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Sobre el desierto, las mandarinas
Sobre el desierto, las mandarinas
Sobre el desierto, las mandarinas
Libro electrónico244 páginas3 horas

Sobre el desierto, las mandarinas

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Información de este libro electrónico

Nadie la doblegaría jamás, pues no hay mayor encanto que el de un espíritu libre.

Ya de niña, en San Miguel de Mezquital, Micaela no le temía a nada y desafiaba las costumbres de la época. Creció libre y se hizo mujer siendo diferente a todas. Cabalgó y cazó alacranes en vez de jugar con muñecas; afinó su vista no con bordados, sino alineando las miras y soltando tiros que hacían volar latas por el aire. Decían que, si no hubiera nacido rica, Pancho Villa la habría alistado como capitana de sus revolucionarios. Pero la vida es azarosa y presenta desafíos. Los suyos fueron sosegar su espíritu rebelde, enamorarse y dejarse amar, organizar una casa a su modo, ser madre. Y seguir siendo Micaela, a pesar de todo. Esa fue su verdadera revolución, una que se gana con inteligencia, no con el fulgor de las balas.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento25 jun 2018
ISBN9788417426583
Sobre el desierto, las mandarinas
Autor

Javier Sánchez Carranza

Javier Sánchez Carranza nació en la Ciudad de México en 1973. Realizó estudios de Ingeniería en la Universidad Iberoamericana, una maestría en el Instituto Panamericano de Alta Dirección de Empresas y especialidades en London Business School, en The Wharton School de la Universidad de Pennsylvania y en el IAE, en Buenos Aires (Argentina). Desde finales de los años noventa, ha trabajado en el mundo corporativo en varios países de América latina y Asia. En Los gritos que escucho en el silencio (Caligrama, 2018), reunió veintiuno de sus cuentos. Sobre el desierto, las mandarinas es su primera novela, la cual ha sido distinguidacon el sello Talento Caligrama que otorga el grupo editorial.

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    Sobre el desierto, las mandarinas - Javier Sánchez Carranza

    Sobre-el-desierto-las-mandarinasCUBIERTAV23.pdf_1400.jpg

    Esta es una obra de ficción. Cualquier parecido con la realidad es mera coincidencia. Todos los personajes, nombres, hechos, organizaciones y diálogos en esta obra son o bien producto de la imaginación del autor o han sido utilizados de manera ficticia.

    Sobre el desierto, las mandarinas

    Primera edición: junio 2018

    ISBN: 9788417382353

    ISBN eBook: 9788417426583

    © del texto:

    Javier Sánchez Carranza

    © de esta edición:

    , 2018

    www.caligramaeditorial.com

    info@caligramaeditorial.com

    Impreso en España – Printed in Spain

    Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    A mi padre,

    a quien le hubiera gustado

    leer estas páginas.

    A mi madre,

    y su inconfundible

    marca Bety.

    A Chela,

    testigo y guardián

    de las historias de Micaela.

    I

    Amanecer en San Miguel del Mezquital

    El alacrán avanzaba hacia ella con velocidad. Micaela veía cómo empinaba su aguijón y abría y cerraba sus tenazas coloradas, acercándose. Con un movimiento fluido movió el pie descalzo, siguiendo su instinto de niña y la experiencia de tantas otras veces que había cazado alacranes. En la mano llevaba una varita de madera que remataba en forma de horquilla.

    —No te muevas —le dijo mientras lo apretaba contra el suelo y lo inmovilizaba—. No quiero hacerte daño.

    Sosteniéndolo por la cola, lo cogió entre los dedos y lo alzó a la altura de sus ojos. El sol de la mañana iluminaba el cuerpo traslúcido, propio de los alacranes del desierto. Entre más güero, más venenoso, le había explicado su madre. Lo llevó hasta el tarro de vidrio donde guardaban los membrillos y los tejocotes en conserva que preparaban en su casa para la Navidad. Lo soltó y lo vio caer encima de la tarántula que ella misma había metido ahí la tarde anterior. Era una tarántula tan grande que su cuerpo, aun con las patas recogidas, ocupaba todo el fondo.

