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Enamorada de un rufián: Peligrosos y deseado (2)
Enamorada de un rufián: Peligrosos y deseado (2)
Enamorada de un rufián: Peligrosos y deseado (2)
Libro electrónico293 páginas5 horas

Enamorada de un rufián: Peligrosos y deseado (2)

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Tras el naufragio llegaría el escándalo


El barco que la conducía a Inglaterra había naufragado y Averil Heydon estaba aterrada. El mar la había arrojado a una isla y que fuera el misterioso Luc d'Aunay quien la rescatara no calmó precisamente sus temores. La virginal Averil sabía que enamorarse de Luc era peligroso, pero la intensidad de su atracción sexual resultaba deliciosamente irresistible…
Tras probar por primera vez el deseo en brazos de aquel aparente rufián, Averil debería volver a la sociedad y sus convenciones. Pero Luc había decidido hacerle una proposición desconcertante y tentadora…"Una vez más Louise Allen ha conseguido tenerme enganchada a las páginas de una de sus novelas de principio a fin. La trama que desarrolla en Enamorada de un rufián no es trepidante pero resulta de lo más entretenida. No se apoya en relaciones sexuales a diestro y siniestro, pero atracción, tensión y deseo se hacen patentes. Y sus protagonistas presentan una imagen atractiva, sin tener que caer por ello en lo manido. Enamorada de un rufián es una novela sencilla, con un buen ritmo y de lo más entretenida" El Rincón Romántico
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento27 sept 2012
ISBN9788468710907
Enamorada de un rufián: Peligrosos y deseado (2)

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    Enamorada de un rufián - Louise Allen

    Uno

    16 de marzo de 1809

    Islas de Scilly

    Todo era un sueño; uno de esos que se tienen cuando casi estás despierta. Tenía frío, estaba mojada… el ojo de buey de su camarote debía haberse abierto durante la noche… se sentía muy incómoda.

    —¡Mira, Jack! ¡Una sirena!

    —¡Pero si no tiene cola, idiota! Tiene piernas, ¿no lo ves? ¿Cómo vas a tirarte a una sirena si no tiene piernas?

    «No es un sueño… es una pesadilla. ¡Despiértate! No se me abren los ojos. Qué frío. Me duele. Tengo miedo. Mucho miedo».

    —¿Crees que está muerta?

    Un miedo cerval le corría por las venas en aquel sueño. «¿Estoy muerta? ¿Es el infierno? Desde luego hablan como demonios. ¡No te muevas!».

    —A mí me vale aunque no esté muy fresca. Hace cinco semanas que no cato una mujer.

    —Ni tú ni los demás, imbécil.

    La voz se le acercó.

    ¡No! ¿Habría gritado en voz alta? Averil recuperó la consciencia, y con ella llegaron los recuerdos y el verdadero terror: el naufragio, una ola descomunal y el agua gélida y furiosa y la certeza de que iba a morir.

    Pero no. Bajo su cuerpo había arena fría y mojada, el viento le helaba la piel y las olas de la orilla le mojaban las piernas. Tenía los párpados pegados por la sal, gracias a Dios, porque así no se vería obligada a contemplar aquella pesadilla. Todo le dolía, como si hubiese rodado metida en un barril. Viento… piel… estaba desnuda, y aquellas voces pertenecían al mundo real: eran hombres que se acercaban a ella y que pretendían… «No te muevas».

    Algo le golpeó con fuerza en las costillas y se encogió, atenazada por el miedo. Su cuerpo había reaccionado involuntariamente mientras la cabeza le pedía a gritos que no se moviera.

    —¡Está viva! Vaya, ha habido suerte —era el primer hombre y su voz rezumaba lujuria. Se hizo una bola, como un erizo al que hubieran arrancado las púas—. ¿No podríamos llevárnosla detrás de esas rocas antes de que los otros la vean? No quiero tener que compartir, por lo menos al principio.

    —¡No!

    Se incorporó de golpe y quedó sentada en la arena. Rápidamente cruzó los brazos intentando tapar su desnudez, pero todo era peor porque seguía sin poder ver. Sus párpados se negaban a despegarse.

