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LOS ABSOLUTOS. La leyenda
LOS ABSOLUTOS. La leyenda
LOS ABSOLUTOS. La leyenda
Libro electrónico421 páginas5 horas

LOS ABSOLUTOS. La leyenda

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“La leyenda” cierra la trilogía de novelas de fantasía urbana de las Hermanas Greemwood. Después de descubrir que los líderes de las organizaciones protectoras
del secreto de los hermanos Grimm distan mucho de parecerse al Príncipe Azul, los jóvenes protagonistas de esta historia están decididos a que las cosas cambien. Para eso están dispuestos a hacer cenizas el precioso legado de los cuentos de hadas, pero parece que nadie les ha avisado de que quien juega con fuego se puede quemar…
IdiomaEspañol
EditorialDNX Libros
Fecha de lanzamiento15 nov 2022
ISBN9788419467058
LOS ABSOLUTOS. La leyenda
Autor

Hermanas Greemwood

HERMANAS GREEMWOOD (Beatriz Blanco y Natalia Martín). Escritoras jóvenes, que trabajan como profesoras. Creadoras y responsables del Colectivo Tinta digital, para el fomento de la lectura entre los jóvenes y miembros de la junta directiva del Gremio de Editores de Madrid, sección “Juvenil y Nuevas Tendencias”. Creadoras y principales organizadoras de la TDcon, convivencias y campamentos temáticos literarios. Colaboran habitualmente en librerías ofreciendo charlas y talleres literarios.

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    LOS ABSOLUTOS. La leyenda - Hermanas Greemwood

    Portadilla

    Dedicado a quienes, pese a haber sido reducidos a cenizas,

    son capaces de avivar su fuego interior.

    f Prólogo f

    Una corona de lirios blancos

    Aquella mañana de finales de abril, las nubes grises tapaban por completo el cielo de Madrid. La lluvia repiqueteaba sobre las lápidas que cubrían la planta de cruz griega lobulada del Cementerio de Nuestra Señora de la Almudena.

    El Lobo se detuvo ante un pórtico columnado de estilo modernista y cruzó por el arco central. Las gotas resbalaban por su cabello negro, liso y lacio, hasta los hombros.

    Después de cruzar parte del cementerio, se detuvo frente a una lápida en la que se podía leer: «Mateo Paredes León, 1969-1985». Observó que sobre la tumba había una pluma y una corona funeraria de lirios blancos.

    —Cómo no ibas a adelantarte… —dijo El Lobo.

    Una sombra apareció a sus espaldas, protegida por un paraguas negro y una larga gabardina del mismo color. No se molestó en ofrecerle un hueco a cubierto.

    —También fue mi amigo —respondió Henry, apartándose el flequillo grisáceo que se le había quedado pegado a la frente.

    —Ya… —susurró—. Un simple amigo.

    —Sé que para ti Mateo fue más que eso.

    —Y también sabes que por eso está ahí. —Señaló la lápida—. Y no aquí con nosotros.

    —¿Qué insinúas?

    —Ya lo sabes. —Giró ligeramente el cuello para mirarle con los ojos entrecerrados. No importaban las gotas que chocaban con sus párpados y pestañas, no los cerraría. Quería que lo entendiera.

    —¿Cuántas veces he de jurarte que lo que ocurrió no fue cosa mía?

    El Príncipe Rana pasó un brazo por encima de los hombros de El Lobo.

    —Para los lirios de las bases no es más que una leyenda macabra con un final trágico —dijo El Lobo sin despegar los ojos de la lápida—. Pero yo estuve allí, en el laberinto. Yo sé la verdad.

    —¿Cómo puedes seguir pensando así después de todo lo que hice por todos nosotros? —Henry apretó la empuñadura del paraguas.

    —¿Todo lo que hiciste por nosotros…? ¿Qué has hecho tú por Los Vagamundos? —Hizo un movimiento brusco con los hombros para zafarse del peso de su brazo.

