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La Gran Guerra de Celystra: Hijos del Primigenio III
La Gran Guerra de Celystra: Hijos del Primigenio III
La Gran Guerra de Celystra: Hijos del Primigenio III
Libro electrónico806 páginas12 horas

La Gran Guerra de Celystra: Hijos del Primigenio III

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Celystra se divide en dos bandos: los rebeldes y los fieles. Los primeros quieren rebelarse y destruir al Primigenio; los segundos creen que es un error y pretenden evitar la rebelión a toda costa. Así da comienzo una guerra en la que no solo se enfrentarán personas, sino también ideologías, pensamientos, miedos, mentiras y verdades.

En el bando de los rebeldes, la reina Ivy Leth Vandanna está al frente de un ejército heterogéneo que no tardará en presentar problemas dadas las grandes diferencias entre sus componentes. Diferencias históricas casi irreconciliables, diferencias de raza y de mentalidades... Unir a un ejército de semejantes características es un reto que pondrá a prueba las capacidades de una joven e inexperta reina elfa que, además, está empezando a ver despertar un aspecto dormido y aterrador de ella misma.

En el bando de los fieles, la regente Amara Arezo Soerdin lidera el ejército unido de Nandora y Diema. Es un ejército poderoso y mucho más homogéneo, compuesto por hábiles comandantes y estrategas. Convencidos de que tienen la razón al evitar una nueva Deshonra para Celystra, luchan con la valentía y la fuerza que les da el miedo de las represalias del Primigenio. Pero en el caso de Amara hay algo más: debe proteger a su hijo Alois, el rey, de un futuro sombrío y desolador.

La guerra entre fieles y rebeldes solo puede tener un final y sus consecuencias marcarán la historia de Celystra para siempre. Si ganan los rebeldes, el siguiente paso será enfrentarse al Primigenio. Pero si gana el ejército unido de Amara Arezo, ¿supondrá el final de los deseos de libertad de Celystra?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 abr 2017
ISBN9781370228058
La Gran Guerra de Celystra: Hijos del Primigenio III
Autor

Montse Martín

Montse Martín nació en Barcelona (España) en el año 1983. Su pasión por la escritura empezó desde muy pequeña, casi a la vez que su pasión por la lectura, pero solo como afición. Su primera obra publicada ha sido la saga de cuatro novelas 'Hijos del Primigenio', de publicación reciente. En la actualidad se encuentra cursando el último año del Grado en Geografía e Historia, lo que compagina con su trabajo y la escritura.

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    La Gran Guerra de Celystra - Montse Martín

    1.

    El día del entierro de Maiwen Arezo un terremoto partió en dos el suelo del cementerio de Kada. Maiwen debía ser enterrado en el panteón que la familia Arezo tenía en el cementerio. En la lápida de granito negro se había escrito su nombre seguido de «Nuestro amadísimo Rey». Pero Amara sabía que Maiwen no había sido tan amadísimo en vida como pretendía su lápida. No hacía falta más que echar un vistazo a los asistentes a su entierro; muchas familias pertenecientes a la alta sociedad nandoriense habían decidido no acudir a la ceremonia, pese a estar moralmente obligadas a hacerlo. «En lugar de eso seguramente estarán bebiendo vino en sus casas para celebrarlo», pensó Amara.

    Cuando no habían transcurrido ni veinte minutos desde el inicio de la ceremonia, Amara sintió el primer temblor. A su lado estaba su padre, que vestía el luto que exigían las costumbres diemenses; Tebra Soerdin ni se inmutó y Amara pensó que tal vez había sido su imaginación. Pero unos segundos después hubo un temblor mucho más fuerte y, en esta ocasión, todos los asistentes lo notaron. Aswimi, que sostenía al pequeño Alois en sus brazos, justo a la derecha de Amara, trastabilló y Amara temió que cayera al suelo con su hijo, pero por suerte logró mantenerse firme en el último segundo. De todos modos, el bebé, que solo contaba con dos meses de vida, se puso a llorar.

    El tercer temblor ya no fue tal, sino un movimiento sísmico en toda regla. Los tributarios de Tebra Soerdin se acercaron a su señor par para asegurar su seguridad. Uno de ellos dijo, con la voz cargada de miedo:

    —Deberíamos volver al palacio.

    Pero Maaike Ilan, junto al rey, dijo:

    —Es mejor que permanezcamos lejos de cualquier edificio. —Amara percibió que titubeaba—. Aunque creo que sí deberíamos abandonar el cementerio.

    Amara escuchó gritos. Varios nobles de la ciudad habían empezado a huir. Entre ellos descubrió a algún miembro del Consejo Real, como Dostan Darid y Neth Maxhew. Gard Lauliam y Tinebur Dahal se habían quedado, aunque en sus miradas se reflejaba el temor. Talee Phergar, el único consejero en el que Amara realmente confiaba, opinó igual que Maaike Ilan.

    Amara no era cobarde y no quería escapar como una chiquilla asustada solo porque el suelo estuviera temblando bajo sus pies, pero temía por su hijo, que chillaba angustiado entre los brazos de Aswimi. Los miembros de la Guardia Azul se acercaron al Rey y también la rodearon a ella; Amara sintió los brazos de Holsten Arguesson y de Clea Lothem rodeándola, y vio a Cenald Nido cubriendo con su cuerpo a Aswimi y a Alois. Pese a la situación, Amara no pudo evitar fijarse en la marca que surcaba la mejilla derecha del alto aristócrata, una marca de color más claro que el resto de su piel con la inquietante forma de una flor abierta. Era el resultado de lo ocurrido en Ladiz, la herida que el fuego le había causado a Cenald Nido y que jamás desaparecería. «Por lo menos él está vivo», pensó Amara, recordando a Roygard Oley y Bur Thorrol, que habían caído asesinados en Ladiz a manos de la misma asesina de Maiwen.

    —Esperaremos hasta que acabe —decidió Amara, hablando con firmeza—. Y entonces continuaremos con la ceremonia.

    En ese momento el temblor aumentó y el suelo bajo sus pies empezó a resquebrajarse. Justo donde se encontraba el panteón de los Arezo apareció una enorme grieta que vomitó el ataúd de madera donde reposaba Maiwen. Fue una visión tan espantosa que, a partir de ese momento, Amara soñaría asiduamente con ella. Al ver que el suelo seguía abriéndose, Tebra Soerdin tomó la decisión definitiva:

    —Marchémonos de aquí.

    Amara se dio la vuelta, custodiada por sus Guardias Azules. Antes de marcharse se dio la vuelta y vio cómo el suelo seguía moviéndose y parecía pretender abrir el ataúd de su esposo.

    El terremoto duró unos treinta minutos en total. Después hubo algunas pequeñas réplicas, pero de escasa importancia. El fenómeno solo afectó a la capital de Nandora pues, por lo que supieron más adelante, en el resto de ciudades no se había notado. La zona más afectada resultó ser la del cementerio, aunque algunas casas en el sur de la ciudad también habían sufrido algún daño. Sin embargo, el cementerio había sufrido tantos daños que exigía una reconstrucción. Muchas de las tumbas y de los panteones se habían abierto y sus ocupantes habían salido a la superficie como si quisieran volver a la vida. Entre ellos se encontraba Maiwen Arezo, cuyos restos se habían mezclado con los huesos de algunos de sus ascendientes familiares. Amara no quiso verlo, pero quienes le hicieron le aseguraron que era una visión espantosa.

    La vida política de Nandora continuó paralela a la reconstrucción del cementerio de Kada. Alois Arezo Soerdin fue proclamado rey por la Asamblea y Amara Arezo su regente hasta que él tuviera dieciséis años. Amara mantuvo en el Consejo Real a los mismos miembros que en época de Maiwen. En su primera reunión formal con sus consejeros, Amara fue informada sobre algunas teorías absurdas y descabelladas que recorrían la ciudad acerca del significado oculto del terremoto.

    —Hay gente que piensa que se trata de un mensaje —explicó Gard Lauliam—, un aviso sobre algo horrible que está a punto de ocurrir.

    Amara soltó un resoplido.

