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Toda la vida
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Libro electrónico255 páginas4 horas

Toda la vida

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"…La fábrica era grande y caótica; ocupaba toda la manzana con galpones, piletas, reactores, chimeneas, hierros, chapas, cemento, caños, tierra, agua, bolsas, chatarra, plantas, flores y hasta un banano que a veces daba una gran flor magenta que se transformaba en un único y codiciado cacho de bananas dulcísimas. Un laberinto de vapores ácidos en el que circulaba a tientas un centenar de hombres rojos y amarillos para producir, sin parar jamás, y de una manera que siempre había que volver a inventar, un polvo muy fino y muy sucio hecho para cambiar el color de las cosas…"

Esta es la historia de Duna y de José, amigos del camino de todos los días. También es la historia del Chileno y de Roberto, del Doctor y su gente, y de muchos más que fueron y vinieron toda la vida por un país en el que no había autopistas. Es también la historia de una fábrica perdida en un acertijo de colores y de un mundo que ya no está, donde los inviernos eran más fríos y los campos, antes de llegar al mar, se volvían de arena.

Había una vez, hace mucho, mucho tiempo, en un país muy pero muy lejano, más allá de Berazategui.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2021
ISBN9789875994379
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    Toda la vida - Daniel Escolar

    Daniel Escolar

    Toda la vida

    Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere

    ©Libros del Zorzal, 2015

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Índice

    Uno | 5

    Dos | 8

    Tres | 18

    Diario | 24

    Cuatro | 32

    Cinco | 42

    Seis | 50

    Siete | 61

    Ocho | 73

    Nueve | 82

    Diez | 89

    Once | 97

    Doce | 105

    Trece | 121

    Catorce | 126

    Quince | 133

    Dieciséis | 139

    Diecisiete | 148

    Dieciocho | 159

    Diecinueve | 171

    Veinte | 182

    Veintiuno | 191

    Carta | 198

    Final | 225

    Uno

    —¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir con este ir y venir del carajo? —preguntó.

    Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches.

    —Toda la vida —dijo.

    Gabriel García Márquez

    El amor en los tiempos del cólera

    El día del décimo aniversario de la partida de Duna, José no llegó a la fábrica. Antes de subir a la autopista rumbo al sur, hizo un desvío hasta Constitución para tomar un café con medialunas a la salud de su amigo y de los años en que habían ido y venido juntos por caminos más difíciles. Sentado en un bar de la estación, leyó completo el Clarín, incluyendo los clasificados del rubro cincuenta y nueve, Servicios útiles para la mujer y el hombre, se comió las tres medialunas de grasa pintadas con azúcar que le pusieron en el plato de plástico verde, se limpió los dedos pegoteados con una servilleta minúscula de papel mientras puteaba contra la falta de verdaderas medialunas saladas en Buenos Aires, y salió al calor humeante de los colectivos que abarrotaban los alrededores de la plaza. Manejó despacio hacia La Boca disfrutando el aire acondicionado del auto; le importaba un huevo todo lo que pasaba en la fábrica y en el mundo; hacía meses que no dormía bien, no comía bien y no le veía salida al asunto; estaba feo, feísimo, pero ahora le importaba un huevo. Repasó varias veces la palabra huevo y la repitió en voz alta haciendo un gesto con los labios: Hueeevo. Y pensar que ahora Duna estaría muerto de frío en Madrid a punto de irse de tapas, un pincho de jamón y una copa de rioja, mirá si serás hijo de puta, y él, de aire acondicionado y remera cuello polo subiendo a la autopista de sus sueños rumbo al sur. Puso primera en la rampa y sintió las calles deslizarse hacia atrás debajo del auto, ¡qué fácil! Dios mío, si supieras lo fácil que es; una vida entera esperando por esto, y al final es tan fácil: apuntás, subís, acelerás y ya está. Es como la fábrica pero al revés; antes era simple, ¿te acordás?, seguíamos y seguíamos aunque el camino fuera engorroso y las máquinas no anduvieran ni para atrás ni para adelante, el mundo se venía abajo, tenías que llegar caminando sobre el barro, y bueno, llegabas, levantabas los escombros como podías, los apuntalabas un poco y chau, a seguir. Ahora, en cambio, todo funciona bien: los teléfonos, las chimeneas, los semáforos, las medialunas saladas con azúcar, las autopistas, todo menos nosotros. Con la autopista, ‘la nuestra’, podés llegar en un pedo a Berazategui, ni te diste cuenta de que saliste y ya estás ahí. Pero la agonía de una fábrica es algo lento, pausado, no aguanta estas velocidades de vértigo, un día vamos a llegar tempranito, con cara de velocidad y va a estar hecha mierda y abandonada al costado del camino.

