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El primer bocado: Cómo aprendemos a comer
El primer bocado: Cómo aprendemos a comer
El primer bocado: Cómo aprendemos a comer
Libro electrónico496 páginas8 horas

El primer bocado: Cómo aprendemos a comer

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Todos nacemos sabiendo comer, pero aprender a elegir qué comemos nos cuesta un poco más. Nuestra relación con la comida se forja bocado a bocado, desde el primero. ¿Por qué tenemos gustos tan diferentes? ¿Por qué nos sentimos incapaces de cambiar de hábitos? ¿Hay esperanza de cambiar después de la infancia? Bee Wilson analiza paso a paso las etapas en la creación de hábitos alimenticios (buenos y malos), desde el vientre materno hasta la adolescencia, como experta y como madre. Leer este libro es una experiencia liberadora que reconcilia al niño goloso interior con el adulto responsable que somos.
IdiomaEspañol
EditorialTurner
Fecha de lanzamiento27 abr 2016
ISBN9788416714711
El primer bocado: Cómo aprendemos a comer
Autor

Bee Wilson

Bee Wilson is a home cook, journalist and writer, mostly about food. Yotam Ottolenghi has called her 'the ultimate food scholar'. She writes for a wide range of publications including  the Guardian, The London Review of Books and The Wall Street Journal. She is the author of six books on food-related subjects and she is the co-founder of the food education charity TastEd. She lives in Cambridge and has three children.

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    El primer bocado - Bee Wilson

    Título:

    El primer bocado. Cómo aprendemos a comer

    © Bee Wilson, 2016

    Edición original en inglés: First Bite. How We Learn to Eat

                                                   Fourth State, 2016

    De esta edición:

    © Turner Publicaciones S.L., 2016

    Rafael Calvo, 42

    28010 Madrid

    www.turnerlibros.com

    Primera edición: abril de 2016

    De la traducción del inglés: © Guillem Usandizaga, 2016

    De las ilustraciones: Annabel Lee, 2016

    Reservados todos los derechos en lengua castellana. No está permitida la reproducción total ni parcial de esta obra, ni su tratamiento o transmisión por ningún medio o método sin la autorización por escrito de la editorial.

    ISBN: 978-84-16354-11-5

    Diseño de la colección:

    Enric Satué

    Ilustración de cubierta:

    Diseño Turner

    La editorial agradece todos los comentarios y observaciones:

    turner@turnerlibros.com

    ÍNDICE

    Prólogo

    Introducción

    I       Filias y fobias

    La remolacha

    II      La memoria

    La leche

    III     Comida infantil

    El pastel de cumpleaños

    IV     Dar de comer

    La fiambrera

    V      Hermanos y hermanas

    El chocolate

    VI     El hambre

    Los cereales del desayuno

    VII    Trastornos

    Las patatas fritas

    VIII  El cambio

    El chile

    Epílogo. Esto no son consejos

    Lecturas recomendadas

    Bibliografía

    Agradecimientos

    Notas

    Para Emily.

    PRÓLOGO

    A algunas personas todo lo relacionado la comida les resulta fácil mientras que a otras les cuesta más. Yo estuve en el lado malo de esta línea divisoria y de algún modo, para mi sorpresa y alivio, salté al otro lado. Este libro intenta averiguar cómo fue posible ese cambio.

    No hay que revolver mar y tierra para encontrar personas –de todas las tallas– que se relacionan de forma caótica con la comida. El caos puede adoptar distintas formas: sobrealimentarse compulsivamente, infraalimentarse o ser extremadamente maniático. Algunas personas se obsesionan tanto con la pureza de lo que se meten en la boca que no aceptan invitaciones a comer en casa de amigos. Esforzarse en controlar las reacciones ante la comida es una tarea solitaria, ya que la vida moderna está repleta de cosas para comer, reales e imaginarias. En la caja del supermercado nos aguarda una variedad de cosas para picar; mientras que las vallas publicitarias, los periódicos y los programas de cocina de la televisión nos provocan con imágenes de banquetes de ensueño.

    Sin que nunca llegara a sufrir un trastorno alimentario –aunque estuve cerca–, conseguí amargarme bastante la vida en lo que tenía que ver con la comida durante casi una década, desde la adolescencia hasta el inicio de la edad adulta. Seguramente no se me veía mal: algún kilo de más, nada especial. Pero la relación más importante la tenía con la comida, y –aunque tenía algo de la emoción de un romance, especialmente cuando estaba en la cocina con un pedazo de masa dulce de brioche– no era un amor que me proporcionara estabilidad o energía. Hablamos metafóricamente de comidas tentadoras, pero cuando uno está atrapado en hábitos compulsivos de dependencia, la tentación no es sinónimo de placer. Había días en los que me rendía y me pegaba unos atracones que me hacían sentir culpable. Había otros en los que no comía, lo que todavía era peor, y me mortificaba con la comida que no me permitía.

