otro idioma, aparte del valenciano. Andrés era un nacionalista teórico.

    Mi amigo daba clases de armonía y piano en el conservatorio de la cercana población de Oliva. Era de modales refinados y algo huidizo, un poco parecido al Sr. Riah, el prestamista judío de buen corazón de Dickens, o tal vez se parecía a esos seres atormentados y sombríos que ansían el instante de la venganza, una ocasión que les permita brillar en sociedad, como el perverso Bradley Headstone, pero paradójica e inexplicablemente, Andrés era al mismo tiempo alegre y vivaz, incluso satírico. Las cejas muy negras y espesas dibujadas en ángulo por la parte superior, escondían tras su frondosidad una mirada sagaz, inteligente y algo nerviosa. Era un hombre de gestos contenidos. También tenía poco de qué hablar con los demás asiduos del bar, pero al ser persona de buena voluntad intervenía siempre poniendo interés, de modo que a pesar de todo estaba más integrado en aquella sociedad que Miguel Civera, de talante mucho más reservado.

    Vendedores, mecánicos, abogados, funcionarios municipales..., una pequeña multitud de gentes diversas acudían a este centro social para tomar allí sus cañas. El bar de Fernando era propiamente como un escaparate, pues contaba con un gran ventanal por el que entraba la luz a raudales, pero que daba a la calle. Con total desvergüenza, el cristal dejaba al descubierto a los clientes del local como si se tratase de piezas de una exposición artística, o como objetos de muestra expuestos para ser subastados más tarde. Desde el exterior eran observados por los viandantes, que miraban hacia la tasca cuando caminaban con paso ligero. Las madres los veían allí bebiendo cuando pasaban con los niños, o al volver a casa cargadas con la compra. Ellos, desde el interior, también miraban a los transeúntes.

    A Charlie, que parecía el amo del local, todo esto le resultaba inmejorable, de lo mejor del mundo, ¡de categoría!, y hablaba con todos de cualquier cosa, de lo que se terciase, y lo hacía muchas veces elevando la voz con una entonación vigorosa.

    —Miguel, vol una cervesa? —voceaba a Miguel Civera que lo observaba con curiosidad—, que usted si no se lo dicen es capaz de no tomarse nada, redeu! Con una cerveza no se puede pasar toda la tarde. La cerveza es como el agua, es inofensiva, no fa res, però almenys està bona, no com l’aigua que per no fer, no fa ni gust.

    —Muchas gracias, se lo agradezco mucho de verdad, pero es que me tengo que ir ya —alegaba Miguel, que siempre hablaba en castellano—. Mi mujer me estará esperando, tenemos que ir de compras a Gandía.

    —¡Ah! A Gandía, pues su mujer que se espere. Póngale una jarra de cerveza a mi compañero —le decía al camarero—. Usted se la bebe y luego se va a comprar con su mujer. Y si quiere picar algo pida lo que le dé la gana, que hoy invito yo. Mire, de paso ya que estamos así, me voy a tomar yo también un whisky con usted para que no beba solo, què collons!, ¡que no se puede ganar la guerra sin pan y sin agua!

    Vicente, que observaba a Miguel, pensaba que su amigo no iba a lograr escapar de Charlie tan fácilmente como él creía. Calculaba el problema que tendría cuando llegase a casa. ¡La que le iba caer era buena! Con lo contenta que se ponía la parienta cuando llegaba tarde, ya se podía ir preparando ya.

    A última hora de la tarde el local se quedaba vacío. Si acaso Charlie seguía allí mano a mano con algún camarero hasta que se hacía la hora de cenar, y sin prisa se dirigía al comedor que estaba junto al bar, y pasaba el rato hasta que subía a su habitación para ir a dormir, cosa que hacía temprano.

    Muchas tardes llegaba Vicente a Beniforquet, que así se llamaba el pueblo donde vivía Charlie, y lo encontraba en el vestíbulo o en el bar mirando la televisión. A menudo le preguntaba si le gustaría acompañarlo a comprar cualquier cosa, y él siempre estaba dispuesto a ese entretenimiento y pronto salían por la puerta para hacer algún recado.

    Si para Vicente el dinero era obviamente para gastarlo, le duraba en el bolsillo lo mismo que un rayo a una tormenta, o menos, a Charlie eso le parecía mucho ahorrar.

