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Cuentos marengos
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Libro electrónico361 páginas5 horas

Cuentos marengos

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Información de este libro electrónico

Uno viaja y normalmente lo hace en avión, sobre todo para trayectos internacionales, pero luego se pone a pensar y se da cuenta de que en verdad un viaje en avión se diferencia de otro en los uniformes de la tripulación, si es que uno es capaz de recordar dicho detalle, pues tampoco son diferencias esenciales: si al menos usaran los trajes típicos del país donde está matriculada la aeronave.
Considero por ello que la gran epopeya de los viajes se vive en los trayectos por superficie, aunque no sea nada más que un pequeño recorrido de una localidad a otra, y dentro de estos periplos sobre la cara del mal llamado planeta Tierra permitidme que declare mi veneración por el agua, puesto que el mar en su más amplia acepción es el espacio natural para la aventura, pero también para la evocación intimista. El mar es fuente de vida en el sentido de la evolución biológica, pero también, el eje de la subsistencia cotidiana. En el caso particular del Mediterráneo, ya sabemos todos lo que el mar significa. El mar imprime carácter a las personas que viven junto a él, porque el mar es cada día un nuevo mundo ante nosotros: el mar como nostalgia, el mar como bálsamo, el mar como ironía, el mar como lucha, el mar como leyenda. Pero no veremos rayas, porque, de verdad, ¡qué mal le sientan las rayas al mar!
El mar, en definitiva, es lo que nos une y no lo que nos separa y eso es exactamente lo que el generoso lector encontrará en este libro.
Francisco Javier Rodríguez Barranco (coordinador)
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 ene 2018
ISBN9788494821912
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    Cuentos marengos - Javier Noriega

    AUTORES

    PRÓLOGO DEL COORDINADOR

    Aquí cada uno que piense lo que quiera, pero hace varios miles de año la civilización no se hubiera transportado sobre carros de bueyes, y no es que tenga nada contra los bueyes, por supuesto.

    Por eso era necesario que los seres humanos del momento se embarcaran, nunca mejor dicho, en aventuras de resultado incierto en unas naves, cuya tecnología no estaba del todo mal, habida cuenta, sobre todo, de las posibilidades de la época.

    Desde el punto de vista mediterráneo y occidental es de justicia que nos sintamos agradecidos con este mar, pero no fue el único, puesto que las navegaciones de los chinos por el hoy llamado océano Índico rebasan en un par de milenios las de los fenicios, que ya es decir. Mucho más impactante me resultó el caso de las Islas Fiji cuando las visité hace tiempo, dado que ahí aseguran que fueron pobladas por africanos procedentes de su ribera oriental, que emprendieron ese periplo por razones que hoy día todavía nos resultan desconocidas. Incluso veneran con actitud casi religiosa el punto donde se produjo el primer desembarco. En general, la historia de los Mares del Sur se construye de esa manera: singladuras arriesgadas de una isla a otra, salvo Australia, cuyo desarrollo es de otra índole, vinculado al mar, ni que decir tiene, pero de manera diferente.

    En el planeta Agua, por tanto, todas las civilizaciones buscaron siempre construirse alrededor de ese elemento, bien en oasis en el desierto, bien en la proximidad de cuencas fluviales, bien directamente en puertos junto al mar, que ha sido evocado por escritores de todas las épocas bajo muy diferentes puntos de vista: desde los miles de barcos que movieron los griegos en pos de Helena de Troya, dando así origen al primer texto conocido de nuestra cultura[1], hasta el intimismo de las historias de amor de Gara y Jonay en las Islas Canarias o los maorís Hinema y Tutanekai en Aotearoa, actual Nueva Zelanda, pasando por la mitología de Simbad, el Marino, o toda las peripecias de los Mares del Sur. Grandes, grandes Stevenson y Conrad.

    Llegamos así a la trimilenaria Málaga, cuyo nacimiento se debe precisamente a las navegaciones mediterráneas, donde un grupo de escritores ahí afincados se proponen pues lo que han hecho siempre: respirar el aire salobre de la brisa local, sólo que ahora plasmándolo en un conjunto de relatos y compartiéndolo con los lectores, puesto que, al fin y al cabo, la literatura es un medio de comunicación y para que funcione hace falta un receptor del mensaje.

