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Perilous: peligro constante: Perilous, #1
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Perilous: peligro constante: Perilous, #1
Libro electrónico335 páginas5 horas

Perilous: peligro constante: Perilous, #1

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Información de este libro electrónico

Jaci Rivera queda con sus mejores amigas Callie, Sara y Amanda para una noche de pizza y compras. Sin embargo, una tarde en el centro comercial se convierte en una pesadilla que lleva a Jaci y sus amigas a 3000 kilómetros más allá de la frontera con Canadá. Las chicas están solas y no dejan de huir de enemigos que siempre les pisan los talones, ni siquiera pueden confiar en la policía... El detective Carl Hamilton tiene que investigar un caso de homicidio en el que el cuerpo parcialmente deteriorado de una adolescente no identificada es encontrado a la interperie en una carretera lejana. Hamilton se ve involucrado en una carrera de vida o muerte para detener a los asesinos antes de que vuelvan a actuar. 

IdiomaEspañol
EditorialTamark Books
Fecha de lanzamiento10 nov 2018
ISBN9781547557066
Perilous: peligro constante: Perilous, #1
Autor

Tamara Hart Heiner

Tamara Hart Heiner lives in Arkansas with her husband, four kids, a cat, a rabbit, and several fish. She would love to add a macaw and a sugar glider to the family collection. She graduated with a degree in English and an editing emphasis from Brigham Young University. She's been an editor for BYU-TV and currently works as an editor for WiDo Publishing and as a freelancer. She's the author of the young adult suspense series, PERILOUS, INEVITABLE, the CASSANDRA JONES saga, and a nonfiction book about the Joplin tornado, TORNADO WARNING. 

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    Perilous - Tamara Hart Heiner

    20 de septiembre

    HAVRE, MONTANA

    El detective Carl Hamilton se cubrió los ojos para protegerlos de las brillantes luces azules y mostró su placa al policía. El hombre se apartó. Hamilton dio un paso hacia la autovía de dos carriles a las afueras de Havre, Montana. La cinta naranja delimitaba la escena del crimen, oculta por la oscuridad de la madrugada. Se deslizó bajo la cinta y se abrió paso hacia el seco arbusto.

    Una sargento le apuntó con la linterna en la cara y preguntó: «¿Es usted el detective Hamilton?» El sombrero descansaba sobre su corto cabello rubio, formando sombras purpúreas alrededor de sus ojos. Él asintió secamente.

    —Shirley White —dijo ella, que se puso la mano en la nariz y volvió a prestar atención a lo que había en el suelo.

    El hedor a carne podrida era más que notable.

    —¿Qué tenemos por aquí, señora?

    —Es una chica. Creemos que es una de las cuatro que andaba buscando.

    Carl sintió una punzada en el estómago.

    —¿Causa de la muerte?

    —Todavía tenemos que realizar la autopsia, pero parece ser que es una herida de bala. ¿Es una de ellas?

    —¿Dónde está el cuerpo?

    —Bajo los arbustos.

    Se agachó y apartó los arbustos, sin respirar por la nariz. Aquello nunca le resultaba fácil. Las ramas dejaban entrever a una chica joven, cuyos rasgos se habían distorsionado a causa del proceso de descomposición, aunque esto no impedía que fuera reconocible. Aquellos ojos abiertos le miraron fijamente. Soltó las ramas y se paró frente al cuerpo, asintiendo.

    —Sí —contestó, mientras se sacaba un pañuelo del bolsillo para secarse la frente—. Es una de ellas.

    La sargento White no respondió. Aunque el detective Carl Hamilton no la conocía, sabía lo que estaba pensando. El caso había pasado de ser un secuestro a ser un homicidio. Y aún había tres chicas desaparecidas.

    Capítulo 1

    UNA SEMANA ANTES

    SHELLEY, IDAHO

    —¡Jaci!

    La voz de Callie Nichol sacó a Jaci Rivera de su sueño. Jaci parpadeó y centró la vista en su amiga morena, que se encontraba a varios metros de ella en el pequeño lago.

    —¿Sí?

    La segunda semana de instituto acababa de terminar, igual que lo hacía el verano. Entrecerrando sus brillantes ojos azules Callie se tumbó en la plataforma de madera gastada por el sol.