    —Total, els diners y els collons són per a les ocasions! Tú para qué quieres tener el dinero en el bolsillo, la butxaca plena, ¿para ahorrar? Para ahorrar... ¡Tanto ahorro, collons! —decía como si le produjese repugnancia lo que estaba hablando—. Pues mira, escucha esto que te voy a decir, si va y un día te mueres así de repente, ¿tú crees que el money se va a ir contigo al otro barrio? Recuerda esto maestro: ¡de esta vida sacarás pancha plena y poco más!

    Y como Vicente tenía mucha educación, por no molestar, permitía que Charlie gastase por él. Total —pensaba— tiene los millones por castigo. Así que cuando se presentaba la ocasión se dejaba invitar sin complejos a almorzar en el fondeadero o donde hiciese falta.

    —Vicen, nemon al port de Gandía, que està ací al costat, i ens en farem una —le decía muchas veces—, au, anem que farem tard! Vamos al bar de Tere, que allí se está de puta madre y corre el aire del mar que no veas cómo se está.

    Cuando aparecían por el bar, los conocidos se alegraban de ver dos socios más en la tertulia. Pronto se juntaban en una gran mesa de bullicio y algarabía para charlar de sus cosas. Algunos, tal vez por timidez o porque no querían largar más de la cuenta, permanecían callados; eran más mayores y escuchaban lo que se decía. Otros, en cambio, no callaban nunca; incluso en alguna ocasión se oía a alguien protestar por encima de las voces de los demás: xe, voleu callar un poc que no deixeu parlar a ningú! Charlie y Vicente eran de esos que siempre intervenían en todo, y tras los saludos oportunos se sentaban a la mesa y pedían los almuerzos.

    Toda la semana pasada había habido temporal, de modo que las barcas danzaban en los amarres mientras los pescadores acudían resignados a los bares del Grao. Nuestros protagonistas se acercaron al lugar del puerto donde solían reunirse para hablar del estado de la mar, que según se decía, parecía que pronto iba a mejorar.

    —Hola Tere, bon dia —saludó Vicente.

    —Bueno, eso de bon dia será un decir. ¿No os habéis enterado de la que acaba de caer por aquí hace nada? De pronto todo el cielo se puso negro.

    —Ya lo hemos visto, veníamos en el coche. ¡Ponía miedo!

    —¿Qué vais a tomar?

    —Pues mira, haz el favor Tere, cuando puedas nos vas a preparar un par de bocatas para mi socio y para mí. El mío no me lo hagas muy grande, el de Charlie ya sabes cómo le gusta. Nos los haces como siempre, el mío de atún, anchoas y pimientos rojos, que está muy bueno; el de mi compañero házselo de tortilla de cebolla con ajitos tiernos, que le encanta como te sale. Siempre está contando a todo el mundo la mano tan buena que tienes en la cocina.

    —Déjate de romances, maestro —interrumpió Charlie—, y calla collons. Tere, A este ni cas! Mira, cuando puedas posa també una ensalada, papes y olives. Ah, y cacaos, que se me olvidaban. A mí me vas a traer una botella de vi de Cariñena, de ese que me sacaste el otro día, y para el Capitán una cerveza, vi, aigua, lo que le dé la gana, él dirá.

    Teresa iba haciendo memoria del encargo de Charlie, al mismo tiempo que llenaba en el tirador una tras otra las cinco jarras de cerveza con sus correspondientes boquerones en vinagre que le habían solicitado en otra mesa, sin quitar ojo al chico de la cocina, un ecuatoriano que estaba aprendiendo las costumbres de la zona y todavía no conocía los gustos de la clientela, de modo que hacía de todo un poco, pero el ama era quien ponía el punto a cualquier cosa que salía de allí dentro.

    —Te veo muy apurada, Tere. ¿Cómo es que no viene tu hija por aquí para ayudaros? —le preguntó Charlie.

    —Es que la chica está estudiando, dice que quiere ser veterinaria, pero lo primero es ver si termina bien el instituto. No sé yo, aún es muy joven, mientras estudie todo va bien. ¡Toco madera! Ahora está como loca con los caballos... ¿Sabes que le hemos comprado uno? Es blanco con manchas negras. Se llama Genitor. ¡Es una pasada! Va a verlo todas las tardes y monta muy bien. Fíjate la gracia que tendrá con los animales que en la Hípica le han dicho que si quiere puede colocarse allí.

    Pasaban las horas hablando de política, de las mujeres, del trabajo..., pero sobre todo de la pesca, del mar y también de la salud, pues muchos eran algo mayores, alguno con nietos ya, y quien más quien menos todos empezaban a tener goteras.