    A Henry le dolió, pero se mordió la lengua para no proferir ninguna queja cuando una pequeña mancha de sangre empezó a teñir la venda que aún le cubría la mano. Intentó no pensar en Bella y en cómo se vengaría por haber estado a punto de rebanarle la mano al destruir los hilos de Pinocho.

    —Tú solo piensas en ti. Los demás no somos más que manzanas podridas de tu cesto, que vas sacando poco a poco —siguió El Lobo—. Pero yo jamás me separaré de ti, Henry. Vigilaré cada uno de tus pasos, anticiparé tu siguiente movimiento. —Se le encaró—. Me aseguraré de que no te deshagas de ninguna otra manzana. Me aseguraré de que, por muy podrida que esté la próxima, la muerdas.

    La rivalidad entre ambos se había forjado años atrás. Antes de que dejasen atrás su rango como Absolutos, convirtiéndose en los líderes de las organizaciones. Antes incluso de haber finalizado su Ceremonia del Lirio y de haberse convertido en miembros de organizaciones rivales. Los años en el orfanato Dorothea, en los que todo había sido diferente, quedaban muy atrás…

    Henry fue a rebatir cuando alguien le interrumpió:

    —¿Podéis no discutir mientras estemos aquí? —dijo Jack, sin saludar.

    Peter Pan iba a su lado, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina crema, que había oscurecido su color debido a la lluvia.

    —Feliz cumpleaños —susurró El Lobo, rozando la lápida de Mateo con la punta de los dedos. Una lágrima cayó por sus frías mejillas y se unió a la lluvia, pasando desapercibida.

    Dejó, junto a la corona de lirios blancos y la pluma negra de Henry, una preciosa manzana verde. Miró a El Príncipe Rana cuando la posó.

    —Tendremos que visitar una tumba más a partir de ahora —comentó Peter Pan.

    Los cuatro se quedaron callados durante un instante. Todas las miradas se dirigieron a Henry, que se esforzó por mostrar una imagen de dolor por la pérdida de Xian Chi, la líder de La Cueva.

    —Recuperaremos su cuerpo —dijo Jack, rompiendo el silencio—. La Cueva ya está trabajando en la falsificación de los documentos necesarios para reclamarlo y enterrarlo aquí, como es debido.

    —¿Qué va a pasar con los renegados? —preguntó Peter Pan, recolocándose el pañuelo marrón que llevaba al cuello.

    —Nos han citado para reunirnos la semana que viene y así organizar la base tras la pérdida de Xian Chi —respondió Henry, deseoso de redirigir la atención a otro tema—. Sé de primera mano que uno de sus renegados es apto para asumir su puesto, era el siguiente en la cadena de mando. Tendremos que averiguar cómo tiene pensado gestionar La Cueva.

    —¿No te fías del muchacho? —preguntó El Lobo.

    —Xian Chi confiaba ciegamente en él, por lo que yo también.

    —¿Y Selena? —preguntó Jack—. Por cierto, ¿es por Xian Chi por lo que no ha venido?

    Todos eran conocedores de los escarceos amorosos de su amiga y de que Selena no había podido evitar enamorarse de ella años atrás. Probablemente no había tenido fuerzas para acudir.

    Henry frunció el ceño. El Lobo agachó la cabeza, dubitativo. Peter Pan se puso tenso y Jack le miró entrecerrando los ojos. A pesar de que le doliese la pérdida, era raro que no estuviera allí con ellos. Un escalofrío desagradable recorrió a todos por la espalda.

    —Ninguno de nosotros faltaría a esta cita. Bajo ninguna circunstancia —añadió Jack.

    Ni siquiera él, con lo mucho que detestaba a Henry, había faltado jamás.

    —Pues entonces, ¿dónde está? —preguntó El Lobo.