    Afortunadamente, esa etapa de mi vida ha quedado atrás. Comer bien –con lo que no quiero decir comidas depurativas ni ayunos a base de zumos naturales, sino comidas normales con alimentos de verdad, sabrosos– ya no me resulta tan complicado. Ahora que estoy del otro lado, veo que a lo largo de varios meses, si no años, aprendí a dominar una serie de habilidades que en su momento consideraba inalcanzables. Entendí que estaba bien darme una comida abundante si tenía hambre; pero que también lo estaba parar si me notaba llena. Tuve menos antojos de pasteles y hojaldres y más de verdura. Todavía hay muchas cosas que me preocupan y obsesionan, créanme, pero mi alimentación no suele contarse entre ellas. La cena solo es la cena: nada más y nada menos que el momento cumbre del día.

    En nuestra casa, como en muchas otras, la batalla en torno a la comida se libra con los hijos. Como madre que intenta que sus tres hijos coman de forma saludable –pero sin obsesionarse–, a veces me he encontrado tan perdida como lo estuve respecto a mi propia alimentación. Después de la lactancia (que fue bastante difícil), ninguno de los retos con los que me he enfrentado me ha parecido de solución evidente. ¿Cómo se le venden las verduras a un adolescente descreído de un modo que no sea contraproducente? ¿Qué hay que hacer si tu hija vuelve a casa y te dice que sus amigas se saltan la comida? ¿Cómo transmitir la noción de la cantidad adecuada de grasa y azúcar sin ceder completamente a la comida ultraprocesada que hoy está por todas partes?

    En esos momentos de ajetreo que se producen entre la vuelta de la escuela y el irse a la cama, cocino algo rápido con la esperanza de que le guste a todo el mundo. Puede ocurrir que uno de mis hijos se queje de las berenjenas asadas, otro diga que le encantan y que el tercero llore porque, aunque le gustan las berenjenas, están en contacto con un trozo de pollo y por lo tanto ya no se pueden comer. ¿Dije que era el momento cumbre del día? Y sin embargo, comparativamente, mis hijos no tienen problemas serios con la comida.

    Todos los padres piensan alguna vez que es sencillamente imposible enseñarle a comer bien a un niño, o como mínimo a su niño. Muchos adultos son todavía más pesimistas sobre su propia capacidad de cambiar de comportamiento en cuanto a la comida. Sin embargo, escribir este libro me ha demostrado que el potencial de mejora de nuestros hábitos alimentarios es inmenso. A algunas personas les puede costar más conseguirlo que a otras, pero aprender a comer mejor –que es bastante distinto de ponerse a dieta– está al alcance de todos. Tal vez el argumento más convincente para aprender a comer de otra forma sea el del placer. Comer es –o debería ser– una fuente cotidiana de placer en lugar de algo a lo que resistirse. Se está bien aquí, del otro lado de la línea divisoria. Espero que me acompañen.

    INTRODUCCIÓN

    Uno de los motivos por los que me gustan las tostadas con mermelada –dijo Frances– es que no te resbalan insospechadamente de la cuchara.

    RUSSELL HOBAN,

    Tostadas con mermelada para Frances

    B uena parte de la ansiedad en torno a la comida se manifiesta en la búsqueda del alimento perfecto, el que nos curará de todos los males. ¡Come eso! ¡No comas aquello! Nos obsesionamos con las propiedades de varios ingredientes: las proteínas, los aceites omega o las vitaminas. Sin embargo, eso es pasarnos por alto a nosotros mismos. Los nutrientes solo cuentan si alguien coge un alimento y se lo come. Lo que realmente importa es cómo comemos, cómo nos aproximamos a la comida. Si vamos a cambiar nuestra dieta, antes tenemos que volver a aprender el arte de comer, que es una cuestión tan relacionada con la psicología como con la nutrición. Tenemos que encontrar la manera de querer comer lo que nos conviene.

    Nuestros gustos nos acompañan como una sombra reconfortante. Parecen un indicio de quiénes somos. Quizá por eso actuamos como si nuestras actitudes respecto a la comida estuvieran grabadas en piedra. A menudo intentamos –con mayor o menor convicción– cambiar de dieta, pero apenas nos esforzamos en cambiar nuestra relación con la comida: hasta qué punto llevamos bien el hambre, hasta qué punto dependemos del azúcar o qué sentimos cuando nos sirven una ración pequeña. Intentamos comer más verdura, pero no intentamos disfrutar más de la verdura, quizá porque hay una convicción casi universal de que no es posible incorporar nuevos gustos y abandonar los antiguos. Sin embargo, nada está más lejos de la realidad.

    Los alimentos que comemos son a menudo los que hemos aprendido a comer. Todo el mundo empieza bebiendo leche. Después el panorama es más abierto.

    Entre las tribus cazadoras de Tanzania el tuétano de las presas silvestres se considera el mejor alimento para los bebés.¹ Si uno nace en la república de Laos, en el extremo Oriente, podría caerle arroz gelatinoso premasticado por la madre, que lo pasa de su boca a la de uno (a veces a esto se le llama nutrición por beso).² En el caso de los bebés occidentales, ese primer bocado de alimento sólido pueden ser cereales en polvo o un potito; calabaza ecológica al vapor pasada por el pasapurés, servida con una cuchara hipoalergénica, o un bocado casual del plato de los padres. Aparte de la leche, no existe un alimento universal. Ni siquiera en el caso de los bebés.¹

    Desde nuestro primer año de vida, los gustos humanos son sorprendentemente variados. Como omnívoros, no tenemos una conciencia innata de qué alimentos son buenos y seguros. Tenemos que utilizar los sentidos para deducir qué alimentos son comestibles entre los que hay a nuestra disposición. Desde muchos puntos de vista, se trata de una oportunidad maravillosa. Es el motivo por el que en el mundo existen formas tan extraordinariamente variadas de cocinar.