    Pero se ha querido que asistiéramos a una realidad que se descompone como un fenómeno de refracción de la luz blanca a su paso por un prisma, porque del mar surgen las islas, en sentido literal o metafórico, que pueden ser el espacio natural para la utopía o la región propia de la pesadilla. De ahí que no todos los sentimientos sean gozosos en este libro, sino que la proximidad del mar se resuelve unas veces permitiendo aflorar las más bajas pasiones, mientras que otras es el escenario de una historia de amor, de una leyenda o de ambas.

    Personas-islas, en definitiva, pueblan las páginas de Cuentos marengos lo que nos permitirá un acercamiento al ser humano desde muy diferentes opciones entre las que se encuentran la socarronería, la nostalgia, la duda, el drama, la fantasía e incluso la evocación futurista, valga la paradoja, puesto que de lo que se trata es de poner rumbo a esa Humanidad-Mar, dado que es una cuestión de hecho que vivimos de espaldas al mar, incluso en la poblaciones costeras: habitamos junto al mar, de eso no cabe ninguna duda y de vez en cuando lo escuchamos como parte de nuestra experiencia urbana, pero el mar cada está más lejos de las sociedades occidentales.

    El mar es el gran negocio, sobre todo si se ve arropado por un clima plácido. El mar es lo que alimenta la industria turística de toda una nación, lo que no me parece negativo, es sólo que, como decían los andaluces de Jarcha hace casi cuarenta años, «tienen los pescadores rotas las redes de no poder secarlas donde ellos quieren». El mar es algo más que los chiringuitos, los restaurantes de paella para dos y los edificios de apartamentos. El mar es la historia, perdón, la Historia. El mar es la poesía y una segura fuente de inspiración. El mar ha regalado generosamente sus términos más queridos a otras actividades que han surgido luego: decimos, por ejemplo, «nave espacial» o «piloto» en el contexto de la actividad aeroespacial, o hablamos de «astronauta», que toma de la antigüedad latina el étimo «nauta». El mar ha sido la vía de comunicación por excelencia durante milenios y sus aguas han guardado, guardan y guardarán por siempre tesoros de incalculable valor material y cultural. Y por eso los autores que se agrupan alrededor del proyecto Cuentos marengos vuelven sus ojos al mar e intentan contagiar su entusiasmo a toda la sociedad. El mar como arte. El mar como belleza. El mar como vida. El mar como personas.

    Todos los trabajos arribados han pasado por un riguroso proceso de selección y han sido elegidos, inicialmente los autores y luego los textos, en función de su calidad, eso está claro, pero también bajo la consideración de cómo apuntalaban la pluralidad de voces que se perseguía. Sin embargo, como ya habrá podido comprobarse, no he querido particularizar a ningún cuento mis razonamientos en estas páginas iniciales, ni mucho menos extraer citas de los textos, puesto que habría tenido que mencionar a todos y eso hubiera oscurecido lo que se pretende en estas líneas, es decir, plantear las ideas básicas de un libro donde, eso sí debo decirlo, conviven con total naturalidad autores con un importante recorrido literario, reconocido en prestigiosos certámenes, y otros cuya obra no ha gozado aún de la difusión que merece. Poco a poco.

    Considérense, pues, a partir de este momento como miembros de la tripulación de Cuentos marengos, busquen acomodo en el sollado de la nao y disfruten con la lectura de este libro, que nace del agua, como no podía ser de otra manera.

    Francisco Javier Rodríguez Barranco

    Enero, 2017


    [1] Y, por cierto, que si nos referimos a Helena de Troya, se me hace irresistible pasar por alto este verso de Christopher Marlowe en La trágica historia de la vida y muerte del doctor Fausto: «Was this the face that launched a thousand ships?» (‘¿Fue ésa la cara por la que zarparon miles de barcos?’), siendo así que varias décadas después, con Marlowe oficialmente muerto, Shakespeare publicó lo siguiente en Troilus and Cressida : «She is a pearl/ Whose price that launched above a thousand ships» (‘Ella es una perla/ por cuyo precio zarparon miles de barcos’). Que vamos ver, que yo no digo nada. Que a Shakespeare le gustaba Marlowe, pues a Shakespeare le gustaba Marlowe: ¿qué hay de malo en eso? Mucho mejor la poesía de Marlowe que los pasquines de caballería. La gente es que es muy mal pensada…, pero, vaya, que para los amantes de las historias de espías en la Inglaterra isabelina, quizá sea buena la lectura de The Murder of the Man Who Was Shakespeare, de Calvin Hoffman (Nueva York, Julian Messner, 1955).

