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Mirar de lejos
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Mirar de lejos
Libro electrónico332 páginas5 horas

Mirar de lejos

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Las ruinas, los sobrevivientes, los muertos. El polvo apretado entre los cerros, las cumbres del Tontal, los días, las noches, el aroma a menta, a tomillo, a tierra reseca, las piedras calientes, el sol. La puerta rota que brilla al fondo del palier, la noche en el mejor restaurante kosher de Praga, la casa del médano detrás de la obra abandonada, el transatlántico de Amarcord navegando sobre la arena, las luces de neón del telo de Parque Patricios, las luces de neón de todos y cada uno de los telos de la ciudad. Y la novela, la otra, la que estaba guardada en un cajón del escritorio y no tenía final.
De manera deslumbrante, Mirar de lejos recrea los lugares, los momentos y las voces que rodean una historia personal llena de interrogantes: una novela inconclusa, existencias incompletas, memorias fragmentarias. Aquí se expresan, con gran inteligencia, las respuestas que surgen a lo largo de la intensa búsqueda de su protagonista, cuando las palabras que se han perdido resuenan y la propia vida cobra un sentido que estaba oculto u olvidado.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento7 jul 2021
ISBN9789875994805
Mirar de lejos

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    Mirar de lejos - Daniel Escolar

    Daniel Escolar

    Mirar de lejos

    Diseño de tapa: Rodrigo Broner

    ©Libros del Zorzal, 2016

    Buenos Aires, Argentina

    Printed in Argentina

    Hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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    Índice

    1. Madrugada | 8

    2. Desayuno | 12

    3. Ezequiel | 19

    4. Papá presentía terremotos lejanos | 34

    5. Laura | 39

    6. Tontal | 45

    7. Leo | 65

    8. Gesell | 69

    9. Leo | 81

    10. Laura | 86

    11. Ezequiel | 93

    12. Marcelo | 108

    13. Leo | 118

    14. Vos | 131

    15. Leo | 136

    16. David | 138

    17. Gesell | 141

    18. Martín | 150

    19. Laura | 159

    20. Vos | 161

    21. Sonia | 167

    22. Santa Fe | 170

    23. Laura | 180

    24. Tontal | 182

    25. Gesell | 191

    26. Ezequiel | 200

    27. Marcelo | 209

    28. Vos | 221

    29. Sebas | 225

    30. Gesell | 235

    31. Laura | 248

    32. Sonia | 251

    33. Claudia | 255

    34. Gesell | 261

    35. Terremoto 77 | 265

    36. Laura | 275

    37. Vos | 282

    38. Tontal | 283

    39. La puerta rota | 288

    40. Leo | 292

    41. Ezequiel | 302

    42. Sonia | 306

    43. Claudia | 312

    44. Gesell | 316

    45. Vos | 320

    46. Adolfo | 325

    47. Laura | 334

    48. Marina | 336

    49. Gesell | 345

    50. Martín | 347

    51. Martín | 351

    A Lucho y Martha

    Son largos los días acá arriba, interminables días de sol revientapiedras. Sol en el polvo del horizonte que desdibuja los contornos de los cerros, y el cielo y la tierra que nunca se tocan. Luz, porque primero es luz entre las brumas de polvo y luego tibieza y luego calor y enseguida calor brillante, sol revientapiedras, sol amarillo y blanco que no deja avanzar el día, y horas que son años de calor brillante, de sol por sobre todas las cosas. Porque el día es luz y piedras reventadas; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora blanca en que el polvo convive con el sol y no hay nada ni nadie sobre estas piedras resecas.

    La noche es larga como las estrellas que avanzan sin moverse por el cielo. Pasan quietas de este a oeste, se prenden de a poco en el horizonte y titilan apenas, como boyas en el mar, y los ojos ciegos siguen las horas en un millón de luces inmóviles, minutos quietos de la noche; acá arriba, donde no hay gente, ni animales, ni plantas, en esa hora negra en que el polvo descansa de la luz y no hay nadie ni nada sobre estas piedras quietas.

