Descubre millones de libros electrónicos, audiolibros y mucho más con una prueba gratuita

Solo $11.99/mes después de la prueba. Puedes cancelar en cualquier momento.

El reencuentro de los Eirenes: Hijos del Primigenio II
El reencuentro de los Eirenes: Hijos del Primigenio II
El reencuentro de los Eirenes: Hijos del Primigenio II
Libro electrónico937 páginas14 horas

El reencuentro de los Eirenes: Hijos del Primigenio II

Calificación: 0 de 5 estrellas

()

Leer la vista previa

Información de este libro electrónico

Los planes para iniciar la rebelión contra el Primigenio se ponen en marcha y sus líderes han de preparar a todo Celystra para el enfrentamiento final contra su creador. Pero Celystra es un mundo complejo y, ajeno por el momento a la rebelión, cada país tiene sus propios problemas.

En Nandora, Maiwen Arezo ha conseguido finalmente hacerse con el trono, ignorante de que le princesa Veda Sanadria se encuentra viva, pero muy lejos, en la isla de los elfos. El mayor interés del nuevo rey es reforzar su poder en el país y su legitimidad en el extranjero; empieza a perfilarse una posible unión dinástica entre los Arezo y los Soerdin de Diema.

En Luros, Ivy Leth Vandanna debe convencer a sus arcontes para que apoyen la rebelión, pero, sin saber muy bien cómo, se ve inmersa en una guerra civil y descubre una conspiración repleta de mentiras y asesinatos.

En Maeghan, Shaleen descubre un terrible secreto en el pasado del diarca Gorham Azura, mientras ella misma intenta aclarar sus sentimientos hacia Yanis.

En Andelin, los enanos van a vivir la peor crisis de su existencia bajo el reinado de su nuevo rey, Keegan Piedrablanca. Mientras la Plaga les sigue azotando, ahora van a tener que sufrir también la esclavitud y el desarraigo.

Y todo mientras los eirenes, dispersos por todo Celystra, vuelven a reencontrarse después de siglos viviendo separados. Es el momento de su reencuentro, de su liberación; es el momento de que se quiten sus máscaras, sus Amuletos y den la cara frente a Celystra y frente a su propio padre.

Nuevas tramas y nuevos personajes se unen a los ya conocidos y dan forma a una Celystra mucho más viva y real. Cada uno tiene sus propios intereses pero, al final, todos se verán absorbidos por el hilo común que es la rebelión que se está gestando: para unos supone la libertad y para otros, el horror.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 abr 2017
ISBN9781370619375
El reencuentro de los Eirenes: Hijos del Primigenio II
Autor

Montse Martín

Montse Martín nació en Barcelona (España) en el año 1983. Su pasión por la escritura empezó desde muy pequeña, casi a la vez que su pasión por la lectura, pero solo como afición. Su primera obra publicada ha sido la saga de cuatro novelas 'Hijos del Primigenio', de publicación reciente. En la actualidad se encuentra cursando el último año del Grado en Geografía e Historia, lo que compagina con su trabajo y la escritura.

Lee más de Montse Martín

Relacionado con El reencuentro de los Eirenes

Libros electrónicos relacionados

Ficción de acción y aventura para usted

Ver más

Artículos relacionados

Comentarios para El reencuentro de los Eirenes

Calificación: 0 de 5 estrellas
0 calificaciones

0 clasificaciones0 comentarios

¿Qué te pareció?

Toca para calificar

Los comentarios deben tener al menos 10 palabras

    Vista previa del libro

    El reencuentro de los Eirenes - Montse Martín

    El verdugo se subió los guantes despacio, con parsimonia. El hacha con la que debía hacer su trabajo se encontraba junto a él, apoyada sobre el mango. A sus pies, de rodillas, se encontraba el reo; vestía con una simple camisa de lino de color blanco y sus cabellos castaños caían despeinados sobre sus hombros. Resultaba difícil distinguir en él al que antaño había sido el orgulloso rey Kendal Sanadria.

    Maiwen Arezo sintió un leve escalofrío al ver que el verdugo se inclinaba y cogía el hacha. Vio cómo sostenía el mango entre sus manos enguantadas, cómo parecía sopesar su peso y su volumen. Kendal Sanadria permaneció arrodillado frente a él. Maiwen supo que faltaba poco; en apenas unos minutos su antiguo amigo y rey estaría muerto. Quiso cerrar los ojos para no verlo, pero sabía que debía hacerlo: él era ahora el rey y, además, la muerte de Kendal había sido idea suya.

    Maiwen había sido proclamado rey por la Asamblea pocas semanas atrás. No había tenido problemas para hacerlo; contaba con el apoyo de su mayor parte, así como del ejército y de la alta aristocracia. El día de su nombramiento y rodeado de sus más fieles adictos, Maiwen Arezo pudo al fin sentarse en el trono de la sala de audiencias del Palacio Real. Solo era un sillón alto de madera con unos delgados cojines de terciopelo azul rellenos de pluma de oca y unas pequeñas volutas adornando los brazos de la silla. Pero sentarse en él tenía una fuerza simbólica, casi mágica, porque solo el rey podía hacerlo. Cuando, allí sentado, le colocaron sobre la cabeza la fina corona de oro, decorada con pequeños rubíes y amatistas, el vello de sus brazos se erizó.

    Tras el golpe de estado, Maiwen había ordenado que Kendal Sanadria fuera recluido en la prisión de Kada. No tenía pensado acabar con su vida, pero las circunstancias y los sabios consejos de Talee Phergar le hicieron cambiar de idea.

    —Es peligroso que ese hombre siga vivo —le dijo Phergar, convertido en su principal consejero—. Antes podías permitirte el lujo de no matarlo, pero ahora existe la Disidencia…

    La Disidencia era un grupo de personas que se había ido formando después de su golpe de estado. Personas opuestas a Maiwen Arezo y a su manera de acceder al trono, que clamaban por el regreso de los Sanadria. No había nombres conocidos detrás de ese grupo ni cabezas visibles que lo lideraran, pero Maiwen estaba convencido de que el asambleísta Dysthe Ebba, que siempre había sido fiel a los Sanadria, estaba detrás.

    —Mientras Kendal Sanadria siga vivo, la Disidencia puede intentar sacarle de su prisión y devolverle al trono —le hizo ver su consejero—. Debes acabar con él. Sé que no tenías pensado hacerlo y que era tu amigo, pero… Las circunstancias han cambiado. Ahora tú eres el rey y si no proteges tu posición, alguien intentará arrebatártela. Ya has visto lo fácil que es destronar a un rey…

    Talee Phergar tenía razón. Maiwen empezó a maquinar un plan en su mente. No quería matar personalmente a Kendal ni tampoco ordenarlo de manera explícita; sabía que no volvería a sentirse limpio nunca más si hacía algo así. Pero entonces se le ocurrió una idea.

    No tardó mucho en llevarla a cabo. Aquella misma tarde fue hasta el Eirenado y solicitó una audiencia con el eirén. Como siempre, este le recibió en el salón principal del templo, rodeado por sus acólitos y sus paredes de mármol blanco; con la excepción de Lena, pues Maiwen no pudo evitar darse cuenta de que la elfa no se encontraba junto a sus compañeros. El eirén iba vestido con sus ropajes habituales de color claro y la máscara de tela que ocultaba siempre su rostro. Al cuello llevaba su Amuleto, con el rubí redondo brillando en su centro como una enorme gota de sangre. Maiwen se inclinó ante él en señal de respeto y sumisión y, nada más alzarse de nuevo, le realizó la petición en la que consistía todo su plan:

    —El acto de los reyes Sanadria fue totalmente intolerable. La lealtad a nuestro señor Primigenio debería estar por encima de todas las cosas, incluso de la propia familia. Es lamentable que el Sacrificio que el Primigenio exigió hace casi un año no se haya podido cumplir y debemos rogar perdón al Primigenio por tan desagradable hecho. Por eso me gustaría proponer lo siguiente: teniendo en cuenta que se acerca la próxima Deshonra y dado que uno de los principales causantes de la huida del Sacrificio se encuentra en nuestro poder, yo propongo que nuestro señor Primigenio tuviera a bien aceptarlo como nuevo Sacrificio para compensar en la manera de lo posible el horrible acto de transgresión del año pasado. Os recuerdo que hablo de Kendal Sanadria que, como todo el mundo sabe, fue cómplice de la desaparición de su hija.

