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Asulunala
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Libro electrónico164 páginas2 horas

Asulunala

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Es agosto de 1975 y un grupo de chicos cursa el séptimo grado de la escuela primaria. El último año, la bisagra. Uno de ellos, Alejandro, empieza a entender que lo que se posterga no se hace: hablarle a la chica que le gusta; confesar una verdad inconfesable; desafiar a la autoridad; revolucionar un estado de cosas. En esa escuela están el Chino, Julián, Fuks y Feimann, y también están el Gordo, Angelici, Fatorusso, Chivas y muchos otros. Hay unos pocos maestros admirados, como Quiroga y Ferrando, y hay vigilantes y alcahuetes que trabajan para Adelaida.

En Asulunala, Daniel Escolar describe con admirable destreza los posibles modos en que esas relaciones se tiñen de lo que sucede fuera de esta institución en la que todas las mañanas hay niños que forman fila, intercambian figuritas y le cantan a la bandera del color del cielo, del color del mar.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento17 sept 2021
ISBN9789875995277
Asulunala

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    Asulunala - Daniel Escolar

    Daniel Escolar

    Asulunala

    Diseño y foto de tapa: Juan Pablo Cambariere

    ©Libros del Zorzal, 2017

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Índice

    Agosto de 1975

    Martes

    Uno | 7

    Dos | 13

    Tres | 19

    Cuatro | 24

    Cinco | 28

    Seis | 32

    Siete | 37

    Ocho | 43

    Nueve | 47

    Diez | 52

    Miércoles

    Once | 56

    Doce | 61

    Trece | 65

    Catorce | 70

    Quince | 76

    Dieciséis | 79

    Diecisiete | 82

    Dieciocho | 86

    Diecinueve | 91

    Veinte | 96

    Jueves

    Veintiuno | 100

    Veintidós | 103

    Veintitrés | 108

    Veinticuatro | 111

    Veinticinco | 114

    Veintiséis | 118

    Veintisiete | 121

    Veintiocho | 124

    Veintinueve | 129

    Treinta | 132

    Treinta y uno | 135

    Lunes

    Treinta y dos | 141

    Agosto de 1975

    Martes

    Uno

    –¡Asesinos! ¡Eso es lo que son!

    Adelaida va y viene frente a la fila. Los chicos están contra la pared, tienen los abrigos puestos, las valijas en la mano. Adelaida se para delante de cada uno, los mira de cerca, los estudia, es como si no se decidiera a cuál elegir. Por la puerta de calle entran más chicos a borbotones, una correntada de guardapolvos blancos. Algunos pasan rápido; otros, muy despacio; todos miran la fila, bajan la vista, siguen de largo hacia el patio. Adelaida está ahora parada frente a Alejandro y grita, y al gritar, una lluvia de gotitas de saliva brilla en el contraluz del tubo de neón.

    –¡¿Quién fue el que le tiró al auto?!

    El director está un poco más atrás. Es un perfil opaco contra la pared. El papá de Feimann dice que es un facho, que la tiene a Adelaida para que haga el trabajo sucio por él, dice que es mucho más jodido que ella. A Alejandro no le parece tan malo, siempre les habla bien, no los reta, casi no se lo ve.

    De Luca aparece en la puerta con la campera de flecos y la valija de cuero grande y vieja. Mira la fila, la mira a Adelaida, no entra. Adelaida parece olfatearlo, se da vuelta, da unos pasos rápidos hasta la puerta, lo agarra del guardapolvo, le da un sopapo. De Luca trata de taparse la cara; Adelaida le saca la mano, lo golpea otra vez.

    –¡Van a ver lo que les va a pasar cuando llegue la policía! –Adelaida mira la fila sin soltarlo–. ¡Se los van a llevar presos! ¡Van a venir con un camión y se los van a llevar a todos presos! ¡Andá para allá! –le dice, y lo tira contra la pared.

    De Luca saca un pañuelo arrugado del bolsillo de la campera, se suena los mocos, lo vuelve a guardar, se seca las lágrimas con la manga. Es un chico muy flaco, tiene el pelo negro y lacio con flequillo, siempre llora mucho.

    Alejandro no sabe de qué auto habla Adelaida. Dice Feimann que era un Buggy, que el que manejaba era el hijo de Rucci. Lo dice por lo bajo. Se lo escuchó decir a alguien.

    Mezclados con otros chicos, entran Lalo y Fuks; Adelaida los separa, los empuja hacia la fila.

    –¿Saben a quién le pegaron? –Adelaida mira al director, a los chicos en la fila–. ¡¿Saben quién es el que está en el hospital peleando por salvar su ojo?!

