Nunca es tarde
Por Isabel Keats
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A pesar de lo distintos que son, la vida de la detective Georgina Taylor junto al profesor Stephen Allen no puede ser más maravillosa, pero un atraco con rehenes en una sucursal bancaria en Londres pone su mundo patas arriba y, de paso, el de Thomas Baker, el mejor amigo de Stephen. Thomas accede a cuidar a los hijos de la pareja hasta que se resuelva la situación para lo que contará con la inestimable ayuda de su colega y vecina, Nancy Newman, de la que, pese a sus desencuentros anteriores, Thomas descubre facetas hasta entonces desconocidas. Secuestradores, biberones, disparos y pañales sucios se mezclan en un cóctel explosivo que demostrará que nunca es demasiado tarde para el amor.
Isabel Keats
Isabel Keats, ganadora del Premio Digital HQÑ con su novela "Empezar de nuevo", finalista del I Premio de Relato Corto Harlequín con El protector y finalista también del III Certamen de novela romántica Vergara-RNR con "Abraza mi oscuridad", siempre ha disfrutado leyendo novelas de todo tipo. Hace pocos años empezó a escribir sus propias historias y varios de sus relatos han sido publicados, tanto en papel como en digital. Escribir, hoy por hoy, es lo que más le divierte y espera poder seguir haciéndolo durante mucho tiempo.Isabel Keats is just an ordinary woman who one day felt like writing. A mother of a large family (dog included), she is lucky to have something more valuable than gold: free time, even if not as much as she'd like. She loves romance and loves happy endings, so in short, she writes romance because at this point in her life it's what she most wants to read.Isabel Keats--winner of the HQÑ Digital Prize with Empezar de nuevo (Starting Again), shortlisted for the first Harlequín Short Story Prize with her novel El protector (The Protector) and for the third Vergara-RNR Romantic Novel Contest with Abraza mi oscuridad (Embrace My Darkness)--is the pseudonym concealing a graduate in advertising from Madrid, a wife, and a mother of three girls. To date she has published almost a dozen works, including novels and short stories.
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Nunca es tarde - Isabel Keats
Capítulo 1
Georgina echó un vistazo a su reloj de pulsera una vez más, impaciente. Tenía la sensación de que aquel tren iba más lento de lo normal, pero tan solo era eso, una sensación. Una sucesión de verdes colinas, bosques espesos y pueblecitos encantadores, tan característicos de la campiña inglesa, pasaba a toda velocidad por la ventanilla de su asiento. En realidad, lo que ocurría era que cada vez llevaba peor lo de alejarse de Stephen y los niños.
Sus colegas alemanes habían solicitado ayuda a Scotland Yard para acabar con una red internacional de tráfico de obras de arte que se había asentado en Europa, y su superior, el inspector jefe Harrelson, había decidido que la detective Taylor era la persona idónea para tratar con ellos; no solo por sus conocimientos del idioma —una vez más, su memoria fotográfica, tanto visual como auditiva, resultaba una ayuda inestimable—, sino porque, después de lo del báculo de William de Wykeham, su participación en la investigación de otros robos de objetos artísticos bastante conocidos había sido crucial también. Así que llevaba cuatro días interminables fuera de casa y, a pesar de que hablaba con su marido todos los días, lo echaba de menos de un modo que a ella, que siempre había sido una mujer muy independiente, a veces la asustaba.
Antes incluso de que anunciaran por los altavoces que el tren iba a hacer su entrada en la estación de Oxford, Georgina ya estaba preparada con la mochila negra que solía llevar en los viajes de trabajo colgada del hombro. En cuanto la puerta se abrió, bajó del tren, caminó a paso rápido hacia el aparcamiento de bicicletas y enseguida localizó la suya en aquel mar de bicis de todos los colores. Quitó el candado, se subió y salió del aparcamiento a tal velocidad que una señora de mediana edad que arrastraba una pequeña maleta con ruedas la miró con mala cara.
Debía de haber caído un buen chaparrón hacía poco. Aún quedaba algún que otro charco en el asfalto, pero, en ese momento, entre los jirones de nubes que salpicaban el cielo el sol brillaba con la luz dorada del atardecer. Georgina aspiró con deleite el aire fragante sin dejar de pedalear; la primavera, su estación favorita, se había asentado hacía semanas y los ceanotus ya lucían un deslumbrante color azul.
Hacía año y medio que se habían mudado a una casa un poco más grande a las afueras de Oxford, a menos de veinte minutos del centro en bicicleta. A pesar de que le había dado pena dejar su acogedor hogar en el interior del recinto del New College, debía reconocer que el cambio no había estado nada mal. En la nueva vivienda, además de con mucho más espacio, contaban con un amplio jardín algo salvaje del que toda la familia disfrutaba, por el que discurría un arroyo en el que su hijo mayor pescaba renacuajos.
Diez minutos más tarde, avistó la casa y exhaló un suspiro de contento. Construida con la piedra amarillenta de los Costwolds y el característico tejado oscuro a dos aguas, un exuberante parthenocissus, ahora verde brillante, cubría parte de la fachada. Siempre que la contemplaba, a Georgina le venía a la mente la casita encantada de Hansel y Gretel.
Aparcó la bicicleta en el interior del cobertizo del jardín y entró sin hacer ruido. Le había dicho a su marido que llegaba al día siguiente y quería darle una sorpresa. Con cuidado, dejó la mochila en el pequeño recibidor y caminó de puntillas hasta el salón, siguiendo el rastro de una profunda voz masculina. Se detuvo en el umbral de la puerta y contempló, emocionada, aquella escena tan hogareña.
—Atormentado por las dudas, Julio César se detuvo frente al río Rubicón, que era la frontera natural entre las provincias romanas y la Galia Cisalpina. Si lo cruzaba, cometería una ilegalidad que lo convertiría en enemigo de la República y daría lugar a una guerra civil. Desde luego, no era una decisión fácil, así que el gran Julio se sentó sobre una roca cercana, se rascó su enorme nariz como hacía siempre que se concentraba y, tras unos minutos de reflexión, dio la orden: «Alea iacta est!». Aquello fue el punto de no retorno, y las tropas romanas comenzaron a cruzar el río…
Sentado de espaldas a la chimenea, encendida a pesar de la estación, con las piernas cruzadas sobre la mullida alfombra, Julius, su hijo mayor —bautizado así en honor al gran Julio César, por supuesto—, escuchaba absorto las hazañas de su tocayo. Vestido con un pijama azul de ositos y los húmedos cabellos oscuros bien repeinados después del baño, los grandes ojos grises, muy abiertos, no se apartaban del rostro de su padre quien, acomodado en el sofá, le daba el biberón a la pequeña Olimpia —un rollizo bebé de seis meses y suaves rizos rojizos que chupaba ansiosa de la tetina con los párpados cerrados— con la habilidad que da la práctica y sin perder en ningún momento el hilo de la historia.
El profesor se había desabrochado los primeros botones de la camisa de rayas y llevaba un paño de cocina sobre el hombro derecho, para el caso, más que probable, de que a su hija le diera por imitar a la niña del exorcista en cuanto empezara a sacarle los gases. El fuego arrancaba destellos cobrizos de los cabellos castaños, y las modernas gafas negras le daban un aspecto de intelectual de lo más interesante. Georgina lo contempló, orgullosa y posesiva, y se dijo que, aunque buscara mil años, jamás encontraría en el mundo un espécimen del género masculino más seductor. En ese momento, notó una ligera opresión en el pecho y, distraída, se preguntó si un superávit