Los señores del oro: Producción, circulación y consumo de oro entre los mexicas
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Lingüista, especialista en semántica, lingüística románica y lingüística general. Dirige el proyecto de elaboración del Diccionario del español de México en El Colegio de México desde 1973. Es autor de libros como Teoría del diccionario monolingüe, Ensayos de teoría semántica. Lengua natural y lenguajes científicos, Lengua histórica y normatividad e Historia mínima de la lengua española, así como de más de un centenar de artículos publicados en revistas especializadas. Entre sus reconocimientos destacan el Premio Nacional de Ciencias y Artes (2013) y el Bologna Ragazzi Award (2013). Es miembro de El Colegio Nacional desde el 5 de marzo de 2007.
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Motolinía
INTRODUCCIÓN
Aunque sea de oro se rompe
Nezahualcóyotl
En agosto de 1520, el célebre pintor alemán Alberto Durero contempló en el Palacio de los Duques de Brabante, en Bruselas, un tesoro que lo dejaría anonadado. Ante sus ojos estaba la gran cantidad de piezas de oro, plumas y piedras preciosas que el conquistador Hernán Cortés había remitido al emperador Carlos V. La impresión del artista de cuarenta y nueve años de edad, que durante su juventud había aprendido el oficio de orfebre y quien destacó, entre otras cosas, por sus grabados en metal (Durero, 1970: 24; Winzinger, 1985: 20, 138), quedó registrada en su diario con las siguientes palabras:
Vi las cosas que le han traído al Rey desde la tierra nueva, un sol, de una braza de ancho, y una luna toda de plata del mismo tamaño, y también dos salas repletas de armas de aquella gente, y toda suerte de armas maravillosas suyas, jaeces y dardos, muy extrañas vestiduras, lechos y toda clase de objetos fantásticos de uso humano, muchos más dignos de admiración que los prodigios. Dichos objetos son tan preciosos que han sido valuados en 100 mil florines. En todos los días de mi vida no había visto nada que regocijara tanto mi corazón como aquellos objetos, pues entre ellos identifiqué obras de arte maravillosas y me asombré ante el ingenio sutil de los hombres de otras tierras. En verdad me resulta imposible expresar todo lo que, en aquel momento, pasó por mi mente (Durero, 1970: 64).¹
Años antes, un humanista italiano de nombre Pedro Mártir de Anglería, quien sentía el deber providencial de registrar, por escrito, los acontecimientos notables de la cristiandad española, partiendo de la Reconquista y concluyendo con el descubrimiento y colonización del Nuevo Mundo, observó este mismo tesoro en la ciudad castellana de Valladolid. Al igual que el pintor alemán, consignó en su obra la sensación que le provocaron las ricas piezas que yacían enfrente de su persona:
si alguna vez el ingenio humano mereció premio en el ejercicio de estas artes, ninguna de sus obras se hizo más acreedora al primer lugar con tanta justicia. No me admiro en verdad del oro y de las piedras; lo que me causa estupor es la habilidad y el esfuerzo con que la obra aventaja a la materia. Infinitas figuras y rostros he contemplado que no puedo describir; paréceme no haber visto jamás cosa alguna que por su hermosura pueda atraer tanto las miradas humanas (Mártir de Anglería, 1964 [dec. IV, lib. IX]: 430).
Hay algunas diferencias en los testimonios de Durero y Mártir de Anglería, explicables en parte por el poco tiempo que tuvo el alemán para apreciar las piezas, en contraste con la calma con que el italiano realizó sus observaciones.² Ambos demuestran, sin embargo, una admiración y un reconocimiento profundo por la calidad del trabajo artístico y el ingenio
de sus creadores, el cual complementa o realza su alto valor económico (Durero) u opaca el costo o la belleza intrínseca de sus materias primas (Mártir de Anglería). Los dos apelan a su memoria estética para comunicar su sentimiento de estupefacción y asombro frente algo que califican de nuevo, diferente y exótico. Al final, tanto Durero como Mártir de Anglería reconocen su incapacidad para traducir, en palabras, la totalidad de sus sensaciones.
Durero y Mártir de Anglería fueron los primeros europeos que nos legaron, intencionalmente, sus impresiones sobre las piezas de y con oro de los mexicas y sus contemporáneos. Las piezas que hasta entonces habían circulado por los pueblos y comunidades sujetas a Mexico-Tenochtitlan.