    El Riachuelo pasó bajo las ruedas como un fotograma desenfocado, y detrás pasó el Dock Sud, fugaz.

    Suerte que hoy estoy optimista y todo me importa un huevo, hueeeeevo. ¡Desgraciado! Hace tanto que no te veo, desde que te fuiste esto nunca volvió a ser lo que era; no nos divertimos más; y si no te divertís la cosa no camina, parece que camina, pero no. Además no me acostumbro a viajar solo, y mirá que ya son años; eso sí: no sé para qué, pero viajo rapidísimo.

    Otra instantánea: Quilmes, una salida llena de carteles. La autopista tiene dos carriles por lado, todavía no habilitaron la otra mitad, los autos que van y vienen pasan muy cerca. La mínima es noventa kilómetros por hora; la máxima, ciento treinta.

    Cómo me gustaría que estuvieras acá, a veces no sé por qué no venís de visita más seguido, de verdad: podrías dejarte de joder y volver de una vez. Ojalá sea pronto, che. Nos estamos poniendo viejos, uno de estos días vamos a empezar a decir boludeces y se nos van a ir borrando los recuerdos. Entonces ya no va a valer la pena que vengas, no vamos a tener nada de qué hablar.

    Última foto de la mañana: a lo lejos deben estar los viñedos de la costa, pero no se ven, el río está más atrás y tampoco se ve. Un camión invisible sale de la banquina.

    Espero que hoy, con las tapitas, te acuerdes de mí y brindes por nosotros, y por nuestra autopista: ¡salud!

    Dos

    Cuando el futuro de la fábrica empezó a complicarse sin remedio, José llevaba más de treinta años yendo y viniendo de Berazategui sin haber faltado una sola vez al trabajo; por lo menos así lo recordaba él. Había entrado en el sesenta y dos, cuando las oficinas estaban en el centro, Lavalle y Reconquista, nada mal, un poco apretadas pero lindas, algo oscuras, eso sí, pero bien puestas y cerca de todo. Hasta que las cerraron y se tuvo que ir a la fábrica junto con todos los demás. Para un contador recién recibido con las ideas claras como él no era lo mismo Corrientes y Reconquista que la zona sur del Gran Buenos Aires, pero de todos modos la mudanza sería por un tiempo, ya volverían al centro en cuanto las cosas lo permitieran.

    Y había que ir todas las mañanas y volver todas las tardes, y la fábrica estaba en Berazategui: un suburbio del Gran Buenos Aires con un gran futuro industrial ubicado bastante más allá de la frontera hedionda del Riachuelo; un lugar al que se podía ir una o dos veces en la vida, de camino a alguna otra parte, o para buscar trabajo en una de las tantas fábricas que se habían instalado por ahí, y volver con la sensación de que la ciudad debería haber terminado mucho antes. Era lejísimos para ir una vez, pero si uno lo hacía todos los días, ida y vuelta, durante años y años, la distancia terminaba disolviéndose en la costumbre y ya no importaba demasiado.

    Mario Dunaievich había entrado a la fábrica en el sesenta y seis, y desde entonces, él y José hacían el viaje juntos. Durante los primeros tiempos se encontraban en Retiro para tomar el 198 verde hasta el Cruce Varela, y en medio de un descampado de catástrofe esperar sin horario el 863 que los dejaba a dos cuadras del portón rojo de la entrada de la fábrica, dos cuadras de tierra o barro, según soplara el viento. Otras veces tomaban el tren en Constitución. Era algo más largo pero tenía sus ventajas: durante las mañanas heladas de invierno no había que esperar el colectivo a la intemperie; además un tren es un tren, tiene algo de promesa de viajes, de largas distancias por recorrer y andenes por venir. Muchas veces, durante los años que siguieron, se les ocurrió que tal vez, si persistían en aquel ir y venir interminable, era solo porque se tenían de mutua compañía en el camino.