    —He oído decir en la televisión que para mañana o pasado se espera que la mar ya estará serena —dijo Salvaoret, un pescador jubilado que aun siendo casi ciego salía a pescar a tientas siempre que podía.

    En la dársena todo el mundo estaba al tanto de los problemas de Salvador con la vista. Decían de él que no era capaz de ver ni la bocana del puerto cuando salía a navegar. Además, a Salvaoret no le gustaba llevar compañía en la barca, por eso siempre iba solo.

    —Desde luego es que llevamos una racha que no veas tú. —se lamentó Salvaoret—. Entre unas cosas y otras no he salido a pescar desde hace lo menos quince días.

    —Yo no me creo nada de lo del tiempo —le contestó Vicente—, cuando venga y vea que el mar está bien me lo creeré. Hasta entonces mira, aquí estamos todos sin tener nada mejor que hacer, y los días pasan y no te das ni cuenta. Mirad la tronà que está cayendo en Denia. Y además ya está lloviendo otra vez. ¡Qué barbaridad!

    —Y tú Charlie, ¿cómo es que no vas en la barca con el Capitán?, —le preguntó Moncho—. ¿Por qué no te animas? En el mar se está de lo más tranquilo, es de puta madre. Vete un día con él, o conmigo cuando pase la tormenta, y verás qué sensación más agradable y qué a gusto te quedas.

    —A mí es que los peces me gustan en la cazuela. Ahh què bo! —le contestó Charlie con naturalidad—, ¡con limón y perejil!, o torrats! Y si va y estamos ahí afuera un día i ens afonem y nos vamos al fondo del océano, ¿quién vendría en nuestro socorro, en el auxilio de esos dos señores náufragos de ahí afuera? Yo prefiero la tierra firme, es mucho más segura, el océano es para los pescados o para los grandes buques mercantes que lo surcan.

    —Charlie —dijo Vicente aprovechando la ocasión—, Moncho tiene toda la razón. Si quieres cuando pase el temporal podrías venir un día nada más para probar, a ver qué te parece. Mira tú que si va y te gusta y estás perdiendo el tiempo. Nos llevamos los almuerzos, la radio y el vi. Allí se está de categoría, ya lo verás. Tú nada más tienes que ver lo que hacen los millonarios. Los que tienen pasta de verdad, lo primero que hacen si pueden, es que se van y se compran un barco para salir a navegar. Mira el club náutico, que no queda ni un hueco libre.

    —Bueno, si tú lo dices será verdad. Cuando deje de llover, si es que para algún día, que como siga así ya veremos, a lo mejor, ¡y solo a lo mejor, maestro!, puede que te acompañe una vez para probar. Pero una cosa, ¿tendrás chalecos salvavidas, por si hay que hacer algún evacuen de emergencia...? Por cierto, tendré que tomar alguna pastilla contra el mareo, solo por si me mareo.

    —¡Calla! Mira que eres animal, no me hagas reír. Las pastillas contra el mareo es mejor llevarlas por si acaso, pero por lo del evacuen..., por eso ni te preocupes, que el barco está muy revisado. Además, si hace mal tiempo no salimos y arreglado.

    Asintió Charlie un poco confuso, pero viendo Vicente la manera de rematar la operación, no dejó pasar el momento y continuó:

    —Pues si quieres te tomo la palabra, no hay más que hablar. En principio quedamos para el fin de semana que viene, que yo creo que ya se habrá acabado la borrasca. He quedado también con mi sobrino Guillermo, y con un amigo que se llama Genaro, para ir juntos. Claro, si a Guillermo le deja la seua dona, que esa sí que lo lleva bien recto. En la barca cabremos todos, algo apretados, pero estaremos muy bien, ya lo verás.

    —Yo mientras que no tenga que salvar a nadie en alta mar, todo lo demás me parece bien —contestó Charlie un tanto impresionado.

    II. Consiguen embarcar a Charlie

    Pasados los días acudieron los dos amigos a las seis y media de la mañana al bar de enfrente del embarcadero para tomar un café antes de zarpar. Poco después medio dormidos, se fueron a los amarres del puerto para reunirse con Guillermo y con Genaro. Hablaban jovialmente cuando Vicente le dijo a su compañero:

    —Ya verás cómo lo pasamos de bien ahí afuera, ¡ya lo verás! Vamos al pantalán, aunque supongo que Guillermo y Genaro no habrán llegado todavía.