    Sin embargo, no hemos prestado ni mucho menos suficiente atención a otra consecuencia de ser omnívoros, a saber, que comer no es algo que sepamos cómo hacer desde que nacemos, como ocurre con respirar. Es algo que aprendemos. Un padre o madre que da de comer a un bebé le enseña cómo tiene que saber la comida. En el nivel más básico, tenemos que aprender qué es comida y qué es veneno. Tenemos que aprender cómo satisfacer nuestro apetito y también cuándo parar de comer. A diferencia del oso hormiguero que solo come termitas pequeñas, no poseemos demasiados instintos naturales. Entre todas las opciones que tenemos disponibles como omnívoros, debemos descubrir qué alimentos son ricos, cuáles deliciosos y cuáles desagradables. A partir de estas preferencias creamos nuestro propio patrón alimentario, tan característico como nuestra firma.

    O así era antes. En la cultura alimentaria actual, parece que mucha gente ha adquirido gustos asombrosamente homogéneos, claramente más que en el pasado. En 2010 dos estudiosos del consumo sostuvieron que las preferencias infantiles ofrecían una nueva perspectiva sobre las causas de la obesidad. Observaron un ciclo que se perpetúa a sí mismo: las empresas de la industria alimentaria promocionan alimentos con un alto contenido en azúcar, grasas y sal, lo que significa que los niños desarrollan un gusto por ellos, y en consecuencia las empresas lanzan cada vez más alimentos que contribuyen a hábitos alimentarios no saludables.³ Puede que la influencia principal sobre el paladar de un niño ya no sean los padres, sino una serie de fabricantes de la industria alimentaria cuyos productos –a pesar de la ilusión de una infinidad de opciones– ofrecen un sabor monótono, muy distinto a los sabores más variados de la cocina tradicional.

    Hace poco fui al cine con uno de mis hijos. Paramos delante del puesto de venta de helados y de golpe me di cuenta de que casi todos los sabores –excepto vainilla– llevaban chocolate de una u otra forma. ¿Íbamos a escoger menta con trocitos de chocolate o cereza con trocitos de chocolate o helado de chocolate con pedacitos de brownie o helado de caramelo con pedacitos de chocolate rellenos de caramelo? El peligro de criarse rodeado por estos interminables mejunjes industriales dulces y salados no es que seamos genéticamente incapaces de resistirnos a ellos, sino que cuanto más a menudo los comemos, especialmente durante la infancia, más expectativa nos generan de que todos los alimentos sepan así.

    Una vez reconocemos el simple hecho de que las preferencias alimentarias se adquieren, muchas de nuestras formas de acercarnos a la comida pasan a parecer un poco extrañas. Pensemos, por ejemplo, en los padres que hacen grandes esfuerzos por esconder verduras en la comida de sus hijos. ¿Realmente el brócoli es tan espantoso que hay que ocultárselo a los paladares inocentes? Hay libros de cocina enteros dedicados a este empeño esotérico. Se parte de la idea de que los niños tienen una resistencia innata a la verdura y solo se la comen si no se dan cuenta, machacada en la salsa de la pasta o disimulada en un pastel; nunca les va a gustar el calabacín por sí mismo. Agobiados y faltos de sueño, a los padres les cuesta apostar a largo plazo. Nos creemos muy listos cuando metemos remolacha en un pastel. ¡Toma! ¡Te he colado un tubérculo! Sin embargo, puesto que el niño no es consciente de que come remolacha, el principal resultado es afianzar su afición a los pasteles. Sería mucho más inteligente enseñar a los niños a escoger la verdura consciente y voluntariamente, como lo hace un adulto.

    Al no darnos cuenta de que los hábitos alimentarios se adquieren, no interpretamos bien la naturaleza de nuestros problemas con la dieta. Tal como se nos recuerda a menudo en términos apocalípticos, en las últimas décadas la alimentación ha dado un giro colectivo en la mala dirección. En 2010, la mala dieta y la poca actividad física eran el motivo del 10 por ciento de todas las muertes y enfermedades a nivel mundial, por delante del tabaco (6,3 por ciento) y de la contaminación del aire (4,3 por ciento).⁴ Unos dos tercios de la población de los países ricos tienen sobrepeso o sufren obesidad, mientras que el resto del mundo sigue el mismo camino a pasos agigantados. La conclusión que solemos sacar de estas estadísticas es que no nos podemos resistir a los alimentos dulces, salados y grasos que la industria alimentaria promociona. ¡Todo sabe mejor con beicon! Tal como expuso el periodista Michael Moss en 2013, las grandes empresas alimentarias diseñan alimentos con un punto óptimo de base química diseñado para que nos enganchemos.⁵ En ocasiones los periódicos proyectan un futuro en que los niveles de obesidad seguirán creciendo indefinidamente hasta afectar a casi toda la población mundial.

