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El último Sacrificio: Hijos del Primigenio I
El último Sacrificio: Hijos del Primigenio I
El último Sacrificio: Hijos del Primigenio I
Libro electrónico451 páginas6 horas

El último Sacrificio: Hijos del Primigenio I

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Información de este libro electrónico

El mundo de Celystra vive asolado por el Primigenio, su dios y creador, pero también su verdugo. Varios pueblos se atrevieron a alzarse contra él en el pasado, pero su desfachatez les salió muy cara. Ahora, siglos después, el Primigenio exige que cada año una persona le sea sacrificada como pago y compensación por el agravio cometido.
Nadie se atreve a desobedecerle ni a enfrentarse a él. Nadie, hasta que la princesa de nueve años Veda Sanadria es elegida Sacrificio. La niña iniciará un trepidante viaje a través de Celystra para salvar su vida, acompañada de un grupo de héroes de lo más variado: un orgulloso alto aristócrata, una elfa tímida e insegura, un mago inmortal, una cazadora de atormentado pasado y un simpático historiador.
Durante su largo viaje encontrarán cientos de peligros, pues no en vano se están enfrentando al ser más poderoso del mundo. Pero no será solo un viaje para salvar a una niña. Es el principio del cambio en Celystra, el inicio de una serie de acontecimientos que cambiarán la historia para siempre.

El último Sacrificio es la primera parte de la saga Hijos del Primigenio, que próximamente estará totalmente publicada en Smashwords:
-Hijos del Primigenio I. El último Sacrificio
-Hijos del Primigenio II. El reencuentro de los Eirenes
-Hijos del Primigenio III. La Gran Guerra de Celystra
-Hijos del Primigenio IV. La rebelión del pueblo

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento16 abr 2017
ISBN9781370240296
El último Sacrificio: Hijos del Primigenio I
Autor

Montse Martín

Montse Martín nació en Barcelona (España) en el año 1983. Su pasión por la escritura empezó desde muy pequeña, casi a la vez que su pasión por la lectura, pero solo como afición. Su primera obra publicada ha sido la saga de cuatro novelas 'Hijos del Primigenio', de publicación reciente. En la actualidad se encuentra cursando el último año del Grado en Geografía e Historia, lo que compagina con su trabajo y la escritura.

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    El último Sacrificio - Montse Martín

    Prólogo

    Hace miles de años, en los confines del océano…

    Sorielenne se asomó a la borda de su barco y observó el panorama que se abría frente a ella. La isla se alzaba imponente sobre las aguas, grande y oscura. Estaba rodeada por un escarpado acantilado, pero Sorielenne sabía que en una parte había una pequeña playa por la que podría desembarcar su flota.

    Sorielenne capitaneaba L’Alesse, el barco líder de la flota elfa. La reina elfa podía ver a los diarcas de Maeghan si se giraba un poco hacia la izquierda. Parnos Arteadas y Sorthes Marthias eran dos hombres de figura espectacular, inmensos y fuertes, y vestían con unas armaduras tan gruesas que les hacían parecer el doble de grandes. La flota gnoma estaba capitaneada por su rey Goldwin, al que podía verse desde lejos gracias a los llamativos colores de su armadura de cuero. Los enanos iban comandados por Turis Pantanonegro, que destacaba entre los de su raza por su estatura más elevada de lo normal en un enano. Y detrás de estos últimos se encontraban los Cien Descarnados, que habían decidido intervenir en la rebelión de Sorielenne en el último momento.

    Sorielenne ordenó a sus barcos que navegaran hacia estribor. Su primer lugarteniente, Adanmal, se aseguró de que todos los arqueros elfos tuvieran sus arcos listos para el ataque. Por el momento no parecía que el Primigenio hubiera detectado su presencia, pero tarde o temprano lo haría.

    Navegaron acercándose cada vez más a los acantilados que bordeaban la isla. Las velas blancas de los barcos elfos salpicaban el cielo azul como pequeñas nubes cuadradas, seguidas de las rojas maeghenses y las de colores de gnomos y enanos. Sorielenne no apartaba la vista en ningún momento de los acantilados que se erguían ante ellos, altos y afilados como cuchillos.

    —Estamos cerca —dijo la voz de Adanmal, a su lado—. Deberíamos iniciar el despliegue de acercamiento.

    La reina elfa asintió con la cabeza. Pero justo entonces una enorme sombra se cernió sobre la proa de su barco, escureciendo el día de manera repentina. Sorielenne alzó la vista y descubrió un grifo; el animal volaba sin montura, con sus enormes alas de águila totalmente extendidas y sus redondos ojos amarillos fijos en los barcos que estaba sobrevolando.