I
El presente trabajo tiene como propósito dilucidar el modo en que la producción de piezas de y con oro contribuyó con la articulación de la Triple Alianza en tanto red de redes de relaciones sociales de base económica y sentido político, determinada en su última etapa por la posición hegemónica de Mexico-Tenochtitlan. Su objeto de estudio no es pues el mineral dorado en sí y por sí, sino la manera en que un conjunto finito de seres humanos, inscritos en una coyuntura histórica específica, apeló al proceso general de confección y consumo de insumos de oro para manifestar su hegemonía sobre otros conjuntos finitos de seres humanos. El título, de hecho, está tomado de un pasaje común a varios de los textos que se apoyan en la Crónica X, en el cual se plantea la expansión militar de los mexicas en términos de convertirse en señores del oro y de la plata, de las joyas y piedras preciosas, plumas y devisas
.³
Nuestra propuesta se inscribe en la tesis planteada por el arqueólogo británico Warwick Bray, la cual sostiene que el trabajo del oro en el sur de Mesoamérica no puede ser reducida a una cultura o entidad política particular, sino que constituye una actividad económica desarrollada al mismo tiempo y bajo las mismas premisas por diversas culturas de la superárea (Bray, 1977: 395-396). La forma en que los mexicas empleaban el metal aurífero, ya como bien, ya como materia prima, ya como producto terminado, se manifiesta así como una variante indistinguible de un proceso productivo mesoamericano que responde, por extensión, a necesidades mesoamericanas. La incursión tenochca en esta rama de la producción debe entenderse pues como la capacidad de un sector de la sociedad de Mexico-Tenochtitlan de influir en la realización del proceso mencionado en los distintos niveles de organización social.
La lista de autores que han tratado el tema del oro de los mexicas, sin ser vasta, resulta relevante. En esta área de los estudios mesoamericanos se inscriben de manera directa las obras de Edward Seler (1892), Marshall Howard Saville (1920), Dudley T. Easby Jr. (1955, 1964), Frances Berdan (1987, 1992), Carlos H. Aguilar (1989) y Elizabeth Baquedano (2005), así como los estudios más generales de Modesto Bargalló (1955), Miguel León-Portilla (1984), Guillermo Ahuja (1989), Dora M. K. Grinberg (1990, 1996) y Adolphus Langenscheidt (2007, 2009). No podemos dejar pasar las investigaciones sobre la producción metalífera en otras culturas mesoamericanas, en especial las emprendidas por Warwick Bray (1977), Martha Carmona (1995, 2003, 2004, 2006), Dorothy Hosler (2005) y Hans Roskamp (2010).
Con excepción de los trabajos de Berdan, que estudia los circuitos de distribución e intercambio de oro, y los de Baquedano, Carmona y Roskamp, quienes analizan cuestiones relativas al lugar del metal dorado en los esquemas de conocimiento, los esfuerzos por aproximarse al oro mesoamericano se han enfocado principalmente en las técnicas y los medios de producción, tocando temas como la minería, la metalurgia y la orfebrería. Nuestra propuesta pretende asimilar las perspectivas citadas en un modelo que considere al trabajo del oro como un proceso complejo, unitario y dinámico, susceptible de ser analizado desde distintas perspectivas.
Las fuentes empleadas en este estudio son fuentes históricas. Abarcan esencialmente las crónicas de conquistadores, frailes y funcionarios de la Corona, la mayor parte del siglo XVI. Incluimos además un análisis de los inventarios de las piezas que los europeos extrajeron de territorio mesoamericano durante la conquista de Mexico-Tenochtitlan, a los cuales les dedicamos los apéndices 1 y 2. Omitimos el estudio de piezas arqueológicas por dos motivos: su notable exigüidad, explicable por el saqueo del que fueron objeto durante la invasión española, y la imposibilidad técnica de determinar su origen. Reconocemos, sin embargo, la necesidad de correlacionar los datos históricos con las características técnicas de objetos como los hallados en la Tumba 7 de Monte Albán, los cuales podrían complementar lo aquí expuesto sobre su producción y consumo. Dejaremos esta tarea para futuros trabajos.