    INTRODUCCIÓN

    Javier Noriega Hernández

    Azul violeta. Verdoso, ultramar, zafiro, grisáceo, azur, luminoso, cobalto, colombino, celeste, turquesa, capri, océano, agua, pastel y azul perlado. Un mar de azules. Un mar de historias.

    Los términos de mi relación con el mar, que habiéndose iniciado misteriosamente, como cualquiera de las grandes pasiones que los dioses inescrutables envían a los mortales, se mantuvo irracional e invencible, sobreviviendo a la prueba de la desilusión, desafiando al desencanto que acecha diariamente a una vida agotadora(…). En estas páginas hago una confesión completa, no de mis pecados, sino de mis emociones. Es el mejor homenaje que mi piedad puede rendir a los configuradores últimos de mi carácter, de mis convicciones y en cierto sentido de mi destino: al mar imperecedero, a los barcos que ya no existen y a los hombres sencillos cuyo tiempo ya ha pasado.

    Joseph Conrad

    Aquella instantánea entró por la retina para no marcharse. Era bien sencilla, pero como ocurre con la reverberación, de lo que sea, ya después de tanta mar a lo largo de los últimos años, el simple hecho de distinguir en la lejanía aquel matiz del azur, ese turquesa que se movía de poniente, con rizada en superficie y con aquellas jaulas marinas alzándose rítmicamente con el ir y el devenir de las olas; esa simple ojeada a la bahía azul era suficiente para desatar inconscientemente, como si se tratase de un hábito, un comportamiento repetido, muchas cuestiones. Aquella mirada atesoraba un mar de naufragios, un mar de personas, un mar repleto de las mejores historias que podemos contar. Todo es claramente identificable, como si se tratase de una paleta de colores, con toda su gama de azules. Es por eso que al tomar la salida 245 de la circunvalación, justo después del túnel del Cerrado de Calderón, al bajar por los valles de los galanes hacia Pedregalejo, aquella instantánea, activada por aquel escaparate azul, aquel balcón al mar que surgía ante sus ojos, se activó. Enfilada la granja marina con la desembocadura del arroyo Jabonero, aquella visión traía del inconsciente al consciente, o del tú al yo, ese mar de azules y de historias. Rápidamente, cavilando sobre el tipo de suelo, la ecocartografía que te diseña el geológico, limo y, ahora con las lluvias torrenciales, barro y más barro. Unos 22 metros de profundidad bien batido por el levante y el poniente en plena bahía. Un eje cartesiano, domado por la lectura y el disciplinado buceo, revolucionado por los clásicos, odiseas y los cuadernos de bitácora de antiguos capitanes de mar y de guerra. Con este devenir, disponer los elementos de aquella bahía malagueña no entrañaba mucha dificultad, simplemente era fruto de la experiencia. No mucho más. Otrora puerta del mediterráneo, en la actualidad pincelada por matices poéticos y dionisíacos, Málaga siempre ha estado acompañada por destellos epicúreos. Lo determinante hace que cada uno es lo que es. Idrisi hablaba de ciudad espléndida de bella factura, asomada al azul. Ni que hubieran pasado siglos. Aquella mañana un velero ceñía a levante, mostrándonos su cara amable, la de una vela blanca que susurra en placentera estela. En ese damero del tiempo y el espacio, un impresionante crucero dejaba tras de sí una poderosa estela, surcando desafiante el Mediterráneo en medio de la bahía y apuntando, como siempre se hizo, a la ruta del estrecho de San Bonifacio, como desde hace miles de años han maniobrado las naves y los nautas cuyas pieles, pegadas a la sal, traspiraban años de viajes y miles de estrellas contadas. Cuando el manto cuajado de la vía láctea mostraba el techo de Nut o la Polar a los navegantes. Cuando extraían sus astrolabios para sopesar la navegación o calibrar el rumbo de aquellas corrientes marinas que tenían ante sí. Cuando los «escarabeus» egipcios se atrapaban entre las arcillas de los asentamientos del litoral de su nacimiento, allá por la rebanadilla o el cerro del Villar fenicio de la desembocadura del Guadalhorce, junto a las sandalias, lapislázulis, collares, linos, ungüentos, jarritos y perfumarios. Mucho de ello constreñía a sabor oriental y todo venía y se trasponía por la mar. Y siempre distinguían esa bahía, la que surgía a borbotones, como balcón al mar desde la salida 245. Entre medias del velero y el crucero, en aquella bahía centelleante, el naufragio del submarino republicano de la guerra civil. El llamado C-3, pecio que descansa bajo un lecho de redes superpuestas de pescadores, en una zona de corrientes que arrastra todo lo que por allí se acerca. Más allá, naves y naves por identificar, por disponer, como decía el verso, título y nombre por un cálamo que debe bebe oscuridad y vierte luz. Verter luz e identificar a decenas de barcos localizados mediante sónar y sobre los que el eco digital del multibeam perfila claramente la silueta de un casco, de unas ánforas o de unos cañones sumergidos.