    Tras escuchar las palabras de Maiwen, el eirén no tardó en contestar:

    —Nuestro padre, el Primigenio, coincide en que es necesario castigar a los responsables de semejante desfachatez —dijo. Su voz sonó tan átona y neutra como siempre—. Por eso acepta el sacrificio de Kendal Sanadria de manera excepcional, a modo de castigo y como represalia por lo ocurrido. Pero nuestro padre no olvida; el Sacrificio del año pasado debe ser ejecutado como hubiera correspondido en su momento. Nuestro padre así lo desea.

    «Yo no quería llegar a esto. Yo no quería que murieras, Kendal. Solo quería recuperar lo que me pertenecía, lo que le pertenecía a mi familia. Pero… Por desgracia, las cosas deben ser así».

    El verdugo alzó el hacha sobre su cabeza. El sol impactó sobre el acero y el destello que provocó despertó a Maiwen de su ensoñación y sus recuerdos. Una nube oscura ocultó el sol en ese momento y la enorme sombra del Eirenado cayó sobre el cadalso como un manto negro. Un tenso silencio envolvió la plaza. Maiwen sintió frío. La plaza frente al Eirenado estaba llena de gente: personas pertenecientes al nuevo gobierno, asambleístas, nobles y curiosos que habían ido para ver la muerte del antiguo rey. Pero también había partidarios de Kendal Sanadria entre la multitud; Maiwen no tardó mucho en ver a Dysthe Ebba. El asambleísta era un hombre alto, moreno, de cabellos del color del ébano muy bien peinados y barba perfectamente recortada. Sus ojos marrones observaban el cadalso con una agria expresión y su ceño fruncido revelaba claramente su desacuerdo.

    Maiwen no tenía miedo de la presencia de Dysthe Ebba. Sabía que no podía hacerle daño en esos momentos. Estaba bien protegido; le flanqueaban Roygard Oley y Holsten Arguesson, y tras él se alzaban quietos y rígidos como cadáveres Bur Thorrol y Cleamont Lothem. Un poco más alejado se encontraba Cenald Nido, sonriendo con uno de sus gestos más amanerados. Todos llevaban sus capas azules que les distinguían como miembros de la Guardia Azul. Maiwen les había ofrecido esos puestos en agradecimiento por la ayuda prestada durante el golpe de estado.

    Kendal Sanadria mantuvo la entereza durante los últimos minutos de su vida. «Tal vez sepa dónde se encuentran su esposa y su hija y por eso está tan tranquilo», pensó Maiwen. Cuando el verdugo bajó el hacha, lo hizo de manera tan rápida e inesperada que el corazón de Maiwen dio un salto en el pecho. La cabeza de Kendal Sanadria cayó al suelo frente al cadalso y Maiwen pensó, casi con sorpresa, que parecía muy pequeña.

    Varias personas aplaudieron, otras se limitaron a observar el cuerpo inerte del antiguo rey con el ceño fruncido. Dysthe Ebba se marchó enseguida y Maiwen no pudo ver hacia dónde se iba. Quiso seguirle con la mirada, pero Talee Phergar se colocó delante de él y se lo impidió.

    —Aún queda un asunto que debes atender con urgencia —le dijo su consejero. Mientras hablaba, Maiwen observaba cómo el verdugo y otros empleados recogían el cadáver de Kendal—. Debes perpetuar tu dinastía en el trono. Debes casarte.

    Maiwen centró su atención enteramente en Phergar. Como siempre, su consejero tenía razón. Maiwen era el único miembro vivo de los Arezo y, como tal, necesitaba con bastante urgencia un hijo o una hija que pudiera heredar el trono. Mientras Veda Sanadria continuara en paradero desconocido, nadie podía asegurarle que no estuviera viva. Y si lo estaba, podía volver a Nandora y reclamar el trono.

    —¿Alguna idea? —le preguntó a su consejero. Él asintió con la cabeza y señaló hacia el centro de la plaza, cerca del cadalso donde solo una mancha de sangre revelaba lo ocurrido escasos minutos atrás. Maiwen al principio no supo qué le estaba señalando Phergar, pero entonces distinguió a un hombre alto de pelo cano y barba hirsuta, vestido con un elegante jubón de color morado y una capa de terciopelo de color negro que abrochaba con un broche de plata con la forma de un león. Era Mons Arhus, miembro de una de las familias nobles más importantes de Kada. Maiwen sabía que Arhus tenía una hija joven y soltera.

    —¿Mons Arhus? —le preguntó a Phergar. Él asintió con la cabeza y Maiwen insistió—. ¿Por qué?

    —Es rico. Su familia es noble e importante en la capital. Y, además —añadió con una queda sonrisa—, ha aplaudido cuando Kendal Sanadria ha muerto.

    2.

    Yanis estaba esperando sentado en uno de los asientos de madera del Puerto de Adara. Lanson lo vio nada más abandonar el Camino Largo. El joven estaba encogido en el asiento, cubriéndose con una capa oscura de algodón como si tuviera frío. La expresión de su rostro no podía ser más expresiva; observaba el suelo de piedra con los ojos verdes tan apagados que casi parecían no albergar vida alguna. Lanson pensó que debía estar nervioso y asustado ante la aventura que se avecinaba.

    El alto aristócrata se había despedido del resto del grupo dos días antes. Las misiones de cada uno de ellos se habían establecido días atrás en la Sala de Audiencias del Palacio de las Reinas. La reina June les reunió a todos alrededor de la mesa de madera tallada para discutir sobre el plan a seguir. Ella se sentó en la cabecera con su hijo a su derecha y Faye a su izquierda. El eirén ya llevaba el rostro al descubierto y había vuelto a dejar el Amuleto en sus estancias personales del Eirenado. Yanis se sentó junto a él y Lanson al lado de Yanis. Al otro lado estaban sentados Ivy y Eseneth, uno al lado del otro. Junto al mago se había sentado Shaleen, que no dejaba de mirar hacia la superficie de la mesa como si hubiera sentido un repentino e inusitado interés por las figuras vegetales que la decoraban.

    Una vez que estuvo claro que iban a seguir adelante con la rebelión, ya solo era necesario establecer cómo hacerlo. Entre la reina June y Faye decidieron de manera ordenada y definitiva el plan para llevarla a cabo. Lo mejor era coger por sorpresa al Primigenio y evitar en lo máximo de lo posible que se enterara de sus planes. Lo ideal era llegar hasta su isla perdida en la inmensidad del océano, su Hogar como lo llamaban los dos eirenes y cuyo emplazamiento solo ellos sabían, y acabar con su vida sin darle tiempo a defenderse.

    —Pero eso será difícil de conseguir, sino imposible —dijo Faye. Tamborileaba con sus largos y delgados dedos sobre la mesa de madera—. Llegará un momento en el que acabará enterándose de nuestros planes. Pero deberíamos conseguir que ese momento llegara en el último minuto, justo cuando estuviéramos a punto de lanzar el ataque definitivo contra él.

    —El Primigenio puede crear un ejército —explicó Yanis—, e invocar cualquier tipo de magia. Y además tiene a sus Custodios; son seres creados por él, no inmortales ni eternos, pero sí muy resistentes a cualquier tipo de ataque. Su única misión es protegerle a él.

    —Bueno —dijo la reina June—, centrémonos en los preparativos. Lo primero es tener claro qué países y pueblos participarán en la rebelión.