    —¿Dónde está ese gusano?

    Jaci extrajo uno de los delgados gusanos rosados que había cogido del suelo. Se le retorcía entre los dedos.

    —Ya voy —contestó, para adentrarse en el lago. La cabellera de color castaño oscuro le descansaba sobre los hombros.

    La luz del sol del atardecer se reflejaba en las turbias aguas verdes del lago  y pequeñas sombras oscuras corrían alrededor de las eneas.

    —¿Ahora qué? —preguntó Callie con el gusano en la mano.

    —Ahora tienes que ponerlo en ese gancho que tienes en la mano, tonta —se mofó Jaci.

    —Hazlo tú —contestó Callie con el ceño fruncido. Se lo pasó a Jaci.

    El gusano se retorció cuando Jaci lo enhebró en el gancho oxidado. Dejó caer el sedal en el agua.

    —No es exactamente igual que la pesca con mosca.

    Callie hizo un gesto con la mano.

    —Sea lo que sea eso —entrecerró los ojos y miró al gusano—. Oye, Amanda ha dicho que hay más noticias sobre La Mano.

    —Ay, por Dios. Cuéntaselo a alguien que le interese.

    Amanda Murphy, la amiga de Callie, estaba obsesionada con el criminal al que los medios habían bautizado como La Mano y se las había apañado para hacer que Callie y Sara, la cuarta integrante de su grupo, se interesaran por el tema. Pero a Jaci no podía importarle menos. Una ligera brisa la hizo temblar.

    —Hace demasiado frío como para nadar.

    Principios de septiembre y el otoño ya estaba llegando a la parte norte de Idaho.

    —¡La Mano ha estado en Utah! ¡Eso está en dirección sur!

    —De verdad que no quiero hablar sobre él —gimoteó Jaci.

    —Pues vale —suspiró Callie—. Luego hablaremos sobre él en mi fiesta de cumpleaños.

    —¿Solo por ser tu cumpleaños te crees que querré hablar sobre La Mano?

    Callie arqueó una ceja y le dedicó una mirada burlona.

    —Puede que a ti te de igual, pero a las demás no. Por cierto, ¿Amanda te ha dado su nuevo número de teléfono? He intentado llamarla después de clase y estaba apagado.

    —No —Jacie nunca llamaba a Amanda, era la amiga de Callie, no la suya.

    —¿A qué hora vendrás esta noche? Puedes venir cuando quieras a partir de las seis.

    Las seis. ¡Hora de hacer de niñera! Jaci se balanceó, agarrándose a la barandilla para evitar caer en el agua helada. El sedal se le escapó de la mano y desapareció en un remolino gris verdoso.

    —¿Qué hora es? ¡Me tengo que ir! —dijo Jaci. Sin esperar respuesta, saltó de la plataforma. El agua fría se le metió por los muslos, llegó hasta sus caderas y le hizo temblar cuando le rozó el estómago.

    —¿A qué viene tanta prisa?

    —Tengo que cuidar de mi hermano. Mi padre está otra vez en uno de sus viajes de negocios súper urgentes. ¡Llámame después de las ocho! —hizo un gesto de dolor mientras se apresuraba a cruzar la orilla de grava. Abrió el bolso, se puso la esponjosa toalla azul alrededor de los hombros y sintió un escalofrío.

    —¡Oye, espera! —Callie puso un pie en el agua —. ¡Paso de quedarme aquí sola!

    —Lo siento, Cal —Jacie se secó con la toalla la larga melena marrón—. Nos vemos luego. De todas maneras, tengo que ponerme en forma para la temporada de atletismo o Sara me va a dar una paliza —terminaría de secarse con el viento. Se puso los pantalones encima del bañador, haciendo muecas al ver cómo se le pegaban a la piel por tener las piernas húmedas. Tironeó de la camiseta para pasarla por la cabeza y se hizo una cola de caballo—. ¡Hasta luego!

    —Adiós —respondió Callie, prácticamente en un susurro, mirando hacia la orilla.