    Por fin consiguió abrirlos. Eran dos hombres que permanecían a un par de metros de ella, mirándola con la misma expresión libidinosa. El estómago se le dio la vuelta cuando su instinto reconoció la mirada. Uno de ellos era enorme, con una tremenda panza de beber demasiada cerveza y con unos músculos que hacían de sus brazos troncos de árbol. El que le había dado la patada debía ser el más flaco, una rata que estaba más cerca de ella.

    —Tú te vienes con nosotros, preciosa —le dijo el más pequeño, y el tono de su voz le puso los pelos de punta—. Nosotros te calentaremos, ¿verdad, ‘tú?

    —Antes muerta —dijo ella, e intentó llenarse las manos con dos puñados de arena, pero se le escaparon entre los dedos. No había nada que pudiera utilizar como arma; ni siquiera una piedra. Y tenía las manos rígidas de frío.

    —Lo que tú quieras no nos importa, guapa.

    Ese debía ser Jack. ¿Serviría de algo que los llamara por sus nombres? A lo mejor conseguía que la vieran como un ser humano, y no como un pedazo de carne del que servirse. Tenía que pensar. ¿Podría echar a correr? Imposible. Tenía las piernas paralizadas. Ni siquiera conseguiría levantarse.

    —Me… me llamo Averil. Jack, Harry… ¿es que no tenéis hermanas?

    El más corpulento murmuró un juramento al oír otras voces.

    —¡Mierda! Ya vienen. Ahora vamos a tener que compartirla con ellos.

    Averil intentó enfocar la mirada y ver qué había al final de la playa. Estaba en la orilla del agua, y excepto por una estrecha lengua de arena, el resto de la playa era de piedras. Acababa en un saliente rocoso que daba paso a una colina de hierba verde. Las voces pertenecían a un grupo de media docena de hombres, marineros a juzgar por su aspecto, todos vestidos con ropas oscuras iguales a las que llevaban el par de tipos que la habían encontrado.

    Al verla echaron a correr y se encontró rodeada por un semicírculo de hombres que la contemplaban con la lujuria saliéndoseles por los ojos. Sus risas, las palabras con que se referían a ella y que a duras penas intentaba comprender, las preguntas que les hacían a Jack y Harry, todo le rebotaba en los oídos y sintió que se iba a desmayar, y cuando eso ocurriera…

    —¿Pero qué demonios tenéis aquí?

    Había hecho la pregunta una voz autoritaria y dura. Averil sintió que la atención de los hombres se apartaba de ella y quedaba subyugada a un imán. La esperanza nació en su interior y le hizo suspirar.

    —Una sirena, capitán —se burló Harry—. Pero ha perdido la cola.

    —Aun así resulta muy bonita —dijo la voz, más cerca ya—. Y habíais pensado llevármela a mí, ¿verdad?

    —¿Y por qué íbamos a entregársela, capitán?

    —Porque es mi derecho.

    No había piedad en su tono, sino la valoración clínica sobre algo que había escupido el mar. La esperanza la abandonó como una ola que vuelve al agua.

    —¡No es justo!

    —Qué pena. Pero esto no es una democracia, Tubbs. Es mía y punto.

    La suela de las botas hizo crujir las piedras y un rumor de voces furiosas se alzó a su alrededor.

    Aquella pesadilla no iba a desaparecer. Averil abrió de nuevo los ojos y miró hacia arriba. Y más arriba. Era un hombre grande, de pelo oscuro y nariz recta. Sus ojos eran grises como un día de invierno en el mar, y la miraba como un hombre estudia a una mujer y no como un rescatador mira a una víctima. Había un deseo inconfundible en su mirada, pero curiosamente también un destello de ira.

    —No —susurró.

    —¿No, que no te deje morir congelada, o no, que no te separe de tus nuevos amigos? —preguntó.

