Perfecto para mi
Por Meagan Mckinney
4.5/5
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Sabía que no podía jugar con los sentimientos de Rebecca. Cualquier relación íntima significaría un fuerte compromiso. ¿Resistiría la tentación y conseguiría mantenerse en su posición de soltero, o cedería ante el deseo y tomaría a Rebecca por esposa para siempre?
Meagan Mckinney
Meagan McKinney went to school to become a veterinarian but the writing bug took hold before she graduated from Columbia University with a premed degree. She now lives in an 1870s Garden District home with her husband and two sons. Her hobbies are painting and traveling to unusual locales such as the Amazon, the Arctic, and all points in between.
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Perfecto para mi - Meagan Mckinney
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Ruth Goodman
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Perfecto para mi, n.º 1065 - octubre 2018
Título original: The M.D. Courts His Nurse
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-1307-038-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Epílogo
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Capítulo Uno
–Acabo de darme cuenta de por qué los hombres se vuelven más listos durante el acto sexual –anunció Lois Brubaker en voz baja a pesar de que la sala de espera estaba vacía.
Rebecca O’Reilly, que estaba ocupada poniendo al día las fichas de algunos pacientes, miró a su amiga y compañera de trabajo. Estuvo a punto de preguntarle «¿Es verdad?», pero se dio cuenta de que era una broma y se sonrojó ante su ignorancia en materia sexual.
–¿Por qué? –preguntó sin poder evitarlo.
–Porque se acoplan a un genio –contestó Lois inexpresiva.
Las dos se rieron a gusto mientras se abría la puerta de la consulta. Salió el doctor John Saville escoltando a una mujer mayor de cara redonda.
A Rebecca se le congeló la sonrisa al encontrarse con los ojos de John Saville, de un intenso azul cobalto, que la miraban como si fueran látigos. Frunció el ceño.
Acertó a ignorar a las dos mujeres y acompañó a la anciana hasta la sala de espera, amueblada con muebles de cuero y cromo y adornada con lilas frescas. De las paredes colgaban litografías de tiempos pasados. La decoración era acogedora, pero cara y los honorarios de John Saville no hacían sino convencer a sus pacientes de que el joven cirujano era de los mejores.
–Hasta la próxima cita, Esther –se despidió John de forma brusca. Desde luego, era el doctor Seco.
Sin embargo, Rebecca se había admitido a sí misma que su nuevo jefe era guapísimo… quizás demasiado. Tal vez fuera demasiado guapo para aquella profesión. Tenía rasgos aristocráticos, un cuerpo atlético, la piel bronceada y unos ojos de mirada intensa. Parecía más una estrella francesa del tenis o un actor de teleseries. Desde luego, no un brillante cirujano dedicado a su profesión, que tenía una consulta privada, hacía guardias de 24 horas en el hospital Valley General y todavía tenía tiempo para publicar sobre sus investigaciones y asistir a varios congresos médicos al año.
Era una pena que fuera tan guapo. Por lo menos, a ella no le valía de nada. Con sus pacientes era amable y delicado, pero con sus empleados Jekyll se convertía en Hyde.
Exactamente igual que Brian.
Sintió un nudo en la garganta. Llevaba meses convenciéndose de que Brian era agua pasada, que habría alguien mejor en el futuro. Aun así, no conseguía apartar el dolor. Brian había sido su amor, su luz, su esperanza durante más de dos años. Lo había conocido al empezar las prácticas en el Hospital Luterano. Aquel hombre quería curar teniéndola a ella al lado. Habían hablado del futuro, de los hijos y de poner una consulta juntos.
Al final, el doctor Brian Gage solo era capaz de hablar del último Mercedes que se quería comprar o de en qué club de golf se iba a construir la mansión cuando pudiera salir de Mystery, Montana.
También decidió cambiar de mujer, buscar una mejor, sustituir a la pueblerina Becky por una de más clase, alguien que no hubiera crecido pobre, con problemas, una que no llevara bata de enfermera y que tuviera menos ganas de ayudar al ser humano que ella.
Rebecca sonrió amargamente. Todavía le dolía, seguía ahí, en el corazón. Había decidido que Brian no le iba a amargar la vida y lo había conseguido. Le seguía doliendo que la hubiera dejado, pero la vida seguía adelante. Incluso tenía esperanzas sobre el futuro. La única condición era que no fuera médico. Ni siquiera si era guapo.
El doctor John Saville era lo suficientemente guapo como para ser una amenaza.
Menos mal que tenía muy claro que era un borde porque, si no hubiera sido así, se habría sentido atraída por la misma llama que ya la había quemado una vez.
–Señorita O’Reilly, ¿le importaría pasar a mi despacho, por favor?
Rebecca levantó la cabeza. El doctor la miraba con ojos como láser.
Asintió. Llevaba dos semanas trabajando con él, pero su tono imperioso y autoritario le seguían pareciendo más propio de un dictador que de un médico. Lo sabía porque ya tenía experiencia con hombres que la habían tratado como si no valiera nada y la pudieran pisotear.
«Llevamos trabajando juntos un buen tiempo y sigue siendo el doctor y yo la señorita O’Reilly», pensó Rebecca. Era como si todas aquellas formalidades le sirvieran para recordar a los demás que estaban por debajo de él. Rebecca lo odiaba.
Se levantó. Echaba de menos la delicadeza y la sonrisa de Paul Winthrop, que se había jubilado. Él nunca había hecho que nadie se sintiera un subordinado.
–Claro, doctor –contestó. Sabía muy bien lo que iba a pasar. Observó su ancha espalda mientras lo seguía hacia su despacho.
–Lo siento, Becky –dijo Lois en voz baja–. Debería haber dejado el chiste para la hora de comer.
–No pasa nada –contestó ella–. No estábamos haciendo nada malo. Reírse es muy sano, ¿no? Me pone de los nervios que haga como si esto fuera una funeraria. ¿Te importa ocuparte de mi teléfono?
Lois asintió. Tenía casi cuarenta años, era rubia y tenía una cara agradable.
–Cuidado con tu genio irlandés –le recordó–. Lleva aquí poco tiempo. Hay que irlo acostumbrando poco a poco.
Rebecca se alisó la falda con ambas manos. John Saville había dejado la puerta de su consulta abierta. Estaba de pie, con cara de póquer y los brazos cruzados.
Por un momento, Rebecca se sintió como si estuviera en el colegio, en el despacho del director. La única diferencia era que el señor McNulty no era un morenazo con corbatas de seda y chaquetas de Bond Street.
–Dígame, doctor –dijo Rebecca desde la puerta.
La expresión dura de su cara pareció dulcificarse un poco al verla. Rebecca no llevaba uniforme y él se paró a estudiar el vestido color ciruela con escote de pico que llevaba. Como siempre, llevaba el pelo, de color castaño, hacia atrás y sujeto con horquillas. Aquel peinado resaltaba su frente y aquellos ojos de color azul.
–¿Quería verme? –insistió