    —Piano, piano maestro... que encara és de nit. No tengas tantas prisas de buena mañana, que no son ni las siete.

    —Bueno pues si te parece —le contestó Vicente—, como tenemos casi un cuarto de hora, cogemos el coche otra vez y nos acercamos hasta la playa para ver qué tal está la cosa por allí. Siempre me gusta ir a echarle un ojo a la mar antes de salir, por si acaso.

    —Pero redeu, ¿qué es eso tan importante que tienes que mirar desde la playa?

    —Nada más es ver si el mar está tranquilo. Si desde la playase ven olas a lo lejos, o se oye el ruido del agua que suena fuerte, malo. Luego en la barca, vas todo el rato dándote golpes. Cuando desde la costa se ven espumas, después en la barca es muy pesado, pero hoy seguro que estará muy bien porque no ha hecho nada de viento estos últimos días. Vamos en un momento.

    —Tú sabrás lo que haces, que para eso eres el patrón. Yo de eso no entiendo nada —le contestó Charlie, que escuchaba con mucha atención.

    Cuando llegaron al paseo marítimo de Gandía, sin parar el coche, Vicente miró el mar y viendo en la claridad de las aguas aquella tranquilidad, soltó con entusiasmo:

    —¡De puta madre! Vamos a la barca.

    Bajaron del coche todos los aparejos, las bolsas con la comida y el agua, y lo dejaron todo en la cubierta. Poco después llegaron Guillermo y Genaro. Nada más verlos Vicente les preguntó:

    —¿Creo que ya conoceréis a Charlie?

    —Claro que me conocen. —intervino Charlie—. Tu sobrino me conoce del bar de Tere. ¡Ay maestro, com tenim el cap! Me conoce de cuándo va al apartamento de su hermano Gustavo, lo he visto pasar por allí muchas veces. Y al otro hermano, a Germán, también lo conozco. Les llamo los tres G: Guillermo, Gustavo y Germán. ¡Menuda cuadrilla son los Costei...! ¡Y Genaro otro que tal, también con la G! Cómo no iba a conocer yo a Genaro si somos de la misma quinta. Nos conocemos casi desde que éramos chavales.

    Por un momento todos centraron su atención en los dos viejos conocidos, en las palmadas y las frases de cumplido:

    —Cuánto tiempo sin verte, Genaro. ¿Qué es de tu vida?

    —Pues nada, por aquí, a pasar la mañana. Y tú ¿qué tal?

    Genaro estaba bastante sorprendido por aquel encuentro inesperado después de tanto tiempo. Era parco en palabras y algo apocado, y solo acertó a decir:

    —No hay más que verte para saber lo bien que vives. Cuánto tiempo sin saber nada de ti.

    —¡Años! Lo menos hará diez años que no nos vemos. —contestó Charlie.

    —Charlie —preguntó Guillermo—, ¿es la primera vez que se embarca? Nunca lo había visto antes por aquí.

    —¡La primera vez!, y espero que no sea la última. Estic tremolant! Tu tío, que es tan simpático que no hay más que verlo, me ha liado. Me ha dicho que esto es tan increíble, que si los millonarios van en barcos a navegar por todos lados, que si esto es fabuloso... Pues aquí estoy yo. Y esperemos que no nos pase nada grave, pues ahí fuera creo yo que no hay gente.

    —No se preocupe, ya verá qué mañana tan distraída vamos a pasar —le dijo Guillermo con la mayor naturalidad.

    Subieron a bordo todo lo que aún quedaba por allí, y al poco de soltar las amarras ya estaban pasando por debajo del puente de la iglesia del Grao. Nada más sobrepasarlo, la barca comenzó a ganar velocidad. Algunas gaviotas se posaban en el agua y de vez en cuando bancos de pequeños peces y alevines cruzaban raudos por debajo del casco. Viendo en Charlie la emoción contenida al sentir todo aquel inestable movimiento, le preguntó Vicente:

    —¿Qué te parece todo esto? ¿Has visto qué aire tan bueno corre? Y el ruido del motor... A mí me gusta oír el motor. ¡Qué sonido! Va de puta madre, no tiene ni un fallo. Y además arranca siempre a la primera.

    —¡Esto es fabuloso! Lástima no haber venido antes, s’està mel —dijo Charlie espontáneo, muy contento al sentir en la piel la fresca brisa de la mañana.

