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Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades
Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades
Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades
Libro electrónico296 páginas3 horas

Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades

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Las necesidades nutricionales en las distantes edades cambian. La alimentación saludable a lo largo de toda la vida debe ser natural, nutritiva y equilibrada, no obstante, cada etapa tiene unas peculiaridades a las que debemos atender para comer de una manera apropiada. El libro tiene un contenido divulgativo, sin más pretensiones, realizado para entretener. En la primera parte incorpora una pequeña introducción sobre habilidades sociales útiles para las diferentes etapas de la vida, desarrollando a continuación la parte alimentaria o nutricional.
IdiomaEspañol
EditorialSelect
Fecha de lanzamiento14 ago 2021
ISBN9791220835961
Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades

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    Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades - Trainera Abel Castro

    Apuntes sobre las necesidades nutricionales en las distantes edades

    INDICE

    Habilidades sociales

    - Fase pre-natal

    Infancia

    Niñez

    Adolescencia

    Juventud

    Adultez

    Ancianidad

    Desarrollo

    La interpretación de decisiones anteriores más o menos acertadas debe alejarse del concepto de fracaso y acercarse al aprendizaje vital.

    Quien cree que cometer errores equivale a fracasar, olvida que las equivocaciones forman parte fundamental de todo aprendizaje. Además, niega la posibilidad de reparar aquello que siente como una asignatura pendiente y que tal vez pueda solucionarse, siempre y cuando se haga para mejorar el presente y no con la intención de reparar el pasado. Si hubiese hecho, si hubiese dicho, si me hubiese comportado de otra manera o hubiera optado por la otra opción… Echamos la vista atrás y nos culpabilizamos por acciones de nuestro pasado y pensamos que ahora pagamos las consecuencias. También achacamos lo que no nos gusta del presente a situaciones desfavorables que nos tocó vivir. Concluimos entonces que, si pudiéramos, cambiaríamos algunos capítulos de nuestra vida porque son culpables de que no tengamos lo que merecemos y de que no seamos lo felices que podríamos ser. ¿Cuánto de razón o sinrazón hay en ello?

    Hemos de admitir que las decisiones que resultaron no ser las más acertadas condicionan muchas facetas de nuestra vida. De hecho, lo que somos es producto tanto de lo que hicimos como de lo que dejamos de hacer, y nos afecta en lo académico, profesional, doméstico y emocional. Es comprensible que en determinadas situaciones, que suelen coincidir con momentos de inestabilidad o de carencias emocionales, nos lamentemos por no haber adquirido habilidades concretas o por haber dejado escapar a aquella persona que tanto bien nos hacía. Sentirlo con cierta añoranza no es negativo, siempre que aceptemos nuestro presente y lo vivamos con agrado, no con resignación. Pero si no partimos de esa aceptación satisfactoria y andamos de continuo con la vista atrás pensando en lo que fue y en lo que pudo haber sido, tendremos que plantearnos si no estamos viviendo con asignaturas pendientes.

    Cuáles pueden ser las asignaturas pendientes

    Añorar con dolor y sentimiento de fracaso el no haber cursado determinados estudios.

    No haber aclarado aquel malentendido por el que perdimos a una persona querida.

    No habernos despedido o haber manifestado nuestro amor a esa persona que amábamos y se nos fue.

    Pensar que no hicimos lo suficiente por alguien y sentir que, no sólo hemos decepcionado a esa persona, sino también a nosotros mismos.

    Creer que hubiéramos podido evitar alguna desgracia que ocurrió en nuestro entorno.

    Culpabilizarnos de la falta de decisión o bien de la decisión tomada sobre algún asunto importante, por las consecuencias que ha tenido en nuestra vida.

    Las citadas asignaturas pendientes corresponden a situaciones del pasado cuya influencia en nuestra realidad cotidiana tendemos a magnificar. Vistas en la actualidad y con un sentimiento de fracaso, incapacidad e incluso de culpa, podemos idealizar lo que hubiera sido nuestra vida si no existieran, si hubiéramos sabido gestionar lo que ocurrió de manera diferente. Pero lo cierto es que no hay vuelta atrás y no sabemos, ni podremos saber, qué hubiera sido de nosotros y de nuestras vidas si nuestra asignatura pendiente no existiera.

    ¿Por qué se hacen presentes las asignaturas pendientes del pasado?

    Porque no nos gusta ni aceptamos nuestra vida tal y como es.

    Perseguimos la ilusión de un ‘mundo perfecto’ y consideramos que lo que hicimos o dejamos de hacer es la clave de nuestro infortunio.

