La vida secreta de un hombre
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Elizabeth Bevarly
Elizabeth Bevarly wrote her first novel when she was twelve years old. It was 32 pages long and that was with college rule notebook paper and featured three girls named Liz, Marianne and Cheryl who explored the mysteries of a haunted house. Her friends Marianne and Cheryl proclaimed it "Brilliant! Spellbinding! Kept me up till dinnertime reading!" Those rave reviews only kindled the fire inside her to write more. Since sixth grade, Elizabeth has gone on to complete more than 50 works of contemporary romance. Her novels regularly appear on the USA Today and Waldenbooks bestseller lists, and her last book for Avon, The Thing About Men, was a New York Times Extended List bestseller. She''s been nominated for the prestigious RITA Award, has won the coveted National Readers'' Choice Award, and Romantic Times magazine has seen fit to honor her with two Career Achievement Awards. There are more than seven million copies of her books in print worldwide. She resides in her native Kentucky with her husband and son, not to mention two very troubled cats.
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La vida secreta de un hombre - Elizabeth Bevarly
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Elizabeth Bevarly
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La vida secreta de un hombre, n.º 1116 - diciembre 2017
Título original: The Secret Life of Connor Monahon
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-9170-503-1
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Si te ha gustado este libro…
Capítulo Uno
Winona Thornbury apoyaba la cabeza sobre los codos preocupada, tratando de convencerse a sí misma de que las cosas no podían marchar peor cuando, naturalmente, todo empeoró. Empeoró mucho.
Le preocupaba la tarta de chocolate que había preparado como postre en el renombrado restaurante de su propiedad, Winona’s. Le estaba dando los últimos toques, colocándole frambuesas alrededor, cuando una de las camareras entró en la cocina con demasiadas prisas, empujándola por la espalda. Antes de que pudiera excusarse, aunque no tuviera por qué hacerlo, Winona hundió los codos en la tarta. El accidente, por supuesto, no contribuyó a mejorar el aspecto de la chaquetilla blanca, recién planchada, que se había puesto aquella mañana.
Maravilloso, se dijo sacando los brazos de la tarta. ¿Qué se suponía que iba a servir de postre aquella noche? Winona’s era un restaurante famoso por sus postres, deliciosos y siempre novedosos, pero una tarta de chocolate chafada no satisfaría a ninguno de sus clientes. Ni siquiera con las frambuesas. Y menos aún al Departamento de Salud de Bloomington, Indiana. Por suerte, aquella misma tarde había estado experimentando con tartas de queso, y algunas de ellas le habían salido sorprendentemente bien. Tendrían que servir.
No obstante, nada más solucionar ese asunto, las cosas empeoraron de verdad. El nuevo problema provenía del puesto de camareros situado en el comedor, y era la camarera que había tropezado con ella quien iba a comunicárselo, justo antes del accidente. El mensaje venía a decir: «Oh, Dios, Winona, sal, deprisa. Deprisa, deprisa, tenemos un problema muy, muy gordo». Winona se limpió la manga lo mejor que pudo, que no fue mucho, y se apresuró a salir al comedor.
Eran las siete de la tarde de un viernes, de un delicioso día de septiembre con una ligera brisa otoñal, y el restaurante estaba repleto, ya que acababan de comenzar de nuevo las clases en la Universidad de Indiana. Incluso el bar estaba lleno de clientes que, o bien tomaban una copa después de un día de trabajo o clase, antes de volver a casa, o bien esperaban a que quedara vacía una mesa para cenar.
Por lo general, la clientela de Winona’s era una variada mezcla de hombres de negocios de Bloomington, vestidos de ejecutivos, y profesores y estudiantes, de atuendo más informal, en su mayor parte graduados o postgraduados. En particular, eran los estudiantes de las facultades de Historia e Inglés los que sentían predilección por ese restaurante. Probablemente se debiera a la decoración de Winona’s, aparte de a la carta y a la variedad de vinos. Winona Thornbury era una mujer romántica. En realidad, era una persona muy romántica. Tenía una fuerte tendencia a vivir en el pasado, y no se avergonzaba en absoluto de ello. Todo en ella reflejaba ese gusto. Y el restaurante no iba a ser menos. Parecía un establecimiento de los primeros años del siglo XX americanos.
