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El hidalgo del diablo
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Libro electrónico380 páginas5 horas

El hidalgo del diablo

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¿Se puede conquistar a la muerte?

Cuando Immanuel Winter partió hacia la orilla del Támesis, nunca pensó que su vida cambiaría para siempre. Emmeline Jardine, una joven médium se ahoga, pero la poción que la madre de Immanuel le había dado al joven la trae de entre los muertos y entrelaza irrevocablemente sus almas.

Sin embargo, Emmeline e Immanuel no son los únicos conscientes del legado de sus ancestros.

Al entender el potencial de tal elixir, el ambicioso y despiadado Alastair Rose sabe que obtener los misterios de la muerte le dará todo lo que desea: poder, un título y por sobre todo, el dominio sobre los vivos y los muertos.

Inconsciente de lo que este loco elegante es capaz, Emmeline se sumerge más y más en su mundo de médiums corruptos, científicos inescrupulosos y asesinatos. Todo lo que se interpone entre lord Rose y su recompensa es el joven que se niega a morir, pero ambos hombres saben que la clave para detenerlo reside en la chica que comparte el alma de Immanuel.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento14 dic 2016
ISBN9781507152034
El hidalgo del diablo

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    Vista previa del libro

    El hidalgo del diablo - Kara Jorgensen

    El hidalgo del diablo

    Libro 2 de Los mecanismos ingeniosos

    Kara Jorgensen

    ––––––––

    Editorial Fox Collie

    Este es un trabajo de ficción. Los nombres, los personajes, las empresas, los lugares, los acontecimientos y los incidentes son los productos de la imaginación del autor y se usan de una forma ficticia. Cualquier parecido a personas reales, vivas o muertas, o acontecimientos reales son mera coincidencia.

    Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro, y no puede usarse en ninguna forma sin el permiso escrito de la editorial, excepto para el uso de frases breves en las reseñas del libro.

    Derechos de autor © 2015 por Kara Jorgensen

    Diseño de la portada © 2015

    Primera edición: 2015

    ISBN: 978-0-9905022-3-4

    Versión digital: 978-0-9905022-1

    Tabla de contenidos:

    Título

    Derechos de autor

    Dedicatoria

    Primer acto

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    Capítulo 3

    Capítulo 4

    Capítulo 5

    Capítulo 6

    Capítulo 7

    Capítulo 8

    Capítulo 9

    Segundo acto

    Capítulo 10

    Capítulo 11

    Capítulo 12

    Capítulo 13

    Capítulo 14

    Capítulo 15

    Capítulo 16

    Capítulo 17

    Capítulo 18

    Capítulo 19

    Capítulo 20

    Capítulo 21

    Capítulo 22

    Capítulo 23

    Capítulo 24

    Capítulo 25

    Capítulo 26

    Tercer acto

    Capítulo 27

    Capítulo 28

    Capítulo 29

    Capítulo 30

    Capítulo 31

    Capítulo 32

    Capítulo 33

    Capítulo 34

    Capítulo 35

    Capítulo 36

    Epílogo

    Sobre la autora

    Libros de la misma autora

    ––––––––

    Para Steph,

    quien ha sido mi mejor amigo,

    mi segundo lector, un hombro en el que llorar,

    mi seguidor más grande, y el capitán del barco

    durante todo este proceso.

    PRIMER ACTO

    «De lo que sea que nuestras almas estén hechas, la suya y la mía son una sola.»

    Emily Brontë

    Capítulo 1

    Nomeolvides

    ––––––––

    Cuando Immanuel Winter abandonó a regañadientes los dormitorios hacia la orilla del Támesis a bosquejar y etiquetar la flora nativa para sus clases de botánica, nunca pensó que el día terminaría en algo más emocionante que una quemadura de sol. Mientras el hombre rubio se sentaba acurrucado bajo un roble, con su cuaderno de bocetos apoyado sobre sus muslos delgados, y el sol de agosto quemaba un lado de su rostro, escuchó las voces del otro lado de la arboleda. Camino hacia su puesto cerca del río, pasó por un gran picnic de familias bien vestidas y sus sirvientes. Al principio, pensó que el feliz grupo podría haber sido de los profesores y sus esposas, pero luego notó el cartel que daba la bienvenida a los invitados al Picnic anual de 1891 de la Sociedad de espiritistas de Oxford. El estómago del joven rugió al pensar en el picnic. Oh, cuánto deseaba que fueran los profesores los que tenían el festín. Con un suspiro, una vez más se dedicó a dibujar un tallo de menta acuática que se asomaba desde el borde del río. Sonrió conforme examinaba su trabajo. A su madre le gustaban las flores y él esperaba enviarle un gran folio de copias de plantas inglesas para sumarlas a su colección de plantas alemanas cuando el semestre se acabara.