    Y entonces amanece y atardece: horas vertiginosas en las que la luz se vuelve de colores y el tiempo se mueve sobre los cerros como nubes que pasan; se encienden y se apagan los fuegos de la montaña y algo en la belleza gigante de ese minuto se parece a la vida, aunque no sea; en esa hora fugaz en que el polvo refleja el color de lo que se fue y de lo que vendrá, y para verlo no haya nada ni nadie sobre estas piedras muertas.

    1. Madrugada

    La almohada se hace más espumosa; el colchón, más blando; la cama se ensancha. Laura está bien lejos, tiene la cabeza en su propia almohada, mira la pared. Martín está a punto de dejarse ir, de abandonarse. Ella ya respira sin saber, él todavía no: un rayo de luz en los ojos cerrados, un resto del día que se resiste, un último segundo. Un chistido. Alguien hace señas desde la oscuridad.

    Martín se despierta completamente, se pone algo encima del piyama y sale de la habitación. No hay nadie. El pasillo está oscuro. Pasa por la cocina, abre la puerta del patio y sale. La noche está helada, hay un millón de estrellas. Prende la luz del estudio y la estufa, sube la escalera. Hay papeles por todas partes, pero él no busca. Saca dos carpetas de un cajón del escritorio. Una es negra; la otra, azul. Las dos tienen ganchos. Se sienta en el piso, abre la carpeta negra, empieza a leer.

    Presagios sí los hubo. No germinó el sol de madrugada tras las serranías de Pie de Palo. Nubes plomizas acortinaron la bóveda del valle con colgantes luctuosos. Al calor estival sumaron la opresión de los recintos cerrados. Las aguas no emitieron reflejos, acecharon grises las sierras, las viñas lucieron mate bajo la luz avarienta que escamoteó los colores.

    Y el silencio. Esponjoso, acolchado, el cielo absorbía los sonidos, acallaba las estridencias mientras la tierra preparaba la formidable batería de sus remesones. Por las compuertas, quedito, se escurría el agua.

    Y el aire. Inmóviles las ramas, miembros muertos eran las hojas. Ninguna brisa removía la atmósfera espesa. No ascendía deformando el paisaje el aire alivianado en la tierra abrasada. Junto a los caminos, como el sudor de la muerte, el aliento húmedo de las acequias.

    Relampagueaban espasmos en la piel de los percherones, en silencio inquietaban el guano de los corrales con sus cascos. Apeñuscados en los rincones azotaban con las colas. Subrepticios perros husmeaban el polvo.

    Desde muy temprano en sauces y álamos, casuarinas y algarrobos, habían hecho nido gorriones, palomas y tijeretas. Las cabezas hundidas, plumosos montones de carne blanqueaban los palos de los gallineros.

    Los gatos habían desaparecido.

    Cientos o miles de metros bajo el valle, donde anclan sus raíces las montañas, masas de rocas prontas a quebrar su equilibrio rememoraban cataclismos geológicos. Fisuras tremendas corriendo hacia cavidades abismadas en negro, bóvedas expandiéndose y dudando de sus apoyos prontas a desplomarse.

    Se fue apagando la luz que apenumbraba el valle desde temprano ese 15 de enero de 1944. No había terminado aún de filtrarse hacia otros valles del Oeste cuando llegó el primer temblor: un espasmo en la piel de la tierra. Eran las nueve menos cuarto de la noche.

    2. Desayuno

    Sobre la mesa hay cuatro tazas grandes, platos, cubiertos, una panera vacía, leche descremada, manteca, frascos de dulce. Por la ventana entra el sol blanco de la mañana. La cocina es amplia y cuadrada, la mesa está en el centro, la ventana da a un patio lleno de plantas. Laura está parada frente a las hornallas. Tiene una cafetera en la mano, parece buscar algo. Se escucha el ruido de una puerta que se cierra, pasos. Laura deja la cafetera y apaga la hornalla en la que hay una tostadora con cuatro tostadas. De las tostadas sale un poco de humo. Las levanta con cuidado. Están negras. Las deja como están, con lo quemado para abajo. Agarra otra vez la cafetera y va hacia la mesa. Martín entra en la cocina, le da un beso en el pelo y se sienta en una de las sillas, la que está más lejos de las hornallas. Tiene puesto el piyama con un buzo encima, el pelo revuelto.