    —Eso da igual ahora. Los demás sí que estamos aquí —A Henry parecía no importarle el paradero de Selena—. Así que dime, ¿por qué me llamaste anoche? —volvió a dirigirse a El Lobo—. ¿De qué quieres hablar, hermano?

    f Capítulo 1 f

    Amigo y enemigo

    Dando un sorbo de café caliente de su vaso takeaway, Aitor entró en la comisaría. Vestía elegante, había tenido citas importantes aquella mañana. Aunque la que realmente le preocupaba era la que tendría a continuación.

    Atravesó la comisaría del Retiro, ignorando los saludos y disimulados vítores que sus compañeros aún le dedicaban por haber encarcelado a dos de los criminales más peligrosos de las últimas décadas. A pesar de su manojo de sentimientos, aparentaba serenidad, caminaba tranquilo y miraba al suelo. En realidad, estaba desbordado y casi no podía ni dormir. La rabia y el desengaño lidiaban con el afecto que aún sentía por Daniela.

    Desde que ella y Jaime habían sido encarcelados, Aitor no había tenido oportunidad de hablar con ellos. Las testificaciones, presentaciones de pruebas y entrevistas con el comisario habían ocupado gran parte de su tiempo. Se negaba a admitir que era el miedo de verla al otro lado de los barrotes lo que le impedía bajar a los calabozos.

    «¿Cómo puedo sentirme así después de todo lo que ha hecho?», se preguntaba una y otra vez. «¡Ha jugado conmigo, se ha reído de mí!»

    Llegó hasta la puerta que daba al calabozo y los policías que se encontraban custodiándola la abrieron para darle paso. Las primeras celdas estaban ocupadas por ciudadanos que habían generado algún altercado y habían tenido que pasar noche ahí. Las siguientes estaban vacías, pues había sido él quien había dado esa orden. No quería que ningún otro encarcelado estuviese cerca de Daniela y Jaime. Estaban totalmente aislados.

    Anduvo sin prisa hasta esas últimas celdas. Jaime se encontraba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en la reja que separaba su celda de la de su bleidäar. Alzó la vista y sus ojos se cruzaron con los de Aitor. Daniela estaba tumbada en un banco. Se incorporó con rapidez al ver de quién se trataba. No se esperaba una visita. Después de cómo la había ignorado tras apresarla y acusarla de asesinato múltiple, había perdido la esperanza de volver a hablar con él.

    —Tengo un máximo de dos semanas para reteneros aquí antes de que os envíen a prisión preventiva. —Su voz fue menos dura de lo que le hubiese gustado—. ¿Estáis dispuestos a hablar?

    Varios agentes habían interrogado a los dos Absolutos, pero todas las sesiones acababan con un apabullante silencio.

    —Se os acaba el tiempo para arrancarnos una confesión, ¿eh? —Jaime habló sin moverse del suelo.

    —No estáis en posición de negaros a nada, Jaime.

    —Hamlet —Sonrió—, prefiero Hamlet.

    —Claro que sí.

    —En verdad está deseando librarse de nosotros, Hamlet. —Bella se acercó a los barrotes que la separaban de Aitor.

    —No sabes cuánto. —La dureza en esas palabras sí fue palpable.

    Bella se esforzó por no dejar que se notara la puñalada que había sentido. Apretó con fuerza los barrotes, bajó la mirada y, tras coger aire, volvió a levantarla para mirar fijamente al inspector. Hamlet supo que su bleidäar estaba a punto de quemar toda su mecha. Demasiados días encerrados ahí.

    —Espero que tengas la consideración de enviarnos una cartita cuando tu amigo Al vuelva a cargarse a alguien, para informarnos —añadió Bella, irónica—. Me pregunto qué pasará cuando todos se enteren de que eres amigo de un asesino.

    Aitor frunció el ceño y se aproximó más a los barrotes.

    —Te di muchas oportunidades.

    —No me diste ninguna.

    —¡No has hecho más que mentirme! —Aitor apretó el vaso de café, salpicando su camisa blanca.

    —¿Solo yo he mentido? Déjame inspeccionarte, a ver cuántos micros encuentro.