    Nos comparamos con lo que otros tienen y en esta competición nos arrepentimos de decisiones que tomamos en el pasado.

    Nos sentimos culpables por haber fallado a alguien.

    Pensamos que dejamos escapar oportunidades especiales.

    Juzgamos que no supimos, por incapacidad o por miedo, abordar algún problema al que había que dar respuesta.

    Suponemos que huimos por cobardía de algo que dejamos sin solucionar.

    Lamentamos que fuimos unos irresponsables y no hicimos lo que debíamos por falta de esfuerzo y disciplina.

    Percibimos que nos falló la oportunidad o las condiciones que deberíamos haber tenido para poder hacer tal o cual cuestión.

    Como se ve, en las asignaturas pendientes se mezclan sentimientos dolorosos, como la insatisfacción, la incapacidad personal, la falta de confianza, la irresponsabilidad, la exigencia perfeccionista, el victimismo, el miedo y la culpa. Se sostienen porque se parte de la falsa creencia de que cometer errores equivale a no valer. Las equivocaciones del pasado se toman, entonces, como fracasos personales y no como parte fundamental de todo aprendizaje, olvidando que sirven para percibir lo que no nos conviene o nos hace mal. Usarlas para maltratarnos y castigarnos, además de despojarlas de su utilidad, nos lleva a recaer en otro nuevo error: castigarnos.

    Además, dependiendo de nuestro momento actual y de cuál sea nuestra asignatura pendiente quizá podamos reparar aquello que pensamos que hicimos equivocadamente, acometer lo que no hicimos, aclarar malentendidos, decir lo que no dijimos, pedir perdón o dar las gracias. Pero es importante hacerlo desde la idea de que nos va a procurar mayor felicidad y ahora es posible porque se ha aprendido del error del pasado. Hacerlo para llenar huecos y negar lo que fue es no vivir el presente.

    Para no caer en nuevas asignaturas pendientes, tengamos en cuenta que...

    Nuestra vida no puede funcionar exclusivamente por el concepto del DEBER, que en ella hemos de dar cabida al QUERER.

    La comparación, la competitividad y la insatisfacción son malas compañeras de viaje y nos llevan a no poner punto y aparte a ningún capítulo de nuestra vida.

    Nuestra responsabilidad ha de ser para con nuestra vida y no con la de los demás.

    El miedo es necesario para no caer en una osadía temeraria, pero no hay que dejar que paralice ni bloquee nuestras conductas.

    El sentimiento de culpa nos avisa de la transgresión de los valores por los que nos guiamos y nos incita a que revisemos nuestro comportamiento, pero no por ello hay que autoagredirse con reproches, descalificaciones ni desvalorizaciones.

    Nuestros errores no deben servirnos para que nos sintamos incapaces, inútiles ni inferiores, sino para aprender en próximas ocasiones.

    En el devenir cotidiano hay tantas cosas que hacer y tanto a lo que atender que el poco tiempo que resta de las obligaciones se dedica al descanso. Pero ese lapso que bien sirve para reparar las fuerzas perdidas no trae necesariamente en momentos de ocio, ni procura una tregua para mimarse a uno mismo. Es más, la dinámica nos lleva muchas veces a ceder las horas libres de las que disponemos para satisfacer a los demás y cumplir con guiones sociales, aparcando deseos y necesidades. Somos capaces de olvidarnos de nuestras apetencias interiores para que lo exterior funcione. Esta actitud, mal tildada de altruista, no respeta o desconoce los límites en que uno se mueve con satisfacción, lo que genera una negación personal y termina provocando enfado y rabia.

    No en vano, el hábito de dejarnos postergados a un segundo plano nos vuelve incapaces de vernos y de atender nuestras apetencias y gustos. Esta falta de interés propio nos lleva a ocultarnos, por lo que dejamos de mostrarnos ante los demás. Nos encaminamos a un espacio donde nuestras aspiraciones no caben, pues les hemos quitado importancia y hemos dejado de procurárnoslas.

    Tenemos que buscar momentos para hacer lo que nos gusta de verdad

    Habrá momentos en que reclamemos atención, más como una exigencia que como una petición, pues percibimos a los demás como deudores aunque hayamos sido nosotros mismos quienes nos hemos mutilado. Nosotros mismos somos quienes hemos olvidado guardar un tiempo para hacer actividades que nos satisfagan o para estar con aquellas personas con quienes nos apetece estar. Más aún. Existe una parcela olvidada y dejada de lado que ni echamos de menos: la de estar centrado uno consigo mismo durante un tiempo, aunque sea reducido, al día.

