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Cazadores del inframundo: La sangre de Valaquia 2
Cazadores del inframundo: La sangre de Valaquia 2
Cazadores del inframundo: La sangre de Valaquia 2
Libro electrónico240 páginas3 horas

Cazadores del inframundo: La sangre de Valaquia 2

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Información de este libro electrónico

La sombra de Vlad Tepes sigue planeando sobre Jaime. Aunque tienen en su poder la Cruz de San Jorge, Víctor Alias y sus amigos aún tienen que encontrar la espada y el escudo del primero de los vampiros.
En su búsqueda, Alias deberá tomar decisiones que pondrán a sus compañeros en su contra. Mientras tanto, Naira sentirá cambios en su cuerpo. Un poder latente crece dentro de ella. Un poder que ella presentía que tenía, pero que no sabía cómo usar.
Un poder que será la diferencia entre la vida y la muerte.

La sangre de Valaquia 2 avanza un poco más en la historia general del Universo Quinox. Ahora, más que nunca, el final está más cerca.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento21 dic 2016
ISBN9781370911271
Cazadores del inframundo: La sangre de Valaquia 2

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    Cazadores del inframundo - Carlos Moreno Martín

    La plaza de armas estaba abarrotada. Desde donde estaba, Jaime podía ver cientos, tal vez miles de personas. Todas con la cabeza inclinada hacia arriba, mirando. Mirándole a él. Sin saber por qué, levantó una mano y el público le ovacionó levantando sus manos a su vez. Miles de manos, miles de gargantas que gritaban su nombre.

    «¡Dracul! ¡Dracul!».

    Alguien se movió a su espalda. Cuando Jaime se giró vio a una bonita muchacha. Tendría unos dieciocho años, de largo cabello negro y ojos más negros aún. Iba vestida con una túnica negra que se ceñía a sus juveniles formas.

    —Alguien ha venido a verle, príncipe —le informó después de hacer una reverencia.

    Príncipe. ¿Eso era? ¿Un príncipe?

    —¿De quién se trata? —preguntó y se sorprendió de la dureza y crueldad de su voz. Esa no era su voz. Ese no era él.

    —No lo sabemos. Insiste en hablar con usted.

    Jaime hizo una mueca con la cara. Una cara que se le antojaba dura y fría.

    —¿Y le habéis permitido entrar en mi castillo? —preguntó entre dientes—. ¿Un desconocido ha entrado en mis posesiones y ni siquiera le habéis preguntado quién es?

    —Lo hemos hecho —se explicó la joven con la mirada desfigurada por el terror. Jaime se sintió mal por lo que provocaba en ella. Él no era así. Él no hablaba de esa manera—. Pero se ha negado a contestar. Dice que tiene algo que le hará muy poderoso.

    Jaime apretó los puños, sintiendo que una ira desconocida invadía su cuerpo.

    —Ya soy lo suficientemente poderoso —luego miró a uno de los soldados de su guardia personal e hizo un gesto con la cabeza. El soldado se acercó a la muchacha y la agarró de un brazo. Ella ni siquiera intentó liberarse, pero su expresión era de absoluto miedo—. Llevadla a los calabozos para que espere su ejecución. Mañana por la mañana.

    —¡No, por favor! —la joven, al confirmar su destino, por fin empezó a resistirse. El soldado tuvo que rodearle el cuello con su brazo para inmovilizarla—. Por favor.

    Jaime la miró un instante. Paseó sus ojos por el esbelto cuerpo de la chica y esbozó una siniestra sonrisa.

    —Llevadla a mis aposentos —ordenó—. Me divertiré con ella esta noche antes de su muerte.

    Luego, desentendiéndose de la chica y de sus soldados, atravesó la balconada en la que se encontraba y entró en su castillo. Tras él, unos metros más abajo, seguía escuchándose la multitud ovacionándole.

    No tardó mucho en llegar a su destino. Todas las visitas que llegaban a su fortaleza, esperadas o no, iban al mismo sitio, una amplia sala con una enorme mesa rodeada de sillas en la zona norte del castillo.

    Se detuvo ante la puerta de madera para que los dos hombres, armados con espadas, que había junto a ella la abrieran. Al entrar, su mirada se posó inmediatamente en la pequeña figura que miraba a través de una ventana los paisajes de Valaquia.

    —¿Quién eres? —preguntó—. ¿Cómo osas venir a mi castillo sin avisar? Sabes lo que haré ¿verdad?