    –Me gusta tu collar.

    Immanuel levantó la vista y se encontró a una joven que lo miraba. Sus ojos café de búho y mejillas de suave porcelana le daban una expresión inquisitiva que la hacían lucir más como una niña que como la mujer joven que era. Mientras ella ponía un rizo detrás de su oreja, él siguió con la vista el cabello azabache que recorría su mejilla y bajaba hacia su hombro donde salpicaba hacia su vestido blanco. Al mismo tiempo, su mano alcanzó instintivamente la cadena que colgaba alrededor de su cuello: siempre había considerado que el pendiente era bastante feo, pero su madre insistió en que lo llevara a Inglaterra para mantenerse a salvo. Era un vial no más grande que su dedo envuelto con un diseño de viñas rizadas de oro y hojas de plata sin brillo. En el tapón, estaban grabadas las palabras Intermisceo cum cruor. Su madre le había dicho que lo usara si alguna vez recibía una herida, pero por la lobreguez del líquido al interior y el feo exterior del vial, él siempre bromeaba diciendo que probablemente estaba lleno de veneno.

    –Gracias – respondió sin acento alemán pues había desaparecido después de más de tres años en suelo inglés.

    La mirada de la mujer viajó por él para analizar su rostro y asimilar sus profundos ojos azules, sus pómulos angulares y su cabello rubio arena – ¿Eres un artista?

    –No, estoy estudiando para convertirme en un científico.

    Ella tomó el ramito de flores azules con amarillo de su cabello y se las extendió –. ¿Cómo se llaman estas?

    Myosotis scorpiodes, una nomeolvides de agua – respondió Immanuel mientras cambiaba la página hacia aquella donde las había dibujado antes y levantaba el cuaderno para que la viera.

    –Me gusta más la nomeolvides –. Conforme volvía a poner las flores en su cabello, pareció como si hubiera notado el paquete de tela en su mano por primera vez –. Mi madre te envió esto. Pensó que parecías hambriento.

    Él tomó con gratitud la bolsa de comida que la joven dejó caer en su regazo, incapaz de reprimir su impresión ante el injustificado acto de amabilidad –. Muchas gracias. Por favor, señorita, dele las gracias a su madre por mí.

    Con un asentimiento y una sonrisa, ella volteó y se fue paseando hacia el picnic, desplazando sus manos por los árboles y las hierbas mientras se marchaba. Immanuel desató el bulto de lino para revelar un trozo de res asada y un sándwich de pan tostado con queso derretido junto con un pastel de hojaldre. Atacó su festín con voracidad, saboreando la carne poco cocida conforme chorreaba sangre por sus labios con cada mordida.

    El cabello en la parte trasera de su cabeza le hizo cosquillas. Al mirar alrededor del tronco de un árbol, divisó a una versión de mediana edad de la joven que lo observaba desde el picnic que estaba a cerca de cuatrocientos metros. Ella se sentaba perfectamente recta bajo su quitasol en medio de la cháchara y el bullicio de los otros invitados, una reina imponente en encaje y seda blancos. Él articuló un «gracias» y levantó los restos de su comida mientras ella asentía de forma majestuosa. Una vez que devoró el sándwich y el pastel que le quedaban, y lamió la evidencia de sus dedos, regresó a su cuaderno y a sus hierbas.

    ***

    Immanuel se estiró, haciendo crujir su cuello y sus largos dedos antes de reajustar el toldo de abrigo de lana que había creado usando su chaqueta y los juncos y los arbustos entre los que estaba sentado. Miró hacia el río conforme una voz familiar cantaba y tarareaba con dulzura. El quitasol de marfil de la mujer de ojos de búho se mecía a la vez que ella se inclinaba para sumar flores silvestres y hierbas bonitas a su ramo antes de dejarse caer sobre el césped. Mientras se sentaba cerca de la orilla, solo a unos cuantos metros de él y escogía briznas solitarias de césped e insectos de su provisión, Immanuel dibujó su figura con facilidad. Por unos cuantos momentos, sus ojos y su mano trabajaron al unísono y trazaron las curvas de su cabello en donde se entremezclaban con su mejilla y espalda. Con su lápiz, oscureció su cabello, pero frunció el ceño cuando los arabescos se volvieron menos claros al convertirse en un grumo de grafito gris. Immanuel levantó la vista del papel para estudiar el patrón del encaje en su vestido cuando sus ojos solo se encontraron con un área vacía de césped y una pila de flores. Sus ojos recorrieron desde los matorrales a ambos lados de su escondrijo hasta el grupo de asistentes al picnic, pero no encontró a la mujer con la expresión curiosa por ningún lado.

