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Relatos pasajeros
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Libro electrónico129 páginas2 horas

Relatos pasajeros

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Viajar es una manera de irse. Hay un cierto componente de desaparición, de abandono, de ruptura que cada día percibo con mayor claridad, sobre todo cuando los viajes se piensan sin fecha de vuelta, o al menos sin el deseo de volver. Un viaje es el no estar, el diluirse. Un viaje es lo evanescente y lo efímero. La decisión voluntaria de ser otro en otro lugar, porque en el mismo lugar resulta mucho más difícil. Un viaje implica buscar aires menos viciados para respirar, sumergirse en las frías, aunque deliciosas, aguas de la ignorancia y el ser ignorado. Un viaje puede ser un recomenzar, o un lifting psicológico. Un viaje puede venir con el aroma de los amaneceres a las siete de la tarde o con el estigma de los tiempos perdidos. Un viaje, pues, puede ser esencia sin existencia, o al menos sin la existencia conocida.

Y en cuanto a la fascinación que me producen los viajes en tren, en particular, afirma el autor, hay dos cuestiones básicas: las líneas paralelas se cruzan en el infinito, según la geometría euclidiana, de ahí que las vías del tren me sugieran siempre la intensidad de los amores imposibles. Sin embargo, por otro lado, las vías parecen sugerir el determinismo de un viaje prediseñado: debemos, pues, romper ese aparente determinismo de la manera más creativa posible.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 oct 2016
ISBN9788494598012
Relatos pasajeros

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    Relatos pasajeros - Francisco Javier Rodríguez Barranco