    Los dos vivían en la Capital. José era de Caballito, había nacido y crecido en Caballito, había conocido a Marta entre las luces de una noche de Corso en la avenida Rivadavia y sus hijos crecían en la casa que su abuelo había construido medio siglo antes bajo las tipas aún jóvenes de la calle José Bonifacio. Además, era uno de esos tipos que nunca se iría a vivir lejos del barrio donde había ganado su primera novia: Marta de las madrugadas oscuras corriendo a la escuela con el guardapolvo y diez horas seguidas de mástiles con banderas, San Martín y la tabla del seis, panqueques de dulce de leche en la merienda y chicos de panza llena y sonrisa sucia, la tarde con mate y piloto de lluvias fuertes, novia para siempre desde el baile de Carnaval en que se encontraron solos por primera vez más allá del atardecer y se la jugaron frente a frente en una pirueta de milonga, y entre el gentío y la música, bajo una luna grande y calurosa, se juraron la vida juntos sin decir nada. Muchos años de noviazgo oficial y José que estudiaba para ser contador y construía su casa sobre la casa de sus padres, y Marta, llena de ilusión, empezaba a trabajar como maestra de grado y soñaba con los hijos que vendrían. La luna, delicada y finita, volvió a ser testigo de sus promesas en la Rambla de la Costanera Sur frente a un río que ya empezaba a irse hacia atrás: con la casa lista y el título de contador asomando en el bolsillo del saco de José, pusieron en orden sus ilusiones y fecha al casamiento. Y otra noche calurosa, siempre con la vigilante mirada de la luna, esta vez enorme y satisfecha reflejada en los patios y las terrazas del barrio, se casaron bajo las parras llenas de la casa de Caballito.

    Todas las mañanas José tomaba el subte A en la estación Primera Junta y bajaba en Lima para hacer combinación con la línea C hasta Constitución. Duna tomaba el 60 desde Canning y las Heras y llegaba diez o quince minutos más tarde, no me gusta el subte, me da encierro, aclaraba. Se encontraban en un bar dentro del inmenso hall de la estación donde, según José, servían las mejores medialunas saladas del mundo. Desayunaban dos cafés negros con tres medialunas cada uno y a las siete y cuarto en punto pagaban, dejaban diez centavos de propina y se iban al andén vacío a esperar la llegada de las interminables filas de vagones atiborrados de gente que venía a trabajar al centro; ellos viajaban contra la corriente y tenían el tren entero a su disposición: su ida era, en realidad, un regreso a destiempo. De todos modos, por esos arreglos tácitos de la costumbre, se sentaban siempre en el último asiento de la izquierda del último vagón. El viaje era largo y Duna lo aprovechaba para prolongar el sueño interrumpido por el despertador. José era insobornable, jamás se dormía en un tren, micro, auto o cualquier otra cosa que se moviese. La vez que el guarda los encontró roncando a media mañana en la terminal de La Plata fue, según él, la excepción que confirmaba la regla, producto de una mala noche y de un remedio que el médico le había obligado a tomar y que lo tenía a maltraer, ya que él nunca tomaba remedios porque jamás se enfermaba.

    El tiempo pasó y en el Cruce Varela empezaron a construir un enredo de rampas y columnas que crecía en medio del campo como una araña de hormigón gigante. Un distribuidor de rutas, aclaró Ferrari durante un almuerzo sin dejar de masticar, lo dicen los diarios. El Gerente de Producción, como indicaban las tarjetas en relieve que él mismo se hacía imprimir y llevaba prendidas en el bolsillo del guardapolvo azul, tenía siempre información fidedigna y actualizada. Y era verdad, en los diarios se hablaba de la nueva autopista, decían que tendría cuatro carriles por mano y grandes puentes de cemento, que uniría Buenos Aires con La Plata por los Viñedos de la Costa, cerca del río. Menos de una hora del Centro a Berazategui, y el mundo de estaciones de tren abarrotadas, colectivos, barro e inundaciones sería un rumor subterráneo bajo el asfalto brillante. Entonces, un día, durante otro almuerzo, José y Duna sellaron un trato que más que un trato fue un juramento: ahorrarían peso por peso y comprarían entre los dos un auto para poder inaugurar juntos y a toda velocidad aquella autopista del futuro.