    Programar nuestro tiempo

    Diez escasos minutos son suficientes para recuperar esa parcela. Poner una cifra y que sea tan reducida puede parecer ridículo, pero al igual que programamos el resto de nuestras actividades, ¿por qué no programar ésta? El tiempo concreto que acordemos, y más aún, el hecho de hacerlo implica:

    Tenernos en cuenta.

    Darnos un lugar en las prioridades de nuestras acciones.

    Pensar que somos importantes.

    Cuidarnos al igual que cuidamos de los demás.

    Mimar nuestra existencia.

    Si un familiar o un buen amigo nos solicitase diez minutos diarios casi de seguro que no dudaríamos en concedérselos. ¿Por qué no tener la misma atención y cuidado para con nosotros mismos? ¿Por qué nos cuesta tanto vernos y sentirnos como lo que somos: una persona importante? ¿Será que qué no nos valoramos ni queremos?

    Aceptarnos como somos

    /imgs/20050701/psico.jpg La gran mayoría de las personas nos forjamos un ideal sobre quién queremos ser, y como ocurre con todos los ideales, no logramos que se convierta en realidad. Esto en sí no es negativo, pues esa diferencia entre lo ideal y la realidad se percibe en muchos órdenes de la vida. El problema surge cuando la dicotomía desencadena una frustración y nos lleva a enfadarnos con nosotros mismos por no ser capaces de alcanzar aquello que perseguimos, y que erróneamente pensamos que nos haría felices. El no vernos reflejados como creemos que nos gustaría ser nos lleva a sentirnos frustrados y a perder la confianza en nosotros mismos, lo que es sinónimo a no aceptar nuestros defectos, ni tampoco nuestras virtudes. Si no nos gustamos, difícilmente querremos estar a solas con nosotros, ni dedicarnos tiempo, aunque sean sólo 10 minutos. Pero esto no puede servirnos de excusa para no intentarlo.

    ¿Cómo disfrutar de nuestro tiempo a solas?

    Diez minutos con nosotros mismos NO son para:

    Agobiarnos con todo lo que deberíamos haber hecho o nos falta por hacer.

    Recordar nuestros malestares, tanto físicos como emocionales.

    Dar vueltas a cualquier hecho que nos tiene preocupados.

    Buscar soluciones para problemas que tenemos pendientes.

    Pensar, analizar y hacer trabajar la mente.

    Aislarnos con nuestras preocupaciones o pensamientos recurrentes.

    Diez minutos con nosotros SI son para:

    Aislarnos de nuestros problemas, darnos un respiro de las preocupaciones y una tregua de las obligaciones.

    Darnos un tiempo por el que constatamos la importancia que nos otorgamos.

    Conectar con nuestra propia soledad.

    Estar físicamente solos con nuestro cuerpo y nuestra mente.

    Sentirnos y conocernos más y mejor.

    Abandonarnos a nada.

    Durante esos diez minutos:

    En ocasiones, se agolparán los pensamientos y otras nos vendrán de uno a uno, o ninguno. A los pensamientos hay que dejarlos pasar, sin pararnos en cada uno de ellos ni concederles interés.

    Al principio puede que ese tiempo incomode e inquiete, igual que la primera vez que compartimos un espacio y un tiempo con alguien a quien no conocemos.

    Nos habituamos a escucharnos para dejar de ser extraños de nosotros mismos.

    Encontraremos el gusto y el placer de disfrutar de nuestra propia compañía, y valorarla más.

    Vamos a abordar un problema que afecta especialmente a esos padres para los que el motivo fundamental de su existencia ha sido que sus hijos progresen como personas y se labren un futuro. Estamos hablando del síndrome del nido vacío, ese gris abismo de ausencias que se abre ante algunos padres (fundamentalmente, las madres) cuando los hijos abandonan el hogar en busca de la independencia y de forjarse su propia vida, normalmente creando a su vez una nueva familia lejos de la presencia (a veces, demasiado absorbente y posesiva) de los padres.

    Esta marcha es ley de vida, y todos, padres e hijos, sabemos que alguna vez ocurrirá. pero ello no quita para que algunas madres hayan de recurrir a psicólogos para afrontar con alguna posibilidad de éxito esa crisis emocional que las invade cuando el motivo esencial de sus vidas, los hijos y sus inacabables problemas, se aleja del hogar familiar, dejándolo huérfano de vivencias, de interés, de alicientes. No aprendieron a disfrutar de la vida, a ser felices por sí mismas, a prestarse atención, a divertirse, a buscarse un tiempo de ocio y a llenarlo satisfactoriamente. Se creían (imbuidas del espíritu de sacrificio inculcado por sus madres) suficientemente realizadas en su trabajo hogareño, en la gestión de la familia, en atender a su marido, en educar a los hijos, en asesorarles y animarles en todo momento y muy especialmente, en ayudarles sin contraprestación alguna en los momentos críticos.