    —Ya te dije que no la puse en mi bolsillo. —Aitor sabía que la chica se refería a la escucha que había encontrado en su chaqueta, el día que habían quedado en el Palacio de Cristal.

    Inevitablemente, los dos recordaron aquel momento. Bella sintió las manos de Aitor jugando entre su pelo y el policía notó las caricias de sus labios. Tuvo que carraspear para cortar la tensión entre ambos.

    —Pues o eres un infiltrado de pacotilla que no sabe esconder una escucha... —Bella agarró los barrotes y se acercó todo lo que pudo a él—. O alguien te la colocó. ¿Quién pudo ser? Hmm… ¿Quizá tu amigo el psicópata? —Arrugó el ceño—. Explícame si no cómo un policía de tu calibre no se dio cuenta de que llevaba una escucha.

    Hamlet se levantó y se apoyó perezoso contra los barrotes.

    —No vas a jugar conmigo, Daniela, esta vez no. —Aitor se dio la vuelta y se llevó la mano que tenía libre a la cabeza, desesperado—. ¡Debí entregar la fotografía el mismo día que la recibí! —Se giró y golpeó un barrote con la mano abierta.

    Hamlet tensó su postura.

    Bella le miró y negó con la cabeza. Podía ella sola. Debía hacerlo ella sola. Poniendo los ojos en blanco, Hamlet aceptó.

    —No hemos sido capaces de encontrar a ninguno de los cadáveres que encontramos en esa casa en ninguna base de datos —expuso Aitor, agotado—. Como pasó con Alicia Montenegro —Hamlet se revolvió ante el nombre de Ofelia— y Kheira N’Kono. ¡No existen! Dime toda la verdad, Daniela. Necesito escuchar la verdad de tu boca.

    —No…

    —Me lo debes. —Su rostro se endureció.

    Creía en esa afirmación. Y ella también. Sabía que se lo merecía y por eso había sido tan complicado ocultarle todo cada vez que se habían encontrado.

    —Todo lo que te conté sobre Al es la verdad. Tu mejor amigo es un asesino sin escrúpulos. Mató a mis amigas y a su novia. —Señaló a Hamlet—. Al conoce mi mundo y forma parte de él de una manera que aún no hemos conseguido entender, lleva toda la vida engañándote.

    —No te creo.

    —También es cierto que esa no es toda la verdad, que hay muchas cosas que no puedo contarte —Bella decidió seguir hablando, ignorando sus palabras—, pero de verdad espero que lo que te he dicho sea suficiente para que me creas.

    —Tú decides si crees sus palabras o no —añadió Hamlet—. Pregúntale a tu amigo qué significa ese tatuaje que tiene en el antebrazo.

    —¿No te has parado a pensar en que el hecho de que su familia trabaje con obras de arte y museos podría ser un dato importante? —Bella cogió aire, calmándose después de toda su confesión.

    —Su familia, al igual que las demás empresas del sector, fue fundamental para el desarrollo de la investigación, ayudaron en todo lo que podían —explicó el inspector.

    —En todo lo que les convenía —le corrigió.

    —Pero … —Aitor no podía dejar hueco en su corazón para dudar de Al.

    —O qué es lo que escondía en su casa, tan valioso que estaba detrás de una puerta secreta en la primera planta, en la habitación contigua a tu habitual cuarto de invitados.

    —Jamás he visto una puerta secreta en la mansión de sus padres.

    —Claro… esa es la función de las puertas secretas: no son fáciles de encontrar —contestó Hamlet—. Tú registra la habitación contigua a la de invitados. A ver qué encuentras.

    —¡No! —Aitor apretó más los puños y se alejó unos pasos hacia atrás. No podía con tanta presión—. Al es como un hermano para mí. No me vais a convencer de lo contrario.

    —Él es quien te ha estado utilizando. A él y a su familia les conviene tener a alguien en la Policía para poder enterarse de todo. —Hamlet volvió a sentarse, más cansado de la cabezonería del policía que de estar de pie.