Incluimos tres apéndices donde se sistematizan datos procedentes de dos tipos de fuente. En los apéndices 1 y 2, ubicamos y analizamos, desde la perspectiva de sus materias primas, los objetos de y con oro registrados en seis inventarios coloniales, los cuales consignan las piezas enviadas por los conquistadores españoles a la Corona por concepto de Quinto Real.⁴ En el apéndice 3, situamos, geográfica e históricamente, las piezas de y con oro que arribaban a Mexico-Tenochtitlan como tributos, consignadas en la Matrícula de Tributos, el Códice Mendocino, las Relaciones geográficas del siglo xvi, la Información de 1554 y el Códice Azoyú 2 (Matrícula, 2003; Colección de Mendoza, 1980; Relaciones, Antequera, t. I, 1984; Relaciones, Antequera, t. II, 1984; Relaciones, México, t. I, 1985; Información, 1997; Códice Azoyú 2, 2012). Estos apéndices, además de su utilidad analítica para efectos del presente, buscan facilitar el acceso a estas fuentes de información por arqueólogos, restauradores y demás interesados en la materialidad y la historia de los bienes suntuarios que circulaban en tiempos de los mexicas.
II
La obra se divide en tres amplias secciones, las cuales exploran, desde diferentes perspectivas y niveles de abstracción, el vínculo entre los mexicas y el oro, implícito en las etapas más generales de producción, distribución, cambio y consumo de piezas de y con oro. El punto de convergencia o la base común del trabajo se establece en la manera en que estas piezas reproducían la hegemonía de Mexico-Tenochtitlan en un amplio conjunto de poblaciones. Cada sección y cada capítulo proponen pues formas distintas de mirar la relación entre el oro y las relaciones de dominación articuladas en torno a los mexicas y su urbe.
La sección 1 se enfoca en la producción de piezas de y con oro entre los mexicas y sus contemporáneos. Se divide en tres capítulos. El primero estudia las propiedades materiales aprovechables del metal dorado en virtud de los conocimientos y las tecnologías minero-metalúrgicas disponibles en el periodo Posclásico tardío (1200-1521 d.C.), y el modo en que estas propiedades se convirtieron en las condiciones de posibilidad de un sector de la producción. El segundo analiza el tipo de productos confeccionados con oro y otros materiales, apoyándose en las menciones hechas sobre estos productos en crónicas e inventarios coloniales. El tercero da cuenta de la práctica de la orfebrería en Mexico-Tenochtitlan.
En la sección 2 estudiamos las condiciones materiales que les permitieron a los mexicas adquirir insumos de oro desde la perspectiva de un grupo de consumidores situados en una comunidad que no contaba con acceso inmediato a yacimientos del mineral: Mexico-Tenochtitlan. Proponemos seis modos generales de distribución y cambio —tráfico de regalos, tributo, comercio, fondo de reserva, premios y apuestas, y robo— explicados a lo largo de tres capítulos. El énfasis está puesto en el modo en que la expansión militar contribuyó a facilitar la llegada de bienes de y con oro a la urbe tenochca.
En la sección 3 intentamos reconstruir la gama de creencias y saberes que los mexicas poseían sobre el oro, y el modo en que éstos influyeron en los patrones de consumo de objetos de y con oro del máximo gobernante tenochca. Se compone de tres capítulos. El primero trata de ubicar al oro en la cosmovisión mexica a partir de cuatro espacios míticos fundamentales, tal como han sido estudiados por especialistas como Alfredo López Austin y Michel Graulich, mientras que en el segundo hacemos lo propio pero basándonos en el proceso curativo de la enfermedad de bubas mediante consumo de oro. En el tercero, examinamos el consumo de productos de y con oro en los ritos fúnebres y de investidura del hueitlatoani en tanto rituales de sucesión política. Seleccionamos este ceremonial no sólo porque está relativamente bien documentado en una crónica del siglo XVI —la Historia de Fray Diego Durán—, sino también porque nos coloca ante un acontecimiento en que el oro es puesto al servicio de la reproducción de un modo de ejercer el poder político y la dominación.
AGRADECIMIENTOS
El presente libro no hubiera sido posible sin los comentarios, las atenciones y el apoyo siempre generoso de Leonardo López Luján. Reconozco también las observaciones y anotaciones de Blas Román Castellón Huerta, Silvia Limón Olvera, Emilie Carreón Blaine y Clementina Lisi Battcock, quienes revisaron el primer borrador y me ofrecieron sus valiosas observaciones. Naturalmente, asumo como propias las interpretaciones, los errores y las posibles omisiones del texto. Agradezco también el apoyo institucional de la Escuela Nacional de Conservación, Restauración y Museografía Manuel del Castillo Negrete
, para culminar y publicar este trabajo. Por último, reconozco el apoyo de Jaime Torres Trejo, Aurora Montúfar López y Jaime Alejandro Torres Montúfar, mis padres y hermano, que resultó crucial para la consecución de este proyecto, y de Olga María Flores Álvarez, con quien discutí varias de las ideas aquí planteadas.