    tristes

    COMO CADA DÍA, APAGÓ EL DESPERTADOR

    Como cada día, apagó el despertador a las cinco cincuenta, pero aquel día estaba despierto antes de que sonara. Notaba rígidas las articulaciones. Como cada día, se introdujo en la ducha para mitigar el mal olor acumulado durante la noche, pero aquel día se demoró eliminando las manchas de semen reseco en la ingle y el vientre. Como cada día, se despidió mentalmente de la fotografía de su hijo antes de abandonar definitivamente la habitación, pero aquel día recordó que el próximo fin de semana no le vería porque en el colegio de Alfredo habían programado una excursión de dos días a la residencia que los maristas tienen en Siete Picos. Como cada día, se sentó en la cocina ante veinticinco miligramos de un fármaco de la gama de las benzodiacepinas y un botecito de café descafeinado, pero aquel día suprimió la dosis de antidepresivo y llenó la taza de café sólo. En la calle volvió a sorprenderle que en aquella ciudad hubiera mucha más actividad a las siete quince de la mañana que a las diez de la noche, pero un bulto que tropezó con él y le pidió disculpas le hizo recordar que debía ocupar su lugar en la sucesión de sombras. Como cada día, la vendedora de tabaco rubio de contrabando estaba en su esquina de la estación de Cercanías, pero aquel día esta mujeruca desaliñada, cuya edad podía oscilar entre los veinte y los cincuenta, ni siquiera reparó en él al pasar. Como cada día, notó en el bolsillo del gabán el peso de la novela que transportaba, pero aquel día se colocó el disc-man, sintonizó Primer movimiento en Radio Nacional de España-Radio Clásica y renunció a la lectura. Como cada día, en la estación de San Fernando de Henares subió al tren Verónica, la niña cuya madre acompañaba hasta un colegio en Cantoblanco, y se quedó dormida, recostada la pequeña cabeza contra el respaldo de PVC del asiento, pero aquel día no percibió a la niña porque estaba pensando que el tren de Cercanías era como un almacén de tristezas, de ilusiones fracasadas, un engendro mecánico donde el amor era imposible, tampoco el odio era probable. Como cada día, en la estación de Vallecas descendieron algunos estudiantes universitarios, pero aquel día él seguía varado mentalmente en los escombros de la cementera de Vicálvaro. Como cada día, la presencia del revisor arruinó su meditación evanescente, pero aquel día el interventor pareció ignorar su Abono Transporte. Como cada día, en la estación de Atocha se apiñaron los aprendices de tiburón, perfectamente trajeados, se incorporaron al tren como si pasara por allí sólo para ellos, desdoblaron un diario de información económica y continuaron leyendo de pie, sujeto el diario nada más que con una mano porque la otra la necesitaban para asegurarse un precario equilibrio; pero aquel día le llamaba más la atención el vendedor de La calle, que había subido en Entrevías. Como cada día, nada más iniciar su marcha el tren en la estación de Recoletos, se preparó para bajar en la próxima, pero aquel día recordó que tan sólo unos metros más arriba, por encima de la calefacción de los trenes y la náusea de los túneles, en la superficie donde el otoño aún era posible, estaban la Biblioteca Nacional y la Plaza de Colón y el Teatro María Guerrero y la estatua a Valle—Inclán y el Café Gijón. Como cada día, se apeó en Nuevos Ministerios, pero aquel día equivocó la salida y no accedió a la calle por la de Castellana, sino por la más próxima al edificio de El Corte Inglés. Como cada día en el mes de noviembre, le asaltaron las conversaciones con proyectos para el puente de la Inmaculada, pero aquel día le agredió como una maraña de alfileres el agua nieve acompañada de viento, entonces se dio cuenta que había olvidado la bufanda, y se acurrucó bajo la protección del gabán. Como cada día, ocupó su silla en el Ministerio de Fomento e intentó entrar en la aplicación de gestión de la privatización del Servicio Postal, pero aquel día confundió hasta dos veces la palabra clave de acceso a su ordenador. Como cada día, volvió la página del calendario de mesa, pero aquel día la agenda estaba en blanco. Los funcionarios discutían a primera hora sobre los agravios en la asignación del complemento de productividad, pero aquel día el dolor de cabeza le arrasaba. A las once de la mañana, como cada día, nadie estaba ya para escuchar a nadie, pero aquel día él no tenía nada que decir. Como cada día, Eduardo Figueras, el Subdirector General, se encontraba porcentualmente descompuesto. Como cada día, aquello era el preámbulo de una encadenación de invectivas contra los funcionarios y alabanzas del personal contratado, pero aquel día acababa de recordar que el índice Daw Jones de la cotización de su espíritu había descendido preocupantemente. En algún momento de la mañana marcó el número de información del Tesoro Público para preguntar simplezas que conocía de sobra, pero aquel día necesitaba con urgencia escuchar el timbre de una voz amable. Como cada día, acudió a la Cervecería Kontiki en Ríos Rosas esquina Castellana, pero aquel día Raúl Berrocal tenía que hacer unas compras y no le acompañó a comer. Como cada día, el camarero le trajo agua mineral sin necesidad de que él lo solicitara, pero aquel día pidió una botella de Rioja, Solar de Samaniego crianza del dos mil seis. Como cada día, pudo haber regresado a casa después de comer, pero aquel día había contactado con una prostituta de acento extranjero. Como cada día, el Metro explotaba de penas. En Tribunal le cupo la duda de que hubiera cogido la Línea Uno en sentido correcto y se apeó. Subió a un taxi cuyo conductor no le dirigió la palabra ni siquiera para preguntarle dónde iba: tan sólo enmarcó la mirada en el espejo retrovisor. Él le indicó el número de la Calle de la Estrella donde la prostituta tenía su apartamento. La lluvia no había cesado aún y el limpiaparabrisas se recortaba ante el cielo plomizo. En ese momento, no había para él nada más que el roce rítmico de la goma sobre el cristal. Kim le recibió medio desnuda, con una amplia sonrisa, pero a él le pareció menos apetecible de lo que había imaginado y se descubrió mucho más tenso de lo esperado. Luego sólo recordaba las largas uñas postizas blancas y el pelo rubio entreverado de ceniza. En la Gran Vía se colocó el disc-man para aislarse del exterior, como cada día, pero aquel día abrió la minúscula cajita de su alma y sólo encontró la palabra NADA. Seleccionó la función CD y desde los auriculares le llegó la voz anhelante de Toni Braxton. La oscuridad de la tarde había adelantado el encendido del alumbrado público. Le pareció injusto que no pudiera él disponer de algo parecido a la electricidad para mitigar sus penumbras. Como cada día, los mendigos reclamaban la atención de los transeúntes en la Calle Preciados, pero aquel día él pasó inadvertido. Siguió caminando hasta la estación de Atocha, y en la Carrera de San Jerónimo casi tropezó con un indigente tendido sobre unos cartones en el costado del Palace Hotel. Como cada día, los trabajadores accedían precipitadamente a la vía tres, pero aquel día él permanecía parado en el borde del andén, ajeno a la ansiedad que le rodeaba. La boca del túnel vomitó un majestuoso tren de dos pisos que avanzaba con lentitud para detenerse en el lugar preciso. Como cada día, le invadió el deseo de arrojarse a la vía, pero aquel día cedió a la tentación cuando el Cercanías de las dieciocho veintitrés llegaba a su altura.