    —No hay leche entera —Laura apoya la cafetera sobre la mesa, va hasta la heladera, se agacha, saca un pote, lo abre, lo cierra, lo tira al tacho de basura—. Además se acabó mi queso. Estoy re podrida de pedirle a Eli que no se lo coma. Lo hace a propósito.

    —Huele a quemado —dice Martín.

    Laura cierra la heladera y vuelve a las hornallas. Al pasar junto a la mesa agarra la panera.

    —¿Sabés qué es lo que más me molesta? Que ella sabe que es lo único que como, y no le importa —Laura elige una de las tostadas y con un cuchillo empieza a rasparla sobre la pileta; un polvo negro cae sobre una olla llena de agua—. No le importa nada.

    —Estuve toda la noche en el estudio —dice Martín. Se sirve café.

    —Sí, vi que te habías levantado. Fui al baño y no estabas —Laura pone la tostada raspada en la panera y agarra otra—. Debo tener algún problema urinario, no puedo aguantar el pis. Me levanto veinte veces por noche.

    Martín toma el café con la taza entre las dos manos, como si tratara de retener el calor. Laura deja la panera sobre la mesa. Martín mira las tostadas raspadas, los bordes de la panera con restos de carbón.

    Laura está otra vez revisando la heladera:

    —¡No puedo creer que se lo haya comido todo! —Cierra la puerta y sale de la cocina por la misma puerta que entró Martín. Se la escucha llamar varias veces. Alguien contesta. Parece la voz de un chico. Hablan. La voz de ella suena más fuerte. Vuelve a entrar en la cocina.

    —Sebas va a ir al súper a comprar mi queso. Y leche entera para vos. ¿Necesitás algo más? —Martín está untando una tostada. El cuchillo se ensucia cuando unta la manteca sobre el pan quemado—. Si querés te hago otras, no me di cuenta, estaba preparando el desayuno y me puse a guardar los platos de anoche.

    Martín muerde la tostada, pasa un dedo por el borde donde hay un resto de carbón.

    —Te decía que me pasé la noche en el estudio.

    —Sí. Te escuché —Laura va hasta la pared junto a la pileta, saca unas servilletas de papel de un servilletero, queda de espaldas a Martín.

    —Estuve leyendo la novela de mi viejo —dice él después de un momento.

    —¿Cuál novela?

    —La única que escribió. La del terremoto.

    Se escuchan pasos rápidos, entra un chico con una gorra de béisbol puesta al revés:

    —¡Papi, voy solo al súper! —Se cuelga del cuello de Martín—. ¿Me prestás una para el viaje? —Agarra una tostada.

    —Ponete un buzo —dice Laura—, vení que te abro.

    Durante el rato que Laura tarda en volver, Martín no se mueve. El sol entra oblicuo por la ventana, hace brillar las canas sobre el pelo negro, pareciera que la luz de toda la cocina se concentrara en su cabeza. Está sentado casi de costado, inclinado hacia atrás, las piernas cruzadas, un codo apoyado en la mesa. La mano parece sostener la cabeza brillante.

    —¿Me contás? —dice Laura desde la puerta.

    —Vení, sentate.

    —Mejor me quedo parada acá, así puedo fumar.

    —No puedo contarte si vas y venís.

    —No me muevo más.

    —Está bien, dejá —Martín se levanta y tira la silla para atrás.

    —¿Y ahora adónde vas?

    —Al baño.

    —¡Martín! —dice Laura, pero Martín ya salió.

    Laura va hasta la ventana y deja el cigarrillo en equilibrio sobre el marco de madera. Levanta el plato y la taza de Martín y los pone en la pileta. Sirve café en otra taza, vuelve a la ventana. Está a contraluz, con la taza en la mano, el sol justo detrás. El humo sube cada vez que exhala, cada vez que gira la cabeza para lanzarlo hacia arriba y hacia afuera. Pasa un rato largo hasta que él vuelve. Ella ya terminó de fumar, lava algo en la pileta:

    —¿Me vas a contar? —dice en cuanto él entra.

