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La rebelión del pueblo: Hijos del Primigenio IV
La rebelión del pueblo: Hijos del Primigenio IV
La rebelión del pueblo: Hijos del Primigenio IV
Libro electrónico985 páginas15 horas

La rebelión del pueblo: Hijos del Primigenio IV

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El Primigenio y sus Custodios se han hecho con el control de Celystra, manteniendo a todos los pueblos controlados bajo una estricta y férrea vigilancia. Nadie puede hacer o decir nada que al Primigenio no le guste, por lo menos si quiere seguir con vida. Es el momento de mayor control y mayor represión, el momento en el que el Primigenio usa el miedo de la manera más atroz y cruel para mantener al pueblo sometido. Sin embargo, también es el momento del despertar, el momento en el que los habitantes de Celystra deciden rebelarse contra su opresor, aunque ello les cueste la vida.
Yanis liderará una rebelión que, sabe muy bien, será la última. Se convertirá en un paladín y un salvador para todas aquellas personas que alguna vez han sufrido por culpa del Primigenio. Aunque él mismo es un verdadero sufridor en estos momentos; el Primigenio le castigó de la manera más cruel posible después de la guerra. Yanis vivirá la rebelión del pueblo, la que él quería empezar, rodeado de una nube de tristeza y melancolía que nunca le abandonará.
La saga Hijos del Primigenio llega a su fin. Después de las dudas del principio, después de disputas y, sobre todo, después de la Gran Guerra que ha asolado Celystra, el pueblo se ha alzado contra su verdugo. Pero ¿tendrá éxito esta nueva rebelión o terminará como el intento de Sorielenne Le Denise? ¿Conseguirán los habitantes de Celystra su tan ansiada libertad o sufrirán las crueles represalias del Primigenio?

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 abr 2017
ISBN9781370111589
La rebelión del pueblo: Hijos del Primigenio IV
Autor

Montse Martín

Montse Martín nació en Barcelona (España) en el año 1983. Su pasión por la escritura empezó desde muy pequeña, casi a la vez que su pasión por la lectura, pero solo como afición. Su primera obra publicada ha sido la saga de cuatro novelas 'Hijos del Primigenio', de publicación reciente. En la actualidad se encuentra cursando el último año del Grado en Geografía e Historia, lo que compagina con su trabajo y la escritura.

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    La rebelión del pueblo - Montse Martín

    1.

    Los jardines de la villa del kurgán de Forsalha se encontraban repletos de gente, entre prisioneros de guerra y los soldados que los vigilaban, pero la habitación en la que se encontraba Yanis estaba vacía. Al final se había presentado solo en la ciudad y había sido conducido hasta una habitación de paredes y suelos de mármol veteado de negro. «El estudio del kurgán», pensó, aunque seguramente ahora era el lugar que su padre había elegido para permanecer alejado de sus creaciones, a las que siempre había considerado demasiado bulliciosas y ruidosas.

    Yanis permaneció allí durante lo que consideró más de tres horas, aunque no había ningún instrumento en la estancia con el que pudiera controlar el paso del tiempo. Las paredes estaban cubiertas de estanterías y armarios, y en una esquina había una mesa de madera de cedro con papeles y documentos desperdigados. Pero no se acercó a leer su contenido; no le interesaba lo más mínimo, él estaba allí por otro motivo bien distinto.

    «¿Dónde la tendrá? —se preguntaba una y otra vez—. Espero que no se haya atrevido a hacerle daño...».

    La inquietud le provocaba dolor en el pecho. Se sentó en una mullida butaca de color verdoso que había en un rincón, pero enseguida tuvo que levantarse y moverse, porque el estar quieto le provocaba más nerviosismo.

    Cuando la puerta del estudio se abrió, el Primigenio fue el único que entró en la estancia. Yanis le miró. Por supuesto, estaba exactamente igual que la última vez que le había visto, hacía miles de años. Pero el Primigenio no envejecía ni un solo minuto, al igual que él mismo.

    —Lamento el retraso —le dijo con su voz suave como terciopelo que escondía la maldad más inmensa que Yanis había conocido jamás—. Estaba dialogando con el resto de tu ejército. He sido bastante magnánimo con ellos.

    Yanis lo dudaba, pero no le hizo preguntas al respecto. Tal y como ya suponía, después de su llegada a Forsalha el Primigenio habría dado orden a sus Custodios para tomar el campamento rebelde y hacer prisioneros a sus generales. Yanis temió por todos ellos, pero especialmente por Lanson; esperó que su amigo estuviera bien.

    —¿Dónde está Shaleen? —le preguntó, sin poder ocultar la rabia que sentía en su interior—. ¿Por qué no la has traído contigo?

    Lena le había dicho que el Primigenio le entregaría a Shaleen si se presentaba ante él y se rendía. Eso era lo que estaba haciendo, pero tal vez Lena hubiera mentido. A esas alturas Yanis se esperaba cualquier cosa.

    «Lena, ¿cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo?».

    —Tranquilo, no temas —le dijo el Primigenio—. Tu querida esposa está bien.

    El Primigenio se apartó de la puerta y tras él entraron dos Custodios. Entre ellos iba Shaleen; los Custodios la llevaban cogida de los brazos, pero no parecían estar haciéndole daño. Los ojos negros de Shaleen se abrieron al ver a Yanis, pero en su cara no apareció el alivio o la felicidad sino el miedo. Yanis comprendió que estaba a punto de caer en una trampa y que Shaleen lo sabía.

    Los Custodios dejaron a Shaleen en una esquina de la estancia, junto a una alta estantería repleta de libros y figuras de porcelana que adornaban los estantes. En cuanto se vio libre fue a dar un paso hacia delante, pero el Primigenio lo impidió.

    —No —dijo, y alzó sus manos. Entonces dos columnas de obsidiana negra salieron de la pared y rodearon a Shaleen, impidiéndola avanzar. Ninguna de ellas la hirió, pero Yanis sabía que no podía confiarse. Los Custodios abandonaron el estudio y cerraron la puerta tras ellos.

    —Yanisaureth —dijo el Primigenio, volviendo la vista hacia él—, mira a tu esposa. Fíjate hasta dónde la has conducido por esta estúpida rebelión que has iniciado. ¿Crees que ella se merece esto?

    «No, claro que no», pensó Yanis, observando a Shaleen encerrada tras la obsidiana. Ella apoyó las manos sobre las columnas negras que hacían las veces de rejas de su improvisada celda y replicó:

    —¡Él no me ha conducido a ningún sitio! ¡No tiene la culpa de nada!

    Yanis hubiera querido decirle que no hablara, que no dijera nada que pudiera provocar la ira del Primigenio. Pero tenía demasiado miedo; ver a Shaleen allí, encerrada entre esas columnas afiladas, a merced únicamente de si el Primigenio decidía salvarla o matarla...

    —Yanisaureth —siguió diciendo el Primigenio, ignorando las palabras de Shaleen—, entenderás que debo castigarte. Lo que has hecho no puede quedar sin castigo.

    Yanis empezó a comprender. No hablaba de hacerle daño a él sino de algo mucho peor; de castigarle de la manera más horrible y dolorosa.

    —No —gimió Yanis, en cuanto se dio cuenta—. Hazme lo que quieras a mí, pero no...

    El Primigenio rió.

    —Hijo, un castigo tiene que ser duro y cruel. Si no, ¿de qué sirve?

    Yanis meneó la cabeza. Sentía unos deseos horribles de echarse a llorar.

    —No, no —pidió, casi suplicó—. Por favor, no.

    —Está bien —dijo el Primigenio—, tal vez escuche tus súplicas. Si reconoces tu error y abandonas esa inútil rebelión que has iniciado, te devolveré intacta a tu querida esposa.

    —¡No! —gritó en ese momento Shaleen, aferrándose a las barras de obsidiana—. ¡No lo hagas, Yanis! ¡No te rindas ante él!