    Duna siempre decía que ese había sido el origen de la Hermandad del Acceso Sudeste aunque, en los hechos, todo empezó un viernes helado de julio cuando fue asaltado el 198 en que volvían después de trabajar toda la semana. Les robaron la plata y la ropa, y los dejaron tirados junto al chofer y a otro pasajero en un descampado. Los encontró un patrullero que volvía a las patinadas de una excursión de pesca clandestina cargado de policías borrachos y putas feas de la Isla Maciel. Mientras se descongelaban en la comisaría del Dock Sud, decidieron que ya era tiempo de comprar un auto.

    Unos meses más tarde estrenaban un Fiat 600 blanco modelo sesenta y tres, que se volvió rojo tres cuadras antes de llegar a la fábrica. Nadie faltó para verlos llegar, y si bien la cosa se complicó un poco con el barrial de la última cuadra y la caja de cambios que se retobó en la rampa de entrada, con algo de ayuda de los muchachos y la invencible habilidad del Tano Tacarello para hacer que cualquier cosa hecha para andar anduviera, cruzaron despacito, agrandados y a los bocinazos la línea de llegada del portón rojo. Hasta el Doctor los felicitó cuando estacionaron el Fitito cubierto de polvo frente a la oficina.

    A Duna y José les costaba imaginar un tiempo de la fábrica anterior a ellos, los años se les juntaban en un presente continuo en el que no había antes ni después, como si ellos y la fábrica fueran la misma cosa. Pero ese tiempo anterior había existido. El Doctor compró el primer galpón muchos años antes y construyó pedazo por pedazo la fábrica que ellos conocieron, grande, destartalada y vieja. Los obreros más veteranos contaban que una tarde de frío húmedo llegó caminando por el descampado y se quedó parado cerca del río mientras arrimaba la noche; y contaban los viejos que ese día el Doctor imaginó todo lo que vendría con la precisión de los que miran en una sola dirección, esa mirada fija que te permite llevar adelante lo imposible o perderte para siempre en el intento; decían que vio el larguísimo camino que había por recorrer y también este final que ahora se acercaba inexorable, y no tuvo la menor duda: Volvió por donde había llegado y se puso a trabajar. Así fue siempre el Doctor.

    La fábrica que conoció José ya era grande y caótica; ocupaba toda la manzana con galpones, piletas, reactores, chimeneas, hierros, chapas, cemento, caños, tierra, agua, bolsas, chatarra, plantas, flores y hasta un banano que a veces daba una gran flor magenta que se transformaba en un único y codiciado cacho de bananas dulcísimas. Un laberinto de vapores ácidos en el que circulaba a tientas un centenar de hombres rojos y amarillos para producir, sin parar jamás, y de una manera que siempre había que volver a inventar, un polvo muy fino y muy sucio hecho para cambiar el color de las cosas; un polvo rojo que a través de los años había teñido los pisos y las máquinas, los galpones y las oficinas, los techos de las casas y la ropa colgada en los patios de los vecinos, las calles de los alrededores y los autos que pasaban por la avenida, y también la piel y los sueños de la gente. El ferrite es el pigmento más viejo del mundo, Mario: los frescos romanos, los griegos, los egipcios, hasta los dibujos de las cuevas de Altamira son de ferrite. El color rojizo de la tierra es ferrite, le gustaba decir al Doctor. Todos los matices del rojo estaban presentes entre las paredes rojas de la fábrica y conformaban un mundo completamente rojo, impermeable a cualquier otro color.

    Duna era un ingeniero joven que buscaba trabajo y alquilaba un pequeño departamento en Palermo con la modesta mensualidad que le enviaban con puntualidad sus padres desde Rosario. Un tío suyo había conocido al Doctor cuando ambos eran estudiantes en Santa Fe, y le recomendó que fuera a verlo de su parte y le pidiera trabajo. Duna llegó a la fábrica una tarde ventosa de otoño y, mientras esperaba junto a la puerta de las oficinas para ser atendido, vio el polvo volar y envolver los galpones rojos. El Doctor lo recibió detrás de sus anteojos de carey con una sonrisa amable y una voz profunda. Conversaron largo rato, ambos amaban Santa Fe, Duna recordó su niñez en el río y el Doctor contó viejas historias de pensiones de estudiantes donde había sido joven y feliz; Duna escuchó esa voz grave como si le hablaran desde adentro, como si fuera una de sus propias voces dormidas. Al salir de la entrevista, el polvo rojo se le metió en los ojos y le revolvió el pelo por primera vez, miró el paisaje de chimeneas y galpones con el sol poniéndose entre nubes de vapor espeso y sintió, sin saberlo, que algo suave y firme como un abrazo le envolvía el corazón.