    —¿No está tardando mucho Sebas? —Martín vuelve a sentarse y hace el gesto de buscar algo—. Levantaste mi taza —dice.

    —Pensé que no tomabas más —Laura sacude la cafetera—. Casi no queda. ¿Te hago?

    —¿Vos vas a tomar?

    —No, yo estoy bien.

    —Entonces dejá.

    —Tomo otro y te acompaño —dice Laura, y va hacia la mesada, saca un frasco de vidrio con café de la alacena, llena el filtro, pone la cafetera sobre la hornalla, enciende el fuego, guarda el frasco, cierra la puerta de la alacena, se da vuelta—. ¡Ya está! —dice. Se apoya en la mesada—. Contame.

    Martín hace una pausa larga, por fin dice:

    —Anoche me desvelé pensando en la novela de mi viejo —Hace otra pausa antes de seguir—. De pronto, sin ninguna razón aparente, estaba recontra despierto y pensaba sin parar en la novela de mi viejo. Pero no lograba recordar nada, ni los personajes, ni la trama. Nada. Sabía que trataba sobre el terremoto, por supuesto, pero como un título, como casi todo lo que recuerdo de él; de lo que había adentro no recordaba nada. Como si nunca la hubiera leído.

    Laura sigue apoyada en la mesada. Da la impresión de que quiere mirar hacia las hornallas, ver si pasa el agua de la cafetera:

    —¿Entonces?

    Martín mira a Laura a los ojos:

    —Me levanté y fui al estudio. No sabía dónde estaba, ni si quiera sabía si la tenía yo —Respira hondo antes de seguir—. Pero no tuve que buscarla. Fue como si mi viejo la sacara del cajón del escritorio y me la pusiera en la mano; como cuando era chico y me daba los libros que tenía que leer.

    Un timbre corta el aire.

    —Sebas —dice Laura—. Le abro y vuelvo. No te vayas.

    Antes de salir, apaga la hornalla. Martín se acomoda en la silla, apoya los codos en la mesa, la cabeza sobre las manos, mira la puerta por la que acaba de salir Laura. Se escuchan voces, es una charla en otra parte de la casa, tal vez en la calle. El tiempo pasa despacio.

    Cuando Laura vuelve, Martín acaba de levantarse y va camino hacia la puerta que da al patio.

    —¿Adónde vas? Terminá de contarme —Laura saca la cafetera de la hornalla.

    —Ya terminé —dice él, y abre la puerta.

    —¡Es que justo me agarró la mina de al lado y no sabía cómo sacármela de encima!

    —Está bien, no importa.

    —¡Sí que importa! Fue un minuto nada más. ¿Qué querés que haga?

    —Nada, Laura, no quiero que hagas nada.

    —No sé qué hice mal esta vez.

    —Nada, pero no tengo más ganas de hablar.

    Martín sale y cierra la puerta bien despacio detrás de sí. Laura se da vuelta, todavía tiene la cafetera en la mano, duda un momento, después va hasta la pileta y tira el café.

    Un temblor suave como un estremecimiento cutáneo en la piel de la tierra. Muchos no lo advierten, como no habían advertido los presagios, como no habían advertido la tensión. Como hasta último momento habían seguido preocupados por las perspectivas de esa tarde de sábado en medio del verano sanjuanino. Otros lo advierten y se alarman: siempre tropieza el corazón en los temblores.

    Con un trueno aullando en la tierra hueca llega el golpe, la sacudida, la convulsión. Como un tren expreso frenando de súbito. Crujen hasta las cuadernas del mundo. Todo se derrumba a muchos cientos o miles de metros bajo el valle. Desplomándose las bóvedas de piedra ruedan en avalanchas hacia otros abismos y los mantos de roca se fisuran para separar, oscilar raspando sus bordes quebrados, chocar entre sí y destrozarse mutuamente.

    Vibra, se agita, tiembla la ciudad. En desbandada huyen los sanjuaninos. Las cajitas de arcilla comienzan a desgranarse, a caer sobre sí mismas, sobre las calles, sobre ellos.

    3. Ezequiel

    —Soup is cold.

    —Sorry, sir. Soup is always served this way.

    —It’s all right. But, can you please heat it for me? I like it hot.