    —¿Y quién envía ese mensaje? —quiso saber. Se encontraban sentados a la mesa de nogal de una de las salas interiores del palacio. Amara presidía la mesa y podía ver los rostros de todos sus consejeros. El de Gard Lauliam pareció enrojecer en ese momento.

    —El Primigenio, según dicen algunos —dijo—. Otros apuestan por espíritus o seres fantasmales.

    —Hay quien dice que fue el propio Maiwen Arezo —intervino Dostan Darid—, que intentó salir de la tumba para vengar su muerte.

    Amara frunció el ceño.

    —¿Quién dice esas tonterías? —preguntó.

    Tinebur Dahal intervino:

    —Son comentarios absurdos de gente poco ilustrada. No hay que hacer caso de ellos.

    —Pero sí que existe gente que pide venganza —añadió Gard Lauliam—. Los aliados de Maiwen, sus personas de confianza, piensan que la muerte del rey debería ser vengada…

    —Sus personas de confianza —comentó Amara—. Vosotros lo erais, ¿verdad? ¿Vosotros también queréis venganza?

    Gard Lauliam carraspeó antes de decir:

    —Según tengo entendido, tras lo ocurrido en Ladiz vos misma jurasteis venganza… Jurasteis que iniciaríais una guerra para vengar a vuestro esposo…

    —Es cierto que lo dije —reconoció Amara—. Pero hablé movida por la rabia del momento. No pienso iniciar una guerra para vengar una muerte. Sería estúpido.

    Amara había sido testigo de la muerte de Maiwen, igual que de las de Roygard Oley y Bur Thorrol, y sabía que la princesa nandoriense había actuado en defensa propia. Por mucho que le pesara, no existía ninguna excusa para culpar a Veda Sanadria de perpetrar esos tres asesinatos con intención y premeditación. Amara admiraba la valentía de aquella niña de once años. «Yo en su lugar hubiera hecho lo mismo», pensó.

    Bale Saracar tosió y se encogió un poco más en su asiento; Amara sabía que el anciano había estado enfermo recientemente y todavía no estaba recuperado del todo.

    —Eso está bien —dijo el consejero—. Pero no podemos olvidar que, en estos momentos, Veda Sanadria es nuestra enemiga. Podría reclamar formalmente el trono.

    —Cierto —repuso Dostan Darid—. Deberíamos buscarla y matarla.

    —Eso no es una buena idea —dijo Talee Phergar. Como siempre, era él quien aportaba más sentido común a la conversación—. Dejando a un lado lo que haya hecho, los Sanadria todavía tienen apoyos en Nandora. La Disidencia sigue clamando contra la presencia de un Arezo en el trono. Y entre el pueblo mucha gente piensa igual. Si atentáramos contra la princesa, solo conseguiríamos más odio y rechazo de una gran parte de la población.

    Amara se sentía impaciente. Había otro problema que reclamaba su atención de manera más urgente que una simple venganza.

    —Dejemos por un momento a Veda Sanadria —dijo. Su voz sonó fuerte y se impuso sin dificultad a los de los consejeros que estaban hablando—. Olvidemos todo eso. Señor Dahal, tal vez esas personas poco ilustradas de las que hablabais tengan parte de razón cuando dicen que el terremoto fue un presagio de que algo horrible estaba a punto de ocurrir. Porque, en efecto, algo horrible está a punto de ocurrir. La rebelión contra el Primigenio…

    Casi le costó pronunciar esas palabras en voz alta, aunque no pensaba en otra cosa. Sobre todo, pensaba en eso cuando miraba a su hijo, tan pequeño y tan inocente, que todavía no había empezado a vivir. «No permitiré que mi hijo sufra las consecuencias de una rebelión».

    —Todos sabemos qué consecuencias puede acarrear una rebelión contra el Primigenio —siguió diciendo. Las miradas de todos sus consejeros estaban fijas en ella—. Las estamos viviendo todavía hoy. Maiwen y yo decidimos hacer todo lo que pudiéramos por evitarla.

    —En estos momentos, solo existe una manera de conseguir eso —repuso Talee Phergar. Amara ya lo sabía, pero de todos modos el consejero lo dijo en voz alta—. Hemos de luchar contra los rebeldes y evitar que sigan adelante con sus planes.

    —Entonces, al final sí pensáis iniciar una guerra —comentó Bale Saracar.

    —Es la única manera. —Amara miró a Talee Phergar y este asintió con la cabeza.

    —La Asamblea debe consentir una declaración de guerra —dijo Gard Lauliam—. Al contrario que en Diema, en Nandora no es algo que dependa exclusivamente del rey. O de la regente.

    Amara le lanzó una penetrante mirada al consejero. Pero la mirada de él era amistosa. Amara comprendió que solo le estaba informando de un hecho y asintió con la cabeza.

    —Está bien —dijo—. Eso haré. Convenceré a la Asamblea de que una guerra contra los rebeldes es necesaria.

    —Si me permitís la pregunta, ¿qué justificación pretendéis dar para convencer a la Asamblea? —quiso saber Neth Maxhew—. ¿La fidelidad al Primigenio? No sé si eso será suficiente…

    —El miedo —contestó Amara—. La fidelidad no siempre es suficiente para luchar. Pero el miedo sí. Todo el mundo lucha cuando tiene miedo a morir.

    Pocos días después tuvo lugar la sesión en la Asamblea. Amara acudió acompañada de su Guardia Azul y de Talee Phergar. Los asambleístas ya conocían el motivo de dicha reunión. Algunos de ellos se mostraron favorables a una guerra contra los rebeldes, pero otros objetaron. Estos últimos, coincidencia o no, eran los asambleístas cercanos a Dysthe Ebba. Él mismo estuvo presente y escuchó las disertaciones de la regente con una mueca parecida a una sonrisa en su atractivo rostro.

    Amara anunció que la declaración de guerra se haría contra Adara. A la reunión de Ladiz había acudido el consorte de la reina elfa en calidad de representación de los líderes de la rebelión. Amara era lo bastante inteligente como para suponer que la misma reina era la líder. Todo encajaba: la nueva reina era una mujer joven, que había sido amiga de Rella Sanadria y que, según había sabido, había ayudado a escapar a Veda Sanadria de su inevitable muerte dos años atrás. «Y no es la primera vez que pasa. Precisamente fue una elfa quien inició la primera rebelión. No es extraño que sea otra elfa quien inicie la segunda».

    —Pero no sabemos con seguridad con qué aliados contarán los rebeldes —comentó uno de los asambleístas del bando de Dysthe Ebba.

    Los elfos no poseían un ejército muy poderoso. Básicamente estaba compuesto de arqueros y magos. Aunque estos últimos eran muy respetados, Amara no creía que tuvieran mucho que hacer contra los ejércitos unidos de Nandora y Diema. Pero la observación de aquel asambleísta era acertada; no estaban seguros de los apoyos de los elfos. «Los enanos, que ahora vuelven a ser libres —pensó Amara—. Los gnomos. Ambos son grandes pueblos guerreros. Los maeghenses… Maldita sea, los maeghenses…». Solo el hecho de pensar en la remota posibilidad de que Maeghan participara en la guerra le provocó un ligero temblor en las piernas.

    Sin embargo, Amara se creía optimista.

    —No creo que tengan muchos apoyos —dijo—, sabiendo lo que ocurrió después de la primera rebelión. En cualquier caso, nuestro deber es evitar que esa rebelión prospere. Con Sorielenne Le Denisse no hubo nadie que se alzara en su contra y el Primigenio castigó a todo Celystra por las acciones de unos pocos. Esta vez vamos a evitar que eso ocurra; evitaremos una nueva Deshonra y salvaremos a Celystra del desastre. —Amara observó que las miradas de la mayoría de asambleístas estaban preñadas de miedo y desesperación. Todos temían las represalias del Primigenio y precisamente eso era lo que Amara pretendía conseguir con su disertación. En cambio, los ojos oscuros de Dysthe Ebba la miraban con una expresión distinta. «Él no tiene miedo —comprendió Amara, y eso casi le hizo sentir admiración hacia él—. Este hombre no siente miedo del Primigenio».