    Los chicos levantan la vista. Adelaida se queda unos segundos mirándolos. De pronto se da vuelta otra vez como si hubiera olido algo. El Gordo Ramírez está parado en la puerta contando figuritas. Adelaida da dos pasos que son como saltos.

    –¡Degenerado! ¡Vos tenés que haber sido! –grita–. ¡Deberías estar en un reformatorio!

    El Gordo es grande, mucho más grande que los demás. Tiene marcas de viruela en la cara, el pelo revuelto. Lleva el guardapolvo sucio y desabrochado. Entra despacio, pasa junto a Adelaida sin mirarla, se para en la punta de la fila con el mazo de figuritas en la mano.

    Adelaida les pega siempre a los mismos, a algunos más que a otros. A Alejandro y a sus amigos no les pega nunca, ni siquiera a Julián, y a Julián sí que lo odia, es al que más odia de todos. Al Gordo Ramírez siempre le dice que le va a pegar, pero tampoco le pega. ¿Cuándo va a llegar Ferrando? Siempre llega tarde. De todos modos, Adelaida no le tiene miedo. Ni siquiera le habla. A Quiroga sí le tenía miedo. Si Quiroga estuviera en la escuela, Adelaida no se animaría a pegarle a nadie. Era al único maestro al que Adelaida le tenía miedo. Ojalá que Ferrando llegue pronto y se los lleve al aula.

    –¡Otro que tendría que estar en un reformatorio! –dice Adelaida, y va otra vez hacia la puerta.

    Afuera, justo en medio del marco de la puerta, está el Chino. Tiene el pelo largo muy negro, no usa abrigo, su guardapolvo parece más blanco que los de los demás. La maestra de segundo grado, que está parada en medio del pasillo, lo mira, la mira a Adelaida y hace que sí con la cabeza. Adelaida sale a la vereda, agarra al Chino de la solapa del guardapolvo y lo mete a los empujones. Ni bien cruzan la puerta, se da vuelta y le da dos cachetadas. El Chino no pone las manos, no trata de evitar los golpes. Tampoco llora.

    –¡Entrá, porquería! –lo empuja hacia adelante.

    El Chino entra despacio, sin mirar a nadie, y se pone en la fila. La maestra de segundo deja de decir que sí con la cabeza, suspira largo y profundo y sale al patio.

    –¡Todavía hay que averiguar con qué le tiraron! –dice Adelaida–. ¡Tiene que haber sido una piedra, o algo peor! ¡Esta escuela está llena de delincuentes! –se da vuelta, mira al director–. Pero usted no se preocupe: ¡yo los voy a agarrar!

    –Yo no vi ningún Buggy ni a ningún hijo de Rucci –dice Fuks por lo bajo.

    Alejandro está harto de las gomitas. Ya dijo que él no juega más. Es siempre lo mismo: uno empieza y los otros se prenden, y si se prende el Gordo, él ya no puede hacer nada. Eso fue lo que pasó: salieron de la escuela y antes de llegar a la esquina era una batalla campal. Le tiraban a todo lo que se movía, especialmente a los autos. Él y Feimann se fueron enseguida. Fuks y Lalo se quedaron. A Alejandro no le gusta cuando sus amigos no le hacen caso. Son unos pendejos. Feimann está de acuerdo.

    Suena el timbre de la formación. Se apagan las voces del patio. La portera intenta cerrar la puerta de entrada, tira de la manija pero algo se interpone: es Julián, siempre llega tarde. Julián entra como un ratón por un agujero. No se apura, no mira a nadie, va arreglándose la mochila enorme que usa desde que se fue el papá, una mochila verde de campamento medio rota.

    –¡Pero miren quién llegó! –dice Adelaida cuando lo ve–. ¡Por fin! –abre los brazos como si hubiera estado esperándolo toda la mañana, como si le causara una gran alegría verlo.

    Julián la mira desde abajo, no parece sorprendido ni asustado. Adelaida lo agarra de la mochila, lo levanta en el aire y lo tira lejos de los demás. Después da dos pasos para atrás y lo mira triunfal. Julián se estira el guardapolvo, apoya un pie contra la pared y empieza a acomodarse otra vez la mochila. Adelaida sale disparada hacia adelante como si hubiera recibido una descarga eléctrica:

    –¡Dejá de hacer eso, mocoso insolente! –Adelaida tiene la mano levantada, los ojos brillantes, los pelos parados.

    Julián tiene un brazo libre; el otro todavía está enganchado en uno de los pasadores.