    Era como el lado oscuro de los hombres que había conocido durante los tres meses que había pasado navegando. Hombres duros e inteligentes que no necesitaban amenazar porque irradiaban confianza y autoridad. Alistair Lyndon, los hermanos Callum y Daniel Chatterton. ¿Estarían todos muertos?

    Su voz era dura, en su rostro no había compasión, pero todo ello era mejor que la chusma que tenía rodeándola. El hombre corpulento de antes había echado mano a su cuchillo mientras aquel al que se dirigían como capitán estaba de espaldas a él.

    —A tu espalda —dijo ella.

    —Dawkins, deja eso a menos que quieras acabar como Nye —le advirtió sin volverse, y vio que tenía la mano puesta en la empuñadura de una pistola que cargaba al cinto—. No te llevarás tu parte si te meto una bala en esa barriga que tienes. Más para los demás —miró a Averil y ella asintió cómplice. Nadie había echado mano a las armas. El capitán se quitó el gabán y se lo puso sobre los hombros—. ¿Puedes caminar?

    —No. Te…tengo las piernas con…geladas.

    Los dientes le castañeteaban e intentó apretar la mandíbula.

    Él se agachó para tirar de sus muñecas y ponerla de pie, pero ella intentaba soltarse para sujetarse con unas manos que apenas le funcionaban los delanteros de la chaqueta, que le llegaba apenas por debajo de las nalgas.

    —Yo te llevo —dijo él tras dedicar una mirada de advertencia a sus hombres.

    —¡No!

    Fue a echar a andar pero tuvo que agarrarse a su brazo. Si la levantaba le chaqueta se le subiría y quedaría expuesta.

    —Ya han visto todo lo que hay que ver —dijo—. Tubbs, dame tu abrigo.

    —Me lo va a mojar todo —protestó mientras se lo quitaba y daba de mala gana unos pasos para acercárselo con la mirada clavada en las piernas de ella.

    —Y cuando te lo devuelva olerá a mujer. ¿No te das cuenta de la suerte que tienes?

    El capitán le envolvió las piernas con él y se la cargó al hombro.

    Averil dejó escapar un grito. Se sentía ultrajada. Pero enseguida cayó en la cuenta de que así el hombre que la había rescatado tenía una mano disponible para sacar la pistola.

    Aun con aquellos abrigos y la cabeza colgando boca abajo no podía dejar de tiritar. Incluso sentía que iba a perder el conocimiento, pero se resistió. Tenía que permanecer consciente. El hombre que confiaba en que la rescatase no era un caballero. En el mejor de los casos acabaría violándola, y en el peor aquel rebaño de rufianes le atacaría y pasaría por las manos de cada uno de ellos.

    La noche pasada… porque tenía que haber sido la noche anterior o habría muerto de hipotermia, tuvo la certeza de que iba a morir. Y en aquel instante deseó que hubiera sido así.

    El sonido de las piedras bajo las botas cesó, y vio que estaban sobre la hierba. Entonces su captor se detuvo, se agachó, y entraron en una construcción.

    —Ya estamos —dijo, dejándola caer como si fuera un saco de patatas en una superficie desigual—. No te duermas. Tu temperatura es aún demasiado baja.

    La puerta se cerró de un golpe y Averil se incorporó. Estaba sobre un jergón en una cabaña de piedra en la que había otros cinco más pegados a las paredes. La paja con la que habían rellenado el saco que hacía las veces de colchón crujía al moverse. En una esquina había un hogar con restos de cenizas, una silla, una mesa con algunos platos y un baúl. La cabaña tenía una única ventana cubierta por una tela de arpillera, unas cuantas baldas, una puerta de madera basta y un suelo de piedra del terreno sin una sola alfombra.

    «Mejor estaría muerta». La idea le llenó de lágrimas los ojos. La habitación dejó de darle vueltas, lo mismo que la cabeza. «No, no lo estaría», se respondió, secándose las lágrimas e hizo una mueca por lo que le escocía la piel. El dolor la ayudó a despejarse. No era una cobarde, y la vida, al menos hasta hacía unas horas, había sido dulce y digna de ser vivida.

