Lo que Halloween ha unido, que no lo separe el sadomasoquismo: Spin-off 2 de Mafia de tres
Por Angy Skay y Noelia Medina
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En Halloween hay tres posibilidades: que los disfraces den miedo, risa o te pongan el mango tieso como el de una sartén.
¿Por cuál os decantáis?
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Lo que Halloween ha unido, que no lo separe el sadomasoquismo - Angy Skay
1
La cucaracha y Curro del 98
ANGELINES
Grotesca.
Esa podría ser la palabra que definiría la situación en la que nos encontrábamos en el salón de mi casa mientras los padres de Ma se despedían tras media hora hablando en la puerta, como buenos españoles, para llevarse a Pepe a la casa de Ma y Kenrick y permitirles a los padres del pequeño una noche de Halloween por todo lo alto.
Anaelia había argumentado que tenía unas entradas para una supermolonga y terrorífica fiesta de Halloween en la que no debíamos llevar más que nuestra presencia y algún detallito de agradecimiento. Al parecer, era algo glamurosa —contacto de un contacto de los cientos que tenía la pequeña—, la barra libre ya estaba allí y las botellas de agua para mí, también. Valiente hija de puta.
Yo no estaba para fiestas, ni mucho menos, pues la barriga me pesaba lo indecente, pero tenía que admitir que las de disfraces me gustaban más que a un tonto una tiza.
Tras asegurarnos de que la entrada era totalmente gratuita, que el anfitrión sabía de nuestra presencia y hacerle un interrogatorio a Anaelia que se pasó por el forro del mismísimo pussy, aceptamos la invitación.
—¡Joder con la puta telaraña de los cojones! —vociferó Ma desde la entrada, ya encendiéndose el tercer cigarro.
Su madre la regañó con la mirada por decir tantos tacos en una frase tan pequeña, y a su padre le dio la risa al mirar hacia arriba, desde donde ella intentaba quitarse la telaraña que yo había colgado de manera estratégica en la puerta de mi casa.
—¡Sh! ¡Sh! ¡Eh! ¡Eh! —chistó una voz adolescente a mi espalda—. Cuidado con la decoración, que Angelines me tiene explotado desde hace una semana —se quejó Carlos Alberto, muy a su pesar.
Doce horitas diarias colgando adornos y ya lo llamaban explotación. Los niños de hoy en día y su delicadeza.
Suspiré sin hacerle caso mientras continuaba decorando los huevos rellenos; o huevos patas abajo, como los llamábamos aquí. El plato constaba de huevos duros, abiertos por la mitad, con atún y tomate. Intentaba ponerles unas aceitunas negras, simulando arañas, pero la mutilación a la que estaba sometiendo las aceitunas se merecía perfectamente una multa.
—Esa tiene un ojo más pequeño —soltó la vasca, a mi lado.
—Tú a callar y ve a por tu disfraz, que llegamos tarde.
—Que no pienso disfrazarme. Ni siquiera pensaba ir. Ya te he dicho que yo solo venía a enseñaros mi nueva adquisición. No sé ni cómo me he dejado convencer... —Se cruzó de brazos, permitiendo ver unos extensos tatuajes que cubrían su piel, y soltó un pequeño resoplido que le colocó una rasta encima del ojo.
—Bueno, tú vas siempre vestida de hippie. —Me acerqué a por la sangre artificial en espray y le eché a traición. Donde cayó, cayó.
—¡Eh! ¿Qué haces? —protestó, mirándose de arriba abajo.
—Hippie que ha muerto de un amarillo a causa de los porros.
—Yo no fumo porros. —Entrecerré mis escrutadores ojos en su dirección—. Vale, solo a veces —rectificó—. Bueno, ¿alguien va a salir a ver mi nueva adquisición o qué?
—Dame un momento. —Permití que el aire contenido vaciase mis pulmones al escuchar el jaleo que había en la casa siendo casi las doce de la noche.
—Pues haberle pedido que te pagase por adornarle la casa como si fuera la atracción del terror, ¡no te jode! —Ma continuaba a lo suyo con Carlos Alberto.
Este, enfadado, le dio un manotazo a su disfraz y ella lo taladró con los ojos. Ma llevaba un enorme caparazón de goma eva negro y marrón, representando una terrible cucaracha tan real que daba asco mirarla. Se me ponía la piel de gallina cada vez que una de las patas peludas que le había incrustado con silicona me rozaba. Tiró con fuerza de la pata derecha y esta se llevó la mitad de la telaraña pegada a su disfraz. Resoplé y negué, apreciando que los huevos tampoco me habían quedado tan mal en comparación con los ojos que Ma le había colocado a la cucaracha, pues uno miraba para Cuenca y otro para Albacete. Más o menos como los ojos de la Zorrupia, pero a la inversa. Sí, le daban un aire. Además, parecían tener legañas; le había puesto tanta silicona que se había desbordado por los filitos. Y mira que Ma era la más tiquismiquis y perfeccionista de las tres en cuanto a manualidades se trataba. Pero desde que llegó a su vida la maternidad, el tiempo era escaso y la paciencia, invisible.
Suspiré al ser consciente de la que me había librado al no tener que recortar mi disfraz. La clase de recorte me la había perdido en el colegio y lo mío era hacer cortes que se asemejaban a la carretera de Simancas.
Kenrick alzó la mano para tratar de cerrar la puerta de la calle de una maldita vez —sin conseguirlo—, y justo cuando se giraba, le dio un pepinazo a Alejandro, quien, impasible y con los brazos a la altura del pecho, aguardaba