    A causa de los recientes acontecimientos vividos en Nandora, de los que cada día les iban llegando más noticias, fue este país el primero en entrar en colación. Nandora representaba un problema grave; su nuevo rey era un fanático del Primigenio. Ivy y Lanson le conocían bien y ambos pudieron dar fe de ello. Una persona así jamás se uniría a una rebelión.

    —¿Qué hacemos con Nandora, entonces? —preguntó la reina June—. Sabemos que Maiwen Arezo no participará en la rebelión, pero… —La elfa carraspeó—… Tenemos a Veda Sanadria.

    Veda no estaba en la Sala de Audiencias pues la reina elfa le había permitido quedarse en la casa de Rielrom Leth Vandanna.

    —Ella es heredera al trono, sí —comentó Faye—. Pero aún es menor de edad.

    — ¿A qué edad permiten las leyes nandorienses que sus reyes puedan gobernar? —quiso saber la reina elfa. Ivy fue quien contestó:

    —A los dieciséis años, Man Kissa. Y Veda aún tiene diez.

    —En el caso de lograr expulsar a Maiwen Arezo —concluyó la reina June—, fuera como fuera, Veda debería disponer de un regente que gobernara por ella durante seis años.

    —Solo se me ocurre una persona lo bastante legitimada para poder ser regente de Veda —comentó Lanson—. Su madre, Rella Sanadria.

    —Pero no sabemos dónde está —replicó Eseneth—. Y en el caso de estar viva puede encontrarse en cualquier lugar. No podemos contar con ella.

    —Además, no podemos arrebatarle el trono a Maiwen Arezo —dijo Yanis—. Tiene muchos apoyos en Nandora. Los Sanadria también, pero no creo que existiera otra manera de hacerlo que no implicara la fuerza.

    —No es el momento oportuno. —Faye meneó la cabeza—. No es el momento de iniciar una guerra contra Nandora ni de atentar contra la vida de su rey. No; lo mejor será dejar a Nandora de lado por ahora y centrarnos en el resto de países.

    El siguiente país en ser nombrado fue Luros. Como resultaba inviable que fueran los eirenes los encargados de entrar en conversaciones con sus gobernantes a causa de la poca confianza que despertarían, la reina June decidió enviar emisarios para dicha misión. La elfa decidió que fuera Ivy la encargada de visitar el país de los arcontes en calidad de embajadora de los elfos. Desde siempre Luros había mantenido buenas relaciones con Adara, sobre todo de tipo comercial.

    A continuación, tocó el turno de Maeghan. Aunque la participación del país guerrero era casi segura, la reina June decidió que fuera Shaleen la encargada de realizar esa misión, después de que le hubieran explicado la especial consideración que había conseguido labrarse la joven después de su victoria en combate singular contra Tèrold Logios. Aprovechando que el aspirante a rey gnomo, Goldwin, se encontraba en territorio maeghense, la reina elfa también le dio a Shaleen la misión de reclutar al pueblo gnomo.

    El pueblo enano también apoyaría una rebelión, pero eran seres desconfiados y orgullosos por naturaleza. La reina June decidió enviar a Eseneth, pues tanto Lanson como Yanis confirmaron que el mago había caído en alta estima a los príncipes enanos.

    —¿Y qué hacemos con el resto de países? —quiso saber el príncipe Ariel. Tras un suspiro, la reina June contestó:

    —No me fío demasiado de Idrian Tarcene, el gobernador de Andelin. No lo conozco personalmente, pero he oído que no es un hombre en el que se deba confiar. Tampoco me agradan mucho los kurganes de Leilany, siempre tan egoístas y preocupados por sus propios intereses. Y en cuanto a los señores pares de Diema… Estos son capaces de empezar a pelearse entre ellos cuando estemos enfrentándonos al Primigenio. No sé; por el momento, dejaremos a Andelin, Diema y Leilany a un lado. Ya pensaremos de qué manera podremos afrontar la rebelión con ellos.

    Otra cuestión importante era el papel de los eirenes en la rebelión. Ya estaba decidido que estarían al frente y serían importantes, pues de sus acciones dependía que el Primigenio descubriera los planes de los rebeldes. Yanis sería el encargado de visitar a todos los eirenes restantes para informarles sobre lo que estaban planeando. Les explicaría que Faye estaba de acuerdo y que había sido el planificador de gran parte de la estrategia; sabía que al escuchar el nombre de Faye los eirenes comprenderían que el asunto iba en serio y no dudarían en unirse a la rebelión.

    —Estableceremos en Adara el centro de operaciones —decidió Faye—. Ahora que sabemos que el engaño ideado por Yanisaureth funciona, y que el Primigenio no parece haberse dado cuenta de que el eirén de Nandora no es más que un acólito disfrazado, haremos que el resto haga lo mismo. Les dirás —añadió, mirando a Yanis— que dejen a un acólito en el Eirenado que se haga pasar por ellos, y los verdaderos eirenes vendrán hasta Adara para reunirse conmigo. Así, el Primigenio seguirá pensando que todo va bien, que cada eirén está en su sitio y no sospechará que estamos tramando nada en su contra.

    Unos días después, cada uno inició su misión y todos abandonaron la isla. Se despidieron primero de Veda, que iba a quedarse bien protegida en Adara. Y luego lo hicieron entre ellos. La primera en marcharse fue Shaleen, luego Ivy y el siguiente Eseneth.

    Lanson y Yanis fueron los últimos en marcharse. El alto aristócrata iba a acompañar al eirén en su viaje y se iba a encargar de su protección. La vulnerabilidad de los eirenes era demasiado alta como para que Yanis hiciera semejante viaje solo. La reina June les ofreció caballos para su viaje y las viandas más básicas e imprescindibles, y Faye despidió al alto aristócrata con indicaciones y consejos para proteger la vida de su hermano. Para que comprendiera la extrema fragilidad de los eirenes, le puso el siguiente ejemplo:

    —Si un eirén, si yo mismo, por ejemplo, me corto un dedo pueden pasar varias cosas: si el corte es lo bastante grande puedo desangrarme, porque la coagulación de mi sangre no funciona igual que en el resto de seres vivos y mis heridas se cierran con más dificultad. Pero, aunque la herida no sea muy grande, puede infectarse porque mi sistema inmunológico es casi inexistente y eso me hace totalmente vulnerable a cualquier microbio o patógeno.

    Lanson no tenía miedo. Había sabido mantener con vida a Yanis incluso cuando pensaba que no era más que el hijo de un consejero; ahora que era consciente de la importancia que su supervivencia representaba, solo tenía que esforzarse un poco más. Pero solo consistiría en hacer su trabajo, lo que llevaba haciendo durante años en la Guardia Azul; solo que ahora, en lugar de proteger a la familia real, debería proteger a un eirén.

    Tuvieron que esperar en el puerto a que saliera el barco con destino a Anael. Faltaba una media hora y Lanson había preferido esperar ese tiempo y ahorrar el dinero que les costaría alquilar otro barco. Yanis no cuestionó su decisión, sino que permaneció sentado con la mirada perdida en la inmensidad del océano.

    — ¿Estás preparado? —le preguntó el alto aristócrata. Yanis le miró con cierta expresión de tristeza en sus ojos verdes.

    —Eso creo.

    Lanson se sentó a su lado.

    — ¿Estás asustado?

    —Mucho.

    El alto aristócrata suspiró.

    —Bueno, yo me encargaré de que todo salga bien —dijo—. Para eso haré este viaje contigo.

    —Gracias por acompañarme, Lanson. O si lo prefieres... señor Noelle.

    —Deja eso —replicó Lanson—. Llámame Lanson, simplemente. Yo soy un alto aristócrata y tú eres un eirén. Ambos tenemos elevadas posiciones. Así que será más sencillo que no nos tratemos con excesivas ceremonias.

    De hecho, la posición de Yanis era incluso más elevada que la suya. «Siempre habrá alguien que esté por encima de ti —le había dicho Yanis—. Alguien a quien deberás rendir cuentas». No sabía cuánta razón tenía.