    Yanis no quería rendirse pero, desde luego, tampoco quería perder a Shaleen.

    —Te perdonaré, Yanisaureth —seguía diciendo su padre—. Si te arrepientes de verdad te perdonaré y a ella no le pasará nada.

    Yanis miró a Shaleen. «No puedo dejar que la haga daño —pensó—. Es lo que más quiero, no puedo perderla, no puedo dejar que sufra, no puedo...».

    —Dime, hijo —decía el Primigenio, con su afilada voz penetrando en su cabeza como un cuchillo—, ¿te arrepientes? ¿Lamentas haber iniciado esa estúpida rebelión?

    «No», pensó. Miró los ojos negros de Shaleen, esos ojos que parecían profundos pozos en los que se había perdido tantas veces, esos ojos que tanto adoraba. Quería seguir viéndolos, quería poder verlos siempre que quisiera.

    —Sí —murmuró al fin—. Sí, me arrepiento.

    —¿Cómo dices? —preguntó el Primigenio. Justo después levantó su brazo izquierdo y una nueva columna de obsidiana emergió de la pared. Dejó el cuerpo de Shaleen apretado entre dos de las columnas. Shaleen intentó librarse del mortal abrazo de piedra, pero sin ningún éxito. Yanis vio sus esfuerzos para intentar seguir respirando y se desesperó.

    —¡Déjala en paz! —gritó—. ¡Me arrepiento, lo juro! ¡Abandonaré la rebelión si es lo que quieres, pero déjala en paz!

    —¿Me pides perdón?

    Yanis sabía qué era lo que él quería.

    —Sí, ¡sí, te pido perdón! ¡Perdóname, pero por favor, por favor, no le hagas daño a ella!

    —¡Arrodíllate y pídeme perdón!

    Yanis no quería hacer eso, pero sus rodillas se doblaron y tocaron el suelo antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba haciendo.

    —¡Por favor! —gritó, observando a Shaleen luchando contra la piedra que la aprisionaba—. ¡Por favor, perdóname! ¡Pero no le hagas daño, no le hagas daño!

    El Primigenio sonrió. Eso era lo que quería, pensó Yanis. Verle humillado, verle suplicar su perdón, verle postrado ante él pidiendo clemencia.

    El Primigenio hizo otro gesto y las columnas desaparecieron. Shaleen cayó contra la pared, aliviada al poder respirar de nuevo con normalidad.

    —¿Lo ves, hijo mío? —dijo el Primigenio, con su sesgada sonrisa en los labios—. ¿Ves como no era tan difícil?

    Yanis fue a ponerse en pie. Shaleen aún intentaba acompasar su respiración después del intenso esfuerzo realizado. Pero entonces el Primigenio añadió:

    —Sin embargo...

    Yanis le miró, aterrorizado. No dejaba de pensar que todo aquello no era más que una trampa. Él había hecho lo que el Primigenio le había pedido: le había rogado perdón, se había arrodillado ante él… Pero, ¿y si no era bastante?

    —Sin embargo —siguió diciendo el Primigenio—, comprenderás que debo castigarte de todos modos. Primero porque debo asegurarme de que esto no se vuelva a repetir, y también porque se podría pensar de mí que soy débil.

    Yanis meneó la cabeza.

    —No —gimió—, no, no hace falta. Te juro que me rindo. Te juro que...

    —Hijo, ¿no lo he dicho antes? Un castigo debe ser duro y cruel. Si no, ¿de qué sirve?

    Apenas hubo acabado de hablar cuando alzó de nuevo su brazo izquierdo. Una nueva columna de obsidiana emergió de la pared, tan delgada y afilada como una espada. Su punta avanzó directa hacia el cuerpo de Shaleen. Ella no pudo esquivarla y la saeta de piedra se insertó en su vientre, emergiendo por la espalda convertida en una saeta de sangre.

    —¡No! —gritó Yanis, sintiendo que el mundo se desplomaba a sus pies mientras Shaleen caía al suelo, atravesada por la obsidiana. El eirén se levantó y corrió hacia ella. El Primigenio no se lo impidió, pero si lo hubiera hecho Yanis hubiera sido capaz de matarlo con sus propias manos. Se arrodilló al lado del cuerpo de Shaleen; la sangre que salía de su herida le manchó la ropa y las manos, pero no le importó. La cogió de las manos, sintiendo el olor ferroso de la sangre, sintiendo como aumentaba de intensidad hasta casi impregnar todo el estudio del kurgán.

    Los ojos negros de Shaleen le miraban. Él no sabía qué decir; sabía que su mujer se iba a morir allí, en sus brazos, y no sabía qué decir.

    —Lo siento —fueron las únicas palabras que pudo pronunciar—. Lo siento mucho...

    «Fíjate hasta dónde la has conducido por esta estúpida rebelión que has iniciado. ¿Crees que ella se merece esto?», había dicho el Primigenio. ¿Era realmente así? ¿Todo eso era culpa suya?

    Pero entonces Shaleen susurró, con la voz entrecortada:

    —No... Tú no tienes culpa... de nada...

    Yanis notó que Shaleen le apretaba la mano. Eran sus últimas fuerzas, sabía que no le quedaba mucho más.

    —Yanis —murmuró ella, casi susurrando—... No te rindas... Prométemelo... Prométeme…

    El Primigenio no podía escucharle decir aquellas palabras. Yanis se inclinó y acarició con ternura el rostro de Shaleen; cuando se dio cuenta de que muy posiblemente fuera la última vez que lo hacía, sintió que las fuerzas le fallaban. Pero no podía mostrarse débil ante ella; ella le estaba pidiendo que hiciera una promesa y tenía que hacerlo. La besó en los labios con ternura.

    —Te lo prometo —le dijo, sin separar demasiado los labios de los de ella—. Nunca me rendiré.

    Entonces Shaleen sonrió y cerró los ojos. Yanis la volvió a besar, pero los labios de ella ya no respondieron.

    —No —gimió él, incapaz de aceptar la realidad—. No, no, no...

    Se aferró al cuerpo de su esposa, aunque este se había convertido en un objeto inerte y sin vida. Las lágrimas corrieron por sus mejillas, mojando a su vez la piel de la cara de Shaleen, mojando sus párpados, sus pestañas, sus labios... Yanis trató de hacerla despertar, pero eso ya no era posible.

    «No, no, no... Esto no puede ser cierto... No puede ser real...».

    El Primigenio no se había movido de su sitio y había permanecido en un silencio absoluto. Cuando habló, su voz sonó tan fría como el arma que había matado a Shaleen.

    —Tú lo has buscado, Yanisaureth. Esto ha sido culpa tuya.

    Yanis miró el rostro de Shaleen. Estaba preciosa, más hermosa que nunca, con una apacible y tranquila expresión en el rostro. Sus labios sonreían; lo último que había escuchado Shaleen antes de morir había sido una promesa, la promesa que tanto quería oír de labios de Yanis. Y eso la había hecho sonreír. Al menos había muerto sintiendo esperanza, se dijo Yanis.

    «Te lo prometo. No me rendiré».

    2.

    Un mes después del final de la guerra, Amara pudo regresar a Kada, justo cuando su hijo celebraba su quinto cumpleaños. Aswimi quiso celebrarlo, pero Amara, actuando de nuevo en calidad de regente, decidió limitar las celebraciones al ámbito privado. No creía que el país estuviera dispuesto a celebrar nada en esos momentos.

    Amara había decidido establecerse en Kada. Allí había vivido Alois desde su nacimiento y no quería alejarlo del lugar que para él era su único hogar. Cuando fuera más mayor tendría que enseñarle también Diema y especialmente Kámdara. Pero Amara también se había acostumbrado a estar en Kada, a su calor más apacible y menos asfixiante que el de Kámdara y a sus escasas aunque agradecidas lluvias.