    Jaci empezó a correr a buen ritmo, luego disminuyó a un ritmo más lento. Sara Yadle, su mejor amiga después de Callie, podría superar a Jaci en un sprint, pero Jaci podría ganarle en resistencia en cualquier momento. Se permitió una pequeña sonrisa y miró hacia la izquierda antes de cruzar la calle.

    No había coches aparcados delante de la estrecha oficina de correos. Era demasiado tarde. Jaci se miró la muñeca antes de recordar que había perdido el reloj. Se apresuró, otra vez preocupada porque no llegaría a casa a tiempo para hacer de niñera. Si la oficina de correos estaba cerrada, ya debían ser las cuatro y media pasadas.

    Subió corriendo por el camino de grava hasta llegar a su casa de varios pisos de ladrillo rojo. En lugar de andando, subió los escalones del porche saltando. La puerta mosquitera rebotó una vez antes de cerrarse de golpe tras su paso.

    Arriba, algo cayó con un fuerte estruendo. No sonó nada bien.

    —¡Seth! —gritó ella—. ¡Más vale que no estés en mi habitación!

    Dobló la esquina del pasillo de arriba y se detuvo. Su hermano mayor, Seth, estaba de pie apoyado con una mano en el marco de la puerta de su habitación de manera casual. La otra mano la tenía escondida detrás de la espalda. Él la miraba, unas largas pestañas negras enmarcaban sus grandes ojos marrones.

    —¿Qué tienes detrás de la espalda? —preguntó Jaci.

    —¿Eh? —se miró por encima del hombro—. Ah, nada.

    —Seth...—dijo con su mejor voz de advertencia.

    —Oye, cálmate, sister. Estaba buscando uno de mis CD. ¿Lo ves?

    Entrecerró los ojos para distinguir la carátula.

    —Eso no es tuyo, Seth —dejó caer su equipo de natación en otro esfuerzo por recuperar el CD—. ¡Y sé de dónde lo sacaste! ¡No puedes husmear en ese cajón!

    —Oye, deja de gritar, que mamá te va a oír. No husmeé en ningún cajón. Estaba debajo de tu libro de biología en el escritorio —contestó su hermano con el ceño fruncido.

    —¡Te dije que no entraras a mi habitación!

    —No, Jasi —le corrigió él. Seth todavía pronunciaba su nombre como «Jah-sii», incuso aunque la gente la llamara JC—. Dijiste que no podía coger ninguno de los CD que hay en tu habitación. No lo he hecho. Este es mío.

    Jaci notaba como se le acababa la paciencia y acabó diciendo:

    —Dije que no entraras a mi habitación. Eres un ARROGANTE.

    —¡Pero bueno, chicos! —la voz de su madre resonó por las escaleras mientras se acercaba a la barandilla para mirarlos—. ¿Os estáis gritando?

    —No, mamita —dijo Seth con voz calmada, dirigiendo sus enfurecidos ojos marrones a Jaci —. No pasa nada.

    Su madre los observaba expectante.

    —Devuélveme mi CD, Seth —siseó Jaci, extendiendo la mano—. ¡Ahorita!

    —Vete a jugar con tus muñecas, Jaci —contestó él, después se metió en su habitación y cerró la puerta.

    —¿Jaci? —era la voz de la Sr. Rivera—. César está abajo jugando a un videojuego. Gracias por vigilarlo, querida.

    —No hay problema —contestó Jaci que intentaba esconder su exasperación. Entró en su habitación, con cuidado de no dar un portazo y fue corriendo a abrir el cajón en cuestión. Su diario estaba encima, junto con la rosa y los corazones dibujados a mano que Kevin le había regalado el año pasado. Y debajo, intacto, estaba el CD de Tim McGraw. Abrió los ojos de par en par, sorprendida, y cerró el cajón.

    Podía escuchar a Seth riéndose en su habitación. Probablemente, hablando por teléfono con su nueva novia. Jaci salió de su habitación y llamó a la puerta. Él abrió y se paró allí, casi dándole la espalda a ella mientras su pie jugaba con el marco de la puerta.

    —Sí, nos vemos en diez minutos. Adiós —dejó el teléfono inalámbrico y miró a su hermana con aire de enfado—. ¿Qué miras?

    Jaci sentía cómo perdía fuerza.