    El hombre se giró revelando un cuerpo enjuto y un rostro lleno de arrugas. Ese hombre era viejo, muy viejo. Tan viejo que ya debería estar muerto.

    —Sé lo que querrías hacer, Vlad —contestó con una sonrisa—. Y también sé que no lo harás.

    Jaime hinchó las narices, enfadado. ¿Cómo se atrevía a hablarle así? Había empalado a cientos de personas por mucho menos.

    —Te he preguntado quién eres —insistió.

    —Soy el que te va a hacer increíblemente poderoso.

    —Ya soy poderoso, viejo —replicó Jaime—. ¿No oyes a mis súbditos?

    El anciano lanzó una risa y volvió a mirar por la ventana.

    —Oh, claro que los oigo —respondió dando un paso al frente para acercarse a la mesa, en la que había un saco marrón y ajado—. Pero no es ese tipo de poder el que vengo a ofrecerte.

    Jaime enarcó una ceja, intrigado antes las palabras del desconocido. Tenía todo el poder que necesitaba. Ni los turcos ni nadie era capaz de sobreponerse a su crueldad. Era el hombre más poderoso. Sin embargo, en los ojos del viejo había algo. Había una determinación que solo había visto en hombres que decían la verdad. O que creían decirla al menos.

    —¿De qué se trata?

    El hombre, sin perder su sonrisa, agarró el saco y lo sacudió. En su interior sonó un tintineo metálico.

    —Dime, Vlad —dijo—, ¿te gustaría ser inmortal?

    Jaime despertó sudando, incorporándose en la cama con las sábanas pegadas. Se pasó la mano por el rostro para secarse el sudor que perlaba su frente. A su alrededor solo había oscuridad. Pero era una oscuridad conocida. La oscuridad de su habitación en la mansión Alias.

    Se levantó de la cama y caminó despacio por el frío suelo para ir hacia la mesa que había al fondo, en la que dejó un vaso de agua y una botella antes de dormir. No necesitó encender la luz. Hacía ese mismo camino todas las noches y nunca se acordaba de dejar el agua en la mesita de noche.

    Cada noche el mismo sueño, o variaciones del mismo. Él era Vlad. O Vlad era él, no lo sabía. El caso es que despertaba aterrado por las cosas que pensaba y decía en ese sueño. Eran cosas que él pensaba que no sería capaz de hacer. Pero que, en el fondo de su ser, una vocecilla le decía que sí. Que lo haría si fuera necesario. Que él era así.

    Bebió el vaso entero de un solo trago y lo dejó sobre la mesa con un fuerte golpe, sin preocuparse por si despertaba a los demás. Tal vez debía contárselo a Naira. O a Víctor. Pero estaba convencido de que solo eran sueños a causa de lo que se decía de él.

    Jaime era la Sangre de Valaquia, descendiente de Vlad Tepes, el Empalador. Y estaba destinado a convertirse en él.

    Sin poder controlarlo, Jaime rompió a llorar.

    CAPÍTULO 1

    Víctor lanzó la pelota otra vez. Rebotó contra la pared, luego en el suelo y volvió a su mano. Haciendo una mueca de fastidio, repitió la operación. En la radio, Guns 'n' Roses sonaba a toda pastilla. Llevaba tanto tiempo haciendo eso que ya no le hacía falta ni tener los ojos abiertos. Los cerraba y la pelota volvía limpiamente a su mano. Una y otra vez. Una y otra vez.

    ¿Cuántas veces la había lanzado ya? ¿Doscientas? ¿Quinientas? Había perdido la cuenta hacía ya un rato. Igual que había perdido la cuenta de los días que llevaban encerrados en el terreno de la mansión.

    —Esto es un aburrimiento —se quejó, desentendiéndose de la pelota, que rebotó en la pared, luego en el suelo y fue a parar contra la lámpara de la mesita de noche, que cayó y se hizo añicos sobre las baldosas blancas—. Una lámpara menos —susurró para sí mismo, mirando distraídamente los restos del destrozo.

    Se levantó de la cama, con cuidado de no pisar los trozos de la lámpara y comenzó a caminar por la habitación, haciendo movimientos con los brazos adelante y atrás para desentumecer los músculos. Lentamente se acercó a la ventana. Había amanecido hacía un buen rato y el cielo era azul, limpio y brillante. Un día estupendo para salir a Málaga, darse una vuelta por el Plaza Mayor o pasear por la playa.