    Después de la guerra el Primigenio había decidido castigar a sus hijos por su enorme acto de rebeldía; los encerró a todos en el Eirenado de Kada bajo la constante vigilancia de Custodios puestos allí por él, que no dormían ni comían, con la única misión de evitar a toda costa que los eirenes abandonaran su encierro. Yanisaureth no estaba con ellos; el Primigenio le había encerrado en algún lugar lejano y secreto cuyo emplazamiento no había trascendido. También estaba vigilado por Custodios, pero totalmente solo. Amara comprendió que el Primigenio quería castigarle con la locura; quería que el eirén perdiera la noción del tiempo, la noción de su propia existencia y, al final de todo el proceso, la cordura. Amara aún podía recordar la figura del eirén en lo alto del promontorio tras la batalla de las Praderas Eternas, mientras el alto aristócrata les perdonaba la vida a ella y a Maaike. Casi podía imaginárselo ahora, totalmente solo, asustado, abatido, sin posibilidad de huir. Así hasta el resto de la eternidad o hasta que el Primigenio decidiera perdonarlo. Amara sentía una especie de lástima hacia ese eirén tan valiente, pero a la vez tan poco afortunado.

    La gente de Celystra no actuó como el Primigenio esperaba que lo hiciera. Después del final de la guerra, y al descubrir la masacre ordenada por el Primigenio contra los soldados rebeldes, la gran mayoría de habitantes de Celystra empezaron a solidarizarse con ellos. Según sus propias palabras, el Primigenio había decidido ser bondadoso con los supervivientes de la rebelión; les había perdonado la vida y les había permitido volver a sus respectivos países, pero siendo constantemente vigilados por Custodios. Pero los supervivientes habían sido muy pocos. La mayor parte del ejército rebelde había sido diezmado durante la batalla de los Campos Quebrados, nombre con el que fue rebautizada la explanada de Forsalha a causa de sus múltiples fallas y grietas.

    Al principio las respuestas fueron escasas. Algunas personas se quejaron del mal trato que habían recibido los rebeldes, de la masacre que habían sufrido pese a haberse rendido. El Primigenio sofocaba esas quejas a través de sus Custodios, a los que fue repartiendo por todas las ciudades de Celystra en cuanto en estas aparecía algún brote rebelde. Y entonces la gente empezó a protestar por la presencia de los Custodios, por el hecho de que controlaran todo lo que hacían y decían, por impedirles actuar con libertad, por tener a sus gobernantes prácticamente vigilados cada minuto. Y no solo eso; la gente empezó a protestar por el encierro de los eirenes y, en especial, del líder de la rebelión. Lo consideraban una crueldad injusta e innecesaria teniendo en cuenta que se había rendido. Los Custodios reprimían esas protestas de manera dura y severa, pero estas se seguían produciendo. El Primigenio no daba crédito.

    —¿Cómo se atreven? —le escuchó vociferar Amara muchas veces al principio de las revueltas—. ¿Cómo se atreven a cuestionar mis decisiones? Esos monstruos se alzaron contra mí, me desafiaron. ¿Cómo osan ponerse de su lado?

    Y ese era el motivo por el que Amara consideró que Nandora no se encontraba dispuesta para celebrar el cumpleaños de su rey. Justo cuando Alois alcanzaba los cinco años de edad, Kada se encontraba sumida en una espiral de revueltas que, según se decía, habían sido instigadas por los altos aristócratas, que nunca antes se habían visto envueltos en ningún asunto político del país. Las revueltas empezaron a tener incluso cierta organización y Amara realmente llegó a considerar que, en efecto, la alta aristocracia pudiera estar detrás. El Primigenio decidió establecerse en Kada para controlar más de cerca la situación y también para mantenerse cerca de la que consideraba su más ferviente aliada en ese momento: la propia regente de Nandora. El resto de Celystra fue infestado de Custodios que sofocaban cualquier intento de revuelta con mano dura.

    Amara tuvo que acostumbrarse a la presencia del Primigenio. Aunque en teoría él había decidido establecerse en el Eirenado, decía que estar cerca de sus hijos le hacía sentirse enfermo. Por eso pasaba mucho tiempo en el Palacio Real. Siempre que iba lo hacía rodeado de Custodios, tantos que era casi imposible verle entre ellos. Y también le acompañaba Lena, la elfa que había adelantado el final de la guerra al traicionar al eirén, y que desde entonces se había convertido en la mano derecha del Primigenio, una especie de acólita única y personal suya.

    Pese a no celebrar de manera formal el cumpleaños del rey, hubo gente que fue hasta el Palacio Real para felicitarle y ofrecerle regalos. Sobre todo, nobles de la capital y de otros puntos del país. Holsten y Clea también le felicitaron; después de la guerra, sus dos generales recuperaron su puesto en la Guardia Azul, y además Amara les encargó la misión de reclutar a más, pero con la condición de que fueran hombres de extrema confianza. Respecto a su Consejo Real, se había visto drásticamente reducido. Al llegar a Kada después de la guerra, Amara supo que Bale Saracar había muerto a causa de su avanzada edad, y que todos los demás habían renunciado a sus cargos. Seanli Dasan se había esfumado y Amara incluso llegó a considerar la posibilidad de que estuviera detrás de las revueltas de la ciudad. Mescia Nido también había desaparecido, y su hermano había muerto durante la batalla de los Campos Quebrados. Incluso Talee Phergar había dimitido de su cargo, aunque en su caso fue el único que le dio a Amara el verdadero motivo:

    —Lamento tomar esta decisión —le dijo—. Realmente creo que necesitaréis ayuda de buenos consejeros, pero… El Primigenio va a supervisar todas nuestras acciones, ya lo sabéis. Y si algo no le gusta no dudará en castigarnos.

    Amara comprendía el miedo de sus consejeros y no evitó ninguna de sus deserciones. Sabía que no necesitaba la ayuda de ningún consejero para reinar, pero consideró conveniente reclutar nuevos miembros para que el pueblo de Nandora no la tomara por una tirana.

    Pasados seis meses desde el final de la guerra, el Primigenio quiso hacer una celebración para festejar ese medio año de lo que él llamaba paz. En realidad, era innegable que en los últimos meses las revueltas del principio se habían reducido bastante, pero eso era debido únicamente a la fuerza que tenían las represiones de los Custodios y al férreo control que ejercían sobre la totalidad de la población.

    El Primigenio obligó a Amara a celebrar la fiesta en el Palacio Real, y a todas las personalidades de Kada a asistir al evento. Además, en calidad también de regente de Diema, el Primigenio le obligó a invitar también a los señores pares más importantes. Amara solicitó la presencia de sus tributarios diemenses; sabía que no podían desobedecerla, pero hubo un caso en particular que Amara casi dio por perdido. Después de lo ocurrido, no creía que su general favorito durante la guerra fuera a acudir a Kada, y eso le producía una enorme pena; era una de las personas que más había añorado durante esos seis meses y estaba deseando volver a verlo. Durante todo ese tiempo había pensado mucho en él, y la mayor parte de las veces le había recordado con ternura y también con cierta pena. «Pobre Maaike. Su desobediencia le salió muy cara».

    El rey Alois tendría que presidir esa ceremonia de homenaje al Primigenio. Tenía ya cinco años, pero aún necesitaba ayuda para vestirse y Amara en persona quiso encargarse de ello. Quería pasar la mayor parte del tiempo posible con él después de haber estado cuatro años alejada de su lado. Amara se decantó por un pequeño jubón de lino y una capita de seda que le cubría todo el cuerpo.

    —Estás muy guapo así vestido —le dijo, revolviendo su pelo castaño claro, un poco más oscuro que el suyo. Sus ojos eran más parecidos a los de Maiwen, de color marrón avellana. Era un niño precioso; antes de marcharse a la guerra era solo un bebé y podía cogerlo entre sus brazos y acunarlo. Ahora era un niño de cinco años que ya caminaba y hablaba, que ya tenía sus propias impresiones de la vida. Y Amara no había tenido nada que ver en todo eso; habían sido otros los que se habían dedicado a enseñarle a hablar, a caminar y a pensar.