¹ La traducción es nuestra.
² De acuerdo con Kubler (1991: 43-44), las palabras de Durero reflejan un grado menor de percepción o reconocimiento estético de las piezas, no obstante que logra captar un detalle muy concreto: los dos discos de oro y plata que conforman el tesoro representan, respectivamente, al sol y la luna.
³ […] porque este [el islote de Mexico-Tenochtitlan] es el lugar de nuestro descanso y de nuestra quietud y grandeça; aquí a de ser ensalçado nuestro nombre y engrandecida la nación mexicana; a de ser conocida la fuerça de nuestro poderoso braço y el ánimo de nuestro valeroso conraçón, con que emos de sujetar á todas las naciones, así cercanas como lexanas, subjetando de mar a mar todos los pueblos y ciudades, aciéndonos señores del oro y de la plata, de las joyas y piedras preciosas, plumas y devisas
(Durán, 2002, t. I [tratado 1, cap. III, VI]: 74, 76, 91; Alvarado, 1998: 33-34, 40, 74-75; 1979: 24, 37).
⁴ El primer inventario está integrado a la Primera carta de relación
de Hernán Cortés, fechada el 10 de julio de 1519 (Cortés, 2002: 30-34). El resto fueron remitidos, en distintos momentos, por (2) Juan Aldrete, Alonso Ávila y Antonio Quiñones (Coyoacán, 19 de mayo de 1522); (3) Alonso Dávila y Antonio Quiñones (Azores, sin fecha); (4) Diego Soto (sin fecha); (5) Diego Soto (sin fecha), y (6) Fernando Cortés (sin fecha). Los cinco últimos inventarios fueron recopilados en 1869 por Luis Torres de Mendoza (Colección, 1869, t. XII: 318-362).
EL TRABAJO DEL ORO
MINERÍA Y METALURGIA
Los informantes de Sahagún definen el oro como un material digno de ser buscado, querido, codiciado, amado, guardado, escondido
. Le atribuyen la capacidad de transformar a la gente, de burlar a la gente, de hacer que su corazón crezca, de hacerla padecer, morir. Y es que, nos dicen, el oro es la totalidad, la punta, lo que está al frente de las riquezas de la tierra
(López Austin, 1974: 105). Aunque resulta difícil no encontrar una influencia europea en sus palabras, hay evidencia de que, en tiempos de la Conquista, existía en Mesoamérica una amplia y añeja experiencia productiva con el metal dorado, la cual hacía de éste, junto con las plumas y piedras preciosas, un material apetecible, deseado, el cual justificaba la existencia de un aparato de extracción y procesamiento irreductible a una sola comunidad o región mesoamericana.
En este capítulo analizaremos el modo en que se obtenía y manejaba el oro como materia prima entre los mexicas y sus contemporáneos, así como la manera en que este primer nivel de producción afectaba al procesamiento del mineral con miras a constituir un objeto terminado. Partimos de un hecho elemental, que será reiterativo a lo largo de este trabajo: no existen fuentes naturales de oro en la zona inmediata de explotación económica de los mexicas. Para acceder a él, los residentes de Mexico-Tenochtitlan requerían conectarse, directa o indirectamente, con extractores del mineral ajenos a la Cuenca de México. Sostenemos que lo hacían por las propiedades de color, brillo y maleabilidad del oro, que no se encuentran en otros materiales.
EL MATERIAL
El hombre en Mesoamérica identificaba a las piedras y los minerales tanto por sus características físicas más evidentes, como son el color, el brillo, la forma, la rigidez y el peso relativo, como por el modo en que hallaban el material y la forma en que lo trabajaban. La existencia de un vocablo náhuatl para designar al oro (cóztic teocuítlatl) prueba que éste era concebido como un material distinto y distinguible. Ca-bría cuestionarse sobre sus propiedades materiales específicas o particulares según los mexicas, aquellas que le permitían diferenciarse o asemejarse a otras sustancias. Sobre el particular, los informantes de Sahagún nos ofrecen algunas pistas:
El oro [cóztic teocuítlatl o excrecencia amarilla divina
] se hace en la tierra, está en la tierra. Así aparece, así se ve donde está: allí está su madre… Y quizá donde está su madre, en la tierra o en el interior del cerro está el oro. Pero está llenando, no está en montones. Sólo se le forman espigas a la tierra, al cerro. Se puede escarbar... Con todos es así: la plata [íztac teocuítlatl o excrecencia blanca divina
], el cobre [tepuztli], el plomo [temetztli]. Y en donde hay un río, allí está cayendo, en su curso, el oro. El río arrastra, lleva el oro. Por esta razón, cuando aún no habían venido los españoles, los conocedores mexicas, anahuacas, no escarbaban [para sacar] el oro, la plata. Sólo los tomaban de la arena de los ríos… Allí veían el oro, en donde venía a caer como grano de maíz... (López Austin, 1974: 103).