    —Todo mentiras…

    —Es cierto que yo te he mentido y que te utilicé cuando me infiltré entre vosotros. Pero también es cierto que… —se quedó sin habla—. Eso cambió y yo…

    —Cállate —le cortó Aitor—. No tienes derecho.

    —¿A qué no tengo derecho exactamente? —Estaban cara a cara con él—. ¿Tiene que haber un abogado presente para decir lo que siento? ¿Será usado en mi contra?

    —Tú no sientes nada por mí. —El inspector se maldijo a sí mismo por ser incapaz de librarse del magnetismo de los ojos heterocromáticos de ella.

    —Eres un investigador de pacotilla.

    Aitor apretó más fuerte el vaso de café. Su camisa chorreaba color marrón. Apretó los dientes, marcando la mandíbula. Se encaró, acercando su cara a la de Bella entre los barrotes. Ella no retrocedió. Estiró el cuello para dejar que sus narices se tocaran. Pudo oler el café en el aliento de Aitor cuando dijo:

    —Confesaréis.

    —No. —Se aseguró de que el movimiento de su boca casi hiciera rozar sus labios.

    —Adiós, Daniela. —Se impulsó hacia atrás en los barrotes y se alejó.

    Bella lo siguió con la mirada hasta que desapareció por el pasillo, con la esperanza de haber infundido una semilla de duda en él.

    f Capítulo 2 f

    Madre sabe más

    A la mañana siguiente, tras comprobar que Al no había devuelto las miles de llamadas de la noche anterior y que no había ido al piso, Aitor decidió ir a la mansión de sus padres. Cogió una chaqueta vaquera, se puso las gafas de sol y condujo hasta allí.

    Cuando llegó, notó mucho movimiento. Motos y coches entraban y salían de manera fluida. Sabía que la familia Guerrero disponía de seguridad privada, pero aquello le pareció desmesurado. Había hombres y mujeres nuevos, enfundados en trajes negros y con pinganillos colgando de la oreja. Sin apartar un ojo de los vehículos que circulaban a su lado, llamó al telefonillo. Samira le atendió enseguida y abrió la verja de la finca.

    —Cuánto tiempo sin verte, Aitor —saludó Samira al recibirle en la puerta.

    Él asintió y sonrió, dándose cuenta del enorme esfuerzo que hacía la mujer por no parecer descompuesta. Iba sin maquillar, con el pelo recogido en un descuidado moño y tenía los ojos hinchados. Acostumbrado a verla elegante e impecable, todas sus alarmas se dispararon. Algo pasaba.

    —¡Qué jaleo tenéis hoy por aquí!

    Samira suspiró y le invitó a pasar. Sabía que era un error, pero nunca se le había negado la entrada al amigo de su hijo. No quería levantar sospechas innecesarias.

    —Siento molestar. Si tenéis mucho lío me voy y puedo volver en otro momento.

    La madre de Al se giró en el hall, a los pies de la gran escalera que conectaba con la planta superior, y añadió con una sonrisa:

    —No te preocupes, sabes que siempre eres bienvenido.

    Dos personas armadas pasaron a su lado, dirigiéndose a Samira con un leve movimiento de cabeza. Aitor sabía desde hacía tiempo que el personal de la familia portaba pistolas. También sabía lo difícil que era que la ICAE (Intervención Central de Armas y Explosivos) aceptara el uso de las mismas en un núcleo privado de seguridad, pero los Guerrero eran poderosos.

    —¿Está Al? —preguntó Aitor—. Es que le he llamado y no me contesta al teléfono. Necesito hablar con él, ya sabes…

    —Cosas de chicos.

    —Nos conoces demasiado bien, Samira —bromeó, disimulando su incomodidad.

    —Las madres sabemos más de lo que creéis —dijo mientras pensaba en dónde podía encontrarse su hijo en ese momento.