    —¡Disparad! —ordenó Sorielenne a los arqueros. Adanmal repitió su orden y al momento decenas de flechas volaron hacia el animal. Varias de ellas impactaron en su vientre y el grifo cayó sobre los acantilados, causándose múltiples heridas al chocar contra sus riscos escarpados. Sorielenne suspiró de alivio, pero pronto comprendió que ese grifo solitario no era más que una avanzadilla; al cabo de pocos minutos lo que parecía ser un ejército de grifos avanzó volando hacia ellos. Algunos iban a tan poca altura que sus patas de águila rozaban la espuma del mar a su paso. Estos sí llevaban monturas; unas enormes figuras oscuras, encapuchadas y portando espadas en sus manos.

    —Son Custodios —dijo Adanmal—. Tal y como él nos advirtió.

    Sorielenne suspiró y volvió a dar orden a sus arqueros para atacar. Las flechas de los elfos de nuevo rasgaron el cielo. Varios grifos resultaron heridos pero la mayoría continuó imparable su avance hacia la flota rebelde. Sorielenne intentó contarlos, pero le fue imposible.

    La reina elfa se giró hacia atrás y vio a los diarcas maeghenses preparados para la lucha, con sus espadas desenvainadas y sus miradas cargadas de fuego. También Goldwin había preparado su lanza y Turis Pantanonegro sostenía sus dos hachas, una en cada mano. Los Cien Descarnados estaban demasiado lejos y Sorielenne no pudo verlos.

    Los grifos se abalanzaron sobre ellos y Sorielenne solo tuvo tiempo de gritar:

    —¡A cubierto!

    Las garras de los grifos arrasaron con todo lo que encontraron: el lino de las velas, la madera de los barcos y la carne de los soldados. Todo fue atravesado por sus afiladas uñas. Sorielenne pudo guarecerse de las garras, pero un trozo de mástil estuvo a punto de caerle encima cuando uno de los grifos lo partió con la única fuerza de sus garras. Por suerte, Adanmal fue capaz de cogerla de un brazo y salvarla a tiempo.

    Los grifos atacaron también el resto de barcos. De un rápido vistazo Sorielenne supo que, aunque había habido grandes pérdidas, las naves aún se mantenían en pie y la gran mayoría de los soldados debían estar vivos.

    —¡Atacad! —gritó la reina—. ¡Atacad a los grifos!

    Los arqueros volvieron a lanzar sus flechas. Los soldados de infantería, en cambio, poco pudieron hacer. Los grifos que volaban más bajo pasaban a ras del suelo de los barcos y los Custodios utilizaban sus espadas para cortar miembros y cabezas de todo aquel soldado que se cruzaba en su camino. Algunos de ellos pudieron clavar sus espadas en el último minuto en los vientres de los grifos, pero la gran mayoría solo consiguió causar heridas superficiales.

    Sorielenne logró ponerse en pie justo en el momento en el que una nueva oleada de grifos aparecía ante su barco. Estos también iban montados por Custodios. Cuando Sorielenne reparó en que no llevaban espadas, se temió lo peor.

    —¡Man Kissa, cuidado! —le gritó Adanmal. Uno de los Custodios recién llegados había alzado su mano y de ella emergió una inmensa bola de fuego.

    «Magos», pensó Sorielenne. Maldijo, porque no había ningún mago ni brujo entre los miembros de su ejército.

    El fuego impactó de lleno en el barco de la reina elfa y en cuestión de minutos quedó arrasado por las llamas. Sorielenne terminó sumergida entre las aguas, pero por suerte sabía nadar bien y pudo volver a salir a la superficie. Lo que vio la llenó de horror: el resto de Custodios habían repetido el ataque del primero y habían incendiado prácticamente su flota entera. Los barcos se habían convertido en bolas de fuego y los gritos de los soldados abrasados penetraban como cuchillas en sus oídos.

    —¡Man Kissa! —le llamó Adanmal a escasos metros de ella—. ¡Venid conmigo!

    Entonces un grifo pasó volando por encima de ellos. Las uñas de sus patas rozaron el mar y la espada del Custodio que lo montaba cercenó de manera limpia la cabeza del elfo. Sorielenne tuvo que sumergirse bajo el agua para evitar correr el mismo destino que su lugarteniente.

    El agua del mar empezó a adquirir un tono rosado que a Sorielenne le llenó de repugnancia. No había nada más horrible para un elfo que la muerte y ahora Sorielenne estaba rodeada de ella por doquier. Nadaba entre ella, sus brazos y piernas se movían entre sustancias rojas y viscosas. Sorielenne se quedó quieta y la corriente del océano empezó a transportarla, poco a poco, hacia la costa. Vio más grifos volar sobre su cabeza y tuvo que sumergirse bajo el agua cada vez que alguno de ellas trataba de atacarla. Cuando lo hacía, veía cuerpos mutilados flotando, miembros amputados, espadas y arcos mecidos por el mar rosado… Y cuando regresaba a la superficie veía sus barcos ardiendo, escuchaba los gritos de los soldados y veía a los grifos destrozando sus cuerpos en el aire. Sorielenne nadó con toda la fuerza de sus músculos hacia la costa; lo único que quería en ese momento era alejarse de semejante horror.