    Pero no, tenían que quedarse allí. No vaya a ser que los malditos espectros encontraran a Jaime. Le buscaban para convertirle en Vlad Tepes, en el primero de los vampiros, en el puñetero Drácula. Irónicamente no podían hacerlo sin tener en su poder los tres objetos que le transformarían: la Cruz de San Jorge, una espada y un escudo. La cruz la tenían ellos a buen recaudo en el sótano, pero no tenían ni puñetera idea de dónde estaban los otros dos.

    Habían buscado y rebuscado en tiendas de antigüedades, subastas y en colecciones privadas. Pero siempre por internet. No habían salido de la mansión en ¿cuánto? ¿Dos meses? ¿Qué más daba? Esa inactividad le estaba matando. A él y los demás. Jaime iba por ahí como alma en pena, con ojeras en los ojos y mirada vidriosa. Naira pasaba el tiempo entrenando en el uso de armas de fuego y armas blancas a Sara. Gregory, en el sótano, sentado frente al ordenador buscando los dichos objetos. Y él... bueno, él haciendo rebotar una pelota contra la pared, mientas Axl Rose le daba la bienvenida a la jungla.

    Todo era muy divertido, sí. Una maravilla. Al menos, Gregory de vez en cuando hacía un descanso para hacer unos bollos. El recuerdo de los dulces activó su estómago, que rugió como el león de la Metro Goldwin Mayer.

    Después de apagar el equipo de música con el mando, Alias se calzó sus Converse All Stars y salió de la habitación. El pasillo estaba completamente vacío, claro. Ya sabía dónde estaría cada uno. Bajó las escaleras y se dirigió a la cocina. Olía a bollos. Gracias al cielo, Gregory había hecho bollos. En cuanto llegó a la cocina, sus ojos se dirigieron a toda velocidad hacia la mesa. Había un plato sí, pero estaba vacío y la mesa estaba llena de migas. Alguien ya les había metido mano.

    —Joder —masculló.

    Con expresión de fastidio, se acercó a la encimera y agarró la cafetera. Cuando iba por la mitad de la taza, un disparo le sobresaltó y derramó todo el café.

    —Me cago en la leche —se quejó.

    Cerró los ojos, respiró hondo y siguió llenando la taza. Tras calentarla en el microondas, se dirigió al exterior de la casa, con el café humeante en una mano y el estómago rugiendo de hambre.

    Al principio tenía que cerrar un ojo. Había visto en muchas películas cómo el protagonista disparaba con los dos ojos abiertos y, cuando empezó a practicar, pensó que nunca podría hacerlo así. Pero se equivocaba.

    Sara Brademberg levantó el brazo con su Beretta semiautomática en la mano y apuntó a la hilera de botellas de cerveza que tenía a unos 40 metros, sobre una mesa de madera. Apuntó cuidadosamente. Al principio tardaba en decidirse a disparar. Ahora, después de dos meses practicando, todo era más fácil. Respiró varias veces y disparó. La botella de cristal que había justo en el centro estalló en pedazos, lanzando esquirlas a su alrededor. Cuando bajó el arma, la joven tenía una amplia sonrisa en el rostro.

    —No está mal —dijo una voz a su espalda.

    Naira la observó con atención, los brazos cruzados y los penetrantes ojos verdes clavados en ella. Iba vestida como siempre. Pantalones pegados y camiseta pegada. Casi parecía que fuera desnuda. Varias fundas con cuchillos salpicaban su cuerpo. En la cintura, los muslos, los brazos, incluso en la espalda. Siempre preparada. Como Sara, Naira también tenía algo parecido a una sonrisa. Eso era lo más que Sara había conseguido sacarle con sus avances. Algo parecido a una sonrisa.

    —Pero tardas mucho en disparar —continuó la mujer—. Cuando tengas a tres o cuatro espectros delante con la intención de matarte, no tendrás tiempo de asegurar el disparo. Tienes que actuar rápido.

    Lejos de molestarse, Sara asintió con la cabeza. A pesar de que había mejorado mucho en ese tiempo en el manejo de armas de fuego y de cuchillos, era consciente de que le quedaba mucho por aprender. Con un ágil movimiento, guardó su Beretta en la pistolera que llevaba en la cintura y se acercó a la otra mujer.

    —Mejorare —le prometió.

    —Lo sé —respondió Naira con expresión indeterminada—. Siempre lo haces.

    Sara dobló la cabeza hacia un lado. ¿Había sido eso un cumplido? ¿Naira? ¿La profesora a la que todo le parecía insuficiente? Se le debió notar mucho lo que pensaba pues Jaime, que estaba sentado en el suelo a unos metros de ellas, lanzo una risotada:

    —No le des más vueltas, Sara —dijo—. Eso será lo máximo que le saques.

