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Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción
Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción
Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción
Libro electrónico123 páginas1 hora

Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción

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Información de este libro electrónico

El miedo es una sensación que puede surgir tanto por el pavor que nos provoca algo conocido como por el desconocimiento absoluto de qué sucederá. Este volumen combina a la perfección ambas posibilidades al aunar terror y ciencia ficción, haciendo que la inquietud aparezca en cualquier lugar, en cualquier momento. "Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción" contiene los siguientes relatos cortos: Ya todo eran tumbas1969ApagónEl pasajero del Antártica-
IdiomaEspañol
EditorialSAGA Egmont
Fecha de lanzamiento26 abr 2021
ISBN9788726856101
Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción

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    Postales macabras III - Miguel Aguerralde Movellán

    Saga

    Postales macabras III: Relatos de miedo y ciencia ficción

    Copyright © 0, 2021 Miguel Aguerralde Movellán and SAGA Egmont

    All rights reserved

    ISBN: 9788726856101

    1st ebook edition

    Format: EPUB 3.0

    No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

    www.sagaegmont.com

    Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

    Para Arya,

    mi pequeño universo.

    PRESENTACIÓN

    Soy un fanático de los cuentos de terror pero por encima del todo lo que me apasiona es contar historias, sean del género que sean. La ciencia ficción, por temática, versatilidad y tradición ofrece un campo de juego inmenso para aquellos a los que nos gusta disponer piezas sobre el tablero y trastear con ellas.

    Apocalípticas, futuristas, distópicas, las posibilidades de la ciencia ficción parecen no tener límites y, en mi caso, adoro fusionarlas con otros géneros y ver qué pasa. En los relatos que vas a leer prima el componente terrorífico, pero también la aventura, el descubrimiento, la exploración. Son historias muy diferentes entre sí pero con una ambición común: invitarte a dejar volar tu imaginación, entrar en mi juego y, por encima de todo, divertirte.

    Acompáñame y déjame engañarte.

    YA TODO ERAN TUMBAS

    1.

    Cuando Dailos abrió los ojos un alboroto metálico salía de la televisión, las palabras gruñidas con la voz del hombre le habían despertado pero no entendía ninguna, era aún demasiado pequeño. Parte de los cojines sobre los que le habían acostado le impedía ver el salón completo y solo era capaz de distinguir de medio lado los dibujos que danzaban en la pantalla y frente a ella la espalda de la mujer inclinada sobre la entrepierna del hombre.

    ―Así… Sigue ―decía él, aunque Dailos era demasiado pequeño para saber a qué se refería.

    De pronto la puerta de la autocaravana se abrió con un golpetazo y otra mujer irrumpió en su interior. Era joven y morena, vestía un chaleco negro y unas botas gastadas. Dailos hubiera querido reír y levantar las manos hacia ella pero su expresión, en cambio, le llenó de miedo. Demasiado asustado para llorar se fijó en el objeto que aquélla llevaba en las manos. El hombre había detenido sus jadeos y la mujer dejó de moverse, Dailos escuchó al tipo gritar antes de que el palo metálico que sostenía la chica se encendiera con un estruendo terrible. El bebé rompió a llorar, los ojos de esa cosa vomitaban humo, la joven se acercó un paso más hacia el hombre y volvió a hacerla estallar. Después de eso solo quedaron los chillidos de Dailos y los gritos de la tele, ahora salpicada por un líquido rojo. La chica guardó el objeto humeante en una funda a su espalda, sacó al bebé de los cojines, salió con él de la caravana y se alejaron sin volver la vista atrás.

    La casa rodante llevaba tanto tiempo sin desplazarse que sus ruedas se hundían como cuchillas en el barro reseco. Algunos cuervos dejaron de sobrevolarla y descendieron para acercarse al vehículo tímidamente. En los últimos años los supervivientes se habían acostumbrado a los cuervos. Como el resto de seres que se mantenían con vida en el erial, los cuervos solo tenían que esperar a la muerte de los demás para alimentarse, cuando no encargarse de que ésta llegara cuanto antes. Muchos humanos hacían lo mismo.

    La mujer se detuvo junto a un carro de supermercado cargado de latas y botellas de vidrio polvorientas y dejó a Dailos sobre las mantas que cubrían una caja roja. La niña esperaba en silencio, se rascaba la nariz y observaba la sangre que manchaba el rostro y las manos de su madre. El viento agitaba su pelo sucio, allí siempre hacía viento.

    —Quién era —le preguntó.

    —Tu padre.

    2.