    Con un suspiro, él comenzó a empacar lentamente sus suministros para regresar a Oxford antes de la cena. Por el rabillo de su ojo, detectó algo que se movía. Un quitasol flotaba perezosamente en el agua y giraba conforme se enredaba en las plantas de la orilla del río. Él abandonó sus herramientas y agarró el mango de marfil, pero conforme sacaba el quitasol del agua, la ondulación inconfundible de la tela blanca y de los bucles oscuros flotó cerca de la otra orilla.

    –¡Ach mein Gott! – jadeó mientras buscaba a alguien cercano que pudiera ayudarla pero no encontró a nadie. Las palabras en inglés de pronto se escaparon de él a la vez que sus ojos se quedaron clavados en la figura sin vida de la joven.

    Dando un paso hacia atrás, salió corriendo por la orilla y se sumergió en el agua fresca del Támesis. Montones de cieno surgieron a su alrededor y le nublaron la vista, pero conforme la suciedad se asentaba hacia un lado, vio a la muchacha suspendida sobre él, justo por debajo de la orilla del agua. Tras nadar más cerca de ella, encontró los ojos de la joven cerrados y su rostro con una palidez cadavérica. Los rizos de cabello negro y el encaje de su vestido iban a la deriva con la corriente mientras que su brazo todavía colgaba sobre ella como si hubiera alcanzado la superficie antes de sucumbir ante el río Isis. Immanuel la envolvió con sus brazos, pero el cuerpo de la chica se negó a moverse. Tras jalar bruscamente, sus pies se liberaron de las raíces y juncos, soltando pedazos de desechos y lodo. El pecho de Immanuel se apretó cuando la necesidad de abrir su boca se volvió casi demasiado fuerte como para ignorarla mientras pataleaba hacia la superficie, pero el peso de la enagua empapada se lo impedía. Conforme cerraba sus ojos, se retorció intensamente hacia las aguas más cálidas en un último esfuerzo por salvar tanto a la joven como a sí mismo. Sus labios se abrieron para tomar una bocanada de aire, atrayendo no solo las aguas arcillosas del Támesis sino que el aire sofocante de verano. En tanto sostenía su cabeza sobre la superficie, él dejó que la corriente los llevara hacia la orilla.

    Immanuel depositó a la joven en una cama de flores silvestres antes de arrojarse él mismo hacia el césped y así arrastrarla hacia la orilla. Luego de inclinarse hacia ella, dio palmaditas en su mejilla fría, que había palidecido hasta volverse del color de su vestido. Sus labios azules y laxos se rehusaban a moverse o a respirar, pese a que detrás de su oreja todavía estaba el ramito de nomeolvides. Tocó su rostro, sacudió su hombro y le suplicó que recuperara la consciencia, pero su cuerpo y su rostro continuaron impávidos. Su corazón se aceleró cuando tocó su cuello y sintió su propio pulso frenético contra su arteria pero no sintió los latidos de sangre golpeando contra sus dedos. Finalmente, Immanuel colocó su cabeza en el pecho ajeno, pero el familiar movimiento de la vida se había ido.

    –¡Hilfe! ¡Por favor! – gritó desesperadamente hacia los asistentes anónimos del picnic conforme levantaba su cuerpo lánguido, pero con los arbustos densos entre ellos y el parloteo, no podían escucharlo. Las lágrimas ardían en sus ojos a la vez que sostenía a la joven contra su pecho con impotencia, deseando que alguien escuchara sus súplicas. Las palabras correctas escaparon de sus labios en un grito sofocado – ¡Por favor que alguien me ayude!

    La cabeza de la mujer colgaba sobre su brazo, y mientras se mecía, su cabello se enredó alrededor de la cadena de su colgante y casi lo arrancó de su cuello. El collar. Tras volver a depositarla con cuidado en el suelo, descorchó el vial pero dudó. ¿Podía confiar en sus ancestros o la poción simplemente era un fraude familiar? Immanuel desplazó su mirada desde la poción lóbrega hasta su rostro sin vida. No podía dañarla ahora, incluso si era veneno. A lo mejor, si su madre decía que podía salvarlo, entonces tenía que confiar en que lo haría.