La referencia plantea dos momentos históricos, delimitados por la llegada de los españoles y la introducción de métodos de minería subterránea para extraer oro y plata. Éstos llevan implícitos, a su vez, dos tipos mineralógicos de oro y dos tipos de yacimientos auríferos. El prehispánico, por un lado, habla de una sustancia que, al igual que la plata, se puede recoger de la arena de los ríos. El colonial, por otro, nos remite a un material que, como la plata, el cobre y el plomo, se obtiene por medio de una excavación. El primero alude a un tipo mineralógico de oro conocido como oro nativo
, y de plata denominada plata nativa
. El segundo, al oro —y a la plata— que aparece como mena en una gama amplia de minerales auríferos —y argentíferos—. Por obvias razones nos enfocaremos únicamente en el oro nativo, es decir, en el extraído de placeres auríferos en la época prehispánica.
El oro nativo se caracteriza por poseer, de manera natural, propiedades físicas similares a las del elemento químico oro
, entre ellas el color amarillo, la resistencia a la oxidación y la escasa reactividad, no obstante suele contener trazas de otros elementos, como plata, cobre, paladio, rodio, hierro y zinc. De acuerdo con su contenido en plata, el oro nativo presenta dos variedades: la ordinaria, con porcentajes del metal argentífero de hasta 20 por ciento de la masa del material, y el electro, cuya proporción de plata ocupa entre el 20 y el 40 por ciento. La diferencia física más evidente entre ambas variedades es la tonalidad; el electro es de un tono blanquecino o amarillo pálido, razón por la cual se le conoce también como oro blanco
.
Tanto la variante ordinaria como el electro suelen aparecer en yacimientos formados por la deposición de los materiales arenosos y las especies minerales arrastradas por las corrientes de agua. De ahí que la fuente consigne que el río arrastra, lleva el oro
. Y es que su resistencia a la oxidación y su maleabilidad —a la que aludiremos en las siguientes líneas— le permiten soportar los procesos de intemperismo que destruyen su roca huésped. Ahora bien, si el Códice Florentino compara al oro nativo con un grano de maíz
, es porque aparece regularmente bajo la forma de granos esféricos o achatados de escaso tamaño, llamados pepitas o granillos (en náhuatl, cóztic-teocuitlatlxáltetl). Pero también por su color amarillo, que lo distingue de la plata nativa, como lo prueba su etimología náhuatl. En efecto, si bien las palabras nahuas para oro y plata comparten dos raíces (teo-cuítlatl, excrecencia divina
), difieren en las relativas a la tonalidad (cóztic o amarillo
en el caso del oro, íztac o blanco
en el de la plata). Existe la posibilidad, sin embargo, de que los especímenes de electro con alta cantidad de plata, por su coloración blancuzca, se confundiesen con ésta dentro del término de iztacteocuítlatl.
Al parecer, entre los mexicas no existía una categoría equivalente al concepto moderno de metal
, por lo que es probable que no se relacionase al oro nativo y la plata nativa con sustancias como el cobre (tepuztli) y el plomo (temetztli) hasta antes de la llegada de los españoles, pues el modo de obtención de estos últimos, salvo rarísimas excepciones, difiere notablemente del de los primeros, además de que sus nombres en náhuatl no comparten raíces etimológicas. En primer lugar, cobre y plomo no eran extraídos de las arenas fluviales, sino de vetas, muchas de ellas subterráneas. En segundo, por su alta reactividad, aparecen como rocas que era preciso someter a un proceso de beneficio para derivar en una sustancia con cualidades semejantes a las de los metales argentífero y aurífero.