    —No es solo por nuestra fidelidad hacia el Primigenio por lo que debemos luchar —siguió diciendo ella, tratando de esquivar la mirada del asambleísta—. También por nuestra propia supervivencia. Por muy leales que seamos a él, que lo somos, sabemos el alcance de sus represalias. Merecidas, por otro lado; pero eso no implica que no sean duras represalias. Pensad en vuestras familias, amigos, seres queridos; personas que no han querido iniciar una rebelión y que sufrirán esas represalias si al final esta prospera. Debemos luchar por el Primigenio, pero también debemos luchar por ellos, por los inocentes que no podrán defenderse.

    «Por Alois», dijo una débil voz en su cabeza.

    —Alteza —dijo en ese momento Dysthe Ebba. Amara se vio obligada a enfrentarse a su mirada fría y decidida—, todo eso que decís está muy bien. Pero espero que no pretendáis disfrazar una cruzada contra los asesinos de vuestro esposo en una lucha legítima por los intereses del Primigenio…

    Amara sonrió. Desde luego, ya se esperaba esa pregunta. «Sois inteligente, señor Ebba, pero no tanto como yo».

    —Mi esposo murió en una refriega —dijo Amara—. Todos sabemos quién empuñaba el cuchillo que le robó la vida, pero no es ese el motivo por el que quiero iniciar una guerra. Si fuera así, señor Ebba, no la declararía a Adara; la declararía a esa persona y a la Disidencia que anhela su regreso a Nandora.

    La expresión de Dysthe Ebba no mudó en absoluto, como si aquellas amenazas no fueran con él.

    —Pero esa persona —insistió el asambleísta—, como decís, se encuentra recluida y protegida en Adara.

    —Insisto en que en ese caso se trataría de una guerra civil —terció Amara—, un asunto interno. La Corona contra la Disidencia.

    Dysthe Ebba sonrió.

    —No podríais declarar la guerra a la Disidencia —replicó—. No sin saber qué personas hay detrás de ella.

    Amara le dedicó una sonrisa.

    —¿En serio no lo sabemos? —dijo.

    Por toda respuesta, el asambleísta amplió su sonrisa. Amara se sentía exultante; le encantaba jugar a ese juego. Ella sabía que Dysthe Ebba pertenecía de algún modo a la Disidencia y él sabía que ella lo sabía. Pero ni él podía confesarlo de manera abierta, ni ella podía demostrarlo con pruebas. «Algún día os delataré, señor Ebba —pensó Amara, sin dejar de sonreír—. Qué pena que ahora tenga asuntos más importantes que atender».

    —Tal vez esta guerra nos lleve directamente hasta Veda Sanadria —dijo Amara—, aunque ese no es el objetivo. En todo caso, pienso establecer medidas para encontrar a los miembros de la Disidencia. Así, señor Ebba, sí tendremos nombres contra los que poder actuar.

    —¿Qué medidas serían esas, alteza? —le preguntó Dysthe Ebba. «Casi, señor Ebba, casi».

    —Medidas que debatiré con mi Consejo privado —contestó Amara, sin borrar la sonrisa de su rostro. A continuación, Amara solicitó el voto de la Asamblea para iniciar la guerra. Le molestaba tener que pasar por ese absurdo trámite, pero no pretendía cambiar las leyes de Nandora; solo amoldarlas a sus gustos y necesidades.

    La votación dio como resultado una amplia mayoría al sí, aunque también hubo varios votos negativos. Las votaciones eran secretas, pero Amara no necesitaba ser demasiado inteligente para saber quiénes habían sido los que habían votado por el no. Pero eso ya daba igual, se dijo; tenía luz verde para iniciar los preparativos de la guerra.

    Lo primero que hubo que hacer fue formalizar la declaración de guerra contra Adara. Dicha declaración la hicieron de manera conjunta Nandora y Diema, con lo que el siguiente paso fue cerrar las fronteras de ambos países y eliminar cualquier tipo de contacto diplomático con el país de los elfos. Posteriormente se realizó una llamada generalizada a las armas. En Diema los tributarios del rey estaban obligados a asistirle en la guerra, y en Nandora Amara debía convocar formalmente al ejército.

    Tebra Soerdin decidió marchar cuanto antes hacia Diema para reclutar a sus tributarios para la guerra. Antes estableció con Amara el plan a seguir. Ella era una mujer inteligente, pero en Diema a las mujeres no se les enseñaba tácticas de guerra y en ese aspecto su padre tenía más conocimientos que ella. Se reunieron en la sala de audiencias del Palacio Real los cabecillas de ambos ejércitos: por la parte de Nandora, Amara con sus Guardias Azules y Talee Phergar, y por la parte de Diema, Tebra Soerdin acompañado de sus tributarios, con la excepción de Maaike Ilan; el rey diemense había ordenado al semielfo que iniciara el reclutamiento de sus tropas y este ya había iniciado el camino hacia Diema aquella misma mañana.

    Tebra opinaba que la mejor manera de actuar era ir directamente hasta Adara y atacar la isla. Sabían que el ejército de los elfos era débil; aunque eran buenos en ataques a distancia, contra la infantería y caballería nandoriense y diemense no tendrían grandes posibilidades.

    —Solo existe un riesgo —dijo Tebra—. No sabemos con seguridad qué apoyos tendrán los elfos.

    Sus palabras se parecían demasiado a las que había pronunciado el asambleísta aliado de Dysthe Ebba, pero no le faltaba razón.

    —Por lo que sabemos no hay otros países implicados —dijo Phergar—. El elfo con el que hablamos en Ladiz no dijo nada al respecto.

    —Bueno —dijo el rey diemense—, en todo caso considero que la estrategia debería ser ir hasta Adara. Tal vez ellos no se lo esperen y si conseguimos arrinconarles en su isla podremos sacar beneficio de una situación que, en principio, les podría resultar ventajosa como es su aislamiento. Debemos aprovechar que su ejército es débil.

    Amara había desplegado un mapa del continente y Adara sobre la mesa de la sala de audiencias. Después de observarlo durante unos minutos, dijo:

    —Deberíamos ir por Leilany. Aunque no sepamos qué alianzas tienen los elfos, desde luego es menos peligroso tener que enfrentarse a los jinetes de Leilany que a los maeghenses. Por el momento deberíamos evitar penetrar en territorio de Maeghan en todo lo posible.

    Su padre estuvo de acuerdo con ella.

    —Yo iré hasta Kámdara para reunir a mis tributarios y al ejército —dijo—. Maaike me estará esperando en Vremha con todos los apoyos que haya podido reunir en mi nombre.

    —Yo aún debo reunir al ejército de Nandora —dijo Amara—. Una vez que esté hecho, me reuniré contigo en Diema. —Después de revisar el mapa, precisó—. En Anker. Se trata del emplazamiento más cercano a Leilany. Desde allí reuniremos a nuestros ejércitos e iniciaremos juntos la marcha hacia Adara.

    —Está decidido, pues —dijo Tebra, poniéndose en pie—. Marcharé hacia Kámdara inmediatamente.

    Tebra Soerdin abandonó Kada aquella misma tarde, después de despedirse de su hija y de su nieto. Talee Phergar quiso reunirse a solas con Amara para hablarle de cierto aspecto importante relativo a la guerra; una vez a solas en la sala de audiencias, mientras Aswimi permanecía en sus aposentos privados atendiendo a su hijo, Amara escuchó las palabras de su consejero.

    —Debéis decidir el nombre del comandante que liderará vuestro ejército —le dijo Phergar.

    Amara le miró sin comprender.

    —¿El comandante? Yo, por supuesto.

    Entonces el consejero sonrió de manera enigmática.

    —Sabía que diríais eso —dijo—. Debéis informar a la Asamblea de esos planes; debéis informarles de que seréis vos personalmente quien comande el ejército, y también a qué persona dejaréis al frente del gobierno de Nandora durante vuestra ausencia.

    —¿Crees que la Asamblea pondrá problemas?

    El consejero se encogió de hombros.

    —Sois una mujer —dijo—. A mí eso me resulta indiferente, pero muchos asambleístas no verán correcto que sea una mujer quien comande un ejército.