    —¿Aún estás enfadado conmigo? —preguntó Yanis con un hilo de voz. Lanson suspiró. En realidad, no se había llegado a enfadar del todo, o por lo menos no demasiado.

    —Me enfadé al pensar que nos ibas a traicionar.

    —¿Y no por haberos engañado?

    —Puedo entender el motivo por el que lo hiciste. Así que está bien.

    No volvieron a hablar más del asunto. Cuando pasó la media hora y el barco estuvo listo para aceptar pasajeros, Lanson y Yanis cogieron sus caballos por las riendas y entraron en el navío. Era mucho más grande que el que habían alquilado para llegar a la isla y, sin embargo, a Lanson le pareció más vacío; pocos eran los elfos que salían de Adara y la gran mayoría de pasajeros eran en realidad luroenses que regresaban a su país después de un viaje de negocios.

    Sus caballos fueron llevados a los almacenes del barco y ellos esperaron cómodamente en la borda de estribor a que el barco zarpara. Lanson comprobó, como siempre hacía, que tanto Hoja de viento como su espada de Guardia Azul estuvieran en su sitio. Ya no vestía con su uniforme de guardia real de Nandora sino con un simple jubón de cuero endurecido, ni llevaba su capa azul oscuro sino una simple de algodón de color negro algo desteñido. A su lado, Yanis vestía con una sencilla camisa de algodón de color crudo y se cubría en todo momento con una capa oscura con la que se abrigaba cuando tenía frío, algo muy habitual en él.

    El barco navegaba rápido. El cielo estaba despejado y parecía un enorme manto de un color azul cristalino. El barco iba dejando un surco en el agua a su paso, como si le estuviera provocando una cicatriz. Yanis se sentó en uno de los bancos de madera de la cubierta y Lanson permaneció de pie a su lado.

    —Debe de haber pasado casi un año desde que Veda fue nombrada Sacrificio, ¿verdad? —preguntó Yanis en ese momento. «Un año ya —pensó Lanson—. Y casi parece que fue ayer cuando estábamos escapando de Kada con la princesa».

    —Es la primera vez en toda mi vida que no celebro una Deshonra —dijo el alto aristócrata.

    —La Deshonra no es algo que se deba celebrar —replicó Yanis, alzando la mirada y fijándola en el océano.

    —Tal vez esta sea la última —dijo Lanson. El eirén asintió con la cabeza, aunque sus ojos parecían tristes y sombríos.

    3.

    Los rumores sobre la muerte de Kendal Sanadria no fueron confirmados hasta que llegó un mensajero ante la reina June y le informó de lo ocurrido en Kada con total certeza. Hasta ese momento nadie le había hablado a Veda de lo que había pasado en su país; solo que Maiwen Arezo había perpetrado un golpe de estado, que su madre había desaparecido y que su padre había sido hecho prisionero. Veda rezaba todas las noches, no al Primigenio ni a nadie en particular, pero rezaba para que alguien o algo protegiera a sus padres allí donde estuvieran. Fuera quien fuera el destinatario de sus rezos, al parecer prefirió ignorarlos.

    Veda iba a quedarse en Adara por tiempo indefinido. Primero esperarían a que el resto de eirenes llegaran a la isla para reunirse con Faye. Luego deberían esperar a conseguir los apoyos necesarios del resto de países y a realizar otras gestiones que a Veda se le escapaban; escuchaba muchas veces hablar sobre guerra, rebelión, ejército... Sabía que lo que se estaba gestando era algo grande e importante, pero su mente de diez años no era capaz de comprenderlo todo.

    Después de que todos se fueran, incluso Ivy que había sido como una segunda madre para ella, Veda se sintió sola en la isla de los elfos. Rielrom, la madre de Ivy, casi no hablaba común, y las pocas veces que lo hablaba lo hacía de manera balbuceante y a la niña la costaba entenderla. La reina June y el príncipe Ariel, en cambio, lo hablaban muy bien. Tal vez por eso Veda prefería pasar más tiempo en el Palacio de las Reinas que en la casa de Rielrom; al menos allí tenía alguien con quien hablar.

    Una mañana la reina June le anunció que quería hablar con ella sobre algo serio. Veda sospechó que habrían recibido noticias de Nandora. «He de ser fuerte y soportar lo que me diga», pensó, mientras era conducida por unos sirvientes del palacio hasta los aposentos personales de la reina. La elfa apareció ante ella ataviada con un espléndido calasiris de color crudo que arrastraba por el suelo, y con los rubios cabellos cubiertos por una diadema de plata y rubíes engarzados. Las sirvientas que habían estado hasta ese momento arreglando su pelo y sus ropas se inclinaron ante ella y salieron de los aposentos, dejándolas solas.

    Man Kissa —dijo Veda, inclinándose ante la reina. Ivy ya le había advertido que siempre que estuviera ante la reina elfa debía mostrarle su respeto de ese modo. Por el momento eran las únicas palabras que Veda sabía decir en elfo y querían decir «mi reina».

    La elfa se inclinó ante Veda para estar a su altura. Tomó su rostro con sus largas manos y miró a sus ojos, dos grandes y redondas gotas de agua del color del océano más profundo.

    —Pequeña —le dijo, tras un suspiro—, han llegado noticias de Nandora.

    —¿Es mi padre? —preguntó la niña, impaciente—. ¿O mi madre?

    —De tu madre aún no se sabe nada —le explicó la reina—. Es tu padre. —La reina estuvo unos segundos en silencio. Veda estaba impaciente por saber más cosas, pero sabía que debía esperar a que fuera la elfa la que hablara y no obligarla a hacerlo—. Lamento hacerte esperar, pero... No sé cómo decir esto sin causarte dolor.

    —¿Qué le ha pasado?

    —Ha muerto.

    Veda sintió que el corazón se detenía unos segundos en su pecho y luego casi dejó de respirar. «Tengo que ser fuerte, debo aguantar lo que me diga, debo aguantar».

    —¿Le han matado? —quiso saber.

    —Su muerte fue propuesta por Maiwen Arezo como castigo por sus actos. El Primigenio aceptó. Al parecer, murió sin sufrir ningún dolor.

    Sabía que eso último debería consolarla, pero no lo hacía. No era que hubiera preferido que su padre hubiera muerto sintiendo dolor, desde luego que no. Pero, ¿qué importancia tenía eso ya? Estaba muerto, eso era lo que importaba.

    —Lo siento mucho, pequeña —le dijo la reina al final, sin apartar las manos de sus hombros—. Sé que eres una niña fuerte, princesa. Escucha; necesitarás un tiempo para aliviar tu dolor y tu pena. Pero cuando estés mejor hay algo que deberás recordar: ya no eres la princesa Veda Sanadria. Ahora eres la única Sanadria, legítima heredera del trono de tu país, arrebatado por la fuerza a tu familia. Llegará un momento en el que deberás decidir si quieres recuperar lo que es tuyo. —Veda miró a la reina con un dolor indescriptible en sus ojos azules. La elfa sonrió con tristeza y añadió—. Pero tranquila, ese momento aún no ha llegado. Por ahora te quedarás aquí y nosotros te cuidaremos. Te enseñaremos a ser una buena reina para que cuando llegue el momento estés preparada.

    Aquella noche casi no pudo dormir. Tumbada sobre la suave cama de plumas de su habitación y envuelta entre las delicadas sábanas de lino, no dejaba de pensar en sus padres. No sabía si volvería a ver a su madre, pero desde luego a su padre no. Se preguntó si le habrían enterrado en el panteón que tenían los Sanadria en el cementerio de Kada, o si habrían dejado su cuerpo expuesto en la Plaza del Agua o en algún lugar público para su escarnio.

    Veda tenía ganas de llorar, pero no solo de tristeza sino también de impotencia y frustración. Recordaba a Maiwen Arezo; nunca le había gustado, pero su padre le había llegado a considerar un amigo. «Y ha sido él quien ha pedido su muerte. Y el Primigenio ha aceptado. Si yo hubiera muerto hace un año mi padre seguramente estaría vivo...».