    Pero hay algo más en toda esta problemática que suele pasar por alto. No todo el mundo es igual de sensible a la disfunción de nuestra oferta alimentaria. Algunas personas consiguen comer alimentos dulces, salados y grasos en cantidades moderadas y paran cuando quieren. A otras personas estos alimentos supuestamente irresistibles no les apetecen lo más mínimo. Si dos tercios de la población tienen sobrepeso o son obesos, entonces un tercio escapa a esa tendencia. Es sorprendente, dada la cantidad de oportunidades que hay de comer bollería. Expuestos a la misma comida con la que se nos bombardea a todos, estos afortunados han aprendido a reaccionar de otra manera. Está en nuestro interés averiguar cómo lo han hecho.

    Muchas personas implicadas en el tema dirían que la solución es cocinar. Solo con que a los niños se les enseñara a cocinar y a cultivar un huerto, automáticamente pasarían a estar más sanos. Parece convincente: los huertos escolares son una maravilla. Sin embargo, no bastan para que los niños se relacionen con la comida de forma saludable. Nuestra dificultad no radica solo en que no hayamos aprendido a cocinar y a cultivar, por muy importante que sea hacerlo, sino que no hemos aprendido a comer de una forma que favorezca la salud y la felicidad. Las cocinas tradicionales de todo el mundo surgieron con un claro énfasis en el equilibrio, con normas sobre qué alimentos se pueden combinar y cuánto hay que comer en los distintos momentos del día. Sin embargo, hoy en día buena parte de la cocina no tiene nada que ver con eso. Por mi experiencia como periodista gastronómica, los chefs y quienes escriben sobre gastronomía tienen más tendencia a comer compulsivamente y a sufrir otras obsesiones enfermizas en torno a la comida que los que no cocinan. Para que cocinar sea la solución a nuestra crisis de dieta, primero tenemos que aprender a ajustar nuestras reacciones ante la comida. Saber cocinar no es ninguna garantía de salud si a uno le tira el pollo refrito, los babás al ron napolitanos y el aligot francés (un puré de patatas con un montón de queso).

    La razón por la que a muchos les cuesta comer de forma saludable es porque no nos lo han enseñado. Igual que los niños, la mayoría comemos lo que nos gusta y solo nos gusta lo que conocemos. Nunca antes poblaciones enteras habían aprendido (o desaprendido) a comer en sociedades en las que la comida alta en calorías es tan abundante y está sujeta a tan pocas normas sobre los tamaños de las raciones y la hora de cada comida. La sobrealimentación tampoco es el único problema que azota a las civilizaciones opulentas modernas. Las estadísticas indican que en torno al 0,3 por ciento de las jóvenes son anoréxicas y otro uno por ciento son bulímicas, y cada vez son más los hombres que siguen sus pasos.⁶ Lo que las estadísticas no nos dicen es cuántas personas –con sobrepeso o menos peso del recomendable– se encuentran en un estado constante de ansiedad sobre lo que consumen, presas del miedo a los carbohidratos o a la cantidad de grasa e incapaces de disfrutar relajadamente de las comidas. En 2003, un estudio con 2.200 universitarios estadounidenses puso de manifiesto que la preocupación por el peso está muy extendida: el 43 por ciento de la muestra (sin distinción de sexo) estaba preocupado por su peso la mayor parte del tiempo y el 29 por ciento de las mujeres consideraban que estaban obsesionadas con su peso.⁷

    Se suele abordar nuestro malestar alimentario en términos fatalistas, como si la preferencia por las hamburguesas fuese una condena perpetua: las dietas no funcionan, el azúcar es adictivo, etcétera. Nos olvidamos de que, como omnívoros, estamos perfectamente capacitados para cambiar nuestra forma de comer y adaptarnos de ese modo a distintos entornos. Desde luego, nadie se ha encontrado nunca con un entorno alimentario parecido al que hoy tenemos, inundado de calorías baratas en envases engañosos. Sobrevivir en la situación actual requerirá habilidades muy distintas de las que necesitaron los cazadores-recolectores del Paleolítico. Sin embargo, todo hace pensar que somos capaces de adquirir esas habilidades si nos damos una mínima oportunidad.

    Si los hábitos alimentarios se aprenden, también podemos reaprenderlos. Imagínese que a usted lo hubieran adoptado en el momento de nacer unos padres que vivieran en un pueblo remoto de un país lejano. Sus gustos serían bastante distintos de los que ha acabado teniendo. Al nacer a todos nos gusta lo dulce y recelamos de lo amargo, pero no hay nada en nuestra fisiología que determine que acabemos odiando la verdura y pirrándonos por el dulce de leche. El problema es que no tendemos a verlo así.