    Cuando sus pies pisaron tierra firme se dio cuenta de que estaba descalza. Sus botas debían haber quedado perdidas en algún lugar del océano. Siguió avanzando a la desesperada, moviendo brazos y piernas con toda la fuerza con la que era capaz, hasta que sus dedos quedaron enterrados en arena. Cuando supo que había alcanzado la costa Sorielenne se quedó tumbada boca abajo, resollando, mientras el mar todavía mecía sus piernas. Reunió todas sus fuerzas y se puso de pie, primero una pierna y luego la otra. Al hacerlo y mirar a su alrededor, descubrió que no era la única que había llegado hasta allí. Cientos de soldados salpicaban la playa, algunos todavía tumbados sobre la arena, otros de pie y moviéndose como si fueran bebés dando sus primeros pasos. Había soldados humanos de Maeghan, enanos y gnomos, y también algún elfo.

    Los dos diarcas maeghenses se encontraban entre ellos. Se acercaron a la reina elfa caminando con rapidez, como si no hubieran acabado de sobrevivir a un trágico naufragio.

    —Alteza —le dijo Parnos Arteadas—, ¿os encontráis bien?

    Sorielenne asintió con la cabeza. Por detrás de los maeghenses aparecieron Turis Pantanonegro y Goldwin. Después de interesarse también por el estado de la reina elfa, el enano fue el primero en atreverse a evaluar la situación.

    —El Primigenio nos matará a todos si no actuamos con rapidez —dijo—. ¿Qué hacemos, alteza?

    Todos la miraron. Sorielenne sabía que debía decidir, pues había sido ella la iniciadora de esa rebelión. «Y eso me hace también responsable de todas estas muertes», pensó. Pero no era momento de lamentarse, sino de tomar decisiones y actuar.

    —¿Cuántos soldados han sobrevivido? —preguntó.

    Los otros no pudieron darle cifras exactas, pero sus respuestas en todo caso no fueron halagüeñas; habían muerto más de los que se habían salvado.

    —¿Y los descarnados? —quiso saber Sorielenne.

    —Por aquí llegan —contestó Goldwin. La elfa se giró y en efecto vio a los cien hombres y mujeres llegando a la playa caminando con tranquilidad, como si no fuera con ellos. La presencia de los Cien Descarnados le daba a su ejército rebelde una ventaja indudable ya que no podían morir; el naufragio había consistido para ellos en un paseo bajo el agua.

    Man Kissa —le saludó en elfo uno de los descarnados, un hombre alto y de pelo canoso—, estamos listos.

    Sorielenne los miró. Estaban empapados, algunos presentaban unas heridas espantosas, pero allí seguían, de pie y sin inmutarse. «Son mi baza más importante —pensó la elfa—. No puedo creer que mi rebelión dependa de un puñado de muertos vivientes».

    Sorielenne estudió el escenario que los rodeaba. La playa se extendía ante ellos entre dos paredes de roca y conducía hacia un camino de piedra. Al fondo de ese camino se alzaba un castillo de piedra oscura, tan alto que parecía perderse entre las nubes. Sorielenne supo que allí estaba el Primigenio.

    Miró a los Cien Descarnados.

    —Vamos —les dijo—. Iremos a por él. Todo aquel que quiera venir, que me siga.

    Descalza, la reina elfa se adentró por el camino de piedra. Iba desarmada; sus únicas armas eran la rabia y el odio hacia el Primigenio. Los Cien Descarnados la siguieron: algunos de ellos tenían edades muy avanzadas y otros eran tan jóvenes que no habían llegado a alcanzar la adolescencia. La gran mayoría eran humanos, pero también había algún enano y gnomo, y ningún elfo. Todos llevaban armas; desde largas espadas de acero con fastuosas empuñaduras de oro, hasta pequeños cuchillos que más bien parecían hechos para cortar pan, pasando por lanzas, mazas, hachas, arcos, porras, hoces, palos de madera y un largo etcétera.

    Turis Pantanonegro fue el siguiente en seguirlos, casi sin pensarlo. Tras él fueron Goldwin y los dos diarcas maeghenses. Todos ellos aún llevaban sus armas y Parnos Arteadas había incluso conservado su casco de acero.

    Por detrás de ellos algunos soldados rasos se aventuraron a seguirles. Muchos cojeaban y se movían despacio, algunos estaban heridos y otros habían perdido sus armas y caminaban con las manos desnudas.

