Patas de alambre
Por Isabel Keats
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¿Qué ocurriría si, de pronto, tuvieras a tu merced al mismo chico, ahora convertido en un hombre peligrosamente atractivo, que te hizo la vida imposible en el instituto?
¿Te vengarías, o por el contrario...?
Isabel Keats
Isabel Keats, ganadora del Premio Digital HQÑ con su novela "Empezar de nuevo", finalista del I Premio de Relato Corto Harlequín con El protector y finalista también del III Certamen de novela romántica Vergara-RNR con "Abraza mi oscuridad", siempre ha disfrutado leyendo novelas de todo tipo. Hace pocos años empezó a escribir sus propias historias y varios de sus relatos han sido publicados, tanto en papel como en digital. Escribir, hoy por hoy, es lo que más le divierte y espera poder seguir haciéndolo durante mucho tiempo.Isabel Keats is just an ordinary woman who one day felt like writing. A mother of a large family (dog included), she is lucky to have something more valuable than gold: free time, even if not as much as she'd like. She loves romance and loves happy endings, so in short, she writes romance because at this point in her life it's what she most wants to read.Isabel Keats--winner of the HQÑ Digital Prize with Empezar de nuevo (Starting Again), shortlisted for the first Harlequín Short Story Prize with her novel El protector (The Protector) and for the third Vergara-RNR Romantic Novel Contest with Abraza mi oscuridad (Embrace My Darkness)--is the pseudonym concealing a graduate in advertising from Madrid, a wife, and a mother of three girls. To date she has published almost a dozen works, including novels and short stories.
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- Calificación: 1 de 5 estrellas1/5Corto y predecible, muy básico, me ha decepcionado un poco
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Patas de alambre - Isabel Keats
1
Nina se disponía a golpear la puerta entreabierta con los nudillos, cuando desde el interior le llegaron las palabras airadas de un hombre muy enojado.
—Te vuelvo a repetir, Sam, que no necesito ninguna maldita enfermera. ¿Donde está ese tipo malcarado que me ha estado atendiendo estos días?
—José, Alexander, se llama José y ha presentado su dimisión. Sus palabras fueron, a ver, déjame recordar. —Su amigo se sujetó el puente de la nariz entre el índice y el pulgar, como si tratara de concentrarse—. Sí, sus palabras exactas fueron: «Ni por todo el oro del mundo seguiría atendiendo a semejante hijo de puta». Mira, Alexander, si no querías verte en estas difíciles circunstancias, no deberías haber esquiado fuera de pista a pesar de saber que existía riesgo de aludes. Te aconsejo que seas amable con ella; en vísperas de Navidad es muy improbable que encontremos a otra persona dispuesta a aceptar el empleo.
Después de escuchar aquel fragmento de conversación, Nina tomó aire y, decidida, golpeó un par de veces con el puño. Sin esperar respuesta, empujó la puerta y entró en la habitación; tan solo había dado un par de pasos cuando se detuvo en seco. Las proporciones del dormitorio eran impresionantes, y el enorme ventanal sin cortinas que daba al jardín permitía que la luz del sol entrara a raudales; pero Nina ni siquiera lo advirtió. Su mirada estaba concentrada en el hombre de pelo oscuro, muy revuelto, y semblante malhumorado que estaba semi-incorporado sobre la enorme cama con dosel en la que alguien se las había ingeniado para colocar una serie de poleas y correas que mantenían en alto la pierna escayolada. El brazo del paciente también estaba enyesado desde el hombro hasta el pulgar y, por lo que Nina podía adivinar, estaba desnudo por completo bajo las sábanas.
—Buenos días —saludó, titubeante, sin moverse de donde estaba.
—¡Buenos días! —El tipo rubio y algo sobrado de peso se levantó del butacón colocado junto a la cama y se acercó a ella con la mano tendida. Nina se la estrechó, mientras el otro se presentaba, cordial—: Soy Sam Johnson. Usted debe ser la enfermera Stewart. Acérquese, por favor, y le presentaré a su paciente. Alexander Hamilton, te presento a tu nueva enfermera, la señorita Stewart.
Los furiosos ojos oscuros del hombre inmovilizado en el lecho —que hasta entonces habían estado clavados en el cuaderno que estaba sobre la colcha con aparente interés— se alzaron en el acto y enfocaron la cara de la recién llegada. Al instante, se le dilataron las pupilas y, sin que pudiera evitarlo, su boca se abrió varios centímetros.
La recién llegada era lo más parecido a un ángel que había visto jamás, si es que existían los ángeles con cara de duende travieso. Llevaba el cabello, de un tono rubio nórdico poco común, recogido en un moño informal del que escapaban algunos mechones alborotados. Los ojos castaños eran enormes y estaban bordeados de espesas pestañas oscuras; pero lo que más le llamó la atención fueron sus labios. Alexander clavó la mirada en ellos, anhelante, y una retahíla de adjetivos desfilaron en procesión por su mente: jugosos, dulces,