    Si el Juramento de Cuatro daba con él, tras el asesinato de George, dudaba mucho que fueran indulgentes. Había pensado preguntar a Aitor, pero si estaba ahí, es que tampoco sabía dónde estaba. Samira inspiró, intentando transmitir serenidad al chico, que miraba de un lado a otro.

    —No te extrañes por cómo está la casa hoy. Tenemos un evento internacional importante entre manos y por eso hay seguridad por todos lados.

    —El mundo del arte, ¿eh?

    Samira asintió. Se llevó las dos manos frente al estómago y entrelazó los dedos. Continuó hablando con calma:

    —Al ha salido temprano, pensábamos que habría ido a vuestro piso.

    —¿No le has visto por allí? —preguntó Saúl, que aparció detrás de su mujer.

    El policía negó con la cabeza. Los padres de Al se miraron.

    «Desde luego aquí ocurre algo raro», pensó Aitor.

    —Pues… No quiero molestar mucho más, pero, antes de irme, ¿podría subir a la habitación de Al a recoger una cosa que me dejé el otro día? —Se inventó cualquier excusa, necesitaba ojear aquella primera planta.

    —Claro —respondió Samira, señalando las escaleras—. Ya sabes que esta también es tu casa.

    Aitor les dio la espalda y comenzó a subir los peldaños.

    —No se te ocurra tomar ninguna decisión sin mi consentimiento —escuchó que Samira decía a su marido, quien después se alejó de ella y salió por la puerta principal. Parecía tener prisa.

    ¿Hablaban del importante evento que se traían entre manos? ¿De alguna decisión profesional vital para la empresa? No lo parecía…

    Aitor subió las amplias escaleras hasta la planta en la que se encontraba la habitación de Al y la habitación de invitados que él solía ocupar. La última vez que había dormido ahí fue la noche de la fiesta. Tuvo que respirar hondo para alejar a Bella de sus pensamientos. Anduvo con cuidado. El instinto policial le hacía atender cada rincón, pero tenía que ser cauto. En aquel momento era un amigo de visita, no un policía buscando pruebas.

    Avanzó hasta la habitación contigua al cuarto de invitados, la que había indicado Daniela en el calabozo. Agarró el pomo de la puerta y se agachó para estar a la altura de la cerradura. Venía preparado. Sacó de su bolsillo la llave maestra que había confiscado a escondidas de sus compañeros de la sala de pruebas de la comisaría. Dichas llaves no eran legales y no estaba bien utilizarlas; sin embargo, aquella situación lo requería. Se adentró con cuidado y cerró la puerta tras de sí.

    Se fijó en el gran televisor que había al fondo, frente a un sillón orejero de color oscuro, detrás del cual había una mesa de billar y un mini-bar pegado a la pared. Aitor buscó la peculiaridad de aquel sitio, el rincón secreto que Daniela había mencionado. Fue observando las paredes y los objetos. Y fue entonces cuando tocó el espejo, que llegaba desde el techo hasta el suelo. Pasó las manos por el canto y notó una hendidura. Tiró con delicadeza y una puerta, escondida tras el espejo, se abrió.

    El habitáculo parecía haber albergado algo valioso: una vitrina de cristal se erguía en medio de la pequeña sala blanca y cuatro láseres se cruzaban desde el techo para proteger un moderno sistema de seguridad numérico que se abría con una clave. Ni siquiera intentó acceder, pues la vitrina estaba vacía.

    —Mierda.

    ¿Y si Daniela tenía, aunque fuese imposible de pensar, algo de razón? ¿Y si asaltaron su casa por lo que escondían? Aunque quizás Daniela y los suyos solo fueran meros ladrones y allanaron la mansión para hacerse con lo que fuera que aquella vitrina había guardado... ¿Tendría realmente todo eso algo que ver con el asesinato en el Museo del Prado? No… Al no podía haber robado y matado a esas dos chicas, era imposible… ¿o no? Se frotó la cabeza hasta hacerse daño mientras se mordía la lengua para no gritar de desesperación.