    –No puedo –dice–, se me cae.

    –¿No puedo? ¡¿No puedo?! ¡Yo te voy a enseñar a poder, malcriado de porquería!

    El sopapo suena seco y limpio. Es como si todos los sonidos de la escuela se apagaran de golpe para dejarlo sonar. El eco se aleja por los pasillos, los patios, las aulas. Es la primera vez que Adelaida le pega a Julián. Es la primera vez que Adelaida le pega a cualquiera de los amigos de Alejandro. Adelaida da unos pasos para atrás. Parece más sorprendida que nadie de lo que acaba de ocurrir. Da la impresión de que no supiera qué hacer. El director carraspea; el Gordo Ramírez levanta la vista de las figuritas; Julián vuelve a arreglarse la mochila.

    –Si dicen quién fue –dice Adelaida en voz mucho más baja, como si de pronto le quedara poco aire para hablar–, si dejan de mentir y dicen la verdad, a lo mejor se salvan –se seca la transpiración con la manga del guardapolvo–. Mientras tanto, van a quedarse acá parados. No se van a mover hasta que alguno hable –los mira un instante más con los ojos vidriosos, se da vuelta y se va hacia las sombras donde está el director.

    Una fanfarria finita y llena de fritura llega desde el patio: Tan, tararán. Tan, tararán. Todos cantan bajito, como para adentro: Altá en el cieeelo, un águila guerreeera, audaz se eleeeva, en vueelo triunfal. La puerta de entrada se abre apenas y entra Ferrando. Adelaida está de espaldas hablando en voz baja con el director. Ferrando mira a los chicos, hace un gesto de pregunta; Alejandro señala a Adelaida con la cabeza, pone las manos como si tirara con una gomita. Ferrando levanta los ojos, mira el techo. Asulunáala, del color del cieeelo, asulunáala, del color del maaaar. Alejandro mira a Adelaida: a ver si ahora se anima a gritarles o a pegarles. Adelaida sigue mirando para otro lado. Todos cantan un poco más fuerte: ¡Es la baaandeeera, de la patria mííía, del sol naciiida, que me ha dado diooos! El tocadiscos se apaga antes de que la música llegue al final. Suena la campana. Estallan voces, pasos. Ya no entra más nadie. Ferrando mueve los labios: Los veo en el aula, dice, y se va con las manos metidas en los bolsillos del guardapolvo.

    Durante un rato se escuchan las voces de los chicos en el patio, las órdenes de los maestros. Ya entraron los que izaron la bandera de afuera. El director y Adelaida se metieron en la dirección. La portera cierra del todo la puerta, pone llave. La fila se desordena, los chicos hablan entre ellos en voz baja.

    –Les dije que son unos boludos.

    –¿Quién le tiró al auto?

    Nadie vio el Buggy ni al hijo de Rucci.

    –¿Quién es Rucci?

    El Gordo Ramírez y sus amigos cambian figuritas. El Gordo dice algo de un tío policía, lo dice apenas más fuerte. Todos escuchan. Una puerta se cierra a lo lejos. El silencio avanza como una niebla. De pronto suena fuerte y metálico el timbre de la puerta de entrada: no parece un sonido de la escuela. La portera aparece con pasos cortos y rápidos, gira la llave y abre apenas una rendija, como si la puerta fuera pesadísima. La maestra de cuarto entra de costado, la saluda con un beso de mejilla y pasa junto a ellos sin mirarlos. La portera vuelve a cerrar la puerta con un ruido pesado, pone la llave y se va. La escuela queda en silencio. Sólo se escucha el golpeteo de una máquina de escribir.

    A Alejandro le gusta el silencio de los pasillos de la escuela durante las horas de clase, esos espacios grandes y vacíos, el ruido encerrado detrás de las puertas de las aulas. Pasan los minutos; en la fila todos hablan bajo, se mueven. El Gordo sigue cambiando figuritas. A Alejandro le duelen los pies. Tiene pie plano. Otra vez se olvidó de ponerse las plantillas.

    De pronto se abre la puerta de la dirección y sale el director seguido por Adelaida. La fila se ordena rápido. Nadie habla, nadie se mueve.

    –No sé si son conscientes de la gravedad de lo que ha ocurrido –dice el director con voz baja, pausada–. Las malas conductas dentro de la escuela se solucionan en la escuela. Pero afuera es distinto. Hay una denuncia por lesiones contra ustedes y puede haber una investigación policial. Por suerte el chico que manejaba el auto no perdió el ojo. ¿Se imaginan ustedes lo que pasaría si lo hubiera

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