    Mi hipótesis en El primer bocado es que la cuestión de cómo aprendemos a comer –tanto individual como colectivamente– es la clave que explica que, para tanta gente, la comida se haya convertido en un problema. El mayor reto contemporáneo de salud pública es cómo convencer a la gente de que se alimente mejor. Sin embargo, hemos buscado las respuestas en los lugares equivocados.

    El debate sobre la alimentación suele centrarse en cómo informar mejor. Un océano de artículos y libros apunta como motivo de la crisis de obesidad al hecho de que no se nos aconsejó bien: se nos dijo que había que evitar las grasas cuando el auténtico diablo era el azúcar.⁸ Hay algo de verdad en este punto de vista. Desde luego no ayudó que, a lo largo de las últimas décadas, muchos de los productos bajos en grasas presentados como saludables estuvieran repletos de carbohidratos refinados y por lo tanto engordaran más que las grasas que se nos aconsejaba que abandonáramos.⁹ Durante el periodo en que los nutricionistas nos exhortaban a abstenernos de grasas saturadas como las de la mantequilla, la nata y la carne, los índices de obesidad no pararon de aumentar. Cada vez está más claro que comer alimentos grasos no conlleva por sí mismo que uno engorde o sufra una enfermedad cardiovascular.

    Sin embargo, antes de que culpemos de nuestra mala salud al consejo sobre el bajo contenido en grasas, puede resultar útil considerar hasta qué punto seguimos esas advertencias contra la grasa. La inmensa mayoría escuchó lo que la policía alimentaria tenía que decir sobre la grasa y no hizo ningún caso. En el apogeo de la ortodoxia del bajo contenido en grasas, en 1998, algunos de los nutricionistas más importantes del mundo escribieron un artículo conjunto en el que lamentaron que la población no seguía sus directrices. Los científicos descubrieron para su decepción que, después de más de dos décadas de que a la gente se le aconsejara que redujera los alimentos grasos, los seguía comiendo en más o menos la misma cantidad. El porcentaje de calorías procedentes de las grasas en la dieta estadounidense disminuyó ligeramente de 1976 a 1991 (de un 36 por ciento en 1976 a 34 por ciento en 1991), pero esto solo se debió a que la gente consumía más calorías en total. En términos absolutos, los gramos de grasa que la gente consumía de media siguieron igual.¹⁰

    David L. Katz del Prevention Research Center de la universidad de Yale es una infrecuente voz cuerda dentro del ruidoso mundo de la nutrición. Cuestiona el extendido punto de vista según el cual si no comemos mejor es porque hay una gran confusión sobre cuál es la mejor dieta. Katz señala que los principios básicos de una vida saludable –raciones moderadas de una variedad de alimentos naturales y ejercicio físico con cierta frecuencia– están muy bien definidos desde hace décadas. Los resultados médicos indican que no importa si llegamos a ese punto por un camino bajo en grasas o bajo en carbohidratos (o vegano o paleolítico o a través de la cocina casera de toda la vida).¹¹ Katz observa que en todas las dietas hay un montón de pruebas de que el mejor patrón de alimentación desde el punto de vista de la salud es una dieta basada en alimentos mínimamente procesados, mayoritariamente vegetales. Nuestro problema, observa Katz, "no es el desconocimiento sobre cómo cuidar y alimentar al Homo sapiens. Nuestro problema es una resistencia cultural sorprendente y extraordinariamente costosa a tragárnoslo".¹²

    Pensemos en la verdura. El consejo de comer más verdura para ganar en salud difícilmente podría estar más claro. El mensaje se nos ha hecho llegar muchas veces y de muchas maneras. A diferencia de lo que ocurre con la grasa o el azúcar, la corriente dominante de la nutrición no cuestiona el mensaje de comer más verdura. Sin embargo, desde los años 70 el consumo total de calorías procedentes de verdura ha bajado un tres por ciento en Estados Unidos, un descenso mayor de lo que parece si pensamos que la verdura tiene muy pocas calorías comparada con otros alimentos.¹³ Este descenso se produjo en un momento en el que nunca había habido tanta variedad de verdura apetecible a nuestra disposición, desde la calabaza violín de un naranja intenso hasta el brócoli romanesco de un verde pálido. Muchas personas, sin embargo, han asimilado la lección de infancia de que la verdura y el placer –y en general, los alimentos saludables y el placer– nunca pueden ir de la mano. Valgan como testimonio las oleadas de antipatía dirigidas a figuras públicas como Michelle Obama cuando se atreven a sugerir que comamos más verdura. Los estudiosos del consumo han descubierto que cuando un producto nuevo se caracteriza como saludable la probabilidad de que sea un éxito es mucho menor que si se caracteriza como nuevo.¹⁴