    Volvió a leer las palabras grabadas en la parte de arriba: cruor. Necesitaba sangre. El científico rápidamente revisó el cuerpo de la mujer pero descubrió que estaba inmaculado. Al precipitarse sobre sus suministros de arte, sus zapatos húmedos se resbalaron bajo él y lo hicieron caer sobre sus rodillas. Immanuel se lanzó a su bolso para conseguir un lápiz. En el momento en el que estuvo en su mano, enterró la punta con tanta fuerza como pudo en la piel de su palma. Con un giro final, la sangre goteó de la herida superficial como si vacilara. Sacó el tapón y sus ojos le ardieron con el hedor corrosivo de la infusión antes de dejar que su sangre goteara en el líquido lechoso. El fluido burbujeó conforme las gotitas rojas se propagaban, y con su invasión vino el olor dulce de la miel. Immanuel apoyó con cuidado la cabeza de la joven mientras vertía la poción crepitante entre sus labios laxos. Las voces se abrieron paso entre los árboles en tanto pedía ayuda de nuevo, esperando y deseando que lo que su madre le había dicho fuera verdad.

    Entonces, lo sintió. Su corazón palpitante se congeló: las cámaras se paralizaron una tras otra hasta que su corazón, por primera vez desde el útero, permaneció a la espera de la chispa de la vida. Con una exhalación final, todo el aire escapó de sus pulmones. ¿Había perdido su propia vida para salvar la de ella? Immanuel colgaba de modo precario al borde de la oscuridad conforme cada músculo se le paralizaba. Cuando el sonido de las voces cesó, sus pensamientos fugaces se volcaron hacia la muerte. A los veintiún años, nunca pensó que reconocería a la muerte con tal claridad. Un escalofrío lo recorrió mientras miles de fibras diminutas cosquilleaban a través de su cuerpo y su piel como una telaraña. En el momento en el que el último hilo escapó, su corazón dio tumbos de regreso hacia la vida y sus pulmones se inflaron. Él se dobló de dolor, conteniendo su aliento y observó los grandes ojos de la muchacha abrirse de pronto en una confusión adolorida. El agua borboteó de su garganta conforme Immanuel le palmeaba la espalda para calmar sus gemidos entre toses irregulares. Su propio cuerpo se sacudió con la adrenalina gastada, dejando solo un miedo vacío. El científico se quedó observando el vial vacío, y luego volvió a mirar a la mujer. No había una explicación plausible para lo que había pasado, pero al menos ambos estaban vivos.

    –¡Emmeline! ¡Emmeline! – gritó su madre mientras sostenía su sombrero de ala ancha sobre su cabeza y corría a toda velocidad hacia el joven que envolvía entre sus brazos a su hija. Solo cuando ella se acercó, vio el rosado de su piel expuesta en las partes donde el río había reducido sus ropas a unos velos enlodados –. ¿Qué pasó?

    –Mamá – la joven la llamó desde el regazo de Immanuel conforme trataba de pararse, aunque cayó cuando sus piernas temblorosas se agotaron. Las lágrimas mezcladas con limo se derramaban por sus mejillas –. Me caí.

    Mientras los otros espiritistas llegaban al río, Immanuel la levantó lo mejor que pudo con sus brazos temblorosos y se la entregó al hombre rubio que estaba parado junto a su madre. Los ojos color miel del caballero se estrecharon a la vez que registraba el rostro de Immanuel antes de ir a reposar sobre el vial vacío a sus pies. La madre de Emmeline abrazó a su hija llorosa, convenciéndola de que se quedara tranquila con promesas reconfortantes de su seguridad. Ella cerró los ojos conforme apretaba el rostro mojado de Emmeline contra su pecho y la sostenía contra su corazón, sintiendo el peso de lo que pudo haber ocurrido. Finalmente, la soltó y el caballero llevó a su hija de regreso a las mesas en el otro lado de los árboles.

    –¿Tú la salvaste? – preguntó la mujer mientras agarraba un pañuelo, aunque no lo llevó a sus ojos.

    –Sí, señora.

    Ella puso su mano en su hombro húmedo conforme lo miraba atentamente a los ojos. Estudió su rostro para asegurarse de que siempre recordaría al muchacho que rescató a su única hija cuando ella no –. Gracias.

    ***

    La coronilla calva del profesor Elijah Martin se mecía por detrás de sus arbustos de rosas mientras divisaba a su estudiante favorito yendo sin prisa por el camino. Cuando el joven se acercó, se dio cuenta de que el cabello del alemán estaba pegado contra sus cejas y su camisa estaba torcida y arrugada como si la hubieran escurrido.

    –Señor Winter – lo llamó conforme Immanuel avanzaba hacia la reja de hierro – ¡Es mejor que vayas a los dormitorios antes de que la muerte te atrape! ¿Te metiste en una discusión con uno de los chicos Turner?