    Enroscó la tapa metálica, puso el tarro en posición horizontal y lo dejó en el suelo. Se quedó observando. La tarántula se estiró y se acomodó en una de las orillas. Subía y bajaba las dos patas delanteras y producía un silbido agudo que alcanzaba a traspasar el cristal. En el otro extremo, el alacrán sostenía en alto su aguijón. Se aproximó a la tarántula y, en un resorteo casi invisible, se lo clavó en la cabeza, cerca de los ojos, y se quedó frente a ella, desafiante. La tarántula, que ahora se pasaba las dos patas por la cabeza, comenzó a retorcerse y a soltar unas burbujas espesas que se alzaban sobre el pelambre de su piel.

    —Vete, ándale, antes de que te vean. —Micaela abrió la tapa del bote y dejó salir al alacrán, que salió corriendo por entre los matorrales y se metió debajo de una piedra.

    Puso luego el bote boca abajo y dejó caer al suelo a la tarántula, que seguía retorciéndose, consumida por el veneno y los vapores de su propia muerte.

    Con el sol ya instalado en el horizonte, sintiendo el calor a través de su fina cabellera, caminó de vuelta hacia la casa. Los perros estaban ladrándole a una carreta de un caballo, como le ladraban a todo el que se acercaba a la propiedad. En la parte posterior de la casa, dos peones sacaban agua del pozo y llenaban una hilera de cubetas de madera. Otros, con largos trinchetes, acomodaban pacas de paja en las inmediaciones del granero. Muchos más recolectaban la cosecha en los campos de sorgo y maíz que se extendían hasta más allá del horizonte. Corrían tiempos prósperos.

    La carreta levantó una estela de polvo que se arremolinaba a la altura de los sabinos perfectamente podados que alinderaban el camino.

    —Újule —se dijo y vio entonces a Justina, asomada a una de las ventanas del estudio y haciéndole señas con ambas manos.

    Micaela echó a correr, rodeó la casa y se metió por la puerta de la cocina. Se topó de frente con Justina, que cojeaba apurada hacia ella.

    —¡Ay, mi niña, mira nomás cómo estás! ¡Pícale! Allá arriba te dejé la palangana ya lista, junto a la bañera. Pero no hagas ruido, que la niña Quica está durmiendo la siesta.

    Micaela cruzó el patio interior, enfiló hacia las escaleras y, ya al doblar en el descanso, alcanzó a escuchar:

    —¡Y no se te olvide ponerte los zapatos!

    Cuando entró al comedor, el vestido blanco dejaba ver la mugre en sus rodillas. Sus cuatro hermanos mayores estaban sentados, trascribiendo unos textos en alemán. Se detuvo al pie de la mesa, recobró el aliento y advirtió que la señora Helga tenía los ojos puestos en un libro viejo y gordo.

    —Espero que te hayas estudiado la estrofa del poema de Hölderlin —dijo la profesora con su acento áspero—. Siéntate y empieza por los primeros versos.

    Micaela arrastró la silla de madera y se sentó con los tobillos cruzados, meciendo levemente los pies en el aire. Intercambió una breve mirada con Carlos, siempre pendiente de sus movimientos, y comenzó:

    Der Frühling:

    Die Sonne glänzt, es blühen die Gefilde…

    La señora Helga levantó la mano y extendió los dedos hacia el techo.

    Bitte aufhören. Detente. Recuerda abrir más la boca y despegar el mentón del pecho. —Bajó la mano y la puso de nuevo sobre el libro—. Empieza nuevamente. Desde el principio.

    —Der Frühling:

    Die Sonne glänzt, es blühen die Gefilde,

    Die Tage kommen blüthenreich und milde,

    Der Abend blüht hinzu, und helle Tage gehen.

    Vom Himmel abwärts, wo die Tag’ entstehen.

    Helga torció la boca y se acomodó sobre la nariz los aros dorados que hacían que sus ojos azules se vieran enormes.

    —Ahora en castellano —le ordenó.

    La pequeña respiró hondo y comenzó de nuevo.

    —La primavera:

    Brilla el sol, florecen los campos,

    Floridos y suaves llegan los días,

    Hasta el anochecer florece, y claros días.

    Descienden del cielo, donde los días nacen.