    Muchas de las relaciones con la mar se tornan como si le hablara a un viejo amigo. Como si tuviera o fuera un marinero en tierra que se desahoga mientras transcurre su día a día. Recuerdos que tienen que ver con el mar, con la nostalgia de la mar y con la recuperación del mar. Una idea, la del poeta como náufrago y navegante, que es tan vieja como la literatura y lo mejor, o lo peor, según se mire, tan real como ese microcosmos que no existe para el ruido y la prisa de la vida en las ciudades actuales. Se habla de Naxos y Lesbos, del Ponto Euxino, del mar de Leteo y del regreso de Ulises, acentos históricos tan próximos a la arqueología, donde el mar recupera su estatuto de personaje mitológico. Territorio infinito donde la luz repercute en cada verso. Un territorio, el azul, en donde todo es posible y que hace que sea posible ver la vida desde otros horizontes. Periplos internos. Internos y externos, como el labrys cretense y mediterráneo, que desde su doble filo nos augura un viaje a ese mar de historias y en donde cada escala, como los estadios de la vida, es un grado de azul, un tipo de relato.

    Primera escala

    El mar de Clío

    Ítaca te dio el hermoso viaje. Sin ella no habrías emprendido el camino.

    Kavafis

    La mar es historia. Rezuma por todos lados. No puedo imaginar mejor titular que el enmarcado por la exposición temporal del Maritime Museum londinense realizada en el 2012. Con grandes letras, sobre un fondo azul intenso resumía en su entrada todo lo que tenía por venir en una de las catedrales marítimas del mundo, el Greenwich de Londres. The Sea Is History. Aquel título que encabezaba la exposición resumía, con sus dos calificativos, dos grandes pilares del actual trasiego vital al que dedicaba buena parte de mi cotidianeidad. Mar e historia. Naufragios y arqueología en su sucedáneo. Una historia que a día de hoy en buena parte está sumergida, viva, por encontrar y dar a luz, olvidada. Una historia, por otro lado, que no sólo está en la mar, reposando en sus profundidades, sino que en muchos casos se encuentra inmersa en antiguos archivos históricos, que es otro mar, el de los Imperios de papel. Verdaderos recipientes donde se conserva la memoria de ultramar. De un lado, entre sus papeles amarillentos, quebradizos, su inconfundible olor a cuero y a paso del tiempo, transcurren momentos únicos; como el del hallazgo del Isabella, el naufragio en 1845 del llamado hasta ese momento pecio de los Santos, embarrancado en la ensenada de Torrequebrada. El coqueto archivo decimonónico del Díaz Escovar, una de las joyas de Málaga, fue testigo de aquel sonoro grito de victoria al encontrar el descubrimiento del naufragio en un periódico de la época, recientemente. O la majestuosa sala de lecturas de la Biblioteca Nacional, con sus hojas de acanto y sus personajes ilustres, ambiente que sirvió para encontrar y leer detenidamente las memorias del coronel inglés Vyse en relación al hundimiento del célebre navío HMS Beatrice del célebre sarcófago de Micerinos. Y las rutas de ámbar, especias, azogue, bulas, ropas de lujo, metales preciosos, canela y porcelanas chinas, que el AGI, el Archivo General de Indias, dispone ante el investigador en las mañanas diáfanas sevillanas. Archivos y mar, una intrínseca relación en la que uno se puede sumergir a lo largo de toda una vida. Un Imperio de papel que hemos olvidado y no valoramos, desde que Colón pisara la arena de otro continente dibujando un nuevo horizonte. A partir de aquel día, el limes que separaba lo conocido de lo desconocido se ha ido ampliando: desde Américo Vespuccio, los viajes del capitán Cook y las expediciones antárticas, hasta el descubrimiento del espacio exterior y de los satélites terrestres, el hombre siempre ha osado superarse, renovando ese pacto con Ulises y consigo mismo. Es lo que hay.