El que los mexicas y sus contemporáneos no tuviesen un concepto semejante al de metal no significa que no reconociesen, a nivel práctico, algunas de las propiedades que la ciencia moderna denomina metálicas
:
Es suerte de la gente, riqueza de los señores, riqueza de los reyes… Yo fundo oro. Yo licúo. Yo compongo. Yo trabajo oro. Yo lo fundo. Yo lo bato. Yo hago platos de oro, vasos de oro, platos de oro [sic], jarros de oro. Yo hago, yo fundo, yo compongo collares de oro, pulseras de oro, orejeras de oro, pinjantes, zarcillos. Yo bato hoja de oro. Yo doro cosas. Yo baño cosas con oro. Yo unto cosas. Yo salpico con oro. Así hago aparecer bellas las cosas. Así hago que las cosas brillen [nitlatonameyotia] (López Austin, 1974: 105).
El pasaje anterior enumera las cualidades del oro que dieron lugar, como veremos, a las dos principales técnicas orfebres. Primero, la maleabilidad y la tenacidad, patentes en la posibilidad de golpear un pedazo del metal sin que éste se rompa, dándole formas muy variadas. Segundo, la fusibilidad, que implica la opción técnica de derretir el metal, llevarlo hasta el estado líquido, para que adopte hechuras diversas. En ambos casos se resalta que el oro se usaba para hacer que las cosas brillen
, ya porque las cubre totalmente, ya porque ha sido salpicado o esparcido en su materialidad. Le atribuye también una propiedad económica —es un bien rico, de consumo restringido— que resume las cualidades mencionadas —las posibilidades técnicas del oro— pero dimensionándolas en el marco de un recurso escaso. Veamos ahora cómo explica la ciencia moderna las propiedades enumeradas.
Desde el punto de vista molecular, el oro constituye un metal, esto es, una sustancia determinada por la unión de átomos con una valencia positiva muy baja en el nivel del orbital externo o s
. En ella, los electrones externos absorben la mayor parte de la energía que reciben como energía de excitación, moviéndose entre un átomo y otro al mismo tiempo que cumplen la función de enlaces químicos. De ahí que Garritz y Feiss definan las moléculas metálicas como conjuntos de iones positivos que se encuentran colocados en un mar de electrones libres. La tenacidad, la maleabilidad y el brillo del oro se explican por el mar de electrones
. Las primeras ocurren en la medida en que el libre movimiento de los electrones facilita la alteración de la forma de la estructura molecular en cualquier dirección y dentro de márgenes muy amplios, lo suficiente para que dichas partículas se redistribuyan de acuerdo con un nuevo ordenamiento molecular. El brillo, por su parte, es consecuencia del estado de excitación de los electrones, el cual posibilita la absorción de un haz de luz y la inmediata reflexión de la mayor parte de su espectro (Feiss, 2001: 34; Garritz, 2005: 176; Hurbult y Klein, 1996: 293-294; 1990: 13-15; Brauns, 1927: 95; Grinberg, 1990: 13-15).
La molécula de oro nativo está formada, en su mayor parte, por átomos de oro, los cuales se caracterizan por poseer una masa atómica relativamente elevada (196.97 g/mol). El dato anterior contribuye, junto con la pureza que suele manifestar el mineral, a que el oro nativo posea un punto de fusión alto (1064 °C), al alcance sin embargo de los atanores u hornos de los mexicas y sus contemporáneos. También podría estar parcialmente relacionada con la extraordinaria rareza del material. Considérese que, de acuerdo con Feiss, éste se presenta a razón de un átomo de oro por cada 10¹² átomos de hidrógeno en el universo. En el planeta Tierra, por cada 10⁹ átomos, solo uno es de oro (Feiss, 2001: 34). Esto significa que el oro y sus propiedades sólo están al alcance de un número reducido de personas, quienes se ven motivados a desarrollar modos de maximizar la masa del mineral o restringir su consumo. De ahí que, históricamente, sólo se le encuentre y extraiga en unos cuantos lugares, en cantidades limitadas.
MINERÍA
Para el siglo XVI, los mexicas y sus aliados se habían expandido por un espacio geológico heterogéneo, diverso, que incluye tres grandes cadenas montañosas extendidas de este a oeste (Eje Neovolcánico) y de norte a sur (Sierra Madre del Sur y Sierra Madre Oriental), y formaciones rocosas que difieren en edad, composición, tamaño y etiología. En este espacio había, si nos atenemos a las Relaciones geográficas, cerca de 45 comunidades donde se