    —Bien. Para mañana quiero que te aprendas la segunda estrofa. Ahora pasemos a las matemáticas. —La señora Helga cerró el libro y sacó de su portafolios un ábaco de cuentas de madera coloreadas y varias hojas con sumas y restas en tinta azul.

    El calor se hacía más denso conforme avanzaba la mañana. El péndulo del reloj oscilaba en la pared, se oía algún ruido de platos y cubiertos en la cocina. En cuanto resolvía los cálculos de cada hoja, Micaela se la entregaba a Helga, que revisaba los resultados con las cuentas de su ábaco y se aclaraba obsesivamente la garganta al terminar. Una gota de sudor le escurría por la sien y se le aglomeraba en la pata de las gafas.

    Rutilio, el mayor de los hermanos, seguía trabajando en su cuaderno. Comparaba lo que había escrito con los textos de un libro de pasta dura. Como de costumbre, repetía en voz baja cada frase que escribía. Ponía especial empeño en el inglés, porque tenía que perfeccionar la gramática antes de ir a la universidad y se le estaba agotando el tiempo.

    Luz del Carmen, con su blusa apuntada hasta el último botón, tenía minuciosamente desplegados sus libros, su cuaderno, la pluma y el tintero. Escribía con la pulcra caligrafía que tanto elogiaba la severa señora Helga. Periódicamente oteaba a sus hermanos, siempre pendiente de los actos de los demás. Había hecho un gesto de desaprobación al ver llegar tarde a Micaela.

    Por contraste, Guillermo leía ajeno al mundo, absorto en un libro del grueso de una viga de madera. Tenía las gafas algo empañadas y la barriga le estiraba la tela de la camisa hasta dejarle al descubierto la piel blanca a la altura del ombligo. Pasaba las páginas a intervalos regulares, embebido en la historia. Como siempre, había olvidado ponerse calcetines.

    A su lado, Carlos fingía resolver las operaciones matemáticas, alternando los cálculos con los leones y montañas que dibujaba en otra hoja que tapaba con la mano. Golpeteaba los pies contra las patas de la silla, contrapunteando los murmullos de Rutilio. Eran los únicos sonidos que esa mañana derrotaban el denso silencio del comedor.

    De repente, alguien llamó a la puerta. Se oyeron los pasos de una de las sirvientas, desde la cocina hasta el vestíbulo.

    —Es para usté, señor, de la capital —dijo al volver—. Dicen que es urgente.

    Don Rutilio estaba sentado del otro lado del vestíbulo, en un pequeño sillón con descansabrazo desde donde podía ver el comedor y las lecciones sus hijos. Se levantó, dejó su periódico en el sillón y recibió en mano el telegrama. Lo abrió y comenzó a leer.

    Micaela lo vio palidecer. Su rostro se veía aún más blanco por el bigote marrón y la ropa de faena. El ranchero levantó la mirada con los ojos perdidos. La sirvienta, que también lo observaba, tomó con delicadeza el pedazo de papel y lo leyó.

    —¡Jesús Santísimo! —dijo, y se tapó la boca, tratando de contener el llanto—. ¡Atropellaron a la señora Irene en la capital!

    La angustia se apoderó al instante de la casa. Micaela sintió sobre ella los ojos de Justina, que se había acercado retorciéndose el delantal. La señora Helga observaba en silencio. Luz del Carmen se levantó de su silla y caminó hacia su padre ante la mirada atenta de sus hermanos.

    —¿Es cierto, padre? —dijo.

    Don Rutilio no contestó. Luz del Carmen tomó el telegrama y lo leyó.

    —¡Ay, no! ¡No, no, no! ¡Mamá, no! ¡Dios mío! —soltó con un gemido, que le confirmó a los demás que el accidente había sido mortal.

    Micaela evocó la imagen de su madre, sus ojos verdes, su vestido de domingo. Recordó el beso que le había dado en la frente cuando se despidió para irse dos semanas a la capital, a visitar a su prima. Vio de nuevo alejarse el auto que la llevaba a la estación de tren. Sintió en la boca el sabor del polvo que se levantaba en el camino mientras ella corría detrás el auto agitando la mano. La punzada le atravesó primero la barriga, clavándola al asiento, y se convirtió en una brasa de desesperación que le hizo arder todo el cuerpo y la expulsó de la habitación.