    Al salir a mar abierto apareció ante ellos el horizonte completamente despejado. Las aguas eran silenciosas. Las llisas saltaban a pocos metros del barco, y también pasaron algunos pájaros volando veloces a muy poca altura. La luz blanca y transparente de la alborada causaba cierto asombro en los pescadores, que por unos instantes guardaban silencio.

    Hoy navegarían costeando cerca de las playas, a una o dos millas marinas del litoral. Guillermo gobernaba la embarcación mientras Vicente preparaba las cañas para probar a pescar al curricán. Ya antes de salir del puerto había lanzado un par de líneas.

    —Aquí en la bocana es donde normalmente suele haber más pescado —dijo Vicente—. Además, están los más grandes que entran a comer a los alevines. También hay mucha comida de todo lo que tiran de las barcas.

    —Pues yo de eso, no tenía ni idea —comentó Charlie—. ¿Y cómo sabes que han picado, maestro?

    —Eso se nota. Por eso no te preocupes. Ya te darás cuenta ya, cuando entre alguno.

    Interrumpiéndose, Vicente dirigió la vista a la proa donde Guillermo gobernaba el barco, y le dio una voz:

    —¡Guillermo, ten cuidado! Me han dicho que hay muchas cuerdas flotando por aquí, y boyas de plástico de las que tiran para el palangre. Mira bien por dónde vas, no vayamos a engancharnos con alguna.

    El sol todavía no tenía fuerza y había mucha claridad sobre las aguas. Marchaban hacia el sur, hacia las playas de arena, en busca de los pequeños arrecifes que conocían bien y de los fondos de posidonia. Media hora más tarde pararon el motor y dejaron la barca a la deriva sin soltar el ancla. La profundidad era de unas quince brazas y el viento soplaba muy suave de levante con rachas de garbí.

    —Esto es de categoría, parecemos de la hélice, —decía Charlie riendo entusiasmado mientras se quitaba la camiseta—. ¿Y al popurri ese que has tirado no pica nada o qué?

    —No, siempre lo tiro a la salida del puerto para probar, pero ni lo han tocado. Bueno, voy a guardar lo del curri y luego cuando volvamos a la hora de comer, si me quedan ganas, lo volvemos a tirar. Ahora vamos a preparar las cañas de la sepia.

    Siempre que Charlie hablaba de las cosas que según él eran especiales, como por ejemplo de un buen vino, o una comida distinguida, o también cuando hablaba de alguien que tenía una tienda que le daba beneficios y se creía mejor que los demás, o de un nuevo rico, decía que se trataba de vinos, cosas, o personas de la hélice sin que nadie se tomase el trabajo de enmendarle el error, de modo que la expresión pasó del chiste a la metonimia identificativa:

    —¡Germán! ¡Ese es de la hélice! —me repetía muchas veces—. Ese es como tu tío, y como tú, —decía cuando estaba alegre—. Los que sois de la hélice como tú, maestro..., —y sonreía—, sou molt especials...

    Nada más dejaron caer los anzuelos comenzaron a picar las sepias. Vicente controlaba lo que pescaba Guillermo, pero no se preocupaba lo más mínimo por Genaro, que era porrero² por naturaleza. Mientras pescaban Charlie se distraía observando el horizonte, deslumbrado al ver que el mar y la costa tenían desde allí un aspecto totalmente desconocido para él. Todos los lugares surgían como terrenos insólitos, distintos a como él los conocía desde tierra firme. Divisaba las siluetas de las montañas, algún río, las construcciones. De las playas cercanas casi no podía distinguir ni la arena. Lo que sí veía más claro que nunca eran las poblaciones, que aparecían perfectamente delimitadas. Todo el tiempo le preguntaba a Vicente por ellas, ya que desde la barca no las reconocía.

    —Mira —le explicaba Vicente—, todo aquello que queda allí atrás a lo lejos es Gandía. Mira el puerto donde estábamos hace un rato. ¿Ves el faro y la escollera? Desde aquí casi no se ve. Aquello que está más abajo de Gandía es tu pueblo, Beniforquet. ¿A qué no lo parece? Y aquel montón de casas juntas, Oliva. ¿Ves? El que tiene la montaña detrás.

    —Y ¿cuánto se tardaría en llegar hasta Oliva desde aquí con la barca?

    —Unos quince minutos. Esta barca no corre mucho. Es de gasoil y ya tiene años. Además, nunca hemos ido tan lejos porque si se levanta la tramontana luego es muy pesado volver de cara al viento. Muchas veces cuando venimos nos quedamos por aquí, en Daimús. Es un sitio muy bueno para pescar sepias.