    Sabía que no servía de nada pensar esas cosas, pero no podía evitarlo. Por mucho que no quisiera sentirse culpable por la muerte de su padre, no lograba conseguirlo; no podía quitarse ese último pensamiento de la cabeza. «Si yo hubiera muerto hace un año mi padre seguramente estaría vivo». Con ese pensamiento se durmió, y aquella noche tuvo pesadillas en las que Maiwen Arezo entraba en el Palacio de las Reinas y clavaba un puñal en la cama donde ella dormía.

    Al día siguiente Veda ni siquiera tuvo ganas de salir de su habitación. Se asomó a la ventana y observó la Plaza de los Almendros. Aún era pronto, pero vio a muchos elfos paseando por ella, dirigiéndose al mercado a comprar o a realizar sus actividades diarias.

    Veda se cubrió con un chal de lino y se sentó en la cama. Cuando llegó la hora del desayuno no bajó al comedor del palacio. Una sirvienta subió a su habitación y le preguntó a través de la puerta si se encontraba bien y si quería salir a desayunar.

    —No —contestó Veda, lo más alto que pudo para ser oída—. No voy a salir.

    Tampoco salió para comer ni para cenar. Las sirvientas de la reina June le llevaron bandejas con comida, pero Veda se limitó a mordisquear los contenidos de los platos sin demasiado interés.

    «Si yo hubiera muerto hace un año mi padre estaría vivo». Fue también lo último que pensó antes de dormirse y lo primero que pensó al despertarse al día siguiente.

    Así transcurrió una semana. La reina June trató de hablar con ella varias veces, pero sin éxito. Llamó a la puerta de su habitación en varias ocasiones, preguntándole si estaba bien y ofreciéndole dar un paseo por los Jardines Reales. Veda recordaba que Ivy le había hablado de ese lugar; le había dicho que desde allí se podía ver toda la isla y sus vistas eran espectaculares. Pero a Veda no le apetecía ir a ningún sitio en esos momentos.

    El príncipe Ariel también intentó hablar con Veda con similar resultado que su madre. Veda pronto se dio cuenta de que prefería que fuera él quien fuera a visitarla en lugar de la reina; la voz de Ariel era delicada y dulce, casi tanto como su aspecto físico. En lugar de preguntarle si estaba bien y de intentar convencerla para que saliera de su habitación, el príncipe se limitaba a hablar con ella. Le explicaba cosas y anécdotas que habían pasado durante el día en el palacio o en la ciudad, le hablaba sobre las costumbres de los elfos y le anunciaba qué acontecimientos importantes iban a tener lugar en Adara. Solo cuando hablaba con Ariel, o mejor dicho cuando lo escuchaba hablar a través de la puerta, Veda lograba olvidarse de la muerte de su padre y de lo triste que se sentía.

    Un día Veda se atrevió a dejarle entrar en su habitación; el príncipe estaba espléndido bajo la luz del sol que penetraba por la ventana, y sus delicados rasgos parecían más parecidos a una bella estatua elfa de mármol que a un elfo real. Llevaba sus suaves cabellos rubios recogidos en la nuca y vestía con un magnífico exomis de lino con bordados de oro. Ariel se sentó en uno de los sillones de madera de la habitación, justo al lado de una enredadera que subía hasta el techo, y Veda se sentó en el asiento contiguo.

    —Me alegro de que por fin hayas abierto la puerta —dijo el elfo—. Es un gran paso. ¿Cómo estás?

    Veda suspiró.

    —Triste.

    —¿Estás ya preparada para salir de la habitación?

    Veda le miró y luego alzó la vista hacia la puerta de madera, que había vuelto a cerrar como si la visión del pasillo exterior le causara dolor. Luego negó con la cabeza.

    —¿Te sientes sola? —le preguntó Ariel después de unos segundos de silencio. Veda bajó la vista y la mantuvo fija en el suelo. El elfo añadió—. Si te sientes sola deberías salir de la habitación. Fuera hay mucha gente que te puede hacer compañía.

    «Mi padre ya no. Él ya no me hará compañía nunca más». Pero no dijo nada en voz alta, se limitó a permanecer en silencio y esperar.

    —Sé que es lo que te va a decir todo el mundo —dijo Ariel tras un suspiro—, pero realmente sé cómo te sientes. Mi padre también murió.

    Veda no lo sabía. Imaginaba que el padre de Ariel debería haber sido el marido consorte de la reina June, pero jamás había oído hablar de él.

    —Murió cuando yo era un niño —siguió explicando Ariel—. Fue un accidente, porque los elfos disfrutamos de una larga longevidad y mi padre era todavía muy joven. Sufrió un accidente en el Hinnah Bra.

    Veda aún no comprendía muchos de los términos elfos que ellos usaban con asiduidad, así que le preguntó:

    —¿Eso es... el Puerto?

    —No —le aclaró el príncipe—. Es el Gran Bosque.

    Eso tenía sentido. Tal vez un animal salvaje le hubiera atacado.

    —¿Qué le pasó? —quiso saber Veda. Los ojos azules de Ariel se cerraron apenas unos segundos.

    —Le mataron.

    —¿En serio? —Veda se giró y le miró con auténtica sorpresa.

    —Sí, pero es cierto que fue un accidente —explicó Ariel—. Murió a manos de otro elfo. Yo estaba en el palacio cuando ocurrió, y también cuando me lo dijeron. Fue mi madre quien me lo explicó. Yo me sentí muy triste y solo, porque sabía que no le iba a volver a ver más y eso me causaba un profundo dolor. —Cada palabra del elfo reflejaba perfectamente los sentimientos de Veda—. Yo tampoco quise salir de mi habitación. No quería ver a nadie. Estuve así mucho tiempo... creo que meses. Creía que estaba bien, que me encontraba bien. Pero cada día que pasaba me sentía más solo. Al final comprendí que me sentía solo porque yo mismo me había alejado de la gente que me quería: mi madre, la madre de mi padre que aún vivía, mis amigos... Ellos querían ayudarme y yo me había limitado a darles la espalda y a encerrarme en mi habitación, que era lo mismo que encerrarme en mí mismo.

    —Pero yo no tengo a nadie aquí —repuso Veda, con la mirada fija en el suelo otra vez.

    —Mi madre realmente quiere ayudarte, y yo también. Me gustaría que pudiéramos ser amigos.

    Veda le miró. Podría ser su amiga, ¿por qué no? Al fin y al cabo, Ariel acabaría estando casado con Ivy y la elfa era como una segunda madre para ella.

    Pasaron dos días más. El tercer día después de la charla con Ariel, Veda se levantó de la cama con diferente humor. Aún se sentía triste pues el dolor estaba reciente, pero le apetecía hacer algo distinto. Miró por la ventana y vio a elfos y elfas cruzar la Plaza de los Almendros. El cielo estaba despejado esa mañana y el sol brillaba en lo alto como una pequeña y lejana bola de fuego. Veda entró en la bañera que había dentro de su habitación y se bañó con esmero. Los elfos eran conocidos por el especial cuidado que otorgaban a su aspecto físico y a su higiene personal. Veda encontró un buen número de perfumes, ungüentos, cremas y jabones en los armarios de la habitación. Se bañó con el jabón cuyo olor le resultó más agradable y luego se aplicó una crema blanca que olía a coco; quiso probar el típico suabu elfo, pero su olor le hizo cambiar de idea. La reina June le había dicho que podía vestir con cualquiera de las prendas que encontrara en los armarios de las habitaciones; Veda abrió sus puertas y se encontró con decenas de shentis y calasiris de lino, algodón o seda, en todos los colores imaginables. Los vio demasiado bonitos y delicados; muchos de ellos dejaban los hombros al descubierto y Veda no estaba acostumbrada a eso, por lo que decidió volverse a poner su viejo vestido de algodón, sucio y algo deshilachado. Por último, se recogió sus negros cabellos a la altura de la nuca y, armándose de valor, salió de la habitación.