    —Sólo quería disculparme —murmuró ella, mirando a la puerta mientras que con un dedo recogía la suciedad de las bisagras.

    —Olvídalo —él le pasó el teléfono —. Deja esto en su sitio. Voy a salir —sin volver a mirarla, bajó trotando las escaleras.

    Jaci se escabulló tras él, los ojos le escocían un poco. Seth era tres años y medio mayor que ella y solían estar muy unidos. Escuchó el rugido del motor de su jeep y el crujir de las ruedas en la grava mientras se alejaba por el camino de la entrada. Una noche perfecta.

    Capítulo 2

    La madre de Jaci entró a la cocina justo después de las ocho en punto y le dio un beso en la mejilla a su hija. Mientras abría la puerta de la despensa, colgó el bolso en una percha que había dentro.

    —¿Cómo ha ido todo?

    Jaci encogió los hombros por respuesta. Apoyada en la barra de la cocina, levantó la barbilla y la apoyó sobre una mano.

    —¿Dónde está César? —preguntó su madre mirándola a los ojos.

    Jaci señaló el ventanal que había detrás de su madre y contestó:

    —Saltando en el trampolín.

    —¿Habéis cenado?

    —Sí. Por cierto, llamó un tipo, pero no he entendido lo que decía. Creo que estaba hablando en danés. No parecía muy contento. ¿Papá está en Holanda?

    —No lo creo, cariño. Creo que está cerrando unas cuentas en Suiza.

    Por supuesto que su madre no lo sabía. Los planes de viaje de su padre cambiaban tan a menudo que ni siquiera los compartía con su familia.

    En algún lugar de la sala de estar, sonó una melodía de jazz. «¡Mi teléfono!», murmuró Jaci. Saltó del taburete y removió los cojines del sofá hasta que encontró el teléfono. No reconoció el número.

    —¿Hola?

    —¿Jaci? Hola, soy yo —el barullo de fondo dificultaba que identificara la voz de Callie.

    —¿Dónde estás? ¿No se supone que ibas a celebrar la fiesta en tu casa? —Jaci se acercó más el teléfono a la oreja.

    —Amanda quería ir al centro comercial. Dile a tu madre que te traiga y después te vienes a casa con nosotras. Tienes el pijama y el cepillo de dientes en mi casa, te los dejaste la semana pasada.

    —Bueno, vale. Voy a decírselo a mi madre.

    ***

    Tan pronto como Jaci cruzó la doble puerta que daba acceso a la zona de restaurantes, el aroma a galletas de chocolate y pan recién hecho se mezclaba en el aire.

    —¡Aquí estás! —Sara, una chica bajita de pelo rubio y piel pálida cubierta de pecas, la cogió del brazo.

    Jaci se dejó llevar y entró al centro comercial. Ella echó un vistazo a la pizza que había en la mesa y sacó una silla.

    —¿Qué habéis estado haciendo hasta ahora? —Jaci se hizo con un trozo, levantándolo hacia arriba para romper las pegajosas hebras de queso mozzarella.

    —No mucho —dijo Callie —. Amanda quería ver anillos de compromiso, así que fuimos a Sears.

    —¿Anillos de compromiso, Amanda? —Jaci levantó una ceja, mirando a la atractiva pelirroja —. ¿Hay algo que quieras compartir con nosotras?

    —Espera —se rió Sara con un brillo en la mirada—, no te hemos contado la mejor parte.

    —No fue tan gracioso —contestó Amanda, mientras se pasaba la mano por la melena de pelo rizado y miraba a Sara.

    Callie también se rio y se colocó bien las gafas.

    —Amanda abrió una salida de emergencia y activó la alarma de incendios. La seguridad del centro comercial nos ha detenido durante quince minutos.

    —Ay, ¡qué pena haberme perdido eso! —dijo Jaci entre risas.

    Amanda sacó una caja de polvos compactos de su bolso rosa. Se concentró en su reflejo y se arregló el flequillo.

    —No es para tanto.

    —Oye —Callie se dirigió a Amanda—, cuéntale lo que me has contado sobre La Mano. Puede que a Jaci le guste saberlo.