    Todo ese tiempo, todos esos años… Esa sala había guardado un secreto que su mejor amigo no había compartido con él. Uno que, aparentemente, guardaba sangre. Aitor salió con rapidez de la sala escondida y de la habitación allanada. Se dirigió veloz hasta el cuarto de Al. Allí contuvo el aliento al ver que estaba todo manga por hombro. Su amigo no era la persona más ordenada ni cuidadosa del mundo, pero nunca hubiese dejado su habitación así.

    —Parece que alguien ha rebuscado por aquí —susurró Aitor frunciendo el ceño.

    Aquello era muy extraño. Se sentó en el escritorio de su amigo y abrió el ordenador. Entonces, Samira llamó a la puerta.

    —¿Todo bien?

    Sobresaltado, pero con disimulo, consiguió responder:

    —Sí. —Cogió un pendrive que había sobre la mesa—. Me metió unas fotos aquí dentro y se me olvidó llevármelo —se llevó la mano a la cabeza.

    —Qué despistados sois a veces —añadió Samira.

    Aitor notó desilusión en la mirada de la madre de Al. La conocía demasiado y sabía que no estaba bien. Buscaba algo, igual que él.

    —Ya me voy, siento la demora. —Aitor se levantó de la silla y se dirigió hacia la puerta de la habitación.

    Samira se apartó, dejándole espacio para pasar, pero, cuando Aitor estuvo totalmente a su lado, susurró:

    —¿Seguro que no sabes dónde está?

    Aitor la miró extrañado. Samira estaba intentando ser fuerte ante aquella situación, pero, muy a su pesar, era vulnerable. Solo con mirarla a los ojos, Aitor supo que ella sabía más de lo que decía. Negó con la cabeza y se despidió para avanzar rápido hasta la puerta de la mansión. Una vez cruzado todo el jardín hasta la verja principal, se giró ligeramente. Comprobó que Samira lo observaba desde uno de los ventanales de la casa.

    Necesitaba encontrar a Al.

    Se montó en su coche y condujo hasta el apartamento. Cuando llegó, no pudo aparcar en su zona reservada, pues una furgoneta negra estaba ocupándola. Hombres y mujeres vestidos como la seguridad privada de los Guerrero rondaban la zona. Decidió quedarse en segunda fila al otro lado de la calle, lo bastante lejos como para no llamar la atención, pero lo bastante cerca como para escuchar al padre de Al cuando salió del portal y dijo:

    —Aitor decía la verdad, no hay indicios de que Al haya pasado por aquí.

    —¿Tan poco conoces a tu hijo que no se te ocurre dónde puede estar? —le preguntó una de las mujeres que lo acompañaban. Tenía acento francés—. ¿O es que has decidido sentenciar tu apellido y lo estás ayudando a esconderse?

    —El juramento que hice va por encima de la sangre, Émilie —contestó levantando el mentón, molesto.

    —Tu hijo ha ido cavando su propia tumba desde que mató a las dos Absolutas en ese dichoso museo —añadió la otra mujer que acompañaba a Saúl y Émilie—. Tenemos que dar con él ya. Scheisse! —se enfadó.

    Aitor desvió la mirada y dejó que sus ojos saltaran de un coche a otro. El paso de los vehículos conseguía distraerle ligeramente de la afirmación que acababa de escuchar de una desconocida.

    «Entonces Al…», pensó. «No, no, ¡NO!».

    —Yo mismo me encargaré de mi hijo. ¿Queda claro? —dictaminó Saúl, tajante.

    —Por el momento. —La otra mujer forzó una sonrisa falsa que incluso Aitor pudo ver a través del retrovisor.

    «Tengo que encontrar a Al».

    f Capítulo 3 f

    Marrón

    Ari se apretó la funda pernera en el muslo derecho antes de meter la pistola. La ropa que le habían proporcionado al llegar a La Cueva no era muy diferente a la del código no escrito de los Absolutos. Todo negro. Y quizá algún toque de color oscuro: azul marino, gris, verde mimetizado… nada llamativo. Tampoco lo echaba en falta, su estado de ánimo no le pedía vestir rojos, amarillos o rosas; solo marrón. El marrón de los ojos de Vanessa, de las ondas de su pelo, del tono de su piel. El mismo marrón que ahora lucía el iris del ojo de cristal que sujetaba.