    —Ahora te toca a ti —le ordenó Naira, girándose a él—. A ver qué eres capaz de hacer.

    Cuando Sara volvió a la mansión Alias después de que la rescataran, Jaime y ella decidieron que tenían que aprender a defenderse. Jaime porque era La sangre de Valaquia, descendiente de Vlad Tepes, más conocido como Drácula. Y ella... bueno, ella no estaba dispuesta a que volvieran a secuestrarla sin luchar. Vivía en un mundo peligroso y tenía la firme convicción de estar preparada para enfrentarse a él.

    Por eso, todos los días entrenaba con decisión. Corría varios kilómetros por todo el perímetro de la mansión. Practicaba lucha con arma blanca y tiro al plato. A veces los entrenaba Naira y otras Víctor. Aunque, todo sea dicho, con el joven de cabello largo lo pasaba mejor. Naira era... demasiado dura, por decirlo de alguna manera suave. Gracias a ese entrenamiento su cuerpo se estaba convirtiendo en una máquina. Además, se había cortado el pelo casi como un hombre. Naira y Alias no lo veían así, pero ella no quería que ningún mechón de pelo se le metiera en los ojos mientras intentaba defenderse de un espectro o cualquier otra criatura.

    Y todo eso en dos meses. Los mismos que Víctor y Gregory llevaban intentando dar con el paradero del escudo y la espada de Vlad Tepes. Hasta ahora no habían tenido suerte con ninguno de los dos objetos.

    Jaime sacó su propia pistola de su cartuchera y se plantó exactamente en el mismo lugar del que había disparado Sara. Se preparó y disparó. La bala pasó de largo sin siquiera rozar el blanco.

    —Vaya mierda —masculló Naira si descruzar los brazos. A veces, Sara se preguntaba cómo era capaz de estar en la misma posición durante tanto tiempo seguido—. Si esas botellas fueran espectros ya te habrían secuestrado y ahora el mundo tendría un buen problema. Estamos jodidos.

    Jaime arrugó los labios al escuchar las palabras de la mujer. Su expresión reflejaba que le dolían las palabras de Naira. El antiguo administrativo no avanzaba tan rápido como Sara. Por alguna razón, a él le costaba más trabajo.

    —Déjame intentarlo otra vez.

    —Con un espectro no tendrás más intentos. Ya estás muerto.

    —¿Por qué eres tan dura conmigo, Naira? —se quejó Jaime, visiblemente malhumorado. Sara se percató de que sus ojos estaban rodeados por profundas ojeras—. Intento aprender y tú lo único que haces es insultarme. Creía que éramos amigos.

    —Primero —comenzó Naira levantando un brazo con un dedo extendido. Por fin cambiaba de postura—, tú y yo no somos amigos. Mi labor es vigilarte y protegerte. Y eso pasa por entrenarte para que seas capaz de hacerlo tú mismo si a mí me pasa algo. Y segundo —continuó levantando otro dedo—, si soy dura contigo es porque eres La sangre de Valaquia. De todos los que hay en el mundo ahora mismo, tú eres el más importante. El único que puede salvarnos a todos o destruirnos a todos. Ni Víctor, ni Gregory, ni Sara ni yo somos lo que eres tú. Tienes que estar preparado.

    —Bonito discurso —Jaime se giró y comenzó a alejarse hacia la casa sin decir una palabra más. Caminaba con los hombros caídos y arrastrando los pies.

    Sara lo observó perderse tras la puerta de madera blanca sintiéndose culpable. No tenía la culpa de que Jaime no tuviera la misma facilidad que ella, pero no le gustaba que Naira fuera tan dura con él.

    —Deberías darle un poco de cuartelillo —le dijo a la otra mujer, que había vuelto a cruzar los brazos—. Lo está pasando mal.

    Por primera vez desde que había empezado el día, Naira relajó la expresión de su cara. Sin embargo, al mirarla sus ojos tenían un brillo afilado.

    —No me gusta —admitió—, pero Jaime tiene que darse cuenta de quién es. Tiene que ser consciente de lo importante que es. Hemos hecho mucho por protegerle. Madre Esmeralda murió por él.

    Madre Esmeralda. Naira no había contado mucho sobre esa mujer, pero por lo que Sara sabía, era algo así como su madre. Alguien a quien la joven de cabello rubio

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