    Sorielenne sabía que no sería fácil llegar hasta el Primigenio y que se encontrarían con muchos obstáculos. El primero de ellos se presentó al girar un recodo del camino de piedra y tenía forma de un alto Custodio encapuchado, que se alzaba ante ellos como una montaña impenetrable. Varios de los descarnados se lanzaron a atacarle, pero él los derribó de un simple manotazo. No los mató, pero le sirvió para alejarlos de su camino y poder acercarse a lo que realmente le importaba: alzó su mano derecha y trató de coger con ella el cuello de Sorielenne. Goldwin fue rápido: levantó su lanza y cortó de cuajo el brazo del Custodio. Del agujero que quedó en su túnica oscura empezó a manar un líquido negro, pero el Custodio no pareció sentir ningún dolor. Cuando intentó hacer lo mismo con el otro brazo, fue Turis Pantanonegro el que se abalanzó sobre él y le clavó una de sus hachas en el cuello. El Custodio cayó al suelo en mitad de un charco de ese extraño líquido negro y espeso que salía de sus heridas. Sorielenne continuó avanzando, pisando sin querer con sus pies descalzos la sangre del Custodio y dejando tras ella un sendero de huellas negras.

    El grupo no volvió a encontrarse con más obstáculos hasta que llegó a las puertas del castillo. Pero allí les estaba esperando el Primigenio en persona, vestido con una larga túnica de color oscuro y rodeado por tantos Custodios que era imposible contarlos. Sorielenne se detuvo y todos los que iban tras ella la imitaron.

    —¿Cómo osáis rebelaros contra mí? —aulló el Primigenio. Sin embargo, lo hizo sin borrar la sonrisa del rostro y eso a Sorielenne se le antojó lo más siniestro que había visto nunca—. Soy vuestro creador. Soy vuestro dios.

    —Los pueblos de Celystra reclaman su libertad —le dijo Sorielenne, alzando la voz para ser bien oída—. Os la reclamamos de manera pacífica y no nos escuchasteis. Por eso ahora os la reclamamos de manera violenta.

    La sonrisa del Primigenio se ensanchó.

    —¿Creéis que tenéis alguna posibilidad contra mí, simples mortales? —dijo.

    —Los Cien Descarnados están con nosotros —contestó Sorielenne. Pero el Primigenio rió.

    —¿Los Cien Descarnados? —replicó—. ¿Os referís a esos seres que fueron despertados de su sueño eterno y que por eso ya no pueden morir?

    El Primigenio alzó sus dos manos y, casi de manera instantánea, algo empezó a ocurrirles a los descarnados. Todos y cada uno de ellos comenzaron a convulsionarse, como si se estuvieran ahogando en el agua pese a encontrarse en tierra firme. Cuando dejaron de agitarse, los descarnados cayeron al suelo y quedaron inmóviles. Su piel había adoptado un siniestro color ceniciento parecido al de los cadáveres. Ninguno de ellos volvió a moverse.

    Sorielenne observó aterrorizada los cuerpos inertes de los que hasta entonces había pensado que eran su salvación. «Los Cien Descarnados muertos —pensó—. Y eran los últimos descarnados que existían».

    —Yo os di la vida —dijo el Primigenio, bajando sus brazos—. Yo os di la magia. Por lo tanto, yo os puedo quitar ambas cosas. Sorielenne Le Denise —dijo, mirándola directamente a sus ojos claros—, reina de los elfos. Sé que vos habéis sido la iniciadora de esta rebelión. Os castigaré a todos los que habéis participado, pero vos seréis la última, para que podáis ver cómo acaban aquellos que se intentan rebelar contra mí.

    Los primeros fueron los diarcas de Maeghan. Dos Custodios les atravesaron con sus espadas con tanta rapidez que ni siquiera los maeghenses se dieron cuenta de sus muertes. Después le tocó el turno a Turis Pantanonegro, que murió de un profundo tajo en el cuello. El último fue Goldwin, traspasado desde la espalda por la espada de un Custodio.

    «Todos han muerto por mi culpa», pensó Sorielenne. Pero mantuvo su expresión firme y serena; no quería que el Primigenio percibiera su alterado estado de ánimo.

    —Ahora os toca a vos, Man Kissa —le dijo el Primigenio. Pronunció su tratamiento en elfo casi con burla—. Pero antes os diré algo: las represalias por lo que habéis hecho no se quedarán en vuestras muertes. Todos los pueblos de Celystra, ahora y en el futuro, recordarán este día y recordarán vuestros nombres, y lo harán con sus vidas.

    Sorielenne quiso replicar algo, pero no tuvo tiempo. Primero sintió un agudo dolor en la zona del vientre y luego su vista empezó a nublarse, hasta que perdió la conciencia para siempre.

    1.