    El Primigenio quiso reunir a todos los invitados al evento de homenaje en el salón principal del Palacio Real. Allí se celebraría una fastuosa cena en su honor tras la cual todos los asistentes deberían rendirle pleitesía.

    Amara sabía que todas esas personas que se encontraban en el salón del trono del palacio estaban allí por obligación; obligadas por el miedo que sentían ante el Primigenio y sus represalias. Pero las muestras de respeto que le dedicaron fueron frías y distantes, y de hecho la misma presencia del Primigenio enfrió el ambiente hasta casi convertirlo en una masa de hielo que flotaba sobre las cabezas de los asistentes. El Primigenio iba como siempre rodeado de sus Custodios y junto a él se había sentado Lena. Todas las miradas durante el banquete se centraron en él; eran miradas cargadas de temor. «Le tienen miedo —pensó Amara—. Todo el mundo le tiene miedo».

    Los eirenes no habían ido con él, por supuesto. Seguían encerrados en el Eirenado, y Yanisaureth seguía en su encierro misterioso. Al pensar en el eirén rebelde, Amara volvió a sentir una punzada de pena mezclada con un poco de culpa.

    Tampoco vio a ningún alto aristócrata, y eso le hizo sospechar de la veracidad de los rumores sobre su participación en las protestas de los últimos meses. El hecho de que no estuvieran era bastante revelador, y Amara sabía que el Primigenio también se daría cuenta y no lo olvidaría. En el sector izquierdo del salón Amara distinguió a varios miembros importantes de la Asamblea de Nandora y familias nobles e ilustres. A su lado se sentaban también algunos de los señores pares más importantes de Diema; todos habían obedecido a su solicitud y habían acudido a la ceremonia. Incluso el que Amara no se esperaba; Maaike Ilan estaba sentado entre el resto de señores pares, en total silencio. A veces lanzaba agrias miradas hacia el lugar donde se sentaba el Primigenio y otras veces hacia el sitio que ocupaba Amara, aunque estas últimas miradas eran más dulces. El semielfo también despertaba la curiosidad de los asistentes. Su aspecto era espléndido: vestía un jubón de cuero oscuro adornado con botones de plata, y una capa que sostenía con un broche también de plata. Sus cabellos castaños dejaban ver la forma ligeramente puntiaguda de sus orejas. Pero lo que llamaba la atención de la gente era el parche que tapaba su ojo derecho o, mejor dicho, el lugar en el que había estado su ojo derecho. Era un accesorio reciente, que el semielfo se había visto obligado a incorporar a su vestuario, y Amara estaba segura de que todos los presentes en el banquete sabían el motivo.

    Ella desde luego lo sabía y no era capaz de olvidarlo. De hecho, durante esos seis meses muchas noches había tenido pesadillas al respecto. Amara recordaba la escena como si hubiera ocurrido el día anterior. Todo ocurrió cuando aún se encontraban en la Villa del Kurgán de Forsalha. El Primigenio, acompañado como siempre por Lena y sus Custodios, había ordenado a Maaike que acudiera a su presencia. Amara estaba también allí; por lo que ella pudo saber después, ese encuentro tuvo lugar inmediatamente antes de que el Primigenio asesinara a la esposa del eirén.

    —Sé que desobedeciste mis órdenes en la batalla —dijo el Primigenio mirando a Maaike. El semielfo tampoco apartó sus ojos castaños de él—. Pecaste de cierta debilidad, algo propio de los corazones mortales. Pero yo castigo las desobediencias. Siempre lo hago. Mis hijos y mis creaciones, ambos por igual, han de ser castigados cuando hacen algo malo. No me gusta ser cruel —añadió el Primigenio; pese a que en esos momentos se podía decir que lo había acabado de conocer, Amara ya sabía que aquello no era cierto—, pero a veces hay que serlo. Hay que castigar a los hijos para que sepan lo que está bien y lo que no, ¿verdad?

    —¿Qué vais a hacerme? —le preguntó Maaike, yendo directo al grano. Amara admiró su entereza y su valentía.

    —He pensado —le contestó el Primigenio, con frialdad y una sonrisa perenne en el rostro— en arrancarte los ojos y en dárselos de comer a mis grifos.

    Amara sintió en ese momento que algo se revolvía en su interior. Sin embargo, ni la expresión del Primigenio ni la de Maaike cambiaron; el primero siguió sonriendo de esa manera que a Amara ya le estaba empezando a parecer repugnante, y el segundo permaneció serio y tranquilo.

    —Pero —siguió diciendo el Primigenio— de hacer eso no me servirías de nada. Solo quiero castigarte un poco, darte un aviso para que tu desobediencia no se vuelva a repetir. Pero quiero poder usar tus servicios si me son necesarios. Así que he pensado que con un solo ojo será suficiente.

    El Primigenio alzó su mano derecha y chasqueó los dedos. Entonces uno de los Custodios se acercó a Maaike y, mientras otro le retenía por detrás, alargó una enorme y oscura mano hacia su cara y apretó sus dedos contra la piel de los párpados, como gusanos que pretendieran entrar en una jugosa fruta. Amara creyó que no podría hacerlo, pero enseguida la sangre empezó a brotar de la cara de Maaike. El semielfo gritó y trató de zafarse, pero el otro Custodio le tenía bien sujeto. Amara tuvo que taparse la boca para no gritar también. Mientras, el Primigenio observaba la escena con su repugnante sonrisa en los labios; a su lado, Lena no sonreía, pero tampoco parecía sentir ningún tipo de emoción.

    Amara vio un río de sangre que empezaba a resbalar por la cara y el cuello de Maaike, hasta llegar a su jubón de cuero. El Custodio siguió introduciendo la mano dentro de su cara, sin inmutarse ni un ápice, cerró el puño y lo sacó de un tirón. Amara no quiso mirar, pero no pudo evitar ver como de su mano enguantada resbalaba sangre y algo viscoso y rojizo.

    Maaike cayó al suelo en cuanto el otro Custodio le soltó. Amara corrió hacia él, sin importarle que el Primigenio decidiera castigarla también a ella por eso. Se arrodilló a su lado y le estrechó entre sus brazos; el semielfo gemía de dolor y se tapaba la parte derecha de su cara con las manos, mientras la sangre seguía cayendo a borbotones, manchando su ropa, creando un charco en el suelo y manchando también de rojo el vestido de color crema que llevaba Amara.

    Fue ella quien se encargó de llevar a Maaike con los mejores chamanes de la ciudad. Pudieron cerrarle la herida de la cara, pero lo que no consiguieron fue devolverle su ojo, que había sido usado para alimentar a alguno de los grifos del Primigenio. Desde ese momento Maaike había tenido que usar un parche para ocultar la horrible cicatriz que le había quedado en la cuenca vacía de su ojo derecho.

    Amara lo observó mientras cenaba. El semielfo parecía tranquilo, comía con normalidad y respondía a los comentarios de sus compañeros de mesa cuando procedía. Pero cuando miraba al Primigenio, Amara podía ver el fuego de la rabia en su único ojo.

    Después de la cena el Primigenio ordenó que todos los asistentes le mostraran su respeto, por lo que todas y cada una de las personas reunidas en el salón tuvieron que acercarse hasta él, inclinarse y arrodillarse. La propia Amara tuvo que hacerlo e incluso el rey Alois. Cuando el niño se postró ante el Primigenio, este se inclinó ligeramente y le dijo:

    —Alteza, tengo entendido que hace unos meses cumplisteis años, ¿no es así? ¿Cuántos cumplisteis?

    —Cinco —le contestó el niño. El Primigenio esbozó una sonrisa; a esas alturas, y después de seis meses, a Amara esa sonrisa le resultaba nauseabunda.

    —Sois ya casi un hombrecito —comentó el Primigenio—. Lamento no haber podido celebrar vuestro cumpleaños como es debido. Pero no temáis; os prometo que en el próximo estaré presente y lo celebraremos juntos.