    Ellos están allí y en ellos nos encontramos mar, personas e historia. John Elliot, en su La Europa de Ultramar, ya nos dibujaba perfectamente, con cierta nostalgia, para recordarnos ese río de papel, en el que te sumerges y ya no vuelves a ser el mismo. Ese castillo de Simancas repleto de legajos centenarios y olvidados. O ese archivo legendario del Viso del Marqués, que ya de por sí joya en sí mismo, gracias a la mera descripción pictórica en sus techos de episodios y asedios navales, de marinos o de puertos, de Bazán, Cádiz, la flota del mar océano o la Batalla de Rande; custodios artísticos de los centenares de miles de legajos que guarda en su interior, fiel corazón de la marina que descubría, conquistaba y abría los horizontes del mundo a Europa. Así ha sido desde hace siglos. Un mar de azules, en el que este azul es el perlado.

    Junto al mar de papel están luego en escala sus diferentes azules. Ésa que tanto me maravilla cuando me sumerjo y puede verse cómo van cambiando sus tonalidades, en gradientes, para ir desde el celeste al turquesa y terminar en el índigo, violáceo, añil y, a la postre, la oscuridad total. Es curioso. Vista desde arriba, la tierra, también es azul. Una esfera, con un halo mágico, atractivo y sugerente gracias al albedo. Ese azul luminoso es sencillamente la mar vista desde arriba. Una mar inspirada en términos que aún desconocemos por la gravedad de la luna, agitada por tormentas y dibujada por islas y cabos. Por las historias de los hombres y las estelas de sus barcos. Costas que han escuchado el rugir de los vientos y el susurro de los alisios. Inspirado por esa imagen se pueden entender muchas cosas y más cuando a lo largo de los años ves que posiblemente lo que es arriba es abajo. Sumergirse en Sumatra, en el cuerno de Oro, en el golfo de México o en la bahía de Ajaccio. Acompañar a los albatros de Tasmania o a los primeros galeones que dibujaron el mundo en la República Dominicana, Veracruz o el estrecho de Magallanes. Disfrutar en las Lofoten de los pingüinos o de los u-boats, reguero sumergido que va desde el canal inglés al cabo de Hatteras y de allí a Gibraltar. Qué decir de los impresionantes cascos de acero de los acorazados de la I Guerra Mundial hundidos en Scapa Flow. Tomarse un arroz con marisco en Setúbal, mientras que uno mira al viejo puente y ve trabajar a los compañeros arqueólogos y así poder literalmente oler el exotismo de la canela o el clavo que llevaron a Enrique, «El navegante», a ir más allá de aquel finis terrae del cabo Bojador. Aquella delgada línea roja que supuso el principio del cambio, el de la circunnavegación de África, la llave de la ultramar oceánico. Y las ánforas romanas, qué decir cuando uno se maravilla con las cubiertas de madera del pecio imperial romano del Bou Ferrer o los de Cala Culip. La mar de Homero, Sófocles, Esquilo y Eurípides; la de Píndaro; la de Ramón Llull y Kavafis; la de Camus; la de Graves; la de Borges o Alberti; Melville o Rattingan, Verne o Stevenson, London o Salgari. La de tantos otros que la han soñado, escrito, cantado a lo largo de los siglos. Es el mar que desentrañaron fenicios y griegos y a cuyas orillas nació el alfabeto; la que sus orillas besaron Tiro, Roma, Cartago, Troya y Constantinopla. Venecia y Alejandría o maldijeron Hornos y Buena Esperanza, La Habana o La Mancha. La mar que se hizo dibujar al mundo bajo topónimos hispanos, desde las Marquesas, a las Afortunadas, Carolinas o Marianas…