    Una crianza como la niña mimada de una familia acomodada no la había preparado para una situación como aquella, pero había superado todas las enfermedades que la vida en la India había puesto en su camino durante veinte de sus veintidós años, había soportado tres meses de navegación y había sobrevivido a un naufragio. «Así que ahora no voy a morir. Así, no. No voy a rendirme sin pelear».

    Tenía que levantarse y encontrar el modo de salir de allí, o al menos un arma con que defenderse antes de que volviera. Como pudo, se levantó a rastras de la cama. Oía un zumbido desconocido y la habitación parecía haber empezado a moverse. Las paredes y también el suelo. ¿O era ella? ¿Y por qué todo se estaba volviendo tan oscuro…?

    —Por todos los diablos…

    Luc cerró de un portazo, pero la figura tirada en el suelo desnuda no se movió. Sobre la mesa había una jarra con agua y agachándose a su lado, le mojó la cara. Con aquello sí consiguió una mínima reacción: se lamió los labios.

    —A la cama —le dijo, y tomándola en brazos volvió a dejarla en aquel colchón lleno de bultos donde la cubrió con una manta. Había resultado agradable tenerla en los brazos. Demasiado agradable, la verdad. Bastaba con la imagen de aquella mujer sentada sobre la arena como una sirena, con la espuma de las olas lamiéndole las piernas para que un hombre no pudiese dormir en toda la noche acuciado por el deseo.

    Echó agua en una taza y volvió a la cama.

    —Vamos, despierta. Tienes que beber.

    De rodillas, le pasó un brazo por detrás de los hombros para incorporarla lo suficiente para que pudiera llevarle la taza a los labios. Fue un alivio verla beber con tanta ansia, con los ojos cerrados. Su cabello rubio enmarañado se le pegaba al abrigo, y los golpes recibidos se le marcaban en la piel ligeramente bronceada. Tenía los párpados rematados por unas largas pestañas y, cuando abrió los ojos, dejó al descubierto un iris verde como una esmeralda, lo que apenas duró unos segundos, ya que los párpados volvieron a caer como si fueran de plomo. Entonces, la cabeza se le ladeó y apoyada en su hombro suspiró y volvió a perder la consciencia.

    Demonios…qué bien: una mujer inconsciente que necesitaba cuidados. Lo mejor que podía ocurrirle en aquel momento. Si la subía a un esquife, la llevaba hasta St. Mary y allí la dejaba aduciendo que se la había encontrado en la playa como a otros supervivientes del naufragio de la noche anterior, estaría a salvo, pero ¿y si recordaba? Que le hubiera visto no importaba: tenía una buena coartada aceptada por el gobernador. Pero le había visto con sus hombres y cualquiera se daría cuenta de que era su líder.

    Luc contempló la maraña mojada de sus cabellos, que era lo único que podía ver desde su posición, y al oírla suspirar la acurrucó mejor sobre su pecho mientras pensaba qué hacer. Era joven, pero no una niña. Debía rondar la veintena. No había perdido la razón por la traumática experiencia que había vivido. De hecho, su reacción al avisarle de Dawkins le confirmaba que era valiente e inteligente, y que además había mantenido la cordura. ¿Qué posibilidades había de que olvidase todo aquello o que lo considerara una pesadilla?

    Muy pocas, se dijo un instante después. Podía contarle todo lo que había visto a cualquiera y no había modo de prever a quién, lo que significaba que tendría que estar permanentemente en guardia, incluso en la propia mansión del gobernador. Incluso con él en persona.

    Lo más prudente sería dejarla allí con un poco de agua y de comida, cerrar bien la puerta y marcharse… lo cual sería lo más parecido al asesinato que se le ocurría, o bien cuidarla hasta que recuperara las fuerzas suficientes para cuidarse sola.

    Pero ¿qué sabía él de cuidar mujeres? Nada. Aunque, por otro lado, ¿qué diferencia podía haber entre cuidar a un hombre y a una mujer? Contempló la frágil figura acurrucada bajo aquellas ásperas mantas y se confesó que era una gran tentación. Y cuando se despertase, si es que lo hacía, no iba a hacerle mucha gracia saber quién había estado cuidando de ella.