    Amara sintió algo parecido a una alarma cuando escuchó esas palabras. No quería que ese hombre, que tanto odiaba a sus hijos, estuviera cerca del suyo.

    El siguiente en inclinarse ante el Primigenio fue Maaike. A Amara no le costó ningún esfuerzo detectar la rabia con la que el semielfo lo miró al hacerlo, y estaba segura de que al Primigenio tampoco. «Ten cuidado, Maaike —pensó—. No quiero que te haga más daño».

    —Señor Ilan —le dijo el Primigenio, de nuevo con su sonrisa sesgada en el rostro—. Me alegra verte aquí.

    —Debía obedecer las órdenes de mi señora —contestó Maaike.

    —Así que has venido por eso —farfulló el Primigenio. Maaike se limitó a sostenerle la mirada, pero sin añadir nada más—. Muy bien. Puedes retirarte.

    Después de la ceremonia Amara se llevó a Alois a sus aposentos personales para que durmiera. Aswimi también quiso ir, pero Amara le dijo que ella se ocupaba de su hijo. A veces le daba cierta rabia el interés que Aswimi tenía en Alois; le agradecía que hubiera cuidado de él durante esos cuatro años, pero no debía olvidar que no era hijo de ella.

    Antes había dado orden a Holsten para que buscara a Maaike y le llevara a su presencia. Y justamente se encontró con ambos mientras el Guardia Azul conducía al semielfo hacia el estudio de Amara en el palacio. Holsten se despidió y los dejó a solas. Entonces Maaike le tendió a Alois una caja envuelta en papel brillante.

    —No pude estar presente durante vuestro cumpleaños, alteza —le dijo—. Lo siento.

    El niño cogió la caja con entusiasmo. Sin embargo, esperó a que Amara le diera permiso para abrirlo. Cuando lo hizo, dio un grito de alegría tan intenso que Amara casi soltó una lágrima de emoción; en el interior de la caja había una pelota, un balón de cuero como los que usaban los niños en las calles de Kada para jugar. Alois no había recibido muchos regalos por su quinto cumpleaños, pero la gran mayoría habían sido regalos para el rey; jubones de cuero con adornos de oro o plata, fíbulas de bronce, torques, broches… Pero nada para el niño, nada con lo que jugar ni un juguete para divertirse.

    —Mira, mamá, una pelota. —El niño la abrazó como si fuera un cachorrito—. ¿Puedo jugar con ella?

    —Claro —le dijo Amara con una sonrisa—. Pero solo en los jardines.

    El niño le dio las gracias a Maaike y se fue a su habitación dando saltitos, con la pelota abrazada sobre el pecho.

    —No imaginaba que le haría tanta ilusión —comentó Maaike.

    —Por su cumpleaños solo le hicieron regalos de rey —dijo Amara—. Alois tiene cinco años y quiere jugar como el resto de niños.

    Amara miró a Maaike y se preguntó cómo exponerle el asunto por el que realmente había solicitado su presencia. Después de la guerra, Maaike había tenido que volver a Diema para ocuparse de sus tierras. Como señor par tanto de Vremha como de Anker, tenía que atender a sus tributarios. El semielfo había pasado esos seis meses en sus tierras de Diema, pero Amara sabía que lo había preferido a permanecer cerca del Primigenio después de lo que este le había hecho.

    —¿Cómo han ido las cosas por Diema? —le preguntó en cuanto estuvieron los dos solos. Amara extrañaba su país de nacimiento, aunque casi se sentía más identificada con el modo de vida nandoriense.

    —Bien. Todo tranquilo. No como aquí, ¿no?

    Amara sabía que se refería a las revueltas de Kada. En Diema no había pasado lo mismo. Como no era seguro hablar de esas cosas cerca del Primigenio o de alguno de sus Custodios, Amara prefirió limitarse a asentir con la cabeza.

    —¿Hiciste caso a mi solicitud? —le preguntó—. ¿Has dejado a tributarios de tu confianza atendiendo tus posesiones?

    —Sí. ¿Por qué?

    Amara dijo:

    —Porque me gustaría que te quedaras en Kada y fueras miembro de mi Consejo. Ya te lo dije durante la guerra, ¿recuerdas? Aunque dadas las circunstancias comprendería que no quisieras estar cerca del Primigenio… Y él pasa mucho tiempo en el palacio.

    Maaike bajó la cabeza y su único ojo miró fijamente el suelo.

    —No puedo negarme —dijo, al fin—, porque después de la muerte del rey Tebra tú eres mi señora y debo obedecerte... Además, eres la regente... No puedo decirte que no...

    —No digas eso —replicó ella—. Puedes negarte. Lo entenderé. Aunque me gustaría que no lo hicieras.

    Maaike la miró. Pese al parche tenía un aspecto formidable, atractivo e incluso elegante. O tal vez fuera a causa de él, Amara no estaba segura.

    —De todos modos, aceptaré —decidió él. Sonrió y se inclinó levemente ante ella—. Seré vuestro consejero, alteza.

    3.

    Lanson llevaba meses viajando y casi había cruzado todo el continente de punta a punta. Su destino era claro: las Ruinas, que se encontraban al norte de Anael, en Luros. En ese lugar inhóspito y olvidado se encontraba la persona que más necesitaba ver en esos momentos.

    Desde el final de la guerra Lanson había vivido recluido en Kada. Gracias a la «magnanimidad» del Primigenio, como él quería llamarla, su vida había sido perdonada, pero debía vivir bajo la constante vigilancia de los Custodios, que el Primigenio creaba y que parecían estar en todos lados y tener mil ojos.

    Cuando supo que Shaleen había muerto temió por Yanis. No porque el Primigenio le hubiera matado también a él sino por su integridad anímica. Shaleen lo había sido todo para Yanis, y sin ella Lanson no estaba seguro de que el eirén pudiera seguir adelante. Cuando supo que el Primigenio había encerrado a Yanis en algún lugar de Celystra, un lugar secreto y oculto, totalmente solo y con la única compañía de esos horribles Custodios, sintió que el corazón se le encogía de la pena y que la sangre le hervía de la rabia. Yanis no se merecía eso; su mejor amigo no se merecía pasar el resto de sus días solo y encerrado, alejado del resto del mundo, añorando a su esposa, tal vez sintiéndose culpable por su muerte.

    Lanson se prometió que encontraría el lugar donde el Primigenio le había encerrado y le salvaría. Pero antes debería encontrar ese lugar y eso no iba a ser fácil. No podía tampoco comunicarse con el resto de sus compañeros. Sabía que Ivy había vuelto a Adara, junto con Ariel, para reinar a su pueblo elfo. Eseneth seguramente estaría en el monte Linho pues, a diferencia del resto, el Primigenio sí que había intentado matarlo, y el mago había pensado que era mejor tomar precauciones y mantenerse alejado. Veda estaba en Cyrill, bajo la protección de Gorham Azura, pues su presencia en Kada podía resultar peligrosa para la dinastía Arezo. Los eirenes estaban ocultos y encerrados en el Eirenado de Kada, del que no podían salir. Los enanos se escondían en el monte Linho, los gnomos en Andelin, los kurganes habían vuelto a sus Kurganados, los luroenses a Luros... Pero Lanson no podía hablar con ninguno de ellos. El Primigenio, para evitar el surgimiento de una nueva rebelión a sus espaldas, había prohibido las comunicaciones entre países y ciudades. En aquellos seis meses que habían pasado desde el final de la guerra, se había encargado de dar muerte a todas y cada una de las palomas mensajeras que pudo encontrar en las ciudades elfas y en Kada; los únicos lugares donde se sabía que ese sistema se había seguido utilizando recientemente. Las fronteras entre los países estaban fuertemente vigiladas y era muy difícil cruzarlas, al igual que ocurría con las salidas de las ciudades. Los únicos mensajeros que podían ir de una ciudad a otra con total impunidad eran los llamados Emisarios del Emblema: viajaban sobre rápidos grifos, aquellos con verdes armaduras de jade que tantos daños habían causado en la batalla de los Campos Quebrados, y llevaban una identificación especial que les distinguía como mensajeros personales del Primigenio y que les daba su nombre. Por supuesto, enviar mensajes contrarios al Primigenio a través de esos mensajeros era totalmente inviable.