    —¿Correcto? —repitió Amara—. ¿O quieres decir denigrante para los soldados? La mayoría son hombres…

    —La mayoría no, alteza —precisó Phergar—. Todos. Las mujeres no participan en el ejército. Pero vos —añadió tras un leve carraspeo—… siendo de Diema, ya deberíais estar acostumbrada a esos problemas…

    Amara se puso en pie con un crujido de su vestido de seda, negro todavía en honor al luto por su esposo.

    —Estoy acostumbrada —dijo—, pero no estoy de acuerdo. Mi padre me enseñó desde pequeña que una mujer puede ser tan válida como un hombre. Y pienso demostrarlo.

    Amara no tardó en hacer esa gestión. Esa misma tarde solicitó una reunión extraordinaria de la Asamblea, a la que no acudieron todos sus miembros. Sus principales aliados como Talee Phergar o Dostan Darid sí estuvieron presentes, pero Dysthe Ebba y sus allegados no asistieron. Amara no sabía si alegrarse o lamentarse por ello.

    Cuando la regente anunció a los asambleístas sus planes de guerra, fueron varios los que se mostraron incrédulos ante su decisión de liderar el ejército. Uno de ellos fue lo bastante audaz como para decir en voz alta lo que todos ellos estaban pensando:

    —Pero sois una mujer…

    «Estos aún son peor que los diemenses», pensó Amara. Se limitó a lanzar al asambleísta una mirada fría y dura que le cayó como una losa de granito, haciéndole callar de golpe.

    —Yo lideraré las tropas —volvió a decir Amara, sin aceptar una protesta más—. No es una solicitud de permiso a la Asamblea; es una decisión que he tomado y de la que os estoy informando. Soy la regente de este país y mi obligación es liderar a su ejército en caso de guerra.

    —Pero sois una…

    Era otro asambleísta diferente. Amara resopló. «Estos no tienen otro argumento», pensó.

    —Sí —le interrumpió Amara—, ya sé que soy una mujer. ¿Alguien tiene alguna información que darme que yo no sepa?

    —¿Y qué ocurre con el rey? —preguntó otro de los asambleístas.

    «No puede ser que realmente me estén preguntando eso», pensó Amara, atónita.

    —El rey permanecerá a salvo en Kada —dijo. Al ver que el hombre trataba de replicar, Amara alzó la voz—. Sois muy perspicaces en daros cuenta de que soy una mujer, pero al parecer no os habéis percatado de que el rey es un bebé de meses.

    Los asambleístas se sonrojaron, pero uno de ellos replicó:

    —El rey debe asistir a la guerra y en caso de no poder hacerlo por causas de fuerza mayor, debe ser su persona de confianza quien le sustituya en el frente.

    —Yo soy su persona de confianza —repuso Amara—. Soy su regente y lideraré el ejército en su nombre. Mi Consejo, encabezado por Talee Phergar, se hará cargo del gobierno en mi ausencia.

    Pese a sus iniciales discrepancias, al final la Asamblea dio su consentimiento. Amara se despidió esa misma noche de su hijo, al que dejó bajo el cuidado de Aswimi.

    —Sé que sabrás cuidar bien a Alois —le dijo a su dama de compañía. El bebé estaba durmiendo en su cuna, inocente y tranquilo. Amara le miró con una expresión cargada de ternura y calor, algo muy poco habitual en ella—. Ten en cuenta que es el rey, no es un niño cualquiera.

    —Lo sé.

    —Si necesitas ayuda puedes confiar en Talee Phergar —le dijo Amara—. El resto del Consejo también te puede ser útil, pero sin duda en quien más confío es en él. Déjate aconsejar y ayudar por él siempre que lo necesites.

    —De acuerdo. —Aswimi asintió con la cabeza.

    Fue precisamente Phergar el encargado de realizar todos los trámites necesarios para la convocatoria del ejército. Al cabo de unas semanas, todas las tropas estuvieron preparadas en Kada, donde habían sido llamadas a filas desde todos los rincones del país. La mayor parte del ejército nandoriense consistía en infantería y una pequeña parte de caballería. Centenares de hombres se reunieron ante Amara aquella mañana. No todos eran soldados; también había herreros, aguadores, portaestandartes… Los soldados vestían con armaduras de cuero, pero llevaban la mayor parte de su armamento en carretas que tiraban los miembros de menor rango del ejército.

    Amara había dejado sus vestidos de seda y encajes guardados en sus aposentos del Palacio Real. En lugar de eso, se había enfundado en un jubón de cuero ligero con adornos esculpidos en el pecho, pantalones también de cuero y botas. Además, había ceñido sus rubios cabellos en un simple recogido en la parte de atrás de la cabeza. También había prescindido de todas sus criadas, peluqueras, costureras y damas de compañía habituales, siendo atendida únicamente por un sirviente que se encargaba de portar una carreta con la armadura de acero que llevaría en las batallas.

    Holsten Arguesson, Clea Lothem y Cenald Nido también la acompañaban. No lo hacían ya únicamente como Guardias Azules sino también como miembros del ejército. A los dos primeros, en los que más confiaba, les había cedido el control de sendas unidades del ejército. Se había asegurado, no obstante, de no dejar desprotegido al rey y le había encargado a Talee Phergar el nombramiento de nuevos miembros para que suplieran a los fallecidos Roygard Oley y Bur Thorrol. Confiaba en que el consejero sabría escoger de manera adecuada a esos hombres.

    Por último, Amara también se llevó a Mazurr. Había decidido liberarlo de su cautiverio y darle un uso más eficaz. El grifo era descarnado, por lo que no podía morir, y sus afiladas garras sin duda podrían ser de mucha ayuda en mitad de una batalla. Pero no era solo por eso; el aspecto que ofrecía era tan monstruoso que conseguía helar la sangre a todo aquel que lo veía por primera vez. Amara consideró que podría resultar una herramienta muy útil para aterrorizar a sus enemigos. Como ya la conocía, el animal dejaba que Amara montara sobre su lomo, pero solo se lo permitía a ella. Por si acaso, Amara decidió llevar también un alto corcel de color negro para cuando no montara a lomos de Mazurr. En cualquiera de los dos casos, la reina ofrecía un aspecto sobrecogedor y eso era precisamente lo que ella pretendía.

    El ejército de Nandora abandonó Kada y se adentró en la meseta que rodeaba la capital. Amara lideraba el avance de las tropas y era la encargada de ejecutar todas las órdenes. Al principio pudo detectar que ese hecho causaba cierto malestar en los soldados. Clea, Holsten y Cenald, sin embargo, la obedecían en todo, como siempre habían hecho.

    —Algunos de los hombres a mi cargo me han preguntado ciertas cosas —le dijo Holsten cuando hicieron una primera parada para descansar, cerca ya de la salida de la meseta de Kada—. Me preguntan que por qué os respetamos tanto y obedecemos vuestras órdenes a rajatabla.

    —¿Y qué les habéis contestado? —quiso saber Amara.

    —Que sois la reina —repuso Holsten con un encogimiento de hombros—. No necesito otro motivo.

    —A mí me han preguntado lo mismo —intervino Clea—. Yo les contesté que pronto se darían cuenta del motivo.

    Amara sonrió. Su intención no era solo conseguir que las tropas la obedecieran por ser la reina regente, sino también que la respetaran y admiraran. Un líder necesitaba que sus hombres le quisieran, que fueran capaces de dar la vida por él. Por eso les dijo a sus generales que les hicieran saber al resto de soldados que no tuvieran miedo en acercarse a ella si querían preguntarle alguna cosa, o hacerle cualquier comentario o solicitud. Resultaba conveniente que la vieran cercana, pero sin olvidar nunca que era ella quien daba las órdenes.

    La marcha a través de Nandora continuó durante días. Amara no dudaba en dejar descansar a sus tropas en cuanto veía que los soldados estaban cansados. También intentaba hablar mucho con sus generales; no solo con Holsten y Clea, sino también con otros que no conocía y que habían sido puestos en sus cargos por los dos primeros. Con Cenald las conversaciones fueron más difíciles, pues el alto aristócrata se mantenía distante no solo del resto de soldados sino también de la propia Amara. Su condición orgullosa, unida al desasosiego interno que le había causado la profunda herida que surcaba su mejilla derecha, habían hecho que se recluyera en sí mismo y que casi no quisiera hablar con nadie. Precisamente por eso, a Amara empezó a caerle algo mejor; siempre le había considerado un engreído y un orgulloso, un hombre demasiado altivo que siempre se vanagloriaba de su persona. Ahora veía en él a un hombre inseguro, atormentado, que a causa de una simple marca en la cara había perdido toda su determinación y todo su arrojo. Aquel era el verdadero Cenald Nido, pensó Amara; un hombre inseguro obligado a disfrazarse de orgullo y prepotencia a causa de su raza.