    Miles de años después, en Nandora…

    Era el primer día de la Deshonra. Como cada año, Rella Sanadria se levantó aquella mañana con dolor de cabeza después de haber sufrido una noche entera cargada de pesadillas. Kendal, a su lado, todavía estaba durmiendo y roncaba suavemente. Rella se sentó en la cama y se peinó despacio su largo cabello oscuro con el cepillo que tenía sobre su mesita de noche. Sabía que en pocas horas sus sirvientas se encargarían de vestirla y peinarla apropiadamente, lo adecuado para el día que le esperaba. Sintió deseos de morir solo con pensarlo.

    Ni siquiera la realeza podía escapar a la Deshonra. Para Kendal y Rella Sanadria, esa semana era especial no solo por lo que conllevaba, sino también porque como reyes de Nandora debían asistir al Eirenado todos los días para rendir homenaje al eirén y tenían que asistir en primera fila a la Ceremonia del Sacrificio. Lo mismo debía hacer su hija Veda ya que, pese a tener solo nueve años, era la princesa del país y debía representarlo ante el eirén igual que sus padres. La niña ya empezaba a ser consciente de lo que significaba la Deshonra, pero Rella aún podía recordar cuando solo tenía cinco o seis años y acudía al Eirenado sin comprender realmente qué estaba pasando.

    Kendal Sanadria y Rella se habían casado con apenas dieciocho años. Lo que en un principio no era más que un matrimonio de conveniencia entre la familia real y una familia adinerada de Kada, se acabó convirtiendo en una bonita historia de amor que fructificó en el nacimiento de su única hija. Rella era feliz durante la mayor parte del año, pero cuando llegaba la semana de la Deshonra su felicidad se ensombrecía.

    Una hora después, sus cuatro sirvientas la estaban ayudando a meterse en un estrecho corsé y una abultada crinolina, que luego cubrieron con un típico vestido nandoriense de mangas largas y cuello alto acabado con encaje. Peinaron su cabello en un alto recogido y lo adornaron con unas pequeñas perlas a juego con sus pendientes. Mientras tanto, en la habitación de Veda sus sirvientas estaban haciendo lo mismo. Cuando Rella salió de sus aposentos privados, Veda ya se encontraba en su sala de estudio, al otro lado del pasillo del segundo piso del Palacio Real. Le habían puesto un bonito vestido de color crema y sus rizos negros estaban recogidos a la altura del cuello con un delicado pasador de plata. Rella se sentó en una silla en la mesa frente a ella.

    —¿Sabes qué día es hoy, Veda? —le preguntó, tras un profundo suspiro. La niña la miró con sus enormes y redondos ojos azules muy abiertos.

    —Sí —dijo—. Es el último día de la Deshonra.

    —¿Y qué pasa hoy? ¿Te acuerdas?

    La niña volvió a asentir con la cabeza.

    —Hoy el Primigenio dice un nombre —contestó.

    —¿Y qué pasa con la persona cuyo nombre ha dicho el Primigenio?

    —Muere —contestó Veda, como si estuviera recitando una lección de memoria—. Tiene que morir porque es el Sacrificio impuesto por el Primigenio.

    Rella suspiró.

    —¿Recuerdas por qué ocurre eso? —preguntó—. ¿Recuerdas por qué se celebra la Deshonra?

    Veda volvió a asentir con la cabeza.

    —Hace muchos siglos unos reyes se rebelaron contra el Primigenio —dijo.

    —¿Quiénes fueron esos reyes?

    La niña dudó un poco más ante aquella pregunta.

    —Fueron… La reina de Adara, Sorielenne Denise…

    —Le Denise —le rectificó Rella—. Es Sorielenne Le Denise. Ella fue la iniciadora, correcto. ¿Quién más?

    —El rey gnomo, Goldwin —siguió recitando Veda—. El rey enano Turis… Pantano… ¿Pantanoscuro?

    —Turis Pantanonegro —le aclaró Rella—. ¿Y quién más?

    —Los reyes de Maeghan. Pero no me acuerdo de sus nombres.

    Rella sonrió, pero fue apenas durante unos segundos.

    —Parnos Arteadas y Sorthes Marthias. Y no son reyes, recuerda; el término apropiado es diarca.

    —Los diarcas de Maeghan —dijo la niña, asintiendo con la cabeza.

    —¿Y quién más participó en la rebelión? —preguntó Rella—. ¿No te acuerdas?

    —Sí. —Veda asintió con energía, porque esa respuesta la sabía bien—. Los Cien Descarnados.

    —Bien —dijo Rella—. ¿Y entiendes por qué hay que recordar sus nombres?

    —Porque se rebelaron contra el Primigenio —explicó Veda—. Porque son considerados malditos y los causantes de la Deshonra.

    —¿Y entiendes por qué debemos celebrar la Deshonra?

    —Para recordar lo ocurrido, para honrar al Primigenio y para rogarle su perdón.