    Lanson no había participado en las revueltas de Kada. De hecho, había salido muy poco de su casa en aquellos meses. Las pocas veces que lo hizo fue para dirigirse a la tumba de sus padres. Desde su marcha de Kada, casi seis años atrás, no había visitado el lugar de descanso de sus padres, y al hacerlo de nuevo se encontró con las lápidas sucias y las flores podridas. Pasó mucho tiempo durante esos seis meses adecentando y limpiando sus tumbas, casi sintiéndose culpable por su estado de abandono.

    Escuchó que las revueltas de Kada habían sido instigadas por altos aristócratas. Tal vez, pero de ser así él no había estado al corriente. Aunque lo dudaba; los altos aristócratas hacía siglos que no se inmiscuían en la política de Nandora.

    «Aunque esto va más allá, no solo afecta a Nandora». Eso era lo que pensaba a veces, pero de todos modos lo seguía considerando inviable. Hasta que conoció a Kenth Mossen. La familia Mossen era una de las familias de la alta aristocracia más importantes e influyentes de Nandora. Kenth Mossen era un hombre que rondaba los cuarenta años, casado con una Dasan y con una abundante prole, y en apariencia serio y adusto. Lanson jamás hubiera imaginado que un hombre como aquel estuviera detrás de las revueltas de Kada.

    Kenth Mossen logró reunirse con él en una de las escasas salidas de Lanson. Mientras él lanzaba un ramo de flores a la tumba de su padre, Kenth se acercó por detrás y le dijo:

    —Sabemos dónde está el eirén.

    Lanson se dio la vuelta con una celeridad tal que las vértebras de su cuello crujieron. Conocía a ese hombre de vista, por supuesto, pero no comprendía por qué le decía esas cosas. Ni por qué se las decía precisamente a él. ¿Acaso sabía que Lanson tenía planeado salvar a Yanis de su encierro en cuanto supiera dónde se encontraba? Pero eso era imposible...

    —Este es el sitio más tranquilo para hablar —le dijo Kenth, que debió percibir la turbación en sus ojos—. Los Custodios no suelen pisar los cementerios. Dicen que pueden sentir las almas de los difuntos. Y no les gustan.

    Era cierto que, por lo menos en el cementerio de Kada, los Custodios no solían aventurarse demasiado. Pero Lanson ignoraba el motivo y lo cierto era que tampoco se lo había preguntado.

    —Sabemos dónde está el eirén —repitió el otro alto aristócrata—. Y sabemos que vos, señor Noelle, queréis rescatarlo.

    Lanson observó con más detenimiento a Kenth Mossen. Iba vestido con elegantes ropas de terciopelo y seda, lo que denotaba su alto estatus social y su elevada capacidad económica. Llevaba una barbillita negra perfectamente recortada y los dedos cubiertos de anillos. La capa que caía por su espalda estaba anudada al cuello con un broche de plata y tenía rebordes de terciopelo. El hombre adornaba toda su elegante presencia con una expresión seria y concentrada, como si estuviera pensando en algo muy importante.

    —No entiendo lo que decís —se atrevió a replicar Lanson. Y entonces el otro le explicó una historia: la historia de cómo había conocido a un joven acólito llamado Annick. Era el acólito que había fingido ser Yanis durante su ausencia; Lanson sabía que eso era verdad porque el mismo Yanis le había hablado de él. Eso hizo que sintiera curiosidad y escuchó la historia del otro aristócrata con más interés. Kenth Mossen le explicó que la verdadera identidad de Annick fue descubierta poco después de haber sido acusado del intento de asesinato del rey Alois.

    —Pero logró escapar de su prisión —le dijo—. Fue Dysthe Ebba quien planeó sacarlo de allí y llevarlo a Dalca.

    Lanson frunció el ceño. El nombre de Dysthe Ebba le resultaba familiar pero no sabía de qué. El otro alto aristócrata le sacó de dudas.

    —Dysthe es un importante miembro de la Asamblea —le explicó—. Y el líder de la Disidencia. Quiere que Veda Sanadria recupere su trono, que considera que le pertenece por derecho.

    «En eso estoy de acuerdo con él», pensó Lanson, pero no lo dijo en voz alta porque no estaba seguro de las ideas políticas de ese hombre.

    —Los altos aristócratas pensábamos participar en la guerra —le siguió explicando, bajando la voz como si alguien pudiera escucharles. Pero el cementerio estaba vacío y, desde luego, los muertos no podían oírles—. En el bando de los rebeldes. Íbamos a reunirnos con vosotros para ofreceros nuestra ayuda cuando tuvo lugar la batalla de los Campos Quebrados. Desde luego, ya no tenía sentido que nos uniéramos. Los rebeldes habían perdido la guerra, era evidente.

    Lanson sintió una leve punzada de rabia. No creía que hubieran podido vencer al ejército del Primigenio solo con la ayuda de los altos aristócratas de Nandora, pero le resultaba egoísta por su parte que se hubieran retirado nada más conocer su derrota.

    —Pero Annick tuvo una idea —siguió diciendo Kenth—. La regente Amara no sabía que los altos aristócratas íbamos a participar en el bando rebelde, así que decidió aprovechar esa circunstancia para averiguar el lugar en el que el Primigenio había ocultado al eirén.

    Kenth le dijo que Annick sabía ya con antelación que el Primigenio iba a castigar muy severamente a los eirenes, y en especial a Yanis. La intención del acólito era poder estar a su lado y protegerles, pero no pudo evitar la muerte de Shaleen ni tampoco el encierro de los eirenes. Pero al menos pudo descubrir el lugar secreto en el que el Primigenio había decidido esconder a Yanis.

    «Y así podremos salvarle», pensó Lanson.

    —¿Y dónde está? —quiso saber. Pero el otro no le contestó enseguida.

    —Vamos a ir un grupo numeroso a buscarlo. Entre ellos incluso estará Annick. Puede ser peligroso, seguramente habrá muchos Custodios.

    —¿Por qué no me lo decís? —replicó Lanson—. ¿Tenéis miedo de que vaya por mi cuenta?

    —Sí —contestó Kenth sin rodeos.

    «Y tiene razón», pensó Lanson. Debía salvar a Yanis y debía hacerlo pronto; no iba a permitirse el lujo de esperar si llegaba a averiguar su paradero.

    —Sabemos que queréis salvarlo —le dijo Kenth—. Sabemos que formabais parte de su séquito.

    —¿Séquito? —repitió Lanson, frunciendo el ceño—. Yo no lo llamaría así. Yo solo era su amigo.

    —Luchabais a su lado y protegíais su vida. En todo caso, hemos pensado que seguramente querríais salvarle. A él también le gustaría veros, sin duda. Y sois buen caballero; necesitaremos buenos caballeros para luchar contra los Custodios.

    Lanson asintió con la cabeza.

    —Os agradezco que hayáis pensado en mí —dijo. Y entonces Kenth añadió:

    —Las Ruinas de Luros. Mañana a esta hora partiremos. Venid bien pertrechado. Ah, y como he dicho, necesitaremos buenos caballeros; si conocéis a alguien en quien confiéis y que pueda acompañarnos, será bien recibido.

    Lanson durmió poco aquella noche. Llegó a su casa algo aturdido y todavía sumido en una especie de perenne sorpresa, como si no se llegara a creer del todo lo que acababa de ocurrir. Tanto era así, que a punto estuvo de gritar del susto cuando tropezó con la enorme mole moteada que se había tumbado en mitad del salón de su casa. El animal alzó la cabeza al sentir los pies del alto aristócrata chocar contra su cuerpo, con un brillo esperanzador en sus ojos dorados, pero al ver a Lanson se limitó a gruñir y volvió a bajar la cabeza. Lanson imaginaba que todavía, seis meses después de su muerte, Zay esperaba ver a su dueña. Tal vez el pobre animal no sabía que no la iba a ver más.