    Varias semanas después empezaron a cruzar tierras diemenses. La Llanura de la Capital se extendía ante ellos vasta e inmensa, tan diferente a como Amara la recordaba durante su último viaje, cuando la cruzó para llegar a Nandora y convertirse en la esposa de Maiwen Arezo. «Debe hacer justo un año de aquello —pensaba Amara, no sin cierta sorpresa—, y ya soy la reina regente, me encuentro liderando un ejército y a punto de entablar una guerra».

    El viaje hasta Anker iba a ser largo. Amara imprimía velocidad a sus tropas para tratar de avanzar lo más rápido posible, pero también les permitía largos y reparadores descansos. Durante todo ese trayecto aprendió muchas cosas sobre Holsten, Clea y Cenald; estos, cuando solo eran sus Guardias Azules, solo tenían como deber protegerla y no entablar amistad con ella. La tradición nandoriense dictaba que los Guardias Azules no podían albergar ningún tipo de sentimiento hacia los reyes de turno, pues si el rey cambiaba el Guardia Azul debía continuar protegiendo la vida del siguiente. Pero eso no siempre se cumplía.

    —Dicen que la mujer de Phelann Sanadria tuvo un escarceo amoroso con uno de sus Guardias Azules —comentó en una ocasión Clea. Se habían detenido para descansar y Amara se había reunido con el grupo de sus generales. A Clea le gustaba charlar sobre cotilleos y asuntos intrascendentes.

    —¿Cuál de ellas? —preguntó Holsten, haciendo gala de un humor que Amara desconocía en él—. Porque tuvo cientos de esposas.

    —Entre la Guardia Azul de un Arezo, no recuerdo cuál, estaba uno de sus hermanos —comentó Cenald. Poco a poco se había ido acercando más a los otros. Holsten le miraba con cara de pocos amigos, pero Clea siempre le recibía con una sonrisa.

    —Y Kendal Sanadria era muy amigo de uno de sus Guardias Azules —terció Cleamont—. Un alto aristócrata, también.

    Cenald resopló.

    —Los altos aristócratas no tenemos amigos —murmuró.

    A Amara le gustó el cambio que se obró en su relación con ellos. Aprendió cosas no solo relacionadas con sus personalidades sino también con su vida privada, cosas que jamás le habían explicado antes. De Holsten supo que no había nacido en Kada sino en Dalca, y que había llegado a la capital nandoriense con dieciocho años en busca de una manera de buscarse la vida. Su aspecto serio y algo sombrío siempre le había hecho pensar a Amara que ocultaba algún episodio triste en su pasado, y pronto pudo confirmar sus sospechas.

    —Enviudé hace unos diez años —le dijo una noche que pararon a descansar, mientras Cenald y Clea dormían no muy lejos de ellos. En el campamento reinaba el silencio y la calma, solo quebrados por el ocasional relincho de algún caballo.

    —No sabía que estuvieras casado —comentó Amara—. ¿Y no te has vuelto a casar?

    Holsten meneó la cabeza.

    —No —contestó—. Y no tengo hijos. Todo lo que tengo es mi trabajo en el ejército. Cuando vuestro esposo me nombró miembro de su Guardia Azul, fue un auténtico honor para mí.

    —¿Eras buen amigo de Maiwen? —quiso saber Amara. Holsten la miró directamente a sus ojos azules.

    —Vuestro marido hizo algo que ningún rey de Nandora había hecho jamás —comentó, haciendo referencia a su última conversación sobre la relación entre los Guardias Azules y los reyes—. Nombró Guardias Azules a sus amigos.

    —Clea dijo que Kendal Sanadria era amigo de uno de sus Guardias Azules —recordó Amara.

    —Lanson Noelle, sé quién es —dijo Holsten—. Pero es distinto. Ellos dos se hicieron amigos después, no antes de que el alto aristócrata fuera nombrado Guardia Azul. Bedno Noelle era su padre y a él le había ocurrido algo parecido con el padre de Kendal Sanadria. Pero el caso de Maiwen es diferente; Maiwen nos nombró sus Guardias Azules precisamente porque éramos sus amigos. No tuvo en cuenta nuestra extracción social, nuestra posición o nuestro nombre. Solo valoró el grado de amistad que nos unía a él y, sobre todo, la ayuda prestada durante su golpe de Estado.

    —Es decir —terció Amara—, que os recompensó por ello.

    —Sí —aceptó Holsten—, así fue. Pero no me parece mal. Perpetrar un golpe de Estado es una acción arriesgada y alguna ventaja debíamos sacar de todo el asunto, ¿no creéis?

    —¿Tú piensas que fue justificado? Me refiero a lo que pasó con Kendal Sanadria…

    Holsten hizo un gesto con la mano para zanjar el asunto, aunque luego comentó:

    —Cada uno debe hacer lo que cree que es mejor para sus intereses. Desde luego, Maiwen actuó en su defensa, está claro. Y el Sanadria también lo hizo cuando salvó a su hija de la muerte; era su única heredera, debía sobrevivir.

    El viaje por la Llanura de la Capital transcurría rápido y tranquilo. El clima les acompañó en todo momento, pues, aunque algún día amaneció nublado, no llegó a descargar lluvia y el sol brilló durante la mayor parte del tiempo. Pero no era un sol abrasador, como lo sería al sur del país, y resultaba bastante agradable caminar bajo él. A veces Amara volaba sobre Mazurr, que sobrevolaba las tropas con elegancia aunque causando cierto temor, sobre todo al principio. Su horrendo aspecto todavía despertaba los miedos de la mayoría de los soldados. Holsten y Cenald, que al principio se habían sentido bastante asqueados, no tardaron en empezar a acercarse al animal e incluso intentaron tocarlo. Mazurr no era un animal violento ni agresivo, por lo menos si no percibía peligro.

    Cleamont, en cambio, había sentido curiosidad por Mazurr desde el primer día. Su habitual carácter jovial y alegre le hizo acercarse al grifo y alargar una mano hacia él, lleno de curiosidad. El animal, en lugar de rugirle o alejarse de él, permitió que Clea lo tocara y, desde entonces, era la única persona del ejército, junto con Amara, que acariciaba la abrasada y cuarteada piel del grifo. Nadie más se atrevía a hacerlo. Sin embargo, solo ella se montaba sobre el lomo de Mazurr; ni siquiera Clea era tan osado como para intentarlo.

    —Es el primer ser descarnado que conozco —le comentó en una ocasión Clea. Mazurr se encontraba tumbado sobre la verde hierba de la Llanura de la Capital y ambos le observaban, Clea con curiosidad y Amara con algo parecido al cariño—. Y supongo que será el último.

    —Existe un descarnado más en el mundo —recordó Amara—. El que era considerado el último descarnado antes de la existencia de Mazurr; aunque imagino que seguirá siendo considerado como tal, teniendo en cuanto que Mazurr no es más que un grifo y el otro es un humano. Un poderoso mago, además.

    —Sí, el cuñado de Noshua Sanadria —dijo Clea. Hablaba de él como si se estuviera refiriendo a un compañero de habitación—. Nunca lo he visto. Pero dicen que vivía en Nandora. Con los Sanadria, con su familia.

    —¿Se sabe que ha sido de él?

    —No. —Clea meneó la cabeza—. Desapareció junto con…

    El joven general enmudeció de repente, y Amara comprendió su turbación. «Desapareció junto con Veda Sanadria —pensó—. Era su familia, era posible que tratara de salvarla. ¿Es posible que vaya a participar también en la rebelión? ¿Y que luche en la guerra?». Por un lado, Amara hubiera matado para que así fuera; ver a un poderoso mago descarnado, el último que existía, debía ser un espectáculo sin igual. «Lo malo es que, en caso de luchar, seguramente lo hará en el bando contrario».