    En lo que respecta a nuestros hábitos a la hora de la cena, hay un desajuste mayúsculo entre la teoría y la práctica; entre el conocimiento y el comportamiento. Come alimentos de verdad. En cantidades moderadas. Sobre todo verdura, aconseja Michael Pollan, el influyente escritor sobre temas de nutrición.¹⁵ Un mantra sabio y sencillo, que hemos oído muchas veces; aunque para muchas personas parece todo menos sencillo de seguir en la vida cotidiana. Para asumirlo a uno le tiene que: Gustar la comida de verdad. No disfrutar de la sensación de estar muy lleno. Y apetecer la verdura. Son características que muchas personas, por muy inteligentes o de avanzada edad que sean, todavía no han adquirido. También hay otra salvedad. La parte de la máxima de Pollan que se refiere a las cantidades moderadas debería modificarse para tener en cuenta a las personas que se han acostumbrado a comer demasiado poco, o como mínimo una cantidad insuficiente de los alimentos más necesarios. No pienso solo en las personas que están por debajo del peso que deberían tener. Hoy en día el concepto de malnutrición incluye la obesidad además de la falta de alimentos; hay pruebas de que la población obesa de todo el mundo sufre deficiencias de micronutrientes en una proporción muy superior a la media, especialmente de vitaminas A y D, además de zinc y hierro.¹⁶ Aprender a comer mejor no tiene que ver con reducir cantidades sin distinción. Mientras no cabe duda de que hay muchos alimentos que deberíamos comer menos –me viene a la cabeza el azúcar–, hay otros que deberíamos comer más. Entre otras habilidades alimentarias perdidas –véanse también no llegar sin apetito a las comidas y no engullir la cena–, parece que hemos perdido la idea tradicional de alimentarnos.

    En los debates sobre la obesidad a menudo se cuela un tono de impaciencia moralizante. ¿No hablamos de nada tan complicado, no? es una observación frecuente en los comentarios a los artículos del periódico. La hacen los afortunados que nunca han tenido que esforzarse en cambiar su alimentación y va seguida por la ocurrencia de que lo único que hay que hacer es comer menos y moverse más. Se sobreentiende que a los que no comen menos y se mueven más les falta carácter o inteligencia. Sin embargo, tengamos en cuenta lo siguiente. Los bomberos estadounidenses, que no son gente caracterizada por su falta de valentía o de agilidad mental, tienen índices de obesidad y sobrepeso –de en torno al 70 por ciento– más altos que la población general.¹⁷ La forma como comemos no es una cuestión de valía, sino de rutina y preferencia, construidas a lo largo de toda la vida. Como dice el filósofo Caspar Hare: No es tan fácil adquirir o abandonar preferencias a voluntad.¹⁸

    Una vez aceptamos que comer es un comportamiento aprendido, nos damos cuenta de que el reto no es entender cierta información, sino adquirir nuevos hábitos. Los gobiernos se empeñan en resolver la crisis de obesidad con recomendaciones bienintencionadas. Sin embargo, los consejos por sí solos nunca enseñaron a un niño a comer mejor (¡Te aconsejo vivamente que te acabes la col y que después te bebas un vaso de leche!), por lo que es extraño que pensemos que funcionarán con los adultos. La forma como se le enseña a un niño a comer bien es a través del ejemplo, el entusiasmo y exponerlo pacientemente a buenos alimentos. Si eso no funciona, se miente. En Hungría, a los niños se les enseña el gusto por las zanahorias diciéndoles que confieren la capacidad de silbar. La cuestión es que para que uno quiera comer zanahorias, las zanahorias tienen que ser apetecibles.

    Cuando este libro empezó a tomar forma en mi mente, pensé que el tema era la comida infantil. Poco a poco, fui viendo que muchas de las alegrías y dificultades de la alimentación infantil persisten en la edad adulta. Puede que de adultos todavía nos demos un premio igual que hacían nuestros padres, y que sigamos dejando el plato limpio, aunque ya no nos estén mirando. Seguimos evitando lo que nos da asco, aunque probablemente ya no lo tiramos debajo de la mesa cuando no mira nadie. Si uno pone un pastel de cumpleaños con la vela encendida delante de alguien, esa persona vuelve a ser joven.

    Una de las cuestiones que quería explorar era hasta qué punto los niños nacen con preferencias innatas. Al encontrar un sinfín de artículos académicos en la biblioteca, supuse que habría un desacuerdo absoluto entre los científicos contemporáneos. A un lado me encontraría a los que sostienen que los gustos son innatos, y en el otro a los que insisten que son adquiridos: naturaleza frente a educación. Para mi asombro, descubrí que no era el caso. Lejos de posturas irreconciliables, había un consenso casi universal –de psicólogos, neurocientíficos, antropólogos y biólogos– en que nuestro gusto por determinados alimentos es adquirido.¹⁹ Dentro de este acuerdo general hay, como es esperable, multitud de disputas académicas, como la barahúnda sobre si nuestra relación de amor-odio con verduras amargas como las coles de Bruselas tiene base genética. También hay teorías opuestas sobre hasta qué punto el aprendizaje alimentario está mediado por genes, hormonas y neurotransmisores concretos. Sin embargo, la idea fundamental de que los hábitos alimentarios humanos son un comportamiento aprendido no es objeto de debate científico.

