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La sed de la mariposa
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Libro electrónico226 páginas5 horas

La sed de la mariposa

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Información de este libro electrónico

Al llegar a la casa del maestro Merick, Orlando encuentra un bulto oscuro entre el cerezo y las madreselvas. Se ha cometido un asesinato y el móvil no parece ser el robo. Los conocimientos y la fascinación del profesor por los seres oscuros, así como el intento por ayudar a la policía a esclarecer el crimen harán que Orlando, Damiana y Emanita vivan una historia permeada por el amor, el desencuentro, la rivalidad, la venganza y la muerte.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento18 nov 2014
ISBN9786071623348
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    La sed de la mariposa - Agustín Cadena Rubio

    Fotografía: © Viktória Kóczián

    Agustín Cadena nació en Ixmiquilpan, Hidalgo, en 1963. Estudió la licenciatura en letras y la maestría en literatura comparada en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Además de novelista, cuentista, ensayista, poeta y traductor, ha sido profesor de la FFyL de la UNAM, de la Universidad Iberomericana, del Austin College de Texas y de la Universidad de Debrecen, en Hungría. Ha escrito más de veinte obras que han merecido diferentes premios, como el Nacional Universidad Veracruzana 1992, el Nacional de Cuento Infantil Juan de la Cabada 1998, el Nacional de Cuento San Luis Potosí 2004 y el de Poesía Efrén Rebolledo 2011. Algunas de sus publicaciones son Tan oscura (Joaquín Mortiz, 1998), Los pobres de espíritu (Patria/Nueva Imagen, 2005), Alas de gigante (Ediciones B, 2011) y Operación Snake (Ediciones B, 2013).

    AGUSTÍN CADENA

    Primera edición, 2014

    Primera edición electrónica, 2014

    Colección dirigida por Socorro Venegas

    Edición: Marisol Ruiz Monter

    Diseño del forro: León Muñoz Santini

    Diseño de interiores: Miguel Venegas Geffroy

    © 2014, Agustín Cadena

    D. R. © 2014, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 México, D. F.

    Empresa certificada ISO 9001:2008

    Comentarios:

    editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel.: (55)5449-1871

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc. son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicana e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-2334-8 (ePub)

    Hecho en México - Made in Mexico

    Índice

    Primera parte

    Segunda parte

    A Viktória

    PRIMERA PARTE

    Mi carro es el carro de la muerte,

    mis alas son las alas del miedo, mi aliento

    es el aliento del norte, mi presa

    es lo frío y lo muerto.

    H. P. LOVECRAFT

    1

    Orlando fue el primero que se enteró. Como a las nueve de la mañana fue a buscar al maestro Merick a su casa, para devolverle un libro y pedirle otro prestado. Abrió con su propia llave. Los muchachos tenían llave de esa casa porque el maestro decía que eran su familia y podían entrar y salir cuando quisieran, además de que no tenía sirvientes ni portero electrónico y no le gustaba interrumpir su trabajo para ir a abrir.

    Así que el jovencito, enclenque como era, empujó la pesada puerta y entró al patio. De por sí el día estaba nublado y la humedad envolvía todo en una luz algodonosa, pero especialmente, ahí, él sintió de inmediato como si las plantas lo recibieran con un aliento helado. Las plantas y las figuras de monstruos y demonios que decoraban la casa de ese excéntrico hombre: tres arpías de fibra de vidrio, de tamaño natural, que se descolgaban por los muros; una lamia que se erguía orgullosa de su belleza entre los árboles; una gárgola de piedra que vigilaba al pie de la escalera…

    Orlando iba a pasar directamente al estudio, donde esperaba encontrar al maestro, pero entonces vio un bulto oscuro entre el cerezo y las madreselvas. Le pareció raro porque ahí nunca había cosas mal puestas así que se acercó. Resultó que ese bulto era Merick. Con todo y su terror se acercó al cuerpo y lo palpó, fue entonces cuando sospechó que estaba muerto. Eran las nueve y quince de la mañana. Lo recordaba porque a esa hora sacó el celular y le marcó a su mejor amiga:

    —¡Damiana! —por cómo le temblaba la voz, ella se dio cuenta de que algo malo había pasado.

    —Ven, por favor —continuó Orlando—. Creo que el maestro Merick está muerto.

    —¿Dónde estás?

    —En su casa. ¡Ven rápido! No sé qué hacer y estoy muy asustado.

    —Cálmate —ella intentó tranquilizarlo.

    —Sí, sí me voy a calmar, pero ven ya. Supongo que hay que llamar a la policía o a la ambulancia… no sé… yo no puedo solo…

    —¿Le avisaste a la señorita Raquel?

    —¡No! ¿Qué le voy a decir? ¿Que encontré a su padre muerto en el jardín? ¿Y si no está muerto?

    —¿No respira?

    —No sé, no sé. Me parece que no, pero no estoy seguro de nada.

    —Llama a la ambulancia.

    —Pero, ¿vas a venir o no? ¡Por favor, Damiana!

    —Voy.

    —¿Qué hago yo mientras llegas? —preguntó con la voz de llanto.

    —Llama a la ambulancia. Y no toques nada ni muevas nada —y colgó.

    Sabía lo mal que él podía ponerse con algo así, pero todavía se vistió despacio. Tomó dos plátanos, que era lo único que había en la cocina, y se sentó a comerlos; se hizo un café, le dio croquetas a la gata, todo con calma. Finalmente se puso la chamarra y los zapatos y salió sin prisa. A veces era una bendición eso de no sentir nada.

    Cuando llegó, la puerta se hallaba abierta de par en par. Orlando ya estaba tranquilo, aunque se veía triste, lloroso. Sus ojos reflejaban más intensamente que de costumbre el rojo de su suéter de cuello alto. Emanita lo acompañaba, vestida de negro, sombría como siempre. La ambulancia se había llevado a Merick y la policía había acordonado con cinta amarilla la mayor parte del patio, desde el cerezo hasta la escalera que llevaba a las habitaciones del maestro. Había varios agentes, unos vestidos de civil, otros con uniforme; uno tomaba medidas; otro, fotografías; otro más hacía dibujos; una mujer de bata embarraba algo en un portaobjetos de laboratorio. Otra le hacía preguntas a Orlando: que a qué hora exactamente descubrió el cadáver, que si no lo había movido ni tocado para nada, que si no notó nada raro al llegar a la casa. El chico estaba muy nervioso y los policías lo trataban con consideración, cosa rara en esa gente, pensó Damiana.

    —Son preguntas de rigor —le explicó la tipa policía—. No estamos investigando ningún crimen.

    —¿No mataron al maestro? —él miró hacia una lejanía inexistente para no soltarse a llorar.

    —No. El señor murió de un ataque al corazón.

    —¿En el patio?

    —Al parecer salió en la madrugada por algún motivo, tal vez ya se sentía mal y quiso buscar ayuda.

    —Entonces no lo mataron —repitió el chico, con cierto alivio.

    —No. Pero tal vez alguien haya entrado a la casa. Un ladrón, alguien a quien él no conocía. Dices que no notaste nada raro, ¿verdad?

    —No, señorita.

    —¿El zaguán estaba bien cerrado?

    —Sí. Como siempre.

    —Ese vidrio —señaló la mujer hacia una ventana alta—, ¿ya estaba roto?

    Orlando puso cara de sorpresa.

    —¡No lo había visto! ¿Se robaron algo?

    La mujer negó con la cabeza.

    A Emanita y a Damiana también las interrogaron, por separado. A Damiana le preguntaron cuándo fue la última vez que vio al maestro, por qué Orlando tenía llave de la casa (no sabían que las chicas también), quiénes más lo visitaban… cosas como ésas.

    A ella le divirtió todo ese circo. Además la tipa era simpática. No era que a Damiana le diera ni frío ni calor la simpatía de las personas, pero a veces trataba de ver lo que le ocurría como si ella no fuera ella, como si fuera otra persona. Por eso no puso mucha atención a lo que decía la policía: estaba mirando su ropa, pensando que tenía un busto demasiado grande y esa chamarra como de hombre parecía obedecer al propósito de disimularlo un poco. La mujer debió de pensar que su distracción era prueba de su inocencia porque casi luego, luego la dejó en paz. Aunque antes se le quedó mirando a las cicatrices que tenía en los antebrazos.

    —A ver eso —le ordenó.

    Damiana le enseñó las marcas.

    —Tú te lo hiciste, ¿verdad?

    —Sí. Yo sola.

    Mirada dura, incriminatoria, casi de asco. Y luego el sermón, como siempre.

    —Alguien que se hace daño a sí mismo no tiene problemas en hacer daño a los demás.

    Respuesta: una mirada inexpresiva.

    —¿Y ese tatuaje? —Damiana tenía una mariposa tatuada como una pulsera en la muñeca derecha.

    Otra vez la mirada inexpresiva, el silencio retador.

    —Está bien. Vete ya.

    Pero Damiana no se fue. Se quedó ahí parada. La que se alejó fue la mujer porque la llamó un tipo de bigotes de morsa:

    —¡Reina! —le gritó—. Venga, por favor.

    Casi terminaba todo eso cuando llegó Raquel. Era ejecutiva o algo así en un canal de televisión: la joven y brillante señorita Merick. Venía con un traje sastre gris debajo de un abrigo negro y se veía que había llorado, pero estaba tranquila. Preguntó quién era el jefe.

    —El comandante Alemán —le dijo un policía de uniforme, señalando al bigotón.

    Raquel ni siquiera dio las gracias. Fue directo a hablar con el tipo ese. A los muchachos no los saludó ni siquiera los miró. No estaba de buen humor. A sus ojos, esos chicos eran unos parásitos que se habían aprovechado de las excentricidades de su padre para sacarle dinero. Damiana le caía especialmente mal, como todos los vagos, y no le gustaba que Orlando se juntara con ella; parecía un buen muchachito y sólo se echaría a perder. A Emanita como que le tenía lástima, por su condición. La muchacha padecía de un problema en la espalda: era jorobada. No se le notaba mucho si estaba quieta, si se quedaba parada o sentada; pero, una vez poniéndose en movimiento, se desplazaba de lado, trabajosamente, como una araña lastimada, sufriendo. Con sus faldas largas, negras, y su bastón de anciana siendo una adolescente.

    A Raquel también le hicieron preguntas, aunque menos y con una actitud más respetuosa. Claro —pensó Damiana—, como es una persona importante…

    Los policías empezaron a irse; al final sólo quedaron el comandante y la tetona que hacía las preguntas. Se pusieron a discutir algo en un rincón.

    Mientras tanto, Damiana se dio cuenta de que Raquel sacaba su celular y llamaba a alguien, y se acercó lo más que pudo para ver qué oía.

    —Fue un ataque al corazón —dijo Raquel con una voz neutral, fría, como si el muerto no hubiera sido su padre—. Sí, ya lo confirmaron allá… Bueno, no creen que sea necesario hacer ningún examen. No había huellas de violencia… No, lo que pasa es que al parecer alguien entró a la casa… Pues sí, eso pudo haber sido: por eso salió en la madrugada… Ya te lo expliqué: algo vio o escuchó que le causó una impresión muy fuerte… Yo no sé, ¿por qué no les preguntas tú? Aquí están todavía… Yo también tengo trabajo, por si no lo sabes… Ya sé que no hay vuelos directos… Bueno, ¿entonces no vas a venir?… Pues no sé ni me importa. Eso es tu asunto… Está bien. Sí. Luego hablamos… Luego hablamos —repitió, torciendo la boca con un gesto de contrariedad, y colgó porque se dio cuenta de que los agentes la estaban esperando para preguntarle algo más o despedirse.

    En cuanto se marcharon, se dirigió adonde estaban los tres chicos. Se les quedó viendo a Damiana y a Emanita con una mirada de repugnancia, como si apestaran. Y luego se dirigió a Orlando:

    —Mi papá te tenía aprecio. No te eches a perder con malas amistades: no vale la pena.

    Enseguida les pidió que le devolvieran las llaves.

    —No tengo tiempo para ver hoy al cerrajero —dijo—, pero mañana mismo cambio todas las cerraduras. Ya no tienen nada a qué venir.

    —Yo no tengo llave —mintió Damiana.

    Raquel se conformó con las de Orlando y Emanita, quienes no se atrevieron a mentir. Al devolverla, el chico pareció acordarse de algo:

    —Oiga.

    —¿Qué pasa?

    —Es que… yo todavía tengo unos libros del maestro. ¿Cómo le hago para dárselos?

    Raquel dejó escapar un suspiro hondo, angustiado, como si ya estuviera cansada de estar entre extraños, tratando de ocultar el dolor que sentía por su padre.

    —No puedo pensar ahora en esas cosas —sacó de su bolso una tarjeta y se la dio a Orly—. Llámame en unos días.

    Todavía no terminaba él de leerla cuando ella añadió:

    —Ahora retírense, por favor. Necesito estar sola.

    La calle —una calle angosta y corta, poco transitada— estaba más solitaria que de costumbre. A ambos lados, los edificios grises, ruinosos, dejaban ver sólo una tira mordisqueada de cielo lechoso. Caía una llovizna suave, fría.

    Damiana miró hacia todos lados como si sospechara que alguien pudiera seguirlos. Como si temiera que alguien los observara desde esas paredes de canteras mugrosas, desde los vidrios grasientos de las ventanas siempre cerradas, desde los barrotes negros de los balcones y las macetas llenas de varas muertas.

    —Esperen —les dijo Emanita, deteniéndose antes de llegar a la esquina—. ¿Traes tu llave, Damy?

    —Sí. ¿Para qué la quieres?

    —Ahorita te digo. Vamos a esperar a que salga Raquel.

    Se escondieron en el vano de un zaguán. Y mientras esperaban, Orlando, finalmente, no se contuvo más:

    —Se murió, Dam —dijo, con un nudo en la garganta—. Se murió mi maestro —y se abrazó a su amiga. Se habría soltado a llorar, pero le dio vergüenza que Emanita estuviera ahí.

    Damiana le dio unas palmadas en la espalda y enseguida lo hizo a un lado, con suavidad pero con firmeza. No le gustaba esa efusividad: la incomodaba, le daba comezón en los brazos.

    Raquel no tardó en salir, de seguro debía volver al trabajo. En cuanto vieron su coche dar vuelta en la esquina, a través del aire borroso por la llovizna, regresaron a la casa.

    Adentro todo estaba igual: las plantas dando su sombra helada, la cinta amarilla de la policía…

    —Miren —Emanita se dirigió al fondo del jardín—, creo que esto es lo que están investigando.

    Entre la madreselva, impresas en la tierra húmeda, había huellas, dos tipos distintos de huellas: unas eran como de un perro muy grande y las otras como de cabra. Asustada por esa invasión de su territorio, una araña salió de entre los arbustos, se detuvo un momento a mirar a los extraños y luego echó a correr.

    —¿Creen lo mismo que yo?

    Con la mirada, Damiana contestó que sí. Pero Orlando quiso insistir en otra explicación:

    —La policía dijo que alguien había entrado a robar. Sospechan de humanos, no de…

    —Cómo se ve que nunca has tratado con policías —le reprochó Damiana—. No te dicen lo que piensan; te dicen otras cosas para ver qué te sacan.

    —¿Crees que vieron estas huellas?

    —¡Ni modo que no! Hasta les tomaron fotos. Yo los vi haciéndolo antes de que llegara Raquel.

    —Yo también —reconoció él.

    —Vamos a ver si encontramos más pistas —sugirió Emanita. Por un momento asomó a sus ojos negros un brillo que no era de tristeza.

    —¿Y si nos sale… algo?

    —¿Algo como qué, Orly?

    —Oye, no me digas Orly —protestó el chico. Eso se lo permitía sólo a Damiana y a su mamá—. Me llamo Orlando.

    —Está bien. Perdóname. No vuelvo a hacerlo.

    Estuvieron buscando un buen rato, pero no encontraron más que arañas asustadas.

    2

    En cuanto volvieron a la calle, Emanita se despidió:

    —Me

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