    —Da igual si participa en la guerra —le dijo Amara a Clea, tratando de calmarlo—. Un solo mago no puede derrotar a un ejército entero…

    —Bueno —comentó Clea, encogiéndose de hombros—, ¿no fue eso lo que hizo en la Segunda Guerra? O al menos eso dicen los libros de historia…

    —La historia la escriben los vencedores —repuso Amara, alejándose de él—. Y esa guerra la ganó Nandora.

    Llegaron a territorio de Kámdara, pero no se adentraron en la ciudad. Amara sintió cierta nostalgia al encontrarse tan cerca de su ciudad natal, pero sabía que no era momento para sentimentalismos absurdos. Siguieron avanzando por la Llanura de la Capital hasta que llegaron al Camino del Rey; se llamaba así porque era el sendero que los reyes diemenses habían utilizado desde antiguo para recorrer el país. El camino, construido en tosca piedra, discurría hacia el sur atravesando buena parte de la Llanura de las Serpientes y conectaba la capital con Anker y Vremha, las ciudades más importantes del sur del país. Amara ordenó a su ejército avanzar siguiendo la dirección que marcaba el Camino del Rey, porque sabía que era la manera más rápida y directa de llegar hasta Anker.

    Una vez en la estepa, el trayecto no resultó tan agradable como en la Llanura de la Capital. Las temperaturas se iban volviendo más altas a medida que iban avanzando, y el terreno que les rodeaba se iba tornando más árido y poco amigable. Amara vio varias serpientes avanzar deprisa y siseantes por delante de ellos. Sabía que podía haber alguna venenosa y alertó a sus tropas para que anduvieran con precaución. En su ejército había chamanes, pero mejor era prevenir que después lamentar.

    El viaje por la Llanura de las Serpientes no resultó problemático. Hubo algunos sustos, como varios soldados que creían haber sido mordidos por serpientes venenosas pero que, en realidad, solo habían sido agredidos por pequeñas culebras asustadas. Hubo uno, en cambio, que sí fue atacado por una sierpe venenosa y sufrió graves fiebres y sudores; por suerte, los chamanes supieron tratar el veneno a tiempo y el soldado pudo recobrar la salud. Pertenecía a la unidad de Clea, y la preocupación del general por el estado de su soldado le dio a Amara buenas vibraciones; para un general, cada uno de los soldados de su unidad debía ser importante e imprescindible, y debía preocuparse de ellos casi como lo haría de sus propios hijos.

    La misma Amara en persona fue a comprobar el estado del soldado cuando este todavía presentaba elevadas fiebres. Fue hasta el pabellón de los chamanes, recibida con evidente sorpresa por ellos y por el resto de soldados que encontró. Se inclinó sobre el soldado enfermo, cuya piel todavía ardía por la fiebre.

    —No querría morir de esta manera tan absurda —le dijo a Amara cuando la tuvo delante—. Aún no he tenido tiempo ni de luchar…

    —No morirás por esto —le aseguró Amara. Su voz sonó tan sincera y segura que el hombre no pudo hacer otra cosa sino creerla.

    Las palabras de Amara fueron acertadas y el soldado sobrevivió. Cuando le volvió a ver, ya de pie y totalmente recuperado, él la saludó con una inclinación respetuosa y le dijo:

    —Gracias por ir a visitarme, alteza. Nunca me he considerado una persona crédula ni supersticiosa, pero… Creo que fueron vuestras palabras las que me salvaron.

    —Me honra que pienses eso —le dijo Amara—, pero mucho me temo que me sobrevaloras. Fueron los chamanes quienes te salvaron.

    —Lo sé, y se lo he agradecido, pero —insistió el hombre—, de todos modos, mis mayores agradecimientos son hacia vos.

    Amara sonrió. Aquel no era el único caso en el que ella se había acercado personalmente a un soldado y había hablado con él. Durante todo el viaje por la Llanura de las Serpientes, Amara había aprovechado cualquier mínima ocasión para estrechar sus lazos con sus tropas. Debía crear un vínculo con esos hombres para que no solo lucharan por una causa o por una obligación, sino también para que lucharan por ella. Por eso siempre que podía se acercaba a ellos, les hablaba con cierta familiaridad, les preguntaba cosas sobre sus lugares de origen, sobre sus familias y los seres queridos que habían dejado en sus casas.

    Sin embargo, sabía que no podía permitir que los soldados la vieran como un general más, pues ella era la reina regente y la líder indiscutible del ejército. Por eso, cuando uno de sus generales se mostró contrario a detenerse a descansar cuando los soldados estaban solicitando un descanso después de varias horas de marcha ininterrumpida, Amara se mostró inflexible.

    —Acamparemos en este lado del camino y descansaremos unas horas —ordenó—. Cuando los hombres estén descansados, seguiremos el camino.

    —Pero —trató de protestar el general— debemos llegar a Anker lo antes posible. Vuestro padre…

    —Mi padre me esperará —replicó Amara—. Acatad mis órdenes si no queréis que os releve de vuestro puesto.

    Amara sabía ser dura e inflexible cuando debía serlo. Los soldados agradecieron que intercediera por ellos, pero también fueron conscientes de que si en algún momento ellos mismos cometían alguna desobediencia también podrían ser castigados. Pese al creciente vínculo que estaba creando con esos soldados, Amara nunca consintió en que su tratamiento se viera modificado, y todos seguían estando obligados a tratarla con el respeto debido a un miembro de la familia real. Jamás consintió que nadie la tuteara, con la única excepción de Cleamont; en una ocasión, ambos se encontraban marchando sobre sus monturas cuando Amara realizó un comentario trivial al que Clea contestó:

    —Sí, creo que en eso tienes razón. —Al segundo siguiente se percató de lo que había dicho y, enrojeciéndose de vergüenza, añadió—. Quería decir que tenéis razón. Alteza.

    Amara no pudo evitar lanzar una carcajada. El error de Clea era la prueba de que entre ella y sus generales estaba empezando a nacer algo parecido a la amistad; a Holsten no le había llegado a ocurrir porque era capaz de medir cada una de sus palabras, y Cenald estaba demasiado acostumbrado a las ceremonias y los rituales educados. Pero Cleamont, un joven mucho más jovial y espontáneo, no tuvo tanta habilidad en evitarlo.

    —Tranquilo —le dijo Amara, sin darle más importancia—. Puedes tutearme si quieres.

    —Lo siento, me salió solo —trató de disculparse Clea—. Como últimamente hablamos tanto, pues…

    Amara observó al joven, que se había vuelto rojo como la remolacha y se había erguido sobre su caballo en una incómoda postura. «Debe tener mi edad, más o menos —pensó—. Y no es feo, con ese cabello rubio y esos rasgos algo aniñados». De manera algo impulsiva Amara pensó que no le importaría que Clea le mostrara algo más de atención. «Pero, desde luego, no es algo que yo vaya a buscar. La regente y líder del ejército no puede ir metiéndose en la cama de sus generales».

    —De verdad que no me importa —le dijo, con una sonrisa—. Te considero un amigo. Dirígete a mí como te sientas más cómodo.

    Varias semanas después, el ejército llegaba a las ciudades aledañas y dependientes de Anker. En ellas sus habitantes les permitieron descansar en sus casas, y les dieron alimentos y otros servicios que Amara prefirió ignorar. Sabía que en las guerras los hombres necesitaban aliviar sus instintos al pasar mucho tiempo fuera de casa y era lógico que, ante la previsión de que no iban a tener una mujer al alcance en bastante tiempo, necesitaran desfogarse en cuanto encontraran la oportunidad. Ella prefirió hacer como que no sabía nada; incluso estaba dispuesta a permitir que sus generales lo hicieran también. Por lo que ella supo, la gran mayoría de ellos aprovechó la ocasión, excepto Holsten y Clea, que permanecieron a su lado, y Cenald, que se perdió entre las altas rocas de los Pilares.