    Atravesó la cocina y salió de la casa. Giró a la izquierda, rumbo a las camas de tomates, rábanos y cebollas de la huerta. Enfiló hacia la mancha púrpura del pequeño plantío de lavanda que usaban para hacer el jabón, camino del claro que había entre los manzanos, los limoneros y las mandarinas. Era allí donde le gustaba pasar el tiempo e inventar las historias que luego les contaba a sus hermanos, que la escuchaban a regañadientes. Por el camino, miró de reojo hacia el granero, donde su padre mantenía a mano la Remington calibre 12 para cuando los coyotes bajaban del monte.

    En el granero había un peón acomodando una pila de sacos de yute. Micaela agarró la escopeta y se apresuró hacia los campos de sorgo. Corrió lo más rápido que pudo, sintiendo el ardor en los músculos de las piernas. Se internó en el verde rojizo del cultivo, entre la masa de tallos que se alzaban por encima de su cabeza. Arrancaba el follaje de cuanta planta pasaba por sus manos. Jadeaba y soltaba gruñidos ahogados cada vez que tiraba de un puñado de hojas y se desgarraba un poco más las manos. Oyó la voz de Justina llamándola a lo lejos. Siguió corriendo entre los tallos hasta que tropezó con una piedra y cayó al suelo.

    Al levantarse, se encontró delante del espantapájaros que sobresalía del rectángulo de cultivo. Recogió la escopeta, que se le había caído al tropezar, y, obedeciendo el instinto y a esa punzada en el estómago que le nublaba las ideas, empuñó el arma, tal y como Fermín, el caballerango, le había enseñado: con la culata centrada en el hombro derecho y envolviendo con su pequeña mano los cañones yuxtapuestos a la altura de la marca que él mismo le había hecho con una segueta. Apenas tenía fuerza para apretar el gatillo con el índice. Sin embargo, lo apretó y dejó salir un grito de niña acorralada. El estruendo cimbró el aire. Una parvada de azores alzó el vuelo bajo el implacable sol de mediodía.

    La descarga dejó intacto al espantapájaros. Envuelta en una nube de pólvora quemada, la pequeña activó la palanca de recarga y volvió a disparar. Esta vez los perdigones alcanzaron el objetivo: la cabeza se desgarró y una mitad voló por los aires. Uno de los brazos quedó colgando, sostenido por la vieja camisa de cuadros que los peones le habían puesto al muñeco.

    —¡Arghhh! ¡Arghhh! ¡Arghhh! —gritó Micaela y sintió entonces sobre los hombros las manos ásperas de Justina, que la abrazó por detrás y la hizo caer de rodillas en el suelo.

    Soltó la escopeta y se dio la vuelta. Su nana se arrodilló y la envolvió con sus brazos.

    —Eso, eso, mi niña, eso. Tranquila. Aquí estoy yo contigo —le dijo acunándola.

    Micaela hundió la carita entre sus pechos y soltó una ráfaga de gritos que se le atragantaban con las lágrimas de furia. Miles de escenas le pasaban por la mente, sobre todo una; cuando su madre le acomodaba el pelo que le caía sobre la frente y le decía: Miquita de mi alma, mi pajarito salvaje. Su madre, que la dejaba fantasear y contarle las historias de fantasmas que sus hermanos no entendían. Que le prometió que algún día sería suyo el collar trenzado de perlas de río que a ella tanto le gustaba. Lo acariciaba cuando su madre rezaba con ella el Padre nuestro, recostada sobre su cama.

    El sol del desierto seguía ardiendo sobre San Miguel del Mezquital. Poco a poco, las lágrimas se le agotaron y la rabia se diluyó en una tristeza opaca y sin fondo que le cerraba el corazón.

    Los abuelos de don Rutilio habían muerto en 1858, víctimas de la gran epidemia de cólera que hizo estragos en todo el estado. Su padre, que era un adolescente, fue el único que logró sobrevivir. Se sostuvo trabajando para un herrero. Dormía en la propia herrería con los perros que el dueño dejaba al cuidado de la mercancía. Cuando alcanzó la mayoría de edad y pudo reclamar su módica herencia, compró de inmediato dos hectáreas para sembrar. Comenzó con alfalfa y sorgo, de gran demanda en esos tiempos por la proliferación de los carros jalados por mulas o por caballos. Poco a poco, su situación fue mejorando. Hipotecó sus tierras para comprar el predio de al lado, cuyo dueño se mudó a la capital. Después compró el del lindero de atrás. Y luego otro más. Y otro más. Con el tiempo, logró hacerse con las casi dos mil hectáreas que conformaban la hacienda San Miguel del Mezquital.