    –No, señor – respondió Immanuel con una sonrisa mientras él se limpiaba en vano su rostro húmedo con el dorso de su igualmente húmeda mano.

    –¿Una jovencita te empujó al agua? – Sabiendo la respuesta, el viejo profesor continuó en tono de broma – Conozco a algunas jóvenes que castigan a los hombres que se vuelven insolentes con ellas.

    –No, señor.

    –¿Entonces cómo terminaste calado hasta los huesos?

    Él dudó, no estaba seguro de si debía contarle a su mentor sobre la poción y su encuentro con la muerte, por miedo a que se riera de él o lo creyera loco. Después de todo, no había una explicación científica para ello –. Las personas espiritistas que siempre están en las clases de evolución estaban teniendo un picnic junto al Támesis. Yo estaba haciendo mis dibujos para las clases y una chica cayó al agua –. Bajó la vista hacia sus ropas empapadas, pero evitó el espacio vacío en su pecho donde previamente había estado su collar –. Ayudé a sacarla.

    El profesor Martin asintió pensativamente –. Completaste tu tarea y salvaste a una damisela en peligro, todo en el mismo día. Bueno, señor Winter, es mejor que regreses a los dormitorios antes de que oscurezca y te encuentren más problemas.

    –Buenas noches, profesor.

    –Espera, Immanuel.

    El joven retrocedió hacia la puerta delantera al escuchar su nombre.

    –Recientemente recibí un envío de huesos de morsas del museo. Esperaba que estuvieran limpias, o al menos cerca de eso, pero en cambio me enviaron un cadáver completo de morsa. En realidad, podría necesitar un par extra de manos por unas cuantas semanas, y por supuesto, te pagaría por tu ayuda.

    Sus ojos resplandecieron con un tono de azul más brillante –. Me encantaría, señor.

    –Bien. Reúnete conmigo mañana por la noche, después de la cena, en el museo de historia natural y podremos comenzar.

    Capítulo 2

    Alquimistas y pinnípedos

    ––––––––

    La catedral del conocimiento se extendía ante él. Un bosque de troncos de acero se alzaba hacia los cielos dividiéndose en bóvedas elevadas y galerías de piedra estriada. Un entramado de vidrio cubría los techos, permitiendo que el sol iluminara los misterios y las curiosidades de la naturaleza. Immanuel se quedó de pie entre los relicarios de madera conforme el profesor Martin examinaba de cerca los huesos una vez más para asegurarse de que no quedaba ni una sola manchita de pinnípedo podrido en ellos. La bilis subió por su garganta al recordar el olor que venía de los trozos de carne en el laboratorio. Por dos semanas, él regresó a los dormitorios apestando al hedor metálico y nauseabundo de la descomposición. Después de bañarse y restregar sus manos una media docena de veces, se tumbaba en la cama durante la noche y olía la pestilencia demasiado familiar de la morsa muerta flotando desde la punta de sus dedos. El joven científico nunca se lo admitiría a su querido profesor, pero más de una vez, mientras vertía el agua de maceración a los huesos, no pudo evitar sentirse enfermo en un campo de flores. Ahora que habían dejado los huesos limpios y esterilizados con acetona, estos en realidad eran bastante hermosos. Había algo extraordinario en ver una pila de vísceras convertirse en una morsa de piernas arqueadas y de pecho fuerte y grueso.

    Lo que todavía encontraba desconcertante en todo el proceso fue que una vez que tocó los huesos, algo extraño ocurrió. Había sucedido cuando los estaba llevando adentro después del secado final. Immanuel los estaba entrando rápidamente antes de que una tormenta deshiciera todo su trabajo y no pensó en ponerse sus guantes dado que los huesos ya no estaban podridos. Cuando levantó el cráneo, un escalofrío lo recorrió. Frente a sus ojos se extendió un vasto mar salpicado de trozos de hielo como espejos y un cielo que tocaba el agua. Los tonos blancos y azules verdosos se unían para formar una esfera sin límites de la creación. El viento azotaba su piel, alborotando su cabello y soplando a través de su camisa y su chaleco como si no fueran más que papel. El frío quemaba su rostro y sus brazos conforme observaba la tundra silenciosa e infinita, pero cuando parpadeó, el tamborileo gentil de la lluvia que golpeaba sus pestañas y sus mejillas lo trajo de regresó a Oxford. No tuvo idea de cuánto tiempo se había quedado de pie allí mientras estuvo en el ártico, pero a partir de ese día, se aseguró de usar guantes cada vez que se encargaba de la bestia