    Hay pocos países en el mundo que hayan aportado a la exploración del planeta y sus mares, tanto como nuestra tierra. Este hecho incontestable para los historiadores no ha sido suficientemente valorado por el resto del gran público, incluidos los propios hispanos, que a menudo sentimos mayor admiración por las aventuras y hazañas de viajeros anglosajones, franceses, holandeses, norteamericanos y de otros países que por la de nuestros paisanos, que en nada desmerece sus impresionantes travesías, sus precoces inteligencias, sus grandes descubrimientos. Cuando uno bucea en ese mar de olvido, se queda maravillado y de otro lado, pendiente. Nuestra historia de los descubrimientos y las exploraciones está repleta de personajes, de historias y de proezas realmente sorprendentes ligadas a los periplos y a la exploración del planeta. En todos estos mares hay historias que contar, que pueden brotar al salir de una autovía y ver estallar ante ti el azul de todo un balcón mediterráneo. Un mar de historias. Sentir la fuerza del medio marino y de los hombres que intentaron dominarlo, una labor de años. Para Dante, la «loca huida» de Ulises se agotó en las Columnas de Hércules, el Estrecho de Gibraltar, la frontera con el ordenado y musical universo medieval. Todo eso quedaría atrás con acento de nuestra tierra, posiblemente, con el mismo deseo de Ulises de escuchar el sensual y cautivador canto de sirena, dorados o paraísos terrenales. Al fin y al cabo, si la vida es sueño y los sueños, sueños son, qué más da. Ellos vieron ante sí un nuevo mundo que cambió la historia para siempre.

    Segunda escala

    Azur

    El mar es belleza

    A la orilla del mar, el baile eterno del agua y la arena hipnotiza el alma, acercándonos a los ritmos de la eternidad. Además, cada gramo de arena en una playa es el resultado del proceso que se remonta a los principios oscuros de la vida.

    Rachel Carson.

    Esa veta de sol ceremonial que sólo comparece en el borde limeño del océano.

    El haz de luz de la linterna reflejaba unos enormes ojos de gato. Unos ojos que centelleaban con una trémula luz plateada. Unas pupilas más negras que la oscuridad en las que se deslizaban en esa ocasión por los acantilados de Maro y a unos 30 metros de profundidad. Eran una bandada de peces luna. Enormes. No lo olvidaré jamás. Es una de esas inmersiones que se graban para siempre y precisamente muy cerca, en ocasiones incógnito mar de Alborán, que tan bien conocen unos buenos amigos, como el siempre amable Juan Jesús, del Aula del Mar, o Jorge Baro, director del Oceanográfico, que tantas veces ha realizado campaña en el mismo. Y fue casualidad. La botella de oxígeno había llegado al límite en el que habíamos convenido antes de la inmersión que ascenderíamos a superficie. Navegábamos a través de la oscuridad, hacia la luz estroboscópica de la embarcación y buceábamos como sumergidos suavemente entre versos azules oscuros. Como si estuviéramos atrapados en un sueño del que no quisiera despertar. Al ser una inmersión inolvidable, me prometí a mí mismo volver. Hasta la fecha me han sucedido muchas otras cosas, pero nunca volví a repetir aquella escena. Suele suceder, es la vida. Mientras ascendía junto a la pared del acantilado de la punta de la Mona, era conocedor de que en aquel lugar debían obligatoriamente reposar los restos de uno de los naufragios más numerosos y célebres de nuestra época moderna, el de las 25 naves de la flota de Juan de Mendoza, grandes galeras de guerra que marchaban hacia Orán y que en vez de ello, fueron a pique. Tumba de miles de marinos y hombres de armas de la época. Aquella noche simplemente buceábamos por ocio y aquella zona, la de la Herradura, es una de los enclaves naturales, curiosamente urbano, más impresionantes y cercanos que tenemos. En pleno verano y con un grupo de amigos, entre ellos, el maestro de buceo, al que siempre se le tiene un especial cariño, por aquello de la melancolía y todo lo que te hizo aprender. Viejo lobo solitario, salvo para con su familia, que ahora instruye en el buceo profesional en un paraíso, en la Escuela de Buceo Profesional de las Canarias, en la tierra de lava. Lanzarote. Al ascender pasé junto a unos corales verdes que parecían los tubos de un órgano sumergido, allí fue cuando el grupo de peces luna, nos cerraron el paso. Al borde de un escarpado precipicio, permanecí inmóvil y, de una patada, me impulse suavemente hacia la inmensidad azul. Ascendí hacia la superficie, que me acogió con una especial sorpresa. Aquella noche debía haber unos 25 metros de perfecta visibilidad, como poco. Sería el poniente, la zona o vete tú a saber. Y al subir, un cielo cuajado de estrellas nos daba la bienvenida, se veían perfectamente a través de la columna de agua transparente, un manto cuajado de estrellas que sólo la vía láctea nos podía regalar. Fue la ascensión a superficie más bella que he hecho jamás. La hice muy lenta. Tan lenta que aún estoy ascendiendo. La belleza de aquella escena es difícil de mejorar. Literalmente, entre las olas y las estrellas. La mar es belleza para muchos, también para mí. Y esto sólo era en un pequeño rincón en el que un grupo de buceadores tuvo una modesta revelación.