    Iban comentando todo cuanto veían. Charlie se recreaba con el movimiento del oleaje pensando que los que se mareaban en los barcos eran unos endebles, y consideraba de veras que si trabajasen como él en el hierro no tendrían tantas preocupaciones en la cabeza.

    —Charlie, perdóname un momento que creo que me ha picado un pulpo. ¡Y parece grande!

    Vicente fue tirando de la caña con cuidado, pues en verdad parecía de buen tamaño. Al momento Guillermo, que había dejado abandonadas sus cañas, esperaba con el salabre para ayudar a sacarlo. En unos instantes hizo su aparición el gigante: estiraba las patas al mismo tiempo que soltaba chorros de tinta intentando algo a la desesperada.

    —¡Mejor! —profirió Vicente—. Así si tira la tinta no nos empastrarà la barca. ¡Qué grande es el muy mamón! Es que no puedo con él. ¡Guillermo, ten mucho cuidado! Si ves que se acerca a la barca sácalo con el salabre, pero que no se coja al casco que si se agarra no habrá forma de subirlo.

    El pulpo viéndose acorralado intentaba por todos los medios alcanzar el fondo del barco, pero la fatalidad era irremediable y así parecía entenderlo, lanzando enormes chorros de agua por su sifón y emitiendo los gemidos propios de la tremenda fatiga que estaba acabando con él, si bien parecía que seguía con la mirada los movimientos de la barca, buscando algún remedio a su situación límite.

    Poco después, cuando el animal fue subido a bordo, Charlie observaba fascinado, sin decir palabra, todas las maniobras de acorralamiento del cefalópodo que pretendía con poca fortuna deslizarse sobre la cubierta de la barca para escapar, o para morir, alargando en vano los tentáculos mientras pegaba las ventosas en cualquier sitio. Todas sus tentativas de fuga eran infructuosas. Guillermo aprovechó un momento en que el pulpo se quedó quieto para ir a la cabina y sacar de allí un gran mazo de madera y un tablón marino que se guarda para estas ocasiones. Colocaron al pulpo sobre el tablón y con mucha pericia Guillermo levantó la maza y le asestó dos golpes certeros en la cabeza, cerca de los ojos. El pulpo quedó medio muerto y casi inmovilizado. Después de los mazazos solo hacía movimientos descoordinados y torpes, y emitía sonidos gelatinosos. Charlie vio todo esto con los ojos atónitos y agrandados. Estaba completamente mudo. Sólo dijo una cosa:

    —¡Hooostiásss!

    —El próximo, si quieres —le dijo Vicente, viendo su sorpresa— te encargas tú de darle el anestésico, y así nos ayudas.

    Desde ese mismo instante Charlie fue el encargado de administrar el cloroformo, la estocada tranquilizante o la cuchillada a todos los desventurados monstruos que caían en nuestras manos, pues en cuanto tuvo asignada una función en la pesca, ideó un sistema alternativo a la maza, que consistía en clavar un machete entre los ojos al desventurado animal. A Vicente este sistema del cuchillo le producía dolor de cabeza y algo de repugnancia:

    —Tú es que no sabes cómo se pone. Se pone hecho un bestia. El muy caracollons les habla a los pulpos. Les dice ¡ven aquí que te voy a tranquilizar, so animal!, ¡ven aquí con el papaíto, no tengas miedo! ¿O "vols parar de una puta vez y estarte quieto collons, que menudo zafarrancho estás montando...?" Les dice estas y otras cosas parecidas...

    Todo esto lo contaba Vicente con socarronería imitando con gestos las acciones de su socio, al que conocía bien, y aunque a veces decía que de verlo actuar así se le metía el miedo en el cuerpo, creía que no era malo, sino algo más bruto que la media.

    Estuvieron navegando durante el resto de la mañana, y hablando de los pequeños sucesos de la pesca. A eso de las once, en un momento de quietud en el que no picaba nada, Guillermo enunció lo que todos estaban pensando:

    —¿Y si almorzamos algo? Ya es tarde. ¿No tenéis hambre? Ahora que no pica nada podríamos aprovechar para comer algo.

    —Es que ni lo tocan —dijo Vicente—. Què avorrimen. Charlie, si quieres saca lo que has comprado para los almuerzos, que ya es hora de tomar algo. Vamos, digo yo. Que además aquí no pica una mierda.

    Muchas veces que

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