    Los sirvientes que se encontró en su camino hasta el comedor le saludaron con una inclinación de cabeza y unas educadas palabras en elfo. Veda bajó las escaleras de madera rodeadas de enredaderas, y entró en el comedor del palacio. Estaba dominado por una mesa de forma rectangular de madera tallada con motivos muy similares a los de la mesa de la Sala de Audiencias. Igual que allí, las enredaderas cubrían las paredes.

    La reina June y Ariel estaban en ese momento sentados en la mesa. Una enorme fuente repleta de frutas se encontraba entre ellos, y cada uno tenía en las manos una copa de cristal con zumo de pomelo. Veda se asomó al comedor con timidez y un poco de miedo, pero la sonrisa que le lanzó Ariel le hizo sentirse más segura.

    —Ven aquí, Veda —le dijo el príncipe—. Siéntate con nosotros. ¿Te apetece desayunar? ¿Tienes hambre?

    Al ver la fruta Veda se dio cuenta de que estaba hambrienta.

    —Un poco —contestó.

    —Ven a la mesa, entonces —le dijo la reina. Veda se acercó a ella y, como sabía que tenía que hacer, se inclinó con educación.

    Man Kissa —dijo. La reina sonrió.

    —Siéntate donde quieras —le dijo—. Estás como en casa.

    «No, como en casa no —pensó Veda—. Pero supongo que es lo más parecido».

    4.

    Maiwen Arezo había tenido la deferencia, según sus propias palabras, de enterrar el cuerpo de Kendal Sanadria en su panteón familiar. Rella supo por boca de Lena y Annick que muchas personas habían ido a presentar sus respetos al anterior rey; pero también muchas otras iban para demostrar su odio hacia el que consideraban culpable de la ira del Primigenio. Rella había escuchado que entre el pueblo se comentaba que las consecuencias de los actos de los Sanadria podrían haber llegado a ser desastrosas si no hubiera sido por la rápida y astuta intervención de Maiwen Arezo. Pero Annick también le decía que aún había gente entre el pueblo que seguía apoyando a los Sanadria, y le aseguraba que era algo que no debía olvidar.

    Annick era un joven muy agradable y a Rella le había caído bien desde el primer momento de conocerle. Llevaba varios años siendo acólito en el Eirenado de Nandora, donde había ingresado de niño cuando sus padres, que ya tenían otros seis hijos aparte de él, se dieron cuenta de que les era totalmente imposible alimentar otra boca más. Eso era algo habitual entre las familias pobres; era menos cruel dejar a un hijo indeseado en un Eirenado que dejarle morir de hambre.

    Annick ya había cumplido los veinte años y, pese a no ser ni de lejos el acólito de más edad del Eirenado, se había convertido en uno de los favoritos del eirén. Rella aún recordaba que el día del Nombramiento del Sacrificio, mientras ella esperaba en el Eirenado para llevar a cabo su plan de liberar a Veda, era Annick el acólito que acompañaba al eirén cuando este se acercó para hablar con ella; Annick y Lena, la otra acólita inseparable del eirén. Ellos tres y la propia Rella fueron los que acordaron el plan para iniciar una nueva rebelión contra el Primigenio. El eirén Yanisaureth le informó de sus intenciones, los dos acólitos le aseguraron que todo el Eirenado estaba conforme y Rella, por supuesto, no pudo evitar alegrarse y ofrecer su ayuda en todo lo posible. «Mi hija se salvará, todos nos salvaremos», fue lo que pensó en ese momento. Pero ahora Veda estaba en paradero desconocido y su marido había muerto.

    Annick había sido el elegido por el eirén para suplirle en su ausencia. Cuando Yanisaureth abandonó el Eirenado convertido en Yanis, Annick se convirtió en el eirén. Durante todo ese tiempo había tenido que llevar sus mismas ropas, su máscara blanca y, por supuesto, el Amuleto. El Primigenio aún no se había percatado del engaño e incluso le daba instrucciones a Annick a través de su magia. Rella había sabido desde el primer momento quién era Annick y dónde se encontraba el verdadero eirén, pero sabía que era un secreto demasiado importante y no se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su esposo.

    Cuando Annick no actuaba como eirén, se quitaba la máscara y la túnica y dejaba guardado el Amuleto entre los cojines de sus aposentos. Entonces Annick no se parecía en nada al verdadero eirén; el único rasgo que compartía con él eran sus ojos verdes, pero por lo demás no tenían ningún otro parecido. Annick tenía los cabellos castaños mientras que Yanisaureth los tenía del color de la paja, Annick tenía los rasgos del rostro fuertes y una mandíbula cuadrada mientras que el eirén poseía unos rasgos más delicados.

    Rella llevaba viviendo en el Eirenado desde el golpe de Estado. Annick lo había consentido a instancias de Lena y le había reservado una habitación únicamente para ella. Rella no podía salir a la calle pues su vida correría tanto peligro como la de su esposo, por lo que ni siquiera pudo ir a ver su tumba. Se pasaba los días y las noches recluida en su habitación privada, una cómoda estancia cuadrada de suelos y paredes de mármol, con una cama grande y un mullido colchón de plumas de pato. Se había deshecho del lujoso vestido de cuello alto y abultadas mangas que había llevado el día de su huida del palacio y ahora llevaba un simple traje de algodón sin crinolina que le había dado Lena. Se pasaba los días esperando a que ocurriera algo, aunque no sabía muy bien el qué. Pero los acontecimientos que se sucedían eran cada vez peores.

    Lena iba a menudo a verla a su habitación privada. Le llevaba comida, ropa para que se pudiera cambiar, y le informaba sobre los acontecimientos ocurridos en la ciudad. Ella fue la encargada de informarle de la muerte de Kendal. Cuando se lo explicó, Rella lloró con amargura, pese a intentar no hacerlo delante de la acólita. Esta permaneció sentada en su sitio, con las manos sobre el regazo y sin saber bien cómo actuar.

    —¿Estáis bien? —le preguntó con cierto estupor y Rella se apresuró a secar sus lágrimas y a asentir con la cabeza. Aquella noche, cuando estuvo sola, siguió llorando y llorando. Prácticamente lloró desde que se ocultó el sol hasta que salió a la mañana siguiente. Pero cuando amaneció, Rella ya se había quedado sin lágrimas.

    Lena le explicaba otras muchas cosas. Le decía que en las últimas semanas los precios de los productos más básicos habían subido mucho en los mercados de la ciudad, pero que de momento la gente no se estaba quejando, aunque había quienes presagiaban una revuelta en breve. Le explicaba que los campesinos de Dalca habían perdido sus cosechas a causa de una intensa tormenta que había anegado sus campos. Y sobre todo le hablaba de Maiwen Arezo y su nuevo equipo de gobierno.

    Lena tampoco salía del Eirenado porque sabía que los golpistas la habían visto huir junto con la reina el día del golpe de Estado. Pero tenía ojos y oídos en la ciudad y, además, tanto Maiwen como algunos de sus consejeros habían visitado el Eirenado y hablado con Annick.

    —Maiwen siempre está rodeado de sus consejeros —le explicó Lena una tarde, después de la comida. Rella quería estar al corriente de esos asuntos; estaba segura de que a la mayoría de miembros del gobierno de Maiwen los conocía—. El más joven es Gard Lauliam y parece inexperto. Pero Bale Saracar y Dostan Darid son mayores y tienen mucha más experiencia. Aunque su mano derecha es Talee Phergar; lo consulta todo con él.

    —Los conozco a todos. —Rella asintió con la cabeza—. Eran miembros de la Asamblea y siempre fueron amigos de Maiwen. El único realmente valioso para él es Talee Phergar; es muy inteligente y sensato. Es de los que hablan poco pero siempre escuchan todo lo que se dice a su alrededor. ¿Y la Guardia Azul?