    Cuando alguien menciona la palabra mar, tendemos a pensar en el azul infinito del mar que se funde con el cielo en el horizonte. Un paisaje nihilista que embarga, que incluso da para que los pintores inspiren óleos y la canten los poetas. Además de los arrecifes de coral, las islas y las penínsulas salpicadas en sus aguas, el océano alberga lugares impresionantes. Existe de todo, tanto como sea uno capaz de maravillarse con la vida y con la belleza que el azul te dispone por delante. Van desde las formaciones coralinas, de mil formas y colores, que, por cierto, tan maravillosamente bien ha fotografiado el malagueño Manu Campillo, campeón de fotografía submarina por diversos mares del mundo. En cuestión de belleza, es difícil encontrar la correspondencia más exacta posible entre la materia narrativa y el acto de contar. Hay que vivirlo. La mar es un buen ejemplo de ello, son pocas las narraciones que hagan justicia a ese momento único de éxtasis e incredulidad ante lo que se vive. La descripción de los mares de Conrad quizás sea una de las pocas excepciones. Descripción de los mares y de multicolores peces en playas de blanca arena, que a la deriva van por el capricho del mar, cientos de islas de barrera que bordean las costas de muchos territorios en el mundo y que hacen de escudo del continente ante las tempestades y que en la actualidad se ofrecen a los amantes de las playas naturales. Para muchos, una actual visión idílica del paraíso. Habría que ver, y siempre lo recuerdo, la cara que se le tuvo que quedar a Pedro Serrano, un españolito de interior, de aquéllos que viajaban al Perú, cuando el imaginario colectivo del por aquel entonces áureo Imperio Español, dibujaba en torno a la tierra del inca Garcilaso, una tierra de oportunidades. Todos los gentiles hombres que querían labrarse un futuro iban con billete hacía allí. Tuvo que ser una buena borrasca la que azotó aquellas fatídicas islas de barrera, en el conocido como arrecife de «Serrano», con ráfagas de viento que rizaban y blanqueaban el mar esmeralda de las costas de Venezuela y Colombia, porque aquello es otro reguero de naufragios hispanos. Esa misma borrasca que haría encallar y naufragar a su barco y que daría lugar, doscientos años antes, a la verdadera leyenda del náufrago. Sí. Robinson Crusoe se basaría en lo que le ocurrió a este capitán español, que tuvo la mala suerte de naufragar en el Mar Caribe en 1526 y, simultáneamente, tuvo la buena suerte de salir vivo del trance. Fue el único miembro de la tripulación que sobrevivió. Pero eso sí, en nuestro olvido esta historia la hemos relegado y Dafoe con su Robinson pasaría a la historia con un marino escocés, no de tierra de secano y castellano. Una vez más.

    El viento y las alas impulsan a los charranes a Palau. Conocí a Peter en Londres. Para nadar con las medusas, que tanto recordaba de las playas del Palo o de San Andrés en verano, navegué con él y dos de sus colegas hasta una isla al sur de Koror, la capital de Palau en el Pacífico. No hay mucha tierra al este de Fidji. En el mapamundi, las islas de ese lugar parecen granos de arroz dispersos. Desde el aire se entiende perfectamente el papel de los portaviones en la Segunda Guerra Mundial en aquellas áreas azules tan inmensas. Pero especialmente entiendo la inteligencia de Gauguin para abandonar el mundo e irse allí a pintar colores y mujeres. En la isla de Ua Huka queríamos simplemente fotografiar. Es el lugar más meridional que jamás he visitado. Y lo conseguimos. Inmortalizamos posiblemente el abanico de azules más hermoso que pueda imaginar. Ni bajo agua y, sin embargo, después de bucear en decenas de santuarios, el recuerdo que me traigo de allí fue una tarde, cuando nos llevaron a un pequeño bosque de mangos en la ladera de una colina. Al fondo, una de

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