    —Está bien —Amanda exhaló y se echó hacia atrás, cerrando la polvera. El brillo de sus ojos verdes se intensificó—. ¿Sabes lo del collar de la princesa Di que robaron ayer, no? Pues resulta que La Mano es uno de los sospechosos.

    —Y eso es importante porque... —Jaci levantó una ceja.

    Amanda resopló y dio un golpe en la mesa.

    —¡Te lo dije! ¡Ella no lo entiende! No puede ser él, Jaci. Este tipo derribó a dos guardias de seguridad. No es su estilo. Sin mencionar que ese collar valía alrededor de un millón de dólares. Por lo general va a por la calderilla, anillos y brazaletes de mil dólares, ese tipo de cosas.

    —Ya, vale —Jaci se puso de pie—. ¿Qué más queréis hacer esta noche?

    Sara le dio un sorbo a su refresco, un mechón de pelo rubio le caía entre los ojos.

    —En Primark los vestidos están de rebajas.

    —Interesante —Jaci buscó su bolso. ¿Dónde estaba? Se inclinó y examinó el suelo de baldosas rojas y blancas lleno de servilletas y patatas fritas.

    —¿Qué has perdido? —preguntó Sara, mirándola por debajo de la mesa.

    Jaci volvió a su sitio.

    —Mi bolso. Me lo habré dejado en el coche de mi madre. Bah, bueno. Vamos a ver vestidos.

    ***

    Mirar escaparates sin tener dinero fue un entretenimiento que duró poco. Se tomaron su tiempo para salir del centro comercial, incluso cuando las tiendas empezaron a echar abajo las rejas metálicas. Hasta que no captaron la atención de un par de admiradores un tanto raros, las chicas no salieron a hurtadillas por una puerta lateral.

    —¿Por qué nunca nos pueden seguir chicos guapos? —Amanda suspiró y miró su reloj. La salida daba a un callejón oscuro y tuvo que acercarse a la calle para poder mirar la hora que era. 

    —¡Quédate aquí! —dijo Sara que la cogió del brazo y la arrastró de vuelta a la oscuridad—. Esos chicos tan raros podrían estar siguiéndonos —se sentó en la acera junto a Jaci y tiró de Amanda para acercarla a ellas.

    —¡Amanda, si no les hubieras sonreído, no estarían siguiéndonos! —dijo Jaci.

    —¡No tenía otra! —respondió Amanda—. ¡Él me sonrió primero! ¿Qué querías que hiciera, ignorarlo?

    La puerta tras ellas hizo clic cuando se activó la cerradura automática.

    —¿Hora, Amanda? —quiso saber Callie.

    Amanda se colocó el pelo por encima del hombro y cogió una colilla de cigarrillo.

    —Las nueve y media de la noche. ¿Dónde está tu madre?

    —Solo llega un pelín tarde. Lo normal es que se retrase media hora. Dale diez minutos más.

    Amanda empezó a escribir en la acera con la colilla del cigarrillo.

    —Eso es asqueroso—comentó Callie—. Además, puede que a mi madre le haya costado dormir a mi hermano.

    Los coches comenzaron a salir del aparcamiento todos a la vez, hasta que Jaci pudo contar con los dedos de una mano cuántos quedaban.

    —No me gusta estar aquí fuera.

    —Pero bueno, ¿es que tienes miedo, Jaci? — Callie levantó una ceja, un gesto casi imperceptible tras la montura de sus gafas.

    —Simplemente no me gusta estar a oscuras aquí afuera. 

    —Todavía hay mucha luz —Callie señaló las luces del aparcamiento—. Y aún queda tiempo para que todo el mundo se vaya —incluso conforme hablaba, uno de los cinco coches que quedaban se puso en marcha y sus luces alumbraron a las chicas al pasar. Miró a Sara—. ¿Te has traído el móvil?

    Sara negó con la cabeza. La tenue luz de la señal de salida destacaba las pecas en su pálida piel.

    —Lo siento. Murió en tu casa y me dejé el cargador en la mía.

    —No os preocupéis. Me apuesto lo que queráis a que mi madre llegará en diez minutos —Callie miró a Jaci—. ¿Y tú te has traído el móvil?

    Jaci también negó con la cabeza.