    —¿Y entiendes por qué tiene que haber un Sacrificio?

    Los ojos azules de la niña se desviaron un poco hacia la derecha, pero contestó:

    —Porque debemos someternos a su voluntad, porque él fue nuestro creador. Porque debemos rogarle perdón y jurarle lealtad eterna. Y porque debemos acatar su castigo; porque la Deshonra es el castigo que nos impuso por la desobediencia de los reyes rebeldes.

    Rella suspiró. Esas eran las palabras que todos los niños debían aprenderse casi de memoria desde bien pequeños, en cualquier rincón de Celystra.

    —Muy bien —dijo—. Esta tarde tendrá lugar la Ceremonia del nombramiento del Sacrificio. Tendremos que ir al Eirenado. Y allí escucharemos el nombre.

    Veda asintió con la cabeza. Rella observó con inmenso cariño la pequeña carita de su hija. Veda había heredado su rizado cabello negro y los enormes ojos azules de Kendal. Tenía lo mejor de cada uno de ellos.

    —Madre —dijo la niña, alzando la cara y mirándola—. ¿Es verdad que el Primigenio y los eirenes pueden escuchar lo que decimos?

    —Tal vez, hija —contestó Rella—. Es posible. Por si acaso nunca digas nada que suponga una ofensa para el Primigenio.

    —¿Y si lo pienso?

    Rella sintió que palidecía. «No, Veda, por favor, no se te ocurra nunca hacer algo así».

    —Tampoco —dijo—. Tampoco lo pienses.

    —¿Pueden escuchar nuestros pensamientos?

    —No lo sé, hija. Pero es mejor que no pienses.

    Veda suspiró. Le preguntó a su madre si podía salir a los Jardines Reales hasta que llegara el momento de ir al Eirenado. Rella le dio permiso, pero le recordó que siempre tenía que estar acompañada por un Guardia Azul. El que se encontraba en ese momento apostado en el pasillo exterior a la sala de estudio era Lanson Noelle y Rella le encomendó a él acompañar a la princesa a los jardines del palacio.

    —Por supuesto, alteza —dijo él, inclinándose en señal de respeto. Rella también tuvo que inclinarse ante él porque Lanson Noelle, además de ser un miembro de la Guardia Azul, era un alto aristócrata. Era joven, aún no había cumplido los treinta años, y ya llevaba varios trabajando en la guardia personal de los reyes de Nandora. Eso no era lo habitual, pero Lanson contaba con la inestimable ventaja de ser alto aristócrata y de poseer el apellido Noelle.

    La alta aristocracia era la clase social más elevada del país. Se suponía que su raza había sido la primera en llegar al territorio de lo que acabaría siendo Nandora. A esos primeros pobladores, de piel oscura, se les sumaron otros de piel más blanca y pálida; pero ellos nunca olvidaron que fueron los primeros, los fundadores. Para conservar la pureza de su raza, los altos aristócratas solo se casaban entre ellos y por eso no existía ninguno que no naciera con su característico color de piel oscuro, y los ojos y cabellos negros.

    —¿Ya habéis estado en el cementerio? —le preguntó Rella al Guardia Azul. Sabía que Lanson iba al Cementerio de Kada todos los años el último día de la Deshonra.

    —Esta mañana, alteza —le contestó él.

    Rella sabía que en el cementerio Lanson visitaba las dos tumbas de sus padres, Bedno y Midia Noelle. Bedno Noelle había sido el padre de Lanson y Guardia Azul de Turo Sanadria, el padre de Kendal. Rella lo recordaba como un gigante de piel negra y sonrisa amable. Había muerto en un accidente de caza, dejando a una desconsolada viuda y a un niño pequeño. Midia Noelle, la madre de Lanson, falleció pocos años después. Lanson se quedó solo, pero, con el orgullo propio de los altos aristócratas, fue capaz de salir adelante y siguió los pasos de su padre convirtiéndose en Guardia Azul. Rella sabía que Lanson y Kendal se llevaban bien, aunque no eran amigos como lo habían sido sus padres en el pasado; Rella no creía que Lanson Noelle tuviera algún amigo.

    El alto aristócrata volvió a inclinarse y se dio la vuelta, acompañado de Veda. Ambos anduvieron hacia la salida que conducía a los jardines, él con la capa azul que le daba nombre a la guardia real de Nandora ondeando a su espalda y ella con el borde de su vestido de color crema rozando el suelo de mármol.