    —Ha habido muchos cambios —contestó Lena—. Uno de los hermanos Nido forma parte de ella. También Holsten Arguesson y Roygard Oley. Un tal Clea o Cleamont Lothem.

    Como siempre hacía al final de sus charlas con Lena, Rella le preguntó por su hija y por el grupo que había salido con ella de Kada hacía ya un año. Pero la acólita nunca tenía información nueva.

    —Lo siento, alteza. No sabemos nada.

    Los días iban pasando y Rella cada vez se sentía más desesperanzada. Sabía que no podía hacer nada allí, recluida en el Eirenado. Ella siempre había sido una mujer que prefería actuar a esperar. Así lo hizo cuando su hija fue nombrada Sacrificio; Kendal se había sumido en la tristeza y no pudo hacer nada, pero ella actuó. ¿Acaso sus esfuerzos para salvar a Veda iban a caer en saco roto? No sabía nada de su hija, ni siquiera si estaba viva o muerta. La reina June no le había hecho llegar ningún mensaje a Kada informándole de su llegada; pero tampoco era extraño que no lo hubiera hecho, pues si tal mensaje llegaba a manos inadecuadas podría suponer el final de su plan y la desgracia para Veda.

    «Pero ella es lo único que me queda —pensaba—. Debo conservarla. Debo asegurarme de que está bien».

    Solo tenía una manera de hacerlo, y era ir ella misma hasta Adara. «Al fin y al cabo, yo no hago nada aquí. Solo correr el riesgo de ser descubierta. Si Veda está en Adara, debo estar con ella. Y si no…».

    Las visitas de Maiwen al Eirenado empezaron a volverse más frecuentes. No hubo nada que les hiciera sospechar que el rey supiera que Rella estaba allí, pero Annick empezó a sentir temor. Él y Lena empezaron a plantearse la posibilidad de llevar a Rella a otro sitio, pero no se les ocurría ninguno. Los tres se reunieron en la habitación personal de Rella para empezar a dar forma a su siguiente plan.

    —Vuestra vida corre peligro mientras permanezcáis en Kada —le dijo Annick. No llevaba puesto ni sus ropajes de eirén ni la máscara, ni mucho menos el Amuleto—. Pensábamos que en el Eirenado estaríais a salvo, pero tal vez no sea así. Si Maiwen Arezo descubre que estáis aquí...

    —Sus golpistas me vieron en el palacio —les recordó Lena—. Me vieron huir con ella.

    —Tal vez no te reconocieron —tanteó Annick.

    —Lo hicieron —repuso Lena, y Rella sabía que tenía razón. La acólita era una mujer de gran belleza y además su aspecto llamaba bastante la atención. Era elfa, por lo que sus rasgos no se olvidaban fácilmente en un país como Nandora, donde la gran mayoría de población era humana. No era fácil olvidar sus ojos azules almendrados ni sus delicados rasgos élficos, ni obviar sus orejas puntiagudas.

    —Pero de todos modos no tienen por qué pensar que la reina está aquí —insistió Annick.

    —Saben que soy una acólita y, por lo tanto, que vivo en el Eirenado. Tal vez piensen que he huido, pero tampoco creo que descarten que me haya quedado aquí. Y si sospechan que he ayudado a Rella... Cualquier persona inteligente puede atar cabos.

    Rella sabía que Maiwen era inteligente, pero casi más su consejero Talee Phergar.

    —¿Y dónde podríais estar segura? —Annick pensaba en voz alta—. En Astra, por ejemplo.

    Astra se encontraba muy al sur, cerca de la desembocadura del río Damalai. Demasiado lejos para el gusto de Rella.

    —¿Y Dalca? —tanteó Annick. Dalca se encontraba al norte de Kada, por detrás de la meseta que llevaba su nombre y de los Bosques Blancos. Demasiado cerca.

    —¿LiPort? —Ahora fue Lena quien preguntó. LiPort estaba en la costa noroeste, bordeada por la Sierra Alta. Ni muy lejos ni muy cerca, tal vez de hecho fuera la opción más sensata. Pero Rella sabía bien lo que quería.

    —Adara —dijo, con firmeza. Annick y Lena la miraron con extrañeza y cierta perplejidad.

    —Está lejos —repuso la acólita—. Muy lejos. ¿Por qué Adara?

    —Porque Veda está allí —contestó Rella—. O al menos debería estarlo si todo ha salido bien...

    Ninguno de los dos puso más objeciones. Rella sabía por qué; la veían como a una madre preocupada y angustiada por el destino de su hija, una madre cuyo único interés en ese momento era estar con ella y protegerla. «Y justamente eso es lo que soy».

    —Pero no podréis ir sola —dijo Annick—. Puede ser peligroso. Si os descubren o...

    —Yo iré con ella —intervino Lena. Ahora la sorprendida fue Rella. Annick también miró a la acólita con evidente estupefacción. La acólita se explicó—. Si es como he dicho antes, yo también puedo correr peligro en Kada. Adara es mi país natal. Y además... si la princesa está allí también lo estará Yanisaureth.

    Annick no puso objeciones, aunque la torva mirada que le lanzó a Lena dejaba adivinar su disconformidad.

    —Está bien —dijo al final el acólito—. Pero, ¿sabrás cómo ir hasta Adara?

    Le había hecho la pregunta a Lena. La elfa le lanzó una mirada que casi rozó el desprecio.

    —Por supuesto —replicó—. Solo necesito un mapa y un día.

    La acólita no había exagerado. Apenas un día después se presentó en la habitación de Rella y le expuso sin rodeos su plan. La intención de Lena era viajar en línea recta por el desierto de Aleg hasta llegar a Diema. Una vez en el país vecino continuarían cruzando el desierto, que allí se llamaba Gran Desierto Antiguo, y después atravesarían Leilany hacia el sur hasta llegar a Luros. Su destino final era Anael, donde podrían alquilar un barco para ir hasta Adara. A Rella le pareció todo bien, pero uno de los aspectos del viaje le causaba algo de temor.

    —¿Podremos cruzar sin problemas el desierto? —quiso saber—. He oído que el Desierto Antiguo es muy peligroso...

    —Estoy informada de las particularidades de los desiertos —comentó Lena—. Podremos hacerlo.

    La acólita no podía salir del Eirenado, así que pidió a algunos de los acólitos que le consiguieran ciertas viandas. En especial pidió dos caballos jóvenes y resistentes, comida y agua, mantas y ropas de abrigo. También quiso comprar algunos materiales y objetos para confeccionar trampas. Al cabo de cuatro días después de decidir su marcha, Rella y Lena abandonaban la ciudad en mitad de la oscuridad de la noche, embutidas en sendas túnicas de color oscuro. Sus monturas eran jóvenes, como había pedido Lena, y también parecían resistentes; desde luego eran ágiles y rápidas, y en cuanto abandonaron Kada se lanzaron a un veloz galope a través de la meseta.

    Rella lanzó un último vistazo a su ciudad natal antes de salir de ella. Desde la Puerta Real no se podía ver la Plaza del Agua, pero sí las torres más altas del palacio. A Rella le hubiera gustado también visitar el cementerio para despedirse de Kendal, pero Lena le recomendó no hacerlo.

    —Hay siempre guardias apostados —le informó—. Podría resultar peligroso.

    Rella encontró su razonamiento comprensible y no insistió. Pero de todos modos se despidió. «Adiós, Kada. Adiós, Kendal».

    5.

    Émi se sentó en uno de los bancos de piedra que rodeaban la gran fuente de la Plaza del Agua de Kada, y se imaginó que estaba en los Jardines Reales de Adara. Pero eso suponía un esfuerzo de imaginación muy grande y Émi no tenía tanta; ni siquiera cuando pintaba o dibujaba era capaz de representar lo que veía su mente, sino lo que veían sus ojos.

    Émi era elfa, pero no lo parecía. Sus orejas eran puntiagudas, como las de todos los elfos, pero siempre las llevaba ocultas por sus cabellos de color castaño oscuro, tan poco habitual entre los de su raza. Sus ojos tampoco parecían elfos; del mismo tono que su pelo y casi redondos, le hacían parecer más bien una enana. Pero era alta, por lo que la gente solía pensar que era humana.

    Eso le había facilitado las cosas en su trabajo como espía en Kada. Émi llevaba cierto tiempo viviendo en la capital nandoriense. Su estancia era un absoluto secreto; ni siquiera la embajadora elfa Ivy Leth Vandanna había llegado a conocer su existencia. Cuando Ivy desapareció de Kada el mismo día que lo hizo la princesa Veda Sanadria, Émi no tardó en informar de ello a la reina June. Resultaba demasiada coincidencia.

    Émi utilizaba las palomas como medio de mensajería con Adara. Ese sistema había sido usado por los elfos desde tiempos remotos y nunca fallaba; las palomas siempre llegaban a su destino, y lo hacían de manera rápida y sin cometer errores. Al menos no los cometían si estaban bien entrenadas, y las palomas de Émi lo estaban. Era una experta en eso. También era experta en pintar y en espiar.

    El día del golpe de Estado de Maiwen Arezo, Émi había enviado una paloma a Adara con el mensaje. No recibió respuesta, pero escasos días después Maiwen era nombrado nuevo rey y la cabeza del antiguo rodó por la plaza del Eirenado. Émi envió otra paloma.

    La respuesta no le llegó hasta unos días después. Émi guardaba y cuidaba a sus palomas en las afueras de la ciudad, en los restos de un antiguo molino que se encontraba en el sector norte de la meseta de Kada, parcialmente oculto entre unos árboles. Del molino solo quedaba una especie de torre medio derruida, construida con un tosco aparejo de piedras desiguales. Del resto del edificio casi no quedaba nada. Las palomas vivían en lo alto de la torre; las tenía guardadas en jaulas y cada día iba a darles comida. Cuando tenía que enviar una con algún mensaje también lo hacía desde allí; las aves sabían perfectamente cuál era su destino y volaban sin interrupción hasta alcanzarlo. Una mañana, Émi descubrió una paloma pequeña y blanca con un papel enrollado en una de sus patas, paseando por el suelo de la torre dando saltitos. Émi la cogió y leyó el papel; tal y como había imaginado era de la reina June. Estaba escrito en elfo y decía: «Lamento el retraso de mi respuesta, pero aquí también han estado ocurriendo muchas cosas. La princesa Veda ha llegado e Ivy está con ella. He preferido no comentarle que ya esperaba su llegada para no desvelar tu presencia en Kada. Por tu mensaje anterior sé que la reina Rella está en paradero desconocido, pero si la encuentras, por favor, infórmale de que su hija está aquí y a salvo. Permanece atenta a los próximos mensajes porque puede que deba darte noticias muy importantes. No adelantaré acontecimientos, pero... puede que el mundo esté a punto de cambiar».

    El mensaje dejó a Émi con un extraño sabor de boca. En realidad, no eran malas noticias, pero la última frase del mensaje logró ponerla nerviosa. Para olvidar su preocupación intentó buscar a Rella Sanadria para darle la buena noticia, pero no tuvo suerte. La buscó en las cercanías de la tumba de su esposo, en los alrededores de la meseta de Kada, en las calles vestida como una vagabunda... Pero lo más seguro era que, o bien estuviera muerta, o bien hubiera abandonado Kada bastante tiempo atrás. Émi había oído que el día del golpe de Estado la reina había huido del palacio con una acólita del Eirenado. Sabía que no conseguiría nada, pero de todos modos fue al templo. No podía preguntar por ella directamente, y menos en su situación, pero Émi siempre había sido una excelente observadora. Así que trató de encontrar los rasgos de la reina bajo las capuchas blancas de los acólitos del eirén, pero sin éxito.

    No pudo informar a Rella sobre la suerte de su hija, pero al menos sí que hizo caso de la otra parte del mensaje de la reina June y permaneció atenta a la llegada de nuevas palomas. Y apenas cuatro días después llegó otra; en su caso el texto era el siguiente: «Debo encomendarte una misión. Adéntrate en la corte de Maiwen Arezo y acércate todo lo que puedas a él. Tal vez necesitemos esa información en el futuro. El mundo está a punto de entrar en guerra». Émi notó que sus pequeñas manos temblaron al leer las escasas tres líneas del mensaje. No le gustaban las guerras; como a nadie, suponía.

    Émi había sido enviada a Kada unos años atrás con una misión bien sencilla: proteger a Ivy Leth Vandanna. Como embajadora elfa en Nandora, podía llegar a ser víctima de algún ataque si las relaciones entre ambos países se torcían, y la reina June debía asegurar la seguridad de la que iba a ser su sucesora en el trono. Nunca llegó a informar a Ivy al respecto para no delatar a Émi. Sin embargo, su futura misión parecía diferente: entrar en la corte del rey Maiwen solo podía querer significar espiarle. «El mundo está a punto de entrar en guerra», pensaba Émi una y otra vez, mientras arrugaba la nota y la acercaba a una vela para quemarla. No podía pensar en otra cosa.

    Émi estuvo pensando mucho y buscando una manera de poder entrar en la corte de Maiwen Arezo sin levantar sospechas. Su aspecto anodino llamaba poco la atención y eso era bueno para su trabajo, pero la elfa contaba con una dificultad añadida. No podía acercarse directamente al rey o a ninguno de sus consejeros para intentar entablar algún tipo de relación con ellos. Émi no podía hablar con ellos y, de hecho, no podía hablar con nadie, porque era muda de nacimiento. Eso le había supuesto ciertas ventajas; por lo general, la gente no desconfiaba de una persona con una minusvalía. Pero también le dificultaba las relaciones personales con otra gente.

    Como buena espía que era, Émi se enteraba de todo lo que pasaba en Kada con relativa facilidad y prontitud. Esa misma noche, después de abandonar los bancos de la Plaza del Agua, fue a cenar a una de las tabernas del barrio sur de la ciudad. Mientras comía un estofado de carne y patatas acompañado de un suave vino, escuchó que Maiwen Arezo se había quedado sin pintor de corte porque el anterior había huido tras la muerte de Kendal Sanadria.

    —Era fiel al Sanadria —escuchó que decían unos hombres de la mesa contigua—. Y se ve que ha preferido quedarse sin trabajo antes que traicionar la memoria del rey.

    Uno de ellos se rió y comentó:

    —Vaya idiota. ¿De qué le sirve su fidelidad a un rey muerto si no tiene dinero con qué alimentarse?

    —A lo mejor pretende seguirle a la tumba —bromeó otro, y toda la mesa estalló en carcajadas.

    Émi no pretendía entrar en discusiones ni apreciaciones personales. Lo que realmente le importaba a ella de todo ese asunto, era que Maiwen Arezo se había quedado sin pintor de corte. Tener un pintor personal que retratara a la familia real era importante en países como Nandora o Diema, y Émi lo sabía. La elfa era también una excelente artista y, de hecho, antes de dedicarse al espionaje, había realizado algún retrato de la reina June cuando aún vivía en Adara.

    Como sabía que su mudez podía ser perjudicial para conseguir el trabajo, decidió dejar que hablaran las letras: escribió varias cartas de recomendación de señores inventados de Leilany, cada una de ellas con un tipo de letra distinta y con firmas diferentes, y por último otra carta con su propia letra en la que afirmaba ser Lincy Annroy, una leilanesa afincada en Kada que había trabajado con los señores más importantes de Leilany.

    Antes de hablar con el propio rey tuvo que hacerlo con Talee Phergar, su primer consejero. Phergar era un hombre callado que prefería escuchar a su interlocutor antes de hablar, pero con Émi no pudo hacerlo. Se limitó a leer una y otra vez las cartas que le había presentado la elfa, y entre lectura y lectura la observaba a ella. Émi se había vestido con ropas poco

    ¿Disfrutas la vista previa?
    Página 1 de 1