    Como cada día, el servicio de limpieza de la estación se afanaba por adecentar el lugar, pero aquel día fue necesario avisar además una camilla y un coche fúnebre del Ayuntamiento. La Policía Local interrogó a algunos testigos.

    Como cada día, el despertador rompió la noche a las cinco cincuenta cuando ya esperaba la hora. Notaba rígidas las articulaciones, pero aquella mañana, además, la espalda se resentía por el rato en que había permanecido apoyada contra la pared mientras meditaba. El agua de la ducha no tardó demasiado en alcanzar su temperatura, pero me entretuve limpiando los restos de semen reseco en la ingle y el vientre. Ignoré la repisa de la cocina donde estaban las benzodiacepinas y preparé una taza de café sólo, muy cargado. Como cada día, me despedí mentalmente de la fotografía de Alfredo. Sin embargo, antes de salir, cuando pasé por el salón para coger la bufanda, caída sobre el sofá desde hacía varios días, me pareció que había un mensaje en el contestador automático. Escuché la grabación: el pequeño cuarto brilló con la voz de Alfredo anunciándome entre risas que los maristas habían suspendido la excursión a Siete Picos.

    EL EXPRESO DE CÁDIZ

    A Fernando Quiñones

    ¿A qué viene pregoná

    palabras cultas[1]

    si traducío resulta,

    después de Cadi, no hay na?

    Paco Alba, comparsa de Carnaval

    ... toda línea recta es el arco de un círculo infinito...

    Jorge Luis Borges, El Aleph

    En Puerto de Santa María han subido un niño de unos catorce años con síndrome de Dawn muy acusado y su abuelo. «¿Cómo te llamas?» «Rubén, deja al señor.» «Me llamo Jaime.» «¿Vives en Madrid?» «Pues ahora sí.» «Vamos, Rubén, deja al señor.» El abuelo tiene la barba blanca recortada. Este detalle, junto con la ropa marca Lacôste (polo amarillo y pantalones oscuros) le confieren un cierto aire de elegancia mundana. En San Fernando casi se había llenado: ahora hay muchas personas que viajan a Madrid contra su voluntad. Una de ellas ha ocupado la litera de arriba pero salió del compartimento nada más dejar la bolsa de viaje. «Jaime, ¿tú tienes hijos?» «Sí, tengo uno.» «¿Cómo se llama?» «Se llama Alfredo.» «Rubén, deja ya al señor. Disculpe la molestia, caballero.» «No, no, si no es ninguna molestia.» «¿Te gusta mi libro?» «Es muy bonito ¿Vas al colegio en Madrid?» «Sí, pero no me gusta porque hace más frío que en el Puerto de Santa María.» Primero es el silbato, después un ligero, casi imperceptible, tironcito y luego el tren reemprende perezosamente la marcha. Alfredo me despidió corriendo cuando arrancó en Cádiz, porque para él, era como un juego, una pequeña aventura excitante, y siguió corriendo hasta que se acabó el andén, mientras yo, por las piernas de trapo que tiene, temía que fuera a tropezar con algún poste. Elisa permaneció en su sitio: el lugar que apenas

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