    Rella volvió a sus habitaciones y allí fue informada por una de sus sirvientas que Ivy Leth Vandanna estaba en el Palacio Real. Rella recibió a su amiga en la sala del trono, vacía en esos momentos. Ivy Leth Vandanna era su mejor amiga desde hacía muchos años. Cuando ambas se conocieron, Rella solo era una joven adolescente prometida con el joven heredero al trono. Ivy era elfa y, como tal, poseía una elevada longevidad y todavía mantenía el mismo aspecto joven que cuando Rella la vio por primera vez. Ivy llegó a Kada en calidad de embajadora de la reina elfa June Loth Aure y a Rella le cayó bien enseguida. Después de casarse con Kendal, ella e Ivy empezaron a hacerse amigas. Tras la muerte del rey Turo Sanadria y el ascenso al trono de su hijo y de Rella, ella y la elfa se convirtieron en amigas íntimas porque Rella ya no tenía tantas facilidades para hacer nuevas amistades.

    La posición de Ivy en su país era casi tan elevada como lo era la de Rella en el suyo. Ivy no solo era la embajadora de la reina elfa, sino que acabaría siendo su heredera en el futuro. La herencia real en Adara pasaba solo a través de la línea femenina de la familia y la reina June no tenía hijas, únicamente un hijo varón, y ya no podía concebir más; por eso había decidido casar al príncipe y así asegurarse una heredera al trono. La candidata resultó ser Ivy gracias a la antigua amistad que unía a su madre con la reina June. Cuando Ivy le explicó todo eso a Rella, por aquella época ella era una jovencísima recién llegada al trono que todavía pensaba que llegar a ser reina era un sueño hecho realidad. Por eso se sorprendió cuando Ivy le confesó que en realidad ella no quería ser reina, o por lo menos no estaba muy segura de querer serlo.

    La mañana de la ceremonia del Sacrificio, como cada año, Ivy y Rella dieron un largo paseo por los pasillos del Palacio Real. La elfa, como siempre, vestía espléndida con un calasiris típicamente elfo de color crema; a Rella le encantaban esos vestidos de seda ligeros y suaves, con pedrería incrustada en la falda o en la zona del escote, que solían dejar la espalda al descubierto. Además, Ivy sabía combinarlos con preciosas joyas, como en aquella ocasión que se había decantado por un collar de oro acabado en una pequeña cuenta de cornalina.

    —Esta mañana he recibido una carta de la reina June —le explicó la elfa, mientras paseaban por los pasillos. Rella sabía que su amiga temía recibir el mensaje en el que la reina elfa le solicitara regresar a Adara para celebrar su boda con el príncipe. Miró a Ivy con la pregunta en los ojos, pero ella meneó la cabeza—. No, no era eso. Mira.

    Ivy le mostró un pequeño trozo de pergamino. En él la reina June, en idioma común, le preguntaba por su estancia en Kada y se interesaba por el estado de Rella. La reina June y Rella eran también amigas; Rella la había conocido siendo todavía una niña, durante una visita que la elfa había hecho a Kada mucho antes de que Ivy fuera nombrada embajadora de Adara en la capital nandoriense. La reina June se hizo amiga de los padres de Rella, con los que intercambió una activa correspondencia hasta la muerte de ambos. A partir de entonces la reina elfa siguió manteniendo contacto con ella y nunca había dejado de hacerlo.

    Rella leyó el mensaje entero. El último párrafo decía:

    —«Espero que esta carta os llegue antes de la ceremonia del Sacrificio. O mejor, espero que os llegue después y ambas podáis leerla».

    —Tan amable y considerada como siempre —comentó Rella con una sonrisa. En ese momento una persona se acercó hacia ellas por el pasillo. Con los nervios tan a flor de piel como estaba, Rella se sobresaltó, pero suspiró aliviada al ver que se trataba de Eseneth Arwell.

    Eseneth era posiblemente la única persona en todo Celystra que vivía con relativa tranquilidad las horas previas a la ceremonia del nombramiento del Sacrificio; era la única persona que sabía positivamente que no podía morir porque ya estaba muerto.

    —Rella, Ivy —les dijo, acercándose a ellas—. Hoy habéis madrugado mucho.

    Apenas eran las ocho de la mañana, pero poca gente podía dormir bien en un día como aquel. Rella se sentía bien junto a Eseneth, pues de algún modo lograba contagiarle su tranquilidad. Él e Ivy eran sus dos amigos más íntimos, aunque desde su boda con Kendal, Eseneth también era un poco familia.

    Eseneth Arwell era su nombre de soltero. Al igual que Rella, había entrado en la familia Sanadria por vía matrimonial, aunque en su caso había sido mucho antes que ella. Eseneth se había casado con la princesa Adena, hermana de Noshua Sanadria, rey de Nandora durante la segunda guerra que enfrentó a Nandora con el país vecino Diema, hecho que ocurrió durante los lejanos tiempos de la Edad Tardía. Eseneth participó en la guerra como mago guerrero junto con su cuñado el rey Noshua. Pero tras la última batalla solo el rey volvió a Kada vivo. Eseneth cayó en el campo de batalla atravesado por una lanza enemiga; solo tenía treinta años.