    El consenso científico es sorprendente, ya que va en sentido contrario a la forma como solemos abordar los hábitos alimentarios en las conversaciones cotidianas. La gente está de acuerdo en presuponer –y eso, curiosamente, incluye a los que se esfuerzan en comer de forma saludable y a buena parte de los nutricionistas que intentan que comamos mejor– que nuestra biología nos condena a engancharnos a la comida basura. El discurso habitual dice más o menos así: durante miles de años nuestro cerebro evolucionó para buscar alimentos dulces, porque en el bosque necesitábamos una forma de distinguir las frutas dulces y saludables de las toxinas amargas y perjudiciales. En el mundo actual, donde abunda la comida dulce, o eso dice el razonamiento, nuestra biología hace que seamos incapaces de rechazar esos alimentos irresistibles. Sabemos que al probar algo dulce se activan las partes del cerebro relacionadas con el placer e incluso puede producirse un efecto analgésico, como el de las drogas o el alcohol. Cerebro paleolítico + alimentos modernos = desastre.

    Lo que se echa en falta en este resumen es el hecho de que, si bien el gusto por lo dulce es innato a todos los seres humanos y común a todas las culturas, cuando entramos a considerar alimentos dulces concretos –y otros alimentos procesados poco saludables– nos encontramos con respuestas extraordinariamente variadas. Tal como constata un estudio de 2012 sobre preferencias alimentarias, nuestras actitudes ante lo dulce varían en cuanto a percepción, agrado, apetito y consumo.²⁰ Distintas personas suelen disfrutar de los alimentos dulces de forma muy distinta. Por dulce podríamos entender una mazorca de maíz en pleno verano; o un plato de mozzarella fresca y lechosa; o hinojo cocinado a fuego lento hasta que esté dorado. Puede que nuestro gusto por lo dulce sea universal, pero hay diferencias de envergadura entre individuos en cómo nos acostumbramos a comerlo. Dicho de otra forma: no todo el mundo quiere que el subidón de dulce le venga en forma de cereales con miel.

    Los nutricionistas utilizan el concepto de palatabilidad para referirse a la cualidad de los alimentos con un alto contenido en azúcar, sal y grasas; como si fuera imposible preferir un plato de verduras crujientes aliñadas con salsa tahini a una barrita de chocolate de tamaño familiar. Sin embargo, en torno a un tercio de la población –con cerebro paleolítico o no– consigue moverse bien por el mundo alimentario contemporáneo y escoge una dieta equilibrada a partir de la oferta disponible.

    No digo que estar delgado sea necesariamente sano. Entre los que no tienen sobrepeso hay personas anoréxicas o bulímicas. Otras se saltan la comida a base de cigarrillos y drogas o queman la comida basura con un frenesí de ejercicio físico. Al hablar de epidemia de obesidad, además de hacer sentir todavía peor a los que intentan perder peso, pasamos por alto el hecho de que la situación es más compleja que delgado = bueno y gordo = malo. El profesor Robert Lustig, un especialista destacado en los efectos del azúcar sobre el cuerpo humano, señala que hasta el 40 por ciento de las personas con un peso normal tienen exactamente las mismas disfunciones metabólicas que se asocian a la obesidad –diabetes, hipertensión, problemas lipídicos, enfermedades cardiovasculares […] cáncer y demencia– mientras en torno a un 20 por ciento de las personas obesas no sufre ninguna de esas enfermedades y tiene una esperanza de vida normal.²¹

    De modo que no podemos suponer que todo el mundo con un peso normal tiene una relación sana con la comida. (Por cierto, dado que estas personas son una minoría, ¿no sería hora de dejar de llamarlas normales? ¿Qué tal si en lugar de normales las llamamos excepcionales?). La situación es más complicada de lo que las cifras dan a entender. Sin embargo, yo aún me atrevería a aventurar que ese tercio excepcional de la población tiene algo importante que decirnos. Hay cientos de millones de individuos que de algún modo van a contracorriente de la disfuncional oferta alimentaria contemporánea y se alimentan bastante bien. Son los que se pueden comer un helado en un día caluroso sin atormentarse por haber sido malos; los que enseguida rechazan un bocadillo porque todavía no es la hora de la comida; los que normalmente comen cuando tienen hambre y paran cuando están llenos; los que creen que a una cena sin verdura le falta algo. Estos individuos han adquirido los hábitos alimentarios que pueden protegerlos en el entorno de abundancia actual.

    Desde la perspectiva de la psicología conductista, comer es una forma clásica de comportamiento adquirido. Hay un estímulo, por ejemplo una tarta de manzana glaseada con mermelada de albaricoque. Y hay una respuesta: el apetito que despierta en uno. Por último, hay un refuerzo: el placer sensorial y la sensación de estar lleno que le proporciona a uno comerse la tarta. Este refuerzo lo lleva a uno a buscar más tartas de manzana siempre que tenga la oportunidad y –dependiendo de lo bien que uno se sienta después de comerlas– a preferirlas a otros alimentos en el futuro. En condiciones de laboratorio, se puede enseñar a las ratas a preferir una dieta menos dulce a una más dulce si les aporta más energía y por lo tanto las deja más satisfechas: esto se llama condicionamiento posingestivo.²²

    Sabemos que buena parte de este aprender a buscar determinados alimentos está impulsado por la dopamina, un neurotransmisor que en el cerebro se relaciona con la motivación.²³ Es una hormona que se estimula en el cerebro cuando el cuerpo hace algo gratificante, como comer, besar o sorber coñac. La dopamina es una de las señales químicas que transmite información entre neuronas para decirle al cerebro que uno se lo está pasando bien. La liberación de dopamina es uno de los mecanismos que consolidan nuestras preferencias en cuanto a sabores y las convierten en hábitos. Una vez que a los animales se les ha educado para que les encanten ciertos alimentos, la respuesta de la dopamina se puede activar con solo verlos: en los monos se da una reacción de la dopamina cuando ven la piel amarilla de los plátanos, ya que prevén la recompensa.²⁴ La previsión de la liberación de dopamina es el incentivo que hace que las ratas del laboratorio trabajen duro presionando una palanca para conseguir otro premio.