    —En mi bolso. En el coche de mi madre. Pensaba que te regalarían un móvil por tu cumpleaños.

    La cara de Callie se transformó en una sonrisa tonta.

    —Y así es. Mi madre me ha dado una tarjeta regalo. Iremos a recogerlo mañana.

    —Yo también voy a tener uno nuevo —se sumó Amanda—. Tuvimos que cambiar de número al mudarnos aquí, porque algún chico de mi antiguo colegio me estaba acosando.

    Jaci no supo que contestar a eso, así que no dijo nada. Nadie dijo nada. Amanda suspiró y volvió a entretenerse con la colilla.

    Pasaron diez minutos. Las luces de la zona de restaurantes se apagaron, sumiendo la acera contigua en la oscuridad. Sólo las señales de salida rojas y las luces de neón brillaban en el centro comercial.

    Amanda dio una patada al suelo cuando el último coche que quedaba en el aparcamiento encendió las luces delanteras y se fue.

    —Allá va. Ahora solo quedamos nosotras. Ni siquiera nadie se ha ofrecido a llevarnos.

    —Eso es porque nos estamos escondiendo en las sombras y nadie puede vernos —dijo Jaci luchando contra el impulso de morderse las uñas—. ¿Y si vamos hasta una parada de autobús?

    Callie tiró de un mechón de pelo castaño claro, envolviéndolo alrededor del dedo índice.

    —El último autobús pasó hace una hora. Si pasan diez minutos más y mi madre no está aquí, podemos llamar a uno de los chicos de seguridad del centro comercial y que la llame.

    El malestar de Jaci se acentuó.

    —No he visto a ninguno en toda la noche —murmuró—. Normalmente pasan mucho por aquí —se asomó, esperando vislumbrar el coche blanco de seguridad con luces amarillas parpadeantes.

    —Tienes razón, Jaci, algo me huele mal. Vamos a buscar...

    —Oigo un coche —interrumpió Sara—. Seguro que es tu madre.

    Jaci negó con la cabeza mientras escuchaba.

    —Demasiado grande, suena como un...

    Amanda interrumpió su frase.

    —¡Oye, mirad! —siseó ella, señalando.

    El ruidoso motor entró en el estacionamiento, revelando una camioneta negra con los faros apagados. Retrocedió hasta la tienda de Sears a unos pocos metros de ellas. Las luces tenues del centro comercial resplandecían en el parabrisas. El motor se paró y se quedó en silencio. Tres hombres enmascarados vestidos de negro salieron y se dirigieron a la puerta de la salida de emergencia.

    Callie frunció el ceño.

    —¿Qué están haciendo?

    Amanda se quedó atónita.

    —Esa es la salida de las joyerías. La misma que abrí, ¿os acordáis? ¡Van a robar la tienda!

    Jaci se levantó, presa del pánico.

    —Eso es —dijo Callie con la voz quebrada—, tenemos que llamar a alguien y salir de aquí. ¿Dónde está el teléfono público más cercano?

    —Por allí —señaló Sara.

    El corazón de Jaci se aceleró. El teléfono público estaba a 15 metros de la entrada de la tienda. «Nunca llegaremos allí sin que nos vean», pensó.

    El ruido del forcejeo de las las puertas metálicas del centro comercial llegó sus oídos, seguido por un brillante destello. Las farolas y los cálidos resplandores rojos del centro comercial se apagaron y, seguidamente, las luces de la calle. De repente, se vieron envueltas por la oscuridad.

    —¿Cómo ha pasado eso? —susurró Jaci, que apenas podía vislumbrar a sus amigas.

    La voz de Amanda rompió el silencio.

    —Alguien se ha cargado el transformador eléctrico de esta manzana. Estaba todo planeado.

    —¡Chsss! —Callie hizo un gesto con la mano para callarla. Uno de los hombres encendió una linterna y entró en la tienda—. No nos han visto. Esa puerta activará una alarma. La policía llegará pronto.

    Los ojos de Jaci se estaban ajustando a la oscuridad y se quedó quieta donde estaba, mirando el lejano resplandor de la linterna. Uno de los hombres apuntaba a la viga de la puerta, mientras que otro estaba de espaldas sobre una especie de escalerilla intentando forzar la

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