    Lanson se había encontrado con Zay por primera vez al poco de llegar a Kada. Después de la muerte de Shaleen, perdió de vista al leopardo y no supo qué había sido de él hasta ese día, cuando se lo encontró deambulando por el camino que conducía al bosque. El leopardo debió de reconocerlo al verle o tal vez solo reconoció su olor; el caso fue que se acercó a él y olfateó sus piernas. Y ya no volvió a apartarse de él. Lanson fue hasta su casa con el animal caminando tras él; iba con la cabeza gacha y arrastraba el rabo por el suelo. Lanson sintió una inmensa pena por aquel animal, pero ¿qué podía hacer él? Cuando llegó a su casa, Zay seguía allí y le miraba con unos ojos suplicantes que le encogieron el corazón.

    «Maldita sea, es solo un leopardo», pensó. Pero entonces Zay gimió y emitió unos sonidos quejumbrosos, como si estuviera llorando. Lanson decidió que no podía abandonarlo a su suerte. Así que le dejó entrar en su casa y, de algún modo, lo adoptó. Zay a veces salía al bosque y cazaba. Muchas veces él mismo devoraba esas piezas, pero en algunas ocasiones las llevaba hasta la casa de Lanson y él las cocinaba. Lanson no tenía sirvientes, pese a que su nivel económico se lo permitía, y eso resultó conveniente para poder tener un leopardo en casa.

    Cuando llegó el momento de partir hacia el lugar establecido con Kenth Mossen, Lanson se puso un jubón de cuero endurecido con refuerzos de metal. Se ató al cuello una capa oscura de lana y se colgó al cinto a Hoja de viento, su espada favorita, junto con la de Guardia Azul, que aún conservaba. Las introdujo dentro de sus respectivas vainas y luego las vainas las disimuló debajo de la capa. Había comprado un caballo, un buen corcel ágil y rápido, de color castaño oscuro, que le había costado un buen dinero pero que no le había importado desembolsar. Lo había comprado en cuanto conoció los planes de Kenth Mossen y pensó que, si su montura era joven y rápida, antes podría llegar a las Ruinas y antes podría salvar a Yanis. Añoraba a su amigo, pero sobre todo le preocupaba su integridad física y moral; tenía que sacarlo de allí enseguida.

    En cuanto salió por la puerta y se dirigió a los establos colindantes a su casa, Zay le siguió. Lanson trató de hacer que el animal volviera al interior de la casa, o bien que fuera hacia el bosque; era de noche y, por lo que él sabía, el leopardo solía cazar de noche. Pero las indicaciones que le dio no sirvieron de nada. Tal vez el animal sabía que Lanson se marchaba por un periodo de tiempo largo y no quería volver a quedarse solo; el alto aristócrata ignoraba hasta qué punto Zay podía entender lo que pasaba a su alrededor, pero el caso fue que no logró conseguir que se apartara de su lado.

    Montó sobre el lomo de su caballo nuevo. Antes de dirigirse a la puerta de la Asamblea, el lugar acordado con Kenth, Lanson tenía otra parada que hacer. Las últimas palabras del alto aristócrata le habían recomendado que llevara refuerzos; por lo menos si eran de confianza. Lanson imaginó que no deberían de ser muchos los valientes que iban a atreverse a ir hasta las Ruinas a buscar a Yanis, pues en tal caso no le hubieran pedido ayuda a él. En ese momento, la única persona lo bastante capaz que vivía en Kada y en quien Lanson confiaba era Alban de Nils. Pese a sus temores iniciales, el antiguo señor par le había demostrado su fidelidad e incluso su amistad. No había vuelto a Diema después de la guerra, pues sus tierras ya no eran sus tierras y no tenía lugar al que ir. Había estado viviendo durante unos meses en Orilhia, pero después de la guerra prefirió ir a Kada tras haber entablado cierta amistad con Lanson. Durante esos meses ambos se habían visto en contadas ocasiones, pero cuando lo hacían charlaban como dos viejos amigos. Lanson solo había podido albergar ese nivel de confianza con Yanis. Además, Alban era un buen jinete, ágil, rápido e inteligente. Seguro que podría ser de ayuda. Por eso le explicó la situación, sabiendo que Alban se uniría a él sin dudarlo; en efecto, así lo hizo. Ansiaba algo de acción, le dijo, y estaba empezando a aburrirse en Kada.

    La Puerta Real de Kada estaba vigilada por Custodios día y noche, por lo que Kenth había decidido salir de la ciudad siguiendo otro camino. Lanson lo ignoraba, pero en la Asamblea había un pequeño pasillo que conducía a una puerta que daba a una pequeña poterna, y a través de ella se podía salir de la ciudad. No encontraron ningún Custodio en ese lugar y pudieron escapar sin problemas. Kenth le explicó que eran muchos los asambleístas que también secundaban sus ideas y sus propósitos, y por eso habían decidido colaborar.

    El grupo que salió aquella noche de Kada no fue muy numeroso. Aparte de Lanson, Alban y Kenth, había cuatro altos aristócratas más, todos ellos montados en impresionantes corceles de pelaje tan negro como la piel de sus jinetes. Todos iban con ropajes elegantes como Kenth, con largas capas de terciopelo de vistosos colores que lograban ocultar la grupa de sus caballos, anillos de plata adornando sus dedos, y botones y hebillas también de plata adornando sus ropas y sus botas. Solo uno de ellos llevaba un capuchón sobre la cabeza, una prolongación de su capa de terciopelo de color granate oscuro. Este llevaba guantes negros y de su cara Lanson solo pudo ver sombras durante bastante tiempo. Cuando el alto aristócrata se quitó la capucha que ocultaba su rostro, resultó que no era un alto aristócrata en absoluto. Su piel era blanca, sus cabellos castaños los llevaba algo despeinados y sus ojos eran verdes como las esmeraldas. Kenth le dijo a Lanson que ese joven era Annick. A partir de ese momento, Lanson observó con más atención al joven, tratando de ver en él algún rasgo parecido a Yanis. Por supuesto, el único rasgo que le hacía parecerse a él eran sus ojos, tan grandes y verdes como los del eirén. Por lo demás, no se le parecía en nada. Lanson recordó que Yanis, en alguna ocasión, le había dicho que Annick era uno de sus acólitos favoritos. Le había dicho que temía por su seguridad.

    «Seguro que se alegra de verlo. Seguro que se alegra al ver que está bien». Yanis era así; siempre se preocupaba de los demás antes que de él mismo.

    El viaje hasta las Ruinas fue largo. Tardaron meses en llegar. Desde Kada hasta Anael debían atravesar todo el continente en línea recta. Fueron por el camino más rápido, atravesando las Llanuras de las Serpientes de Diema, bordeando los Pilares al norte de Anker y evitando el desierto en lo máximo de lo posible. Atravesaron el río Khelina y fueron hacia el sur cabalgando a máxima velocidad a través de las Praderas Eternas hasta que se desviaron hacia los Cerros del Amanecer y entraron en Luros, buscando la costa. Luego el viaje se hizo más corto y fácil; bajaron hacia el sur día y noche, hasta que llegaron al fin a las Ruinas.