Winona había comprado el edificio victoriano en donde estaba el local tres años atrás, con una modesta herencia que su tía les había dejado a ella y a su hermana Miriam. Winona era ahorrativa, y se había ocupado ella sola de la restauración y decoración del local de su propiedad mientras trabajaba como chef de repostería en otro restaurante de la ciudad. No había reparado en gastos o en trabajo, a la hora de convertir el destartalado edificio en un lugar llamativo, comparable a cualquier local selecto de primeros del siglo XX.
De hecho, la decoración de Winona’s recordaba a un antiguo hotel de lujo: elegante, opulento, y rico. En todos los comedores, las ventanas, de suelo a techo, estaban cubiertas con visillos de encaje y cortinas de seda y moaré drapeadas. Las mesas estaban igualmente cubiertas de encaje y moaré. Los colores variaban de un comedor a otro, pero en general eran todos oscuros, elegantes, con ciertos detalles en otro color contrastado. El comedor principal estaba decorado en color rubí y esmeralda, el segundo, más pequeño, en color zafiro y topacio, y el comedor del patio en color amatista y coral.
El eslogan de Winona era: «En Winona’s, todo el mundo se siente como en casa». Y, verdaderamente, todos los que cenaban allí habrían estado de acuerdo. En menos de un año, después de la apertura, Winona’s se había convertido en el mejor restaurante de la ciudad: no había nada que no estuviera delicada y artesanalmente confeccionado, que no fuera exquisito o que no estuviera igualmente exquisito para el paladar. Incluyendo la comida. Por esa razón los clientes eran asiduos.
Bueno, por eso y… por los teléfonos.
Porque en algún momento, antes de abrir el establecimiento, a Winona se le había ocurrido la idea de colocar un teléfono antiguo en el centro de cada mesa. Los aparatos estaban todos conectados interiormente, entre sí, de modo que los clientes pudieran llamar de una mesa a otra. Sobre cada mesa había una lámpara antigua, y colgada de ella, con elaborada caligrafía, había una lista con los números de teléfono de las distintas mesas. Marcando cualquiera de esos números el cliente podía hablar con otro, sentado en otra mesa.
Hasta el momento, la idea de los teléfonos había resultado muy divertida, además de ser una magnífica forma de entablar conversación entre extraños. Incluso había propiciado un par de bodas. Precisamente aquel mismo mes dos de sus clientes asiduos habían reservado el restaurante para celebrar el banquete de bodas. La pareja se había conocido allí, coqueteando a través del teléfono. Winona estaba encantada de celebrar el banquete, encontraba la idea de lo más romántica.
Pero aquella noche, precisamente, no estaba encantada. Porque aquella noche, por primera vez desde la apertura del establecimiento, todo iba mal.
En primer lugar, el chef principal había llamado para decir que no podía ir porque tenía la gripe, y Winona había sido incapaz de encontrar a nadie para sustituirlo. A consecuencia de ello, se veía obligada a hacer el trabajo de dos chefs, además de su papel y deberes como propietaria. En segundo lugar Ruthie, la camarera más rápida, tenía un esguince en el tobillo, lo cual hacía de ella la camarera más lenta. Y, en tercer lugar, aquella misma mañana Winona había descubierto que la granja agrícola en la que compraba los productos, certificados oficialmente cien por cien orgánicos, utilizaba fertilizantes y piensos químicos.
Y, por si fuera poco, nada más salir de la cocina para dirigirse al puesto de camareros del comedor y atender el «gravísimo problema» antes mencionado, Winona descubrió otro aún peor: él había vuelto.
Por muy inquietante que resultara su presencia, Winona sintió un estremecimiento recorrerle la espalda al verlo sentado a la mesa, dirigiéndole esa mirada suya tan habitual, como si quisiera zampársela a ella de postre, en lugar de la tarta.
En realidad, para ser sincera, y Winona siempre trataba de serlo consigo misma, hubiera debido admitir que su presencia, en circunstancias normales, no era un problema. En circunstancias normales, a Winona le gustaba verlo en su restaurante, por mucho que sus… atenciones hacia ella fueran un poco… atrevidas.
Por lo general, cuando él acudía al restaurante Winona no estaba desesperada, hipertensa y hasta arriba de trabajo. Eso, por no mencionar que estaba bañada en tarta de chocolate, el postre recomendado de la casa. Lo último que Winona hubiera deseado era que la viera en ese estado, por mucho que ni siquiera supiera quién era.