    Cumplían la función que la sociedad les asignaba, asumían que su papel en el mundo era subsidiario, nunca principal. A buen seguro, muchas de estas amas de casa reflexionaron en más de una ocasión sobre el particular y se percataron de que este modus vivendi no las llenaba del todo, pero tiraban adelante: hay demasiadas cosas que hacer como para pensar en una misma, se decían. Y, ahora, cuando el marido está jubilado o casi, cuando los hijos desaparecen llevándose a otro lado sus problemas (al menos, los más cotidianos) y, en consecuencia, emerge el tiempo libre e incluso llega a abundar, algunas de estas abnegadas amas de casa se encuentran ante un descubrimiento desolador, quizá intuido pero nunca afrontado: no saben utilizar sus horas de ocio y, lo que, es peor, nada les agrada ni les motiva lo suficiente como para levantarse de la cama cada día con ilusión o al menos con ganas de hacer cosas. Han dejado de sentirse importantes o lo que es casi lo mismo para ellas, útiles. Y para esas madres que han vivido durante décadas sirviendo a los demás y dejando a un lado los intereses personales, esta situación supone un reto cuya superación requiere unas fuerzas y un estado de ánimo de los que frecuentemente carecen.

    La familia, un ser muy vivo

    La familia es como cualquier ser vivo: dinámica y cambiante. Y al igual que el individuo, atraviesa distintas fases en su desarrollo. Hablamos de los ciclos evolutivos o vitales de la familia (Intervención familiar, de K.Eia Asen y Peter Tomson. Ed. Paidós 1.997). Es necesario conocer estos ciclos para entender por qué nuestra familia sufre esas crisis, por otra parte tan normales e inevitables. Uno de esos momentos cruciales que viven los padres, cuyo sentido y significado conviene distinguir, es precisamente el de la emancipación de los hijos: una etapa nueva y muy especial para muchos padres, en la que en un principio se impone un sentimiento de extrañeza, vacío y soledad, que genera expresiones como hay un silencio inhabitual, la casa está vacía, o la más directa falta algo. Eso que falta, por supuesto, son los hijos. Han despegado, han delimitado su nuevo territorio, han levantado el vuelo. En esa etapa de nido vacío o periodo de contracción, la familia se reduce y los padres vuelven a quedarse solos, como hace ya muchos años pero envueltos en una relación diferente: ni las experiencias vividas ni el tiempo pasan en balde.

    La fatiga física y mental, la inadecuación sexual, la depresión, el estrés laboral, la adicción al alcohol y a la nicotina son riesgos a los que se exponen los padres en estos momentos difíciles de la ausencia de los hijos. Si bien afecta tanto al padre como a la madre, ambos no viven de igual forma la salida de casa de los hijos. Este es un choque que repercute normalmente mucho más en la madre y muy en especial si es una ama de casa que no ha trabajado fuera del hogar. Son muchas horas de convivencia y toda una vida que se ha ido construyendo en torno a los hijos, a sus etapas evolutivas, a sus horarios, a sus necesidades, a sus estados emocionales, a sus éxitos y fracasos.

    Además, la salida de los hijos del hogar supone no sólo el reconocimiento (ya no es un niño-a, no es mi pequeño-a), sino la asunción emocional de que los vástagos se han covertido en personas adultas y diferentes, que con su emancipación rompen definitivamente el cordón umbilical, para ejercer su derecho y su deseo de vivir como seres autónomos.

    Ante el vacío físico y emocional que causa la marcha de los hijos, la madre ha de buscar algún nuevo eje para reestructurar y organizar su vida. Y, desde luego, asumir la maternidad desde un ángulo muy diferente. Entre otras cosas, porque más pronto que tarde se convertirá en abuela. Para evitar la caída en la soledad y el desánimo, esta etapa requiere respuestas prácticas y positivas. Si la salida del hogar ya suponía de por sí una crisis, hay que agregarle la influencia del motivo por el que salen y el cómo lo hacen: si queda el poso de unas buenas relaciones o el regusto amargo de la salida por una convivencia difícil. De todos modos, a pesar de que todas estas circunstancias reprecuten en cómo perciben y sienten los padres la marcha de los hijos, ese momento (cuando ya no queda ningún hijo en casa) significa un antes y un

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