    Por lo menos había bebido un poco de agua. Le diría a Potts que preparase un buen caldo para la cena e intentaría hacerle tragar un poco. Y seguramente debía lavarla para quitarle la sal y ver si tenía heridas. Algún hueso roto no sería de extrañar.

    Podía ponerle una camisa suya, mullir un poco el colchón y dejarla descansar. Eso sería lo mejor. Descubrió que había empezado a sudar al plantearse la idea de tocarla. Diablos… tenía que salir de allí.

    Se detuvo en el umbral de la puerta y respiró hondo. Muy mal andaba si una mujer medio ahogada despertaba semejante reacción en él. La fuerza y la inteligencia que había percibido en aquellos ojos verdes seguía acuciándole, y precisamente por eso se sentía aún peor deseándola. Aun así, lo mejor que podía hacer era reflexionar sobre el problema que iba a suponer para él viva, consciente y conocedora de su presencia allí.

    Para distraerse observó los barcos de la ensenada, un refugio natural flanqueado por St Helen, que era donde estaban ellos, la aldea deshabitada de Teän, St Martin al este y Tresco al sur.

    Aquel condenado naufragio en los arrecifes de poniente había alterado a la marina como cuando se mete un palo en la boca de un hormiguero. Incluso el humo de la interminable cadena de hogueras en las que se quemaban algas para obtener carbonato de sodio con el que fabricar cristal y que recorrían las costas de todas las islas habitadas parecía menos denso aquella mañana. Todo el mundo debía andar de un lado para otro en busca de cadáveres y supervivientes. De hecho, se veía una barca de remos avanzando hacia ellos. Si la hubiese encontrado muerta, incluso inconsciente, podría habérsela largado a ellos. Pero bien pensado, de haber sido su día de suerte, no habría estado allí.

    Miró a su alrededor para asegurarse de que sus hombres no estaban por allí y echó a andar hacia la playa para acudir al encuentro de la barca, ocultando la pistola a la espalda, bajo la chaqueta. Un poeta excéntrico que buscaba la soledad para escribir trabajos épicos era poco probable que fuera armado, ¿no?

    Un guardiamarina se levantó y lo miró muy serio. Tenía el rostro cubierto de pecas. ¿Qué edad tendría aquel muchacho? ¿Diecisiete, quizás?

    —¿Sois vos el señor Dornay, señor? —le gritó desde el bote.

    —Sí. Imagino que vendréis buscando supervivientes del naufragio, ¿no? Oí los gritos y vi las luces anoche, y me imaginé de qué se trataba. Esta mañana, en cuanto amaneció, recorrí toda la isla y no encontré a nadie, ni vivo ni muerto.

    Lo cual no era mentira, ya que él no la había encontrado.

    —Gracias, señor. Era un barco de las indias orientales el que se hundió, con un montón de almas a bordo. Nos ahorrará tiempo no tener que buscar en esta isla —el guardiamarina parecía dudar y lo miraba frunciendo el ceño, manteniendo el equilibrio en la barca—. En St Martin nos han dicho que ayer vieron a un grupo de hombres aquí, y como el gobernador solo nos había hablado de usted, hemos venido a ver. Nos dijo que os dedicáis a escribir poesía.

    Semejante comportamiento le parecía extraño al joven.

    —Así es —contestó, maldiciendo por dentro a sus hombres. Esos descerebrados no debían dejarse ver—. Ayer llegó un bote con una tripulación que no inspiraba mucha confianza y que dijo andar buscando nuevos quemaderos de algas. Me dio la impresión de que eran contrabandistas, de modo que no dije nada. Ya no están por aquí.

    —Hicisteis bien, señor. Seguramente estabais en lo cierto. Gracias. Volveremos a pasar mañana.

    —No os molestéis, que ya tenéis bastante que hacer. Tengo un esquife, y si encuentro algo iré en vuestra busca.