    Al llegar a Anker, Amara se llevó una sorpresa. En lugar del grueso del ejército diemense que esperaba encontrar vio que solo la estaban esperando dos unidades, en total unos doscientos o trescientos hombres. Al mando estaba Maaike Ilan, pero a su padre no lo encontró por ningún lado. El semielfo la recibió con una inclinación de cabeza y le explicó lo ocurrido:

    —Vuestro padre ha considerado avanzar con el grueso del ejército hasta territorio leilanés. Nos estará esperando justo al cruzar la Frontera.

    —De acuerdo. —Amara no puso ninguna objeción. De todos modos, sabía que no podía llegar muy tarde si no quería impacientar a su padre, así que trató de imprimir la máxima velocidad posible a sus tropas. A su ejército se unieron las unidades que comandaba Maaike Ilan y el propio semielfo. Como los soldados estaban descansados, pudieron avanzar con rapidez y pocos días después alcanzaban al fin la Frontera. La Frontera no era más que un paso localizado al final de la Llanura de las Serpientes, en la esquina sureste del país, justo donde la estepa empezaba a convertirse en una tierra algo más verde y húmeda. Una vez que hubieron cruzado esa zona, ya se encontraron en territorio leilanés.

    Era la primera vez que Amara pisaba Leilany, pero tenía bien claro hacia dónde debía dirigirse. Maaike le había señalado en su mapa del continente el punto en el que Tebra Soerdin y su ejército iban a estar esperándoles. Después de unos tres o cuatro días atravesando tierras cada vez más verdes, con suaves ondulaciones y árboles dispersos, avistaron un extenso campamento junto al tranquilo curso de un río de aguas cristalinas. «Es el río Khelina», supo Amara enseguida. Tras echar un rápido vistazo a su mapa, supo perfectamente el lugar en el que se encontraban; al otro lado del río Khelina se alzaban las Colinas Verdes y detrás de ellas la ciudad de Orilhia. Por lo tanto, ya debían encontrarse dentro de su Kurganado, aunque por el momento no se habían encontrado con ciudades o aldeas de tamaño importante.

    Amara encontró a su padre en la tienda más grande y amplia, levantada junto a la de sus generales principales. Mientras sus hombres levantaban también las suyas, Amara se entrevistó a solas con el rey diemense y este le explicó sus planes:

    —Cruzaremos Leilany hacia el sureste. Allí bajaremos hasta Luros.

    —¿Cómo cruzaremos el mar para llegar a Adara? —quiso saber Amara. Sabía que el único punto seguro por el que podían cruzar era a través de Anael, pero ignoraba si en el puerto de la ciudad luroense habría suficientes barcos como para transportar un ejército. O si se prestarían a hacerlo. Pero su padre le dio la respuesta.

    —Compraremos barcos en Anael —le dijo—. Los compraremos a precio elevado si es necesario, para recompensarles por los daños o pérdidas que pudieran sufrir.

    —¿Y si Luros estuviera aliado con Adara? —preguntó Amara. No era una posibilidad que pudieran descartar.

    —Cuando estemos en territorio luroense enviaré espías para que averigüen la situación —le dijo Tebra—. Por el momento he hecho lo mismo aquí en Leilany. Les pedí que investigaran Orilhia o alguna de las ciudades de su Kurganado.

    —¿Y han descubierto algo?

    En ese punto el rostro de Tebra se frunció, y Amara supo que estaba preocupado.

    —Aún no han vuelto —contestó el rey—. Hace ya unos días que se marcharon.

    En ese momento, un soldado entró en la tienda de Tebra. Tras la obligada reverencia, el soldado anunció:

    —Alteza, los espías han regresado. Pero no están solos…

    —¿Quién les acompaña? —quiso saber Tebra. El soldado contestó:

    —No me ha querido revelar su identidad, alteza. Pero los espías aseguran que es importante que os reunáis con él.

    Amara sintió una gran curiosidad y supo que a su padre le ocurrió lo mismo. Tebra dio orden para que los espías y su misterioso acompañante entraran en la tienda, y le pidió a Amara que se quedara también. Pocos minutos después entraron dos hombres pequeños y delgados que custodiaban a un hombre poco agraciado, de ojos azules demasiado saltones, labios muy finos y cabello castaño que empezaba a ralear. Vestía con ropas de algodón, aunque por encima llevaba puesto un jubón de cuero que, aunque había vivido tiempos mejores, ahora parecía viejo y deshilachado. El rostro del hombre también parecía haber vivido tiempos mejores; estaba demacrado, grandes bolsas oscuras rodeaban sus ojos, y sus manos eran huesudas y delgadas. Los espías se fueron, pero su lugar lo ocuparon dos tributarios, cada uno aferrando su espada con fuerza; eran los encargados de salvaguardar la vida del rey. Tebra no les echó de la tienda, pero tampoco habló con ellos. Se limitó a observar al desconocido con curiosidad y en silencio, hasta que le preguntó:

    —¿Quién eres?

    —Alteza —dijo el hombre, tras una leve inclinación de cabeza—. Mi nombre es Ayrton Liroye. Soy… Era el kurgán de Forsalha.

    Amara observó al hombre con sorpresa e interés. «¿Y este hombrecillo ha sido el gobernante del Kurganado de Forsalha? ¿Y qué hace aquí?».

    —He venido a preveniros, alteza —siguió diciendo el antiguo kurgán—. Escuché sobre la presencia de un ejército cercano y quise saber quién lo lideraba porque temía que viniera a por mí… Escuché a vuestros soldados y descubrí vuestro destino. Alteza, existe información que vos no poseéis y que vuestros espías no llegarían a descubrir nunca. Pero yo sí la tengo.

    Tebra se acercó despacio a Ayrton Liroye. Amara permaneció quieta en su sitio, pero sin quitarle su mirada azul de encima.

    —Habla —le ordenó el rey—. ¿Qué información es esa?

    Entonces Ayrton Liroye empezó a hablar, y Amara palideció:

    —Leilany está aliada con Adara. Todos sus Kurganados apoyan al bando de los elfos, o de los rebeldes, como ya los llaman. En cuanto vuestro ejército fue avistado, el kurgán solicitó refuerzos al resto de ciudades de su Kurganado.

    —¿Refuerzos? —masculló Tebra—. No pensábamos atacar Orilhia… Pero si es cierto que están aliados con los elfos…

    —El kurgán no permitirá que vuestro ejército avance —añadió Ayrton—. Pretende detener vuestro camino. Y aunque lograrais pasar de Orilhia, el Kurganado de MayLeen también está aliado con los elfos. Jamás lograríais llegar a Luros.

    —¿Sabes algo más? —intervino Amara, avanzando despacio hacia Ayrton—. Dices que el kurgán ha pedido refuerzos a las restantes ciudades del Kurganado, ¿sabes si ha hecho lo mismo con otros países? ¿Sabes si, aparte de Leilany, hay más países aliados con Adara?

    —Por desgracia no poseo esa información, alteza —contestó Ayrton—. Pero es posible que sí.

    —¿Y por qué nos estás explicando todo esto? —quiso saber Amara—. Si todo Leilany se ha aliado con Adara, ¿por qué traicionas a tu gente?

    —¿Mi gente? —repitió Ayrton, con una sonrisa torcida—. Yo ya no tengo gente. Yo era el kurgán de Forsalha hasta que mi esposa me traicionó y Dabier Creedence me arrebató mi Kurganado.

    Amara reconoció ese nombre.

    —El kurgán de Orilhia…

    —Exacto —replicó Ayrton—. Ese hombre me robó mi Kurganado y ahora es el hombre más poderoso de Leilany. Yo tuve que huir de mi propia ciudad para salvar la vida. No encontré apoyos en ningún sitio, así que me refugié en la primera ciudad que encontré donde no me reconocieron. Tuve incluso que vestir con andrajos, como un simple vagabundo… Por suerte, la ciudad en la que me escondí pertenece al Kurganado de Orilhia; por eso he podido averiguar toda esta información.

    —No sé si fuiste muy inteligente al esconderte del kurgán de Orilhia en una ciudad perteneciente a su mismo Kurganado —replicó Tebra con una sonrisa burlona. Ayrton no le contestó y Amara creyó comprender los motivos del antiguo kurgán. «No quiere alejarse demasiado de su enemigo. Está esperando una oportunidad para atacarle. Y posiblemente crea que esa oportunidad haya llegado con nosotros».