    No era la primera vez que Lanson visitaba ese lugar; lo habían tenido que cruzar al inicio de la guerra, pero en aquel momento no habían tenido que adentrarse tanto. Flegras les había explicado entonces que esas ruinas pertenecían a una antigua ciudad que había quedado abandonada cuando sus habitantes decidieron emigrar en masa hasta la ciudad de Anael, más llena de oportunidades y riquezas. El paso de los siglos no solo logró destruir la gran mayoría de edificios de la ciudad, sino que también borró su nombre de la historia; ya nadie recordaba su nombre original y se limitaban a llamarla las Ruinas, o bien L’Rummus en el antiguo. En efecto, no eran más que las ruinas de una serie de edificios, la gran mayoría semiderruidos y devorados por la vegetación que crecía a su alrededor. Como siempre ocurría allí donde el hombre llevaba siglos sin aparecer, era la naturaleza la que se imponía y la que dominaba. Los restos de las casas de piedra estaban cubiertos de musgos y enredaderas, incluso sus interiores estaban repletos de verde vegetación que cubría las paredes como un tapiz orgánico. Solo había un edificio que se conservaba prácticamente intacto; debió de ser el lugar en el que vivía el jefe del pueblo. Casi parecía un palacio y no recordaba en nada a los amplios y columnados edificios que se podían encontrar en todas las ciudades de Luros. Aquel era un vasto edificio de piedra, grande y construido con sillares rudos y desiguales, que se elevaba hacia el cielo como una flecha de piedra cubierta de musgo.

    —Está allí —dijo Annick, señalándolo.

    La construcción se encontraba en el punto más alto de la ciudad, justo sobre la línea que el acantilado delimitaba por encima del mar, en el lado opuesto a las Cumbres. Al afinar un poco más la vista, Lanson pudo distinguir figuras negras que se movían entre las rocas: los Custodios. En efecto, tenía que ser allí. Si había Custodios era por algo.

    «Ya casi estamos, Yanis —pensó, como si su amigo pudiera escucharle—. Aguanta un poco más, ya casi te sacamos de ahí».

    —Tendremos que burlar a los Custodios —dijo Kenth—. Son muchos.

    Lanson pudo contar unos cinco o seis. En realidad, no eran tantos, pero un Custodio valía casi como diez hombres. Aunque tenían un punto débil; si se les atacaba directamente en el cuello morían enseguida, desangrados en mitad de un charco de esa oscura sangre que fluía por sus cuerpos. El problema era su elevada estatura, que dificultaba alcanzar sus cuellos.

    —El interior es muy grande —dijo Annick—, pero yo sé dónde lo tienen. Yo entraré.

    Kenth asintió con la cabeza.

    —Nosotros despistaremos a los Custodios.

    Lanson no puso objeciones, aunque hubiera querido entrar él también. En todo caso, daba igual cómo lo hicieran; lo importante era sacar a Yanis de ahí. Kenth les hizo una señal a los demás y espoleó a su montura. Lanson y Alban le siguieron, así como los demás altos aristócratas. Annick se quedó allí, quieto y esperando. Kenth hizo que su caballo cabalgara hacia los Custodios y, cuando estuvo lo bastante cerca de ellos, gritó para llamar su atención.

    —¡Separémonos! —ordenó, en cuanto los Custodios comenzaron a seguirles. Kenth y los otros altos aristócratas se disgregaron, Lanson guio a su montura hacia el sur y Alban solo se apartó unos metros de él. Zay corría entre ellos, huyendo de los Custodios pero de vez en cuando deteniéndose para mostrarles sus afilados dientes, haciéndoles correr hacia él para luego huir en el último segundo, como si estuvieran jugando.

    Lanson y Alban lograron alejar a los Custodios de la entrada del edificio en ruinas. Por el rabillo del ojo el alto aristócrata pudo ver como Annick aprovechaba para desmontar de su caballo y entrar en la construcción por un portón de piedra totalmente cubierto de enredaderas. Luego le perdió de vista.

    «Corre —pensó—. Corre, sácalo de ahí».

    4.

    Hacía tiempo que Yanis había perdido la noción del paso de los días y de las semanas. En realidad, no sabía cuánto tiempo llevaba en aquel lugar, ni siquiera recordaba cómo había llegado hasta allí. Lo último que podía recordar con seguridad eran los ojos negros de Shaleen apagándose, y también sus últimas palabras. «Prométeme —le había dicho—. Prométeme que no te rendirás». Y él se lo había prometido.

    Pero luego el Primigenio lo había llevado hasta allí, hasta ese horrible y abandonado lugar. Yanis supuso que le habían dormido utilizando algún tipo de magia y le habían despertado ya allí. Le habían dejado en el interior de un cuarto pequeño, de paredes y suelo de piedra, una piedra tan fría que casi parecía hielo. Las noches eran particularmente frías; Yanis debía encogerse en un rincón de la habitación para no tiritar de frío. En todo caso, tampoco lograba dormir; se pasaba las horas pensando y sollozando, recordando el pasado, lamentándose por sus errores y las cosas que había hecho, pensando que si no hubiera sido tan osado y atrevido tal vez nada de eso hubiera ocurrido.

    «Shaleen seguiría viva —pensaba—. Tal vez seguiría odiándome, pero al menos estaría viva».

    La habitación no tenía ninguna comodidad. Ni una simple cama de paja donde poder tumbarse, ni una silla, absolutamente nada. Debía reposar por obligación sobre la dura y fría piedra del suelo. Ni siquiera había ventanas, por lo que Yanis no sabía dónde se encontraba. El ruido que escuchaba procedente del exterior, un ruido parecido al de las olas al chocar contra la roca, le hizo suponer que debía encontrarse en un lugar cercano al mar.

    La única puerta de la habitación era de hierro, y hasta para la mente cansada de Yanis resultaba evidente que se había colocado hacía poco. Por su aspecto estaba claro que era pesada y así pudo comprobarlo el propio Yanis un día que, sintiéndose especialmente audaz, se atrevió a levantarse y a empujarla. Por supuesto, no consiguió nada.

    A veces la puerta se abría y entraban Custodios. Siempre más de dos, nunca uno solo. Entraban para darle comida y agua; estaba claro que el Primigenio no quería que se muriera de hambre allí dentro. Pero la calidad de la comida era pésima: pan duro, gachas rancias y otras cosas que ni siquiera sabía qué eran. En cuanto al agua era casi peor; tenía un extraño sabor ferroso y amargo que al principio le causó náuseas hasta que al final, al no tener otra cosa que beber, se acabó acostumbrando.

    El resto del tiempo lo pasaba totalmente solo y aislado. Nadie hablaba con él, porque ni siquiera los Custodios que entraban a darle comida le dirigían la palabra. Todos los días eran iguales; la misma habitación cuadrada de piedra, el mismo ruido de olas rompiendo contra la roca, el mismo olor a piedra húmeda, el mismo frío que le calaba hasta los huesos. Las noches eran exactamente iguales. Cuando lograba dormir, cosa que pasaba pocas veces, soñaba con Shaleen. Veía sus ojos negros mientras la vida se iba escapando de ellos poco a poco.

    «Prométeme que no te rendirás».

    Yanis imaginó que ese era el verdadero castigo que le había reservado el Primigenio: dejarlo allí encerrado y solo para toda la eternidad. A no ser que decidiera no comer ni beber; entonces acabaría muriéndose de sed y de hambre. Pero sería una muerte lenta y horrible, una muerte que le causaría un horrible sufrimiento. Un día decidió hacerlo; prefería la muerte que una eternidad en esas condiciones. Por lo menos, la muerte le llevaría hasta Shaleen. Pero al pensar en ella recordaba su promesa. «No me rendiré», le había dicho. Así que volvía a beber y a comer, para seguir vivo y tener alguna posibilidad de cumplirla.

    Los Custodios solían ir a llevarle su comida a las mismas horas todos los días. Era su única manera de controlar el paso del tiempo, aunque ya había dejado de hacerlo. Cuando escuchaba el ruido de la llave al girar en la cerradura de la puerta de hierro, ya sabía que había empezado un nuevo día, un día más en aquel infierno de piedra.

    Pero un día algo extraño ocurrió: creyó que el sonido de la llave llegaba antes de lo habitual. Estaba casi seguro de que los Custodios le habían llevado la comida hacía pocas horas y él no se había quedado dormido desde entonces, había estado despierto. ¿O

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