    Desde la infancia, don Rutilio aprendió de su padre el arte de la negociación. Duro como la cruz, le decía, justo como nuestro Señor Jesús. También aprendió a mandar. A aguantar el temblor en las piernas enfrente de hombres mayores que él, más fuertes y más vividos. A contratar midiendo al ojo la honradez y también a despedir, estoico, sin conmoverse cuando le hablaban de madres o esposas enfermas, los más de diez hijos, todos hambrientos.

    No tuvo hermanos, pues su madre estuvo a punto de morir en el parto y el médico le prohibió volverse a embarazar. Luego de su nacimiento, pasó largas temporadas postrada en la cama, ardiendo en fiebre, atendida por sirvientas que le traían fomentos de matricaria y hierba de Santa María. Era una mujer débil. Permanecía siempre dentro de sus cuatro paredes tejiendo prendas que luego deshacía para volverlas a empezar.

    La historia se repitió cuando su padre murió de viruela, a los treinta y nueve años. Su madre murió apenas meses después, de tristeza, según le dijeron a don Rutilio cuando preguntó. Solo, aún menor edad, se encontró con la responsabilidad de llevar las riendas de la hacienda. Con uno de los puros de su difunto padre en la mano, juntó a los peones y campesinos.

    —A partir de ahora yo soy su patrón —les dijo—. A quien no le cuadre es libre de agarrar sus cosas e irse. Los que se queden pueden contar con techo, comida y un salario justo. Serán mis hombres y en ellos depositaré mi confianza.

    Fermín, un joven aprendiz, dio un paso adelante.

    —A su servicio, don Rutilio —dijo con una determinación que sorprendió a los demás.

    Algunos asintieron con la cabeza. Otros repitieron la frase de Fermín. Todos se quedaron. Lo conocían desde pequeño y sabían que estaba forjado a semejanza del padre. Pero lo que más les gustó fue que, a pesar de su corta edad, nunca lo vieron flaquear. En la lógica de Rutilio, la debilidad era cosa de mujeres. Por eso, después del funeral de Irene, su esposa, igual que cuando se les había muerto de difteria su hija Reynalda, apenas esperó a que terminara la novena. Instruyó a la señora Helga para que reemprendiera las lecciones, y no solo eso: a ojos de Micaela, los temas a estudiar se multiplicaron por cinco o por diez. La institutriz apretaba más los dientes como si estuvieran pagándole el doble. A la servidumbre le ordenó empacar la ropa de la señora y mandarla al convento de las teresianas. Las cenas siguieron siendo en punto a las seis, con él a la cabecera, y las demás sillas repartidas de modo que no se notara el hueco de la que había mandado enterrar en la bodega.

    La casa se sumió en una espesa rutina. Las tareas y obligaciones volvieron a ser las mismas, pero en el ambiente reinaba una tensa pesadez que ralentizaba la vida. Después de las lecciones, Rutilio y Guillermo se encerraban a leer en sus recámaras. Rutilio se mantenía alejado de su padre, sin saber cómo proceder con él, y se refugiaba en la inminencia de su partida a la universidad. Para Guillermo, en realidad, las cosas no cambiaron mucho. Ya antes de la muerte de su madre, convivía poco o nada con sus hermanos y buscaba cualquier oportunidad para esconderse por ahí a leer. Luz del Carmen se lo pasaba llorando junto a las muchachas del servicio, pretendiendo que picaban la cebolla. Se metió de lleno en las cosas de la casa, asumiendo su obligación de hermana mayor. Decidía lo que se preparaba para cada comida y llevaba las cuentas del inventario de la bodega.

    Micaela deambulaba por la casa. Justina la veía entrar y salir de las recámaras de sus hermanos, de la cocina, incluso del granero, donde antes

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