    Duna empezó a trabajar en el desarrollo de un proyecto personal del Doctor, una forma revolucionaria de hacer ferrite: La Nueva Tecnología. Para Duna esto no significaba demasiado todavía, pero el resto del equipo, con mucho más ferrite bajo la piel, alternaba alborozado entre la exaltación y el éxtasis; a medida que el proyecto avanzaba se animaban unos a otros como jugadores de fútbol en la cancha, cada resultado era ocasión para un festejo; en un rincón del laboratorio había un erlenmeyer gigante adornado con cintas de seda de colores al que cada día prendían una vela pidiendo inspiración y buen juicio. Y Duna no sabía muy bien por qué, pero era feliz. Trabajaron frenéticamente durante varios meses, La Nueva Tecnología avanzaba y retrocedía sobre planos y cálculos, inevitables movimientos tácticos, aclaraba el ingeniero Goldstein con una tacita de café olvidada en la mano, mirando por arriba del hombro los papeles apilados y los escritorios repletos de libros y cuadernos. El Doctor, por su parte, aportaba a diario una larga e interesantísima lista de modificaciones al proyecto original que, según él, potenciaban aún más los aspectos revolucionarios de su invento; llegaba a cualquier hora al estudio que le habían montado a Duna en la oficina junto al laboratorio, cargado con una pila de papeles llenos de cálculos e indicaciones, se sentaba al otro lado del escritorio y empezaba a explicar. Esta espiral geométrica de inspiración, ¡genialidad desbocada!, exclamaba arrobado el ingeniero Goldstein, encuadrando con precisión la incontinencia intelectual del Doctor, amenazaba a cada momento con destruir los principios básicos de su propia teoría. Duna, que se había recibido de ingeniero apenas dos años antes, absorbía esa inyección diaria de ideas como la más deliciosa y estimulante de las drogas, y enfrentaba con pasión el desafío de llevar adelante una revolución tecnológica tan importante en una empresa pequeña como aquella. Al fin y al cabo, en su mente joven, cualquier lucha desigual merecía ser peleada. Fue entonces que su universo empezó a virar hacia el rojo. Cuando el proyecto de La Nueva Tecnología se vino abajo y terminó en un cajón sin comentarios ni explicaciones, ya no había retorno para él.

    Para Duna y José lo más difícil siempre fue el viaje. Iban y venían todos los días mientras el mundo a los lados del camino cambiaba sin parar; a través de los años el campo se llenó de casas de lata y cartón, algunas calles de tierra amanecían cada tanto asfaltadas, y el paisaje perdía la serenidad húmeda de los descampados. Mientras tanto, la autopista se demoraba en un eterno no empezar, letargo que no era una espera porque no había nada definido aún para esperar. El proyecto original resucitaba de tanto en tanto en vagos comentarios periodísticos sobre trazados nuevos y actualizaciones presupuestarias, después otra vez silencio. Pero para ellos la autopista era algo muy concreto y específico: el sol brillando rabioso, las ventanillas bajas, los pelos al viento, el Fitito desbocado sobre el asfalto flamante. Buenos Aires-Berazategui en media hora.

    Un día, en la mesa del almuerzo, alguien observó que el primer paso concreto de cualquier obra pública era la publicidad gubernamental, como mínimo un cartel anunciando el inicio de la construcción. Y la verdad era que nadie había visto un cartel que hablara de la autopista, ni siquiera Ferrari. Y si el cartel no existía, pensaron Duna y José, quería decir que el sueño estaba todavía muy lejos, tal vez atrapado para siempre en la misteriosa dimensión del tiempo oficial. Todos quedaron en consultar y averiguar, y unos días después alguien trajo la noticia de que alguien conocía a alguien que decía haber visto una vez, en algún lugar entre Buenos Aires y La Plata, un cartel amarillo que hablaba de una autopista, o algo así. Fue suficiente: José y Duna salieron el domingo decididos a localizar aquel cartel amarillo aunque tuvieran que recorrer cada centímetro de la zona sur. No encontraron nada. La búsqueda continuó durante los siguientes fines de semana explorando más o menos en orden todas las esquinas claves de Avellaneda, Dock Sud, Wilde, Bernal, Quilmes, Berazategui, Hudson, City Bell, Gonnet y La Plata. Salían temprano, Duna con el plano

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