Sospechaba que se trataba de un alto ejecutivo recientemente trasladado a una delegación regional. Quizá, incluso, fuera de Indianápolis. De lo que estaba absolutamente segura era de que no era de Bloomington. No tenía ese aspecto pueblerino local. Durante las últimas semanas, aquel extraño había acudido a cenar a su restaurante una o dos veces por semana. Siempre llegaba solo. Y siempre cenaba solo. Y siempre, una vez más, se marchaba solo. Y constantemente observaba a Winona con mucho interés.
Era una verdadera lástima que fuera tan joven.
Debía ser por lo menos unos diez años más joven que ella, que tenía treinta y ocho. No debía llegar ni a los treinta. Además pertenecía, claramente, a una clase social superior, iba vestido a la última moda y era… cien por cien moderno. Era todas esas cosas que precisamente Winona no era. Y por esa razón su interés por ella resultaba aún más inquietante. Porque, lo que sí que estaba absolutamente claro, era que aquel extraño se interesaba por ella. Cada vez que se presentaba a cenar, la observaba con mucho interés.
Y eso mismo hacía esa noche.
Al doblar la esquina del comedor principal, Winona trató por todos los medios de evitar sus atenciones. No le gustaba que los clientes la vieran con la chaqueta sucia. Se había ganado la reputación de ser una persona ordenada y bien arreglada, aparte de chapada a la antigua, y la mantenía con orgullo. Jamás aparecía en el restaurante desaliñado. No, cada vez que entraba en el comedor, Winona se aseguraba primero de que su aspecto fuera el de un extra de la película Titanic.
Aquella noche, sin embargo, parecía más bien un cascote desprendido de un iceberg. Un trozo bastante sucio, por cierto.
–¿Cuál es el problema? –le preguntó Winona a Laurel, la camarera, nada más llegar al puesto de camareros, en el comedor.
–Se trata de los Carlton –contestó Laurel vestida, como el resto de empleados, igual que si fuera un extra de la película Titanic.
–¿Qué pasa con los Carlton? Se suponía que no debían venir hasta mañana –contestó Winona.
–Pero han venido esta noche –respondió Laurel sacudiendo la cabeza.
–Pero no debían venir hasta mañana –insistió Winona–. Hicieron la reserva para mañana por la noche. Sábado noche.
Winona estaba segura, porque había sido ella, precisamente, quien había tomado nota por teléfono de la reserva.
–Pues eso no es lo que dicen ellos –señaló Laurel–. La señora Carlton insiste en que la reserva era para hoy, y se ha traído a todo el equipo. Quieren sentarse a cenar. Ya.
–¿Los doce?, ¿quieren sentarse ya? –repitió Winona incrédula.
–En realidad son catorce –continuó Laurel–. La señora Carlton decidió en el último momento invitar a otra pareja, convencida de que tendríamos sitio para todos. Y sí, quieren sentarse ya.
–¡Oh, no!
–Sí, esa ha sido precisamente mi reacción –asintió Laurel.
–Bien, podemos solucionarlo. Podemos… podemos… –huir fue lo primero que se le ocurrió. Pero, naturalmente, Winona comprendió de inmediato que no era lo más apropiado–. Podemos… podemos…. –de pronto se le ocurrió una idea–. Los sentaremos arriba, en mi comedor.
–¿En tu comedor? –repitió Laurel incrédula–. Pero el piso de arriba es tu casa, esas habitaciones son privadas.
–Ya no, no lo son –aseguró Winona–. Desde ahora mismo, son nuestro salón especial para grupos grandes. Busca a Teddy y a Max y diles que suban corriendo a preparar la mesa para catorce. Y diles que usen mi porcelana, mi juego de copas y mis fuentes de plata, que están en la vitrina. Tendrán que mezclar las piezas de los distintos juegos e ingeniárselas para que peguen, pero será mucho más rápido, así no tendrán que subirlo todo desde la cocina. Luego dile a Teddy que le ceda sus mesas del comedor principal a Max y a Stephanie, y que se ocupe personalmente de los Carlton.
Winona se detuvo un momento a considerar los problemas que podía ocasionar el arreglo. Verdaderamente, ocasionaba más de uno. Catorce, para ser exactos, pero podrían arreglárselas. Quizá.
–Sí, eso será lo mejor –asintió Winona, convencida.
Excepto porque los empleados no tendrían ni tiempo para respirar, pensó. Además, con un grupo tan numeroso de comensales, la preparación de los platos sería más lenta. No obstante, si servía una botella de champán en cada una de las mesas, con sus copas correspondientes…
Quizá, solo quizá, las cosas salieran bien.
Winona giró sobre sus talones para volver a la cocina, e