    El arma no era demasiado fina, la verdad, apenas un hueso pulido y afilado, la quijada de un dogo arrancada del resto de su esqueleto. Pero Jared había aprendido a trabajarla bien y funcionaba mejor que muchos cuchillos. Esquivaba perfectamente los controles, que era de lo que se trataba. El tuerto la colocó entre los dedos de manera que formaba con ella una especie de garra y lanzó un sutil tajo al aire para comprobar su agarre, después la escondió y salió de la alcantarilla a doce pasos de la entrada del depósito, los contó hasta detenerse. Llevaba la mitad deforme de la cara tapada por el flequillo y un ajado mono mecánico manchado a propósito con la mierda de Milo, Esaú y Tara, era imposible que con ese aspecto el guarda del almacén pudiera reconocerle.

    Esaú había insistido en que era mejor hacerlo de noche, con el local vacío, y Milo había estado de acuerdo por una cuestión obvia de sentido común, pero Jared les había dejado claras las dificultades de forzar una puerta doble de acero con unos cuantos huesos de perro y se habían dejado convencer. Tara no había tomado partido, necesitaba sentir ese líquido fresco de nuevo en los labios y le daba lo mismo con qué idea estúpida la sacaran. Toda la reserva de agua de Valverde para esa estación se almacenaba allí dentro, tras un arco de seguridad y, según el turno, uno o dos guardias armados. Jared apostaba que cerca del alba solo habría uno.

    Los tres compañeros le observaban desde una esquina al otro lado de la plaza. Las sombras les ocultaban. Esaú, alto y robusto, había sido pescador antes del cataclismo y conservaba parte de su fuerza, pero los años de lucha y hambre habían hecho mella en su físico. Tara era una joven rolliza y lenta, su determinación no era suficiente para doblegar a los guardias del Coronel, por mal nutridos y desentrenados que estuvieran. Milo era, simplemente, un cobarde. De modo que Jared se dirigió en solitario al cobertizo.

    El generador externo zumbaba dando energía a los dispositivos de seguridad y las comunicaciones, Jared se acercó fingiendo un cojeo, sabía que corría un gran riesgo de que le reconocieran así que forzó la postura para que su cuenca vacía y su carne quemada quedaran ocultos tras el flequillo y las sombras rojizas del amanecer.

    —Agua… —rogó entre dientes. Una linterna se iluminó hasta clavarse en su cara, como había previsto, en el lado sano.

    Una voz le llegó desde el extremo opuesto de la habitación.

    —Joder, tío, apestas —le dijo. Había fallado, eran dos guardias—. Quién coño eres.

    La mano del vigilante acudió instintiva al puño de su porra. Que no hubiera armas de fuego era un punto a su favor, pensó el tuerto, aunque del tipo de la linterna aún no tenía datos. Caminó en lateral intentando descubrir si iba armado sin que su luz le descubriera las cicatrices. Allí todos le conocían.

    —No importa quién soy —masculló, disimulando la voz—. Pronto dejaré de ser si no me dais un poco de agua.

    —No podemos hacerlo —exclamó la voz tras la linterna. Era una mujer—. Lárgate.

    Jared sonrió, se había manchado los dientes hasta disimular casi todos, se movía encorvado y dejaba correr hilos de baba que ensuciaban su barbilla de un repugnante marrón.

    —Por favor… —dijo, acercándose al arco de seguridad.

    —Para, maldito seas —respondió el hombre al fondo—. ¿Cuánto hace que no te lavas?

    — ¿Lavarme? —repuso Jared— Si tuviera agua para lavarme no la malgastaría en limpiar mierda de mi ropa. La bebería. Por desgracia ya hace semanas que no pruebo líquido ni alimento —tosió—. Necesito vuestra ayuda.

    Se dirigió hacia la mujer de la linterna y ésta dio un paso hacia atrás.

    —Ya estás muerto, viejo —le dijo—. No te me acerques.

    El otro chasqueó los labios.

    —Esta agua no nos pertenece —explicó—. Y no tenemos cómo darte un trago.

    —Uno de esas latas servirá —comentó Jared señalando la hilera de bidones metálicos al fondo. Los guardas rieron.

    — ¿Estás loco? Es el agua del Consorcio, si te la damos el Coronel nos cortará el cuello.

    —Sí, eso si Moll no nos desolla primero.

    —El agua del Consorcio… —canturreó Jared, estaba aún demasiado lejos para intentar algo—. Sí, eso he oído. ¿Y qué hay del agua del pueblo? El pueblo ya tuvo suficiente agua cuando las inundaciones, ¿es eso? Olvidáis que después la perdimos cuando

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