    Cuando Ayrton volvió a hablar, confirmó las sospechas de Amara.

    —Quiero recuperar mi Kurganado —dijo—. Quiero recuperar lo que es mío y, si es posible, arrebatarle el suyo a Dabier Creedence. Quiero robarle a su esposa y casarme con ella. En definitiva, quiero hacerle lo mismo que él me hizo a mí.

    —Así que es eso —murmuró Amara—. Todo se reduce a una simple venganza.

    Ayrton protestó airadamente:

    —No es una simple venganza. Quiero devolverle lo que él me hizo a mí, quiero dejar las cosas como estaban antes. Quiero recuperar la situación anterior. Alteza —añadió tras unos segundos de silencio—, si me concedéis el honor de poder participar en vuestro ejército, yo podré seros de gran ayuda. Conozco a la perfección la geografía de Leilany, así como el ejército de Orilhia y del resto de Kurganados. Conozco a sus kurganes, sus puntos fuertes y sus debilidades. Mi ayuda os podrá resultar inestimable.

    Amara sabía que Ayrton tenía razón. Pero también pensaba que la venganza personal no era un buen motivo para participar en una guerra. Como su padre no dijo nada, fue ella la que habló:

    —Entiendo tus motivaciones. Pero, ¿sabes el verdadero motivo de esta guerra? ¿Sabes por lo que verdaderamente vamos a luchar?

    —Por supuesto que lo sé —replicó el leilanés—. Las noticias vuelan rápido.

    —Comprenderás que posicionarse en uno u otro bando implica apoyar al Primigenio o rebelarse contra él —añadió Amara.

    Ayrton Liroye se encogió de hombros.

    —No me importa luchar a favor del Primigenio —dijo—, si con ello recupero mi Kurganado.

    Tebra y Amara intercambiaron una mirada. Ella pudo detectar en los ojos de su padre que ya había tomado su decisión, y que esta era aceptar a Ayrton Liroye en sus filas. Amara sabía que era la decisión más adecuada a sus propios intereses, pero, de algún modo, ese hombrecillo de ojos saltones no le inspiraba demasiada confianza.

    —Está bien —dijo Tebra al fin—. Un espía nativo nos puede resultar de mucha ayuda. Y un espía nativo con ansias de venganza todavía es mejor.

    Decidieron reunir a los principales generales del ejército para discutir la estrategia a seguir después de haber conocido la nueva información del kurgán. Al cabo de unos veinte minutos, Amara y Tebra estaban acompañados en la tienda del rey por sus generales líderes de unidades. Holsten y Clea se sentaron junto a Amara, y Cenald permaneció de pie un poco más alejado. Junto a Tebra se situó Maaike y varios de sus generales más importantes. Todos tenían la mirada fija en Ayrton. Tebra les presentó al kurgán y les explicó las nuevas circunstancias.

    —Mis espías me han informado que Orilhia no se encuentra especialmente defendida —explicó Tebra para finalizar—. O bien no han recibido la ayuda solicitada, o realmente no han pedido tanta ayuda como creemos.

    —Las ciudades leilanesas no tienen murallas —añadió uno de los generales de Tebra, un hombre mayor de pelo cano que respondía al nombre de Wardred Karoy. Amara le conocía desde hacía años, pues era tributario de su padre desde hacía tiempo, y sabía que tenía amplios conocimientos sobre cualquier cosa—. Pero sus jinetes son muy ágiles y sus caballos extremadamente rápidos. Son peligrosos.

    —Considero que debemos actuar con rapidez —terció Tebra—. Si conseguimos tomar Orilhia, empezaremos la guerra con buen pie. Ni Adara ni sus aliados de Leilany se lo esperarán; sus tropas se asustarán y las nuestras se motivarán.

    El rey decidió partir en unas horas hacia Orilhia aprovechando que el ejército de Amara ya se había unido al suyo. Sin embargo, ella discrepó.

    —Mis tropas deben descansar —dijo—. Llevan muchos días viajando con escasos descansos para reunirnos con vosotros cuanto antes. Deben descansar una noche entera. Los soldados no pueden luchar estando cansados.

    Tebra no cuestionó las palabras de su hija, sino que, al contrario, le dio la razón. Al final, se decidió que Tebra Soerdin lideraría una primera avanzadilla con el grueso del ejército de Diema hacia Orilhia. Amara le seguiría con sus tropas a la mañana siguiente.

    —Prepara a tus hombres para la batalla, Amara —le dijo Tebra cuando la reunión se terminó—. Pronto tendrán que luchar.

    2.

    La reina de los elfos debía ser una mujer preparada, segura de sí misma y decidida. Y aunque Ivy ya sabía que ella lo era y que podía llevar a cabo esa labor, en ningún momento hubiera pensado que llegaría a tener que liderar una guerra. «Es un reto —pensaba a menudo para alentarse—. Es una prueba que tengo que superar».

    La declaración de guerra había llegado poco después del regreso del grupo de Ariel de Ladiz. Su marido le había explicado lo ocurrido en la ciudad maeghense nada más llegar. Ivy no era optimista; sabía que Amara Arezo cumpliría su amenaza y declararía una guerra. En efecto, la declaración formal llegó unos días después. Inmediatamente, Ivy solicitó una reunión privada con Veda y Rella; no como amigas en esa ocasión, sino como reina y princesa en el exilio de Nandora, el país que estaba declarando la guerra.

    —Lo cierto es que una guerra contra Nandora me causa un inmenso dolor —reconoció Rella. Se habían sentado alrededor de la mesa tallada de la Sala de Reuniones del Palacio de las Reinas. Rella ya no vestía con los típicos vestidos nandorienses de cuello alto y abultadas crinolinas, sino que se había acostumbrado a llevar shentis y calasiris elfos al igual que había hecho su hija—. Pero no hay más remedio.

    —La culpa es mía —replicó Veda. La expresión de su rostro había cambiado desde su regreso de Ladiz; se había vuelto más seria y adusta, como si la niña hubiera madurado de pronto—. Yo maté a Maiwen Arezo, así que yo…

    —Eso no es cierto —repuso Ivy—. El verdadero motivo de esta guerra es evitar nuestra rebelión. Si Maiwen Arezo siguiera vivo seguramente nos la hubieran declarado igualmente.

    Veda meneó la cabeza. Estaba claro que la explicación de Ivy no la convencía en absoluto, pero la elfa sabía que no era su trabajo hacerle cambiar de idea. Ya lo haría ella misma.

    Ivy les hizo saber que Adara se enfrentaría a Nandora con todas las consecuencias, lo que seguramente conllevaría muertes e innumerables pérdidas en el bando nandoriense.

    —Os lo tengo que hacer saber porque vosotras sois de Nandora —les dijo—. No os voy a pedir que luchéis contra vuestro país, pero tampoco me gustaría que nos acabarais traicionando.

    —Eso nunca —replicó Veda. A su lado, Rella también negó con la cabeza—. Nunca me aliaré con los asesinos de mi padre ni con los que luchan a favor del Primigenio.

    La primera acción que tuvo que llevar a cabo Ivy después de la declaración de guerra fue convocar al ejército de Adara. El ejército elfo no era especialmente numeroso, y además flaqueaba de manera considerable en infantería y de manera rotunda en caballería; sin embargo, era muy fuerte en la lucha a distancia, pues poseía los mejores arqueros y magos de todo Celystra. Los únicos capaces de dominar con cierta presteza armas blancas eran los elfos salvajes, habituados a tener que cazar para alimentarse; Ivy ya sabía que en base al acuerdo al que habían llegado con la reina June muchos de ellos se unirían al ejército, pero no estaba segura de cuántos.

    Pero Ivy contaba además con los apoyos de la mayoría de países del continente, hecho que seguramente Amara Arezo desconocía. Así que de manera inmediata envió mensajeros al continente para solicitar su ayuda en la guerra. Le resultaría especialmente útil la infantería de Maeghan y la caballería de Leilany, así que a esos dos países envió a sus mensajeros más veloces.

    La reina de los elfos no contaba con consejeros para gobernar, pero Ivy sabía poco de guerra y era consciente de que necesitaría ayuda. «No es señal de flaqueza reconocer los defectos propios, sino de inteligencia», pensaba.

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