    —Te la va a escupir; se la va a llevar ahí atrás, le va a dar una recalentada en el microondas y antes de traerla la va a escupir.

    —¿Por qué? La sopa debe servirse bien caliente.

    —El borsch puede ser frío o caliente.

    —Y tiene que ser dulce o salado, y tomarse antes o después del plato principal. ¡Déjese de joder, Alejandra! Esas son aburridas discusiones de frontera entre rusos y polacos que no vamos a resolver aquí, pero ese beet juice mal mezclado que me trajeron pretendía ser un borsch caliente. Y estaba apenas tibio —Ezequiel se tira para atrás en el asiento, la espalda recta, las manos sobre la mesa—. De todos modos, me preocupa más la posibilidad de tomar una sopa mal servida que una condimentada con la saliva del mozo, que espero que sea judío así por lo menos respetamos el kashrut.

    Afuera resplandece el frío de una noche temprana, la puerta de metal se cierra sobre el salón más largo que ancho. Algo desproporcionado, observó al entrar Ezequiel con cierto desencanto, y eligió una mesa contra la pared tapizada en seda con motivos búlgaros. La única ventana junto a la entrada está cubierta con una cortina; adentro la noche se acomoda alrededor de unas velas cortas y gruesas que iluminan apenas la conversación.

    —El vino, en cambio, no está nada mal, tomando en cuenta lo incipiente de la vitivinicultura kosher. Propongo un brindis por este encuentro tan especial y tan lejos de casa. ¡Prosit! —dice Ezequiel.

    —¡A los ojos, hay que mirarse a los ojos! —avisa Laura buscando los ojos de Martín.

    —¡Estos argentinos y sus rituales! La reinterpretación de la liturgia según la guía Peuser. ¿Así se llamaba? Cuando fui a Buenos Aires por primera vez, tu padre me dio una de esas guías para que me moviera solo por la ciudad. Me acuerdo de que para ir de un lado a otro había que armar un rompecabezas con las líneas de colectivos. Tomabas uno, bajabas, caminabas un par de calles, tomabas otro, y así. Pero además las calles no tenían indicado el nombre, ¿puedes creerlo? Con suerte encontrabas un cartelito contra la pared de la casa de la esquina —si mal no recuerdo eran azules—, pero generalmente debías adivinar en dónde estabas, o preguntar. Yo preguntaba, claro, mi lado femenino siempre me ha ayudado a preguntar.

    —Eran azules con letras blancas, y había muy pocos —dice Laura.

    —Lo harían a propósito, ese arte tan propiamente argentino de dificultar lo sencillo.

    —¡Dejate de joder! Parecés uno de esos chilenos resentidos con nuestro genio y envidiosos del éxito y la fortuna que supimos conseguir.

    —El resentimiento no reconoce clases, querida Laura, ni caballeros, ni rotos. Es lo único auténticamente democrático que hemos sabido cultivar en ese esbelto país que os acecha del otro lado de la Cordillera. Ese noble sentimiento se da muy bien en los países que han sido privados de su correspondiente espacio vital (parafraseando al Gran Hombre). Imagínate tú un país tan largo y tan fino (como este restaurante, por ejemplo) en el que sólo puedes ir de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba pero nunca hacia los costados, nunca sin encontrarte con grandes cantidades de agua o de piedra; no te extrañes de que en un país así o, por el caso, en un restaurante como este te traigan el borsch frío, y que te lo hagan a propósito sólo porque a ti te gusta bien caliente. En Chile cultivamos el resentimiento con dedicación y esmero, con amor auténtico, y tú sabes que, al fin y al cabo, a nadie queremos tanto como a los argentinos, aunque no se nos note.

    —El lado oscuro del corazón.

    —El más interesante, querida.

    Martín mira cada tanto hacia la puerta, está sentado en diagonal a Ezequiel, que con su corpachón tapa la ventana y le deja libre sólo el ángulo para ver la puerta de metal. Su mirada parece buscar la calle más allá de las cortinas, pero es sólo un gesto distraído mientras acomoda el pastrón sobre el pan de gluten y pincha con dificultad un pepino agridulce.