    Se puso frente al espejo y miró su reflejo. Mucho había cambiado en tan poco tiempo. La herida de su cara estaba aún terminando de curarse, acababa de pasar la fase de hinchazón, pero seguía enrojecida y sensible. El cuchillo de Xian Chi había dejado una gran cicatriz vertical en su ojo izquierdo, desde la ceja hasta el pómulo. Había sido imposible salvar el globo ocular. Los médicos de la Maliciosa tuvieron que extirparlo en cuanto la intervinieron. La cirugía láser que practicaron había sido impecable y estaba ayudando a una rápida cicatrización.

    Ignoró los pequeños pinchazos de la cicatriz cuando se llevó los dedos al párpado para abrirlo e introducir el ojo de cristal en la cavidad ocultar. Aún le dolía. Los médicos le decían que se acostumbraría, pero ella no lo creía posible. Parpadeó varias veces hasta que fijó de nuevo la mirada en el espejo. No solo había cambiado su aspecto. Ahora tenía un ojo de cada color y había cambiado su peinado: el lado izquierdo lo llevaba tan rapado que apenas se veía pelo y el resto del cabello lo llevaba recogido en una gruesa trenza despeinada. Pero los más importantes eran los cambios que no se veían a simple vista: el fuego interno que solo le dejaba pensar en cómo iba a hacer que hasta el último de los peones en el juego Grimm ardiese en el infierno.

    —¡Ari! —Arturo irrumpió en su habitación, abriendo la puerta con fuerza—. ¿Estás preparada?

    El rastreador llevaba el pelo azabache algo largo y llevaba la sección superior recogida en una pequeña coleta. Su aspecto había mejorado considerablemente en comparación a cómo estaba cuando había dejado la casa franca. Su adicción al PDH estaba reculando y sus energías volvían poco a poco.

    —¿Qué tal has pasado la noche? —le preguntó Ari, sin responder a su pregunta. Para nada estaba preparada.

    —Algo mejor.

    —Mientras no vuelvas a hacer que me despierten en mitad de la madrugada porque estás intentando acceder al almacén para hacerte con una de esas bolsitas…

    —¿He pedido perdón por eso? —Se llevó la mano al mentón—. ¡Porque creo que sí! ¡Deja de torturarme!

    Ari escondió una sonrisa. Arturo se alegró de conseguir animarla.

    —Está bien —le dijo cuando su mirada se perdió por el suelo—. Seguro que Hansel está bien.

    —¿Y por qué no somos capaces de localizarlos? —Se llevó la mano a la frente—. ¡¿Dónde se han metido Escarlet, Felipe y él?! Sabemos que Bella y Hamlet están apresados, pero ellos…

    —¡Lo solucionaremos! —Arturo se acercó a ella y le puso sus manos sobre los brazos—. Encontraremos la manera.

    —Ya la hemos encontrado —puntualizó Ari, asegurando su pistola en la pernera.

    Arturo suspiró para decir:

    —No creo que sea la adecuada —comentó—. Ocultar la verdad a esta gente acerca de la muerte de Xian Chi es…

    —Es lo acertado —terminó por él—. Necesitamos un ejército, y solo lo obtendremos si confían en nosotros y nuestra causa.

    Antes de que el rastreador pudiera rebatir, Cora apareció por la puerta.

    —¿Se puede saber qué ocurre? —preguntó a Arturo—. Te envío a recoger a Ari, ¿y te retiene ella? ¡Llegaremos tarde!

    Ari echó de menos ver algo de maquillaje en la cara de Cora. El maquillaje para él era como la sonrisa para cualquier niño: solo se mostraba si estaba feliz. Y desde lo de

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