    Su esposa, destrozada por el dolor, no pudo soportar la pérdida y decidió que no lo haría. Como el cuerpo de Eseneth había podido ser recuperado del campo de batalla, la hermana del rey localizó a un brujo superior llamado Secros que vivía por aquel tiempo en Kada, y le solicitó un arriesgado favor: quería devolver a Eseneth a la vida. Era una petición extraña porque despertar a los muertos era uno de los hechizos olvidados, algo que los brujos superiores ya no podían hacer. Ya antes de la rebelión de la reina Sorielenne habían dejado de tener esa facultad y por eso los Cien Descarnados que murieron en ella fueron de hecho los últimos descarnados de Celystra. Tras su muerte se consideró que los descarnados se habían extinguido para siempre.

    Hasta que Adena Sanadria decidió resucitar a su esposo muerto. Secros había sido brujo desde niño y hacía ya bastantes años que había llegado a dominar también los hechizos superiores. Pero no podía invocar los olvidados, ningún brujo podía hacerlo y nadie sabía por qué. Había brujos que aseguraban que la culpa era del Primigenio que, atemorizado al ver que los brujos superiores estaban empezando a albergar un poder cada vez más parecido al suyo, había decidido arrebatárselo. Otros opinaban que no era más que una cuestión de evolución: se trataba de una habilidad que cada vez habían ido usando menos hasta que dejaron de usarla. Otros afirmaban que simplemente se les había olvidado, como quien olvida un nombre o una fecha. Fuera cual fuera el motivo, la realidad era que los brujos superiores ya no podían resucitar a los muertos y Adena Sanadria debería conformarse con ello y resignarse a perder a su esposo.

    Pero no lo hizo e insistió para que Secros obrara el milagro. Dicen que el brujo, atribulado, hizo el siguiente comentario cuando la princesa le insistió:

    —Si consigo crear un descarnado después de tantos siglos me levantarían una estatua de oro.

    Al final Secros lo consiguió. Nadie llegó a saber cómo lo hizo, pero lo consiguió. Eseneth volvió a la vida convertido en un descarnado: un ser ni vivo ni muerto, sin la necesidad de alimentarse, ni respirar, ni dormir. Se convirtió en el único descarnado de todo Celystra y Secros en el primer brujo superior en siglos capaz de recuperar uno de los hechizos olvidados. En efecto, le levantaron una estatua, aunque no fue de oro sino de bronce batido, que se perdió entre los pasillos del Palacio Real de Kada.

    Eseneth vivió con su esposa hasta que ella murió. Secros también había muerto años atrás y no existía ningún otro brujo superior capaz de igualar su hazaña. El propio Eseneth no podía hacerlo tampoco, pues como mago solo podía usar la magia elemental pero no la negra. Los reyes tampoco pudieron ayudarle y, por mucho que buscaron, no encontraron a ningún otro brujo. Al final, el cuerpo de Adena empezó a descomponerse, impidiendo así poder devolverle la vida. Y Eseneth se convirtió en un mago inmortal solo.

    Desde entonces se había mantenido junto a la familia Sanadria. Cuando Rella le conoció ya estaba casada con Kendal y para ella fue una auténtica sorpresa conocer a un hombre cuyo nombre aparecía en los libros de historia.

    —Ya no debe faltar mucho —comentó Eseneth, observando por una de las ventanas el sol situado en lo alto del cielo—. Pronto el Eirenado empezará a llenarse de gente. Y vosotros deberéis llegar los primeros.

    Rella suspiró.

    —Iré a avisar a Veda —dijo—. Nos vemos allí.

    El Eirenado se encontraba en la zona oeste de Kada, justo al final de un largo paseo que desembocaba en una amplia plaza donde se abrían los escalones que conducían hacia la puerta doble de bronce que daba acceso al templo. Desde el Palacio Real había que cruzar todas las calles en línea recta y atravesar la Plaza del Agua, y en apenas quince o veinte minutos se llegaba al Eirenado.

    Era un edificio grande, de forma rectangular y dotado de varios pisos. Se decía que había un jardín en el interior, aunque pocos lo habían podido ver. La ceremonia se solía celebrar en el salón central del templo, rodeado de altas columnas adosadas a las paredes de mármol. Era la estancia más grande del Eirenado ya que debía albergar a cientos de personas.

    El Eirenado era el lugar de residencia del eirén y había uno en cada país. Desde allí, los eirenes revelaban el nombre del Sacrificio que el Primigenio les confiaba. Después de eso, él se desentendía de la situación. El Primigenio no llevaba a cabo el sacrificio. Se trataba de una prueba que imponía a las gentes de Celystra, era una muestra del respeto y del temor que debían sentir hacia él.

    El salón principal del Eirenado no tardó en llenarse de gente. Los reyes y la

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