    Ni que decir tiene que los humanos no somos ratas de laboratorio.² En nuestra vida, el comportamiento de estímulo y respuesta respecto a la comida es tan infinitamente complejo como el mundo social en el que aprendemos a comer. Se ha calculado que cuando cumplimos dieciocho años, hemos tenido 33.000 experiencias de aprendizaje en torno a la comida (basadas en cinco comidas o tentempiés al día).²⁵ El comportamiento humano no es solo cuestión de impulso y efecto, porque los seres humanos no son objetos pasivos, sino seres profundamente sociales. A menudo nuestro condicionamiento es indirecto. No solo aprendemos de los alimentos que nos ponemos en la boca, sino de lo que vemos comer a los demás, ya sea en nuestra familia, en el colegio o en la televisión.

    Mientras los niños observan y aprenden, captan muchas cosas sobre la comida aparte del sabor que tiene. Un roedor presiona una palanca para conseguir una dulce recompensa, pero hace falta un animal tan raro y retorcido como el ser humano para proyectar emociones como la culpa y la vergüenza sobre el hecho de comer. Antes de que demos un primer bocado a un alimento determinado, puede que hayamos ensayado muchas veces mentalmente cómo nos lo comíamos. Nuestros impulsos sobre cuándo comer, qué comer y qué cantidad van más allá del hambre y las hormonas y entran en el terreno del ritual (huevos para desayunar), la cultura (perritos calientes en un partido de béisbol) y la religión (pavo para navidad y cordero para la fiesta del cordero).

    Pronto me quedó claro que no daría con las respuestas que buscaba sobre cómo aprendemos a comer sin explorar nuestro entorno alimentario en sentido amplio, lo que incluye las horas de las comidas y el tipo de cocina, la forma de hacer de padres y cuestiones de género, además de algunas claves de neurociencia.

    Nuestro entorno alimentario actual está colmado de contradicciones. La carga de culpa religiosa que se ha apartado progresivamente de nuestra vida privada ha ganado cada vez más intensidad en el ámbito de la comida. Como predicadores hipócritas de la templanza, demonizamos muchas de las cosas que comemos con más avidez, lo que nos hace entrar en conflicto con nuestro propio apetito. Numerosos alimentos que antes estaban reservados para celebraciones –desde la carne hasta los dulces– se han convertido en artículos cotidianos, y eso no solo significa que los consumimos en exceso, sino que además han perdido buena parte de su antiguo significado festivo.²⁶ La idea de que no se pica entre comidas hoy en día parece tan anticuada como pensar que no se puede salir de casa sin sombrero.

    Sin embargo, mientras el contenido nutricional de nuestra oferta alimentaria ha cambiado mucho en los últimos cincuenta años, otros aspectos de la alimentación no han cambiado lo suficientemente rápido para seguirle el paso a la vida contemporánea. Los padres todavía utilizan una serie de métodos tradicionales al dar de comer –como animar a los niños a que se terminen el plato– que estaban pensados para una situación en la que el hambre siempre estaba a la vuelta de la esquina. Como veremos, estas técnicas al dar de comer contribuyen de forma directa a la obesidad infantil en culturas tan distintas como China y Kuwait.

    El tema sobre el que volví más a menudo fue el de las familias. La mayor parte de lo que aprendemos sobre la comida lo aprendemos en la infancia, sentados alrededor de la mesa de la cocina (si la familia tiene la suerte de tener una), cuando nos dan de comer. Cada bocado es un recuerdo y los recuerdos más intensos son los primeros. En esa mesa nos dan comida y cariño, y se nos podría perdonar que, pasados los años, nos cueste distinguir entre ambos. Es ahí donde desarrollamos nuestras filias y fobias y donde nos formamos una opinión sobre si es peor dejar algo en el plato o comérnoslo aunque no tengamos hambre.

    Nuestros padres –como los gobiernos– esperan que aprendamos a comer a partir de lo que ellos nos dicen, pero lo que vemos y probamos es más importante que lo que oímos. En muchos sentidos, los niños no tienen ningún poder en la mesa. No controlan lo que se les pone delante, ni dónde se sientan, ni si se les habla con amabilidad o dureza mientras comen. Su gran poder es la capacidad de rechazar o aceptar. Una de las cosas más importantes que los niños aprenden en la mesa es que su elección de comer o no comer despierta emociones profundas en los adultos que tienen al lado. Se dan cuenta de que pueden complacer a

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