    El guardiamarina saludó y los marineros empezaron a remar hacia Teän. Luc se quedó en la playa hasta que los perdió de vista y luego remontó hacia la izquierda, detrás del viejo hospital para contagiosos que ahora utilizaba como refugio y donde estaba la mujer.

    Hizo un rápido recuento. Todos estaban allí. Aquellos doce rufianes que le habían encasquetado. En un principio eran trece, pero había tenido que pegarle un tiro a Nye cuando le pareció que clavarle un cuchillo a su capitán entre las costillas era más fácil que llevar a cabo la misión que tenían entre manos. La fría reacción de Luc había espabilado al resto.

    —Era la marina —dijo, y todos apartaron la mirada del fuego en torno al que se habían reunido para mirarle—. Alguien os vio ayer en St Martin. No salgáis de este lado. Solo podéis llegar hasta Didley’s Point.

    —O los muchachitos del uniforme azul nos echarán el guante, ¿eh? —se burló Tubbs—. ¿Y quién tendría problemas entonces, capitán?

    —Yo estaría metido hasta las cachas en un estercolero, pero desde allí podría ver cómo os cuelgan a todos —les advirtió—. Pensadlo.

    —Ya. Pensaremos en ello mientras os beneficiáis a la sirenita que os encontramos. ¿O acaso habéis venido hasta aquí para recibir consejo… señor? —preguntó un pelirrojo flaco y larguirucho, y tras hacer la pregunta se pasó una bola de tabaco de mascar de una mejilla a la otra.

    —Eres muy generoso al ofrecerte, Harris, pero la he dejado dormir. Me gustan las mujeres bien despiertas —apoyó el hombro contra una roca. Sabía por instinto que era mejor no revelar lo enferma que parecía estar—. Podríamos tardar cuatro o cinco días más en tener noticias, y no quiero que os oxidéis. Echadle un vistazo al esquife nuevo. Mañana lo probaremos.

    —Está bien —contestó el pelirrojo, lanzando un escupitajo marrón al fuego—. Ayer lo vi, y no es más que un bote estrecho, eso es todo.

    —Tu opinión de experto será un consuelo cuando nos ahoguemos en mitad del puñetero océano —espetó Luc—. ¿Y la cena va a prepararse sola, Potts? Mi invitada quiere un buen estofado. ¿Podrás hacerlo? Tuerto, tráeme un cubo de agua fría y otro de agua caliente. No quiero que sepa a sal.

    No se molestó en esperar a la respuesta, como tampoco miró hacia atrás cuando echó a andar hacia el viejo hospital, a pesar de que sintió un escalofrío por la espalda. Por el momento les parecía que obedecerle servía a sus intereses; por otro lado, estaban asustados tras lo que había pasado con Nye, pero eso podía cambiar si la presencia de la mujer resultaba ser el catalizador que rompiera aquel frágil equilibrio.

    Era necesario que creyeran que estaba consciente y que era de su propiedad, y no una criatura vulnerable y que no significaba nada para él. No quería tener que matar a ninguno más, aunque todos sin excepción fuesen carne de horca. Necesitaba doce hombres para llevar a cabo su misión y aunque fuesen escoria, también eran buenos marineros.

    Dos

    La Luz entraba en un ángulo extraño. Averil parpadeó varias veces, se frotó los ojos y de pronto se sintió completamente despierta. No estaba en su camarote del Bengal Queen, sino en una especie de cabaña que ya había visto antes… o que formaba parte de la pesadilla, de ese mal sueño que se negaba a abandonarla y que se repetía una y otra vez en su cabeza. A veces se transformaba en una agradable sensación de estar acurrucada en los brazos de alguien, de que aplicaban algo suave y húmedo en sus miembros ateridos y que tanto le dolían, de unas manos fuertes que la sostenían, de un estofado caliente y sabroso, o de un poco de agua fresca que se deslizaba entre sus labios.

    Pero entonces había vuelto la pesadilla: la ola, una ola monstruosa que se transformaba en un gigantón que la miraba destilando lujuria por los ojos. Una docena de ojos hambrientos la devoraban. A veces el sueño le resultaba vergonzoso.

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