    —Ahí tienes —continúa Ezequiel—, el corazón chileno es más oscuro que el argentino, y más denso. El de ustedes está lleno de claridades, de luces cegadoras, todo muy confuso, todo a la vista, y por supuesto: te hace imposible ver nada. El nuestro, en cambio, es más oscuro y reservado; pero al tanto conoces su oscuridad, le amas o le temes, y en todo caso sabes con quién tratas. El argentino no te deja pensar, es pura seducción, te confunde, te engaña.

    Alejandra hace un gesto mirando la cocina.

    —Vuelve la sopa —dice.

    El mozo gira ceremonioso por detrás de Ezequiel y apoya con cuidado un plato blanco y hondo lleno hasta la mitad con un líquido color borravino, espeso y apenas humeante.

    —Waiter! I’m sorry, but the soup is still cold.

    El mozo, que luego de esperar un largo momento el veredicto había empezado a caminar hacia la cocina, vuelve sobre sus pasos lentamente y se lleva el plato sin decir una palabra.

    —Esto va a terminar mal —dice Laura.

    —¿Por qué? Se supone que estamos en un restaurante kosher de muy alto nivel, el mejor de Praga, highly recommended, no pueden traer a la mesa una sopa fría.

    —No hablo del restaurante, sino de los mozos.

    Ezequiel vuelve a acomodarse contra el respaldo, mira a Martín con una sonrisa satisfecha:

    —En lo de tu abuelo sí que servían el borsch maravillosamente. Tu bobe tenía una cocinera excelente. Cuando paraba en su casa me alimentaban como si fuera un pavo: pastelitos de queso con crema, torta de panqueques, empanadas, carbonada, barenikes, gefilte fish, pollo, carne al horno (siempre había un pollo o una carne al horno esperando al final de los almuerzos y las cenas), toneladas de comida judeoargentina, ecléctica y sustanciosa. Tus abuelos eran gente extraordinaria, en su casa yo me sentía como en la mía, mejor que en la mía. Era mi lugar en San Juan, tenía mi cuarto, mi rutina, y además estaban mis primos. Tu papá era muy grande para mí y ya vivía en Buenos Aires, pero tu tía Olga me llevaba apenas cinco años y éramos bastante amigos.

    Hay pocas mesas ocupadas, la calefacción y el vapor de la comida no logran ocultar el frío de la noche más allá de la ventana, más bien lo resaltan. El silencio de los mozos, la música suave, la desproporción del salón, la media luz sobre las paredes algo vacías, los manteles rojos y amarillos como islas, la escasa gente reunida alrededor de la luz de las velas, todo indica que afuera es una noche helada.

    —No me esperaba un lugar así, parece uno de esos salones de los hoteles de provincia en los que sirven el desayuno en una mesa larga llena de pancitos, jamón cocido y dulces regionales —dice Laura.

    —Con cafetera de plástico y cuadros con paisajes —dice Martín.

    —Me imagino que te refieres a los hoteles de las provincias argentinas rebosantes de soja y maíz; allí no podría ser de otra forma, pero aquí es de lo más inexplicable. Figúrate que llegas caminando por callejuelas de nieve arremolinada entre palacios y cielos sombríos; el barrio judío con sus meandros, sus recuerdos herméticos; montañas de catástrofes acumuladas por generaciones entre las piedras de los muros y las aceras; sonidos apagados; desde algún fuego oculto llega el perfume de manjares más viejos que la misma ciudad; tras la ventana velada intuyes el sabor de la receta original; profano entre los profanos abres, no sin cierta culpa, claro, la puerta de entrada que te llevará al meollo del misterio, a los orígenes del asunto, al Banquete original, ¿y qué te encuentras?: la sonrisa amable de un golem vestido de mozo que te hace pasar al lobby desodorizado de un flamante hotel Nogaró de Praga, y ni bien te sientas a la mesa, se acerca ceremonioso y te sirve dos veces una sopa de remolacha fría.

    —Supongo que cuando mi viejo estuvo por acá, en el sesenta y tres, los misterios todavía estaban donde tenían que estar —dice Martín.

    —¡Pues claro! La realpolitik stalinista custodiaba celosamente el orden ancestral de las cosas. El socialismo jamás se molestó por los detalles; las piedras no supieron tanto de la revolución como del turismo masivo occidental. ¡Disfrutemos juntos esta Praga Disneyland liberada que nos recibe generosa con su arquitectura renovada y sus borsch tibios! —Levanta la copa invitando a los demás.

    —Hablando de Roma —dice Alejandra.

    El mozo gira otra vez por detrás de Ezequiel —que apenas aparta sus manos para dejar lugar— y apoya con una mano enguantada el plato de sopa humeante sobre el mantel rojo y amarillo. Sin abandonar la conversación, y luego de demorarse un momento para dar su veredicto, Ezequiel aprueba con un gesto complacido y, mientras el mozo se retira, continúa:

    —En la Praga que conoció tu padre en aquellos tiempos de guerra fría, los misterios aún se escondían de sus enemigos seculares, los nuevos y los viejos, porque, Martincito querido, siempre hubo que esconderse. El misterio, como nosotros, siempre vivió escondido, ¡pero había escondites disponibles! Ahora la historia es distinta: han llegado todos estos rotos con sus cámaras de video y sus megapíxeles, sus dólares devaluados y sus euros fuertes; se han juntado con los rotos locales (rotos hay en todas partes) y han formado ejércitos cuya mayor habilidad es destruir misterios: hacer que los escondites ancestrales ya no parezcan necesarios o, lo que es peor aún, que tengan un buen valor turístico. Entonces no te extrañes de que se vuelva necesario pedir varias veces que te calienten la sopa en el mejor restaurante de la ciudad. Como te dije: rotos hay en todas partes, a veces disfrazados de mozos finos. ¡Y este borsch está muy bien!

    —El exquisito sabor de la saliva checa.

    —¡Martín! ¡No seas chancho!

    —Hace años, durante un congreso de filosofía en Londres tuve ocasión de probarla y te diré que tenía un gustito dulzón muy agradable.

    —¡Ezequiel! No diga asquerosidades.

    —Ninguna asquerosidad, querida mía. Aquella saliva me fue obsequiada generosamente por una estudiante de veintidós o veintitrés años, original de Ostrava (no recuerdo su nombre), rubia, alegre y muy bien formada, que me hizo compañía durante las largas noches invernales londinenses. Y puedo asegurarle que su sabor hubiera combinado a la perfección con el de esta sopa que ahora humea en mi plato.

    —Ya está bien, Ezequiel, basta.

    —Bueno, si ahora se me va a poner fina la Alejandra.

    —¡Es que al final usted es el roto más roto de todos los rotos, po!

    —Un roto jamás distinguiría el sabor de la saliva checa del de otra cualquiera, mi querida señora de Concha y Toro.

    —¿Y si cambiamos de tema y pedimos otra botella del red kosher? —interviene Martín siempre atento a la puerta.

    —¡Camarero, más vino por favor! Voy a probar en español, a ver si despierto en él cierta solidaridad rota y logramos que nos atienda mejor —Ezequiel vuelve a apoyarse contra el respaldo tieso de la silla y deja las grandes manos a los lados del plato semivacío. Alejandra lo mira con un gesto entre divertido y reprobatorio, como a un chico que juega a hacer sus travesuras más conocidas para un público que siempre aplaude entusiasmado.

    —Mi viejo estuvo por acá de camino a Cuba —dice Martín—. Hace más de cuarenta años. Iban con la vieja a colaborar con la revolución de Fidel y tuvieron que dar la vuelta al mundo para poder llegar y disimular a dónde iban. Algunos países no te visaban el pasaporte para que no quedara rastro —aclara mirando a Alejandra—. Pasaron por México, Vancouver y París; luego vinieron a Praga y de aquí a La Habana con una escala técnica en Dakar, o algo así.

    —Te falta agregar Montevideo, Martincito. De Buenos Aires cruzaron en el vapor de la Carrera a Montevideo y recién allí tomaron el avión a México; lo de París fue a la vuelta. Además yo siempre he sospechado de que aquello de la vuelta al mundo para llegar a Cuba no era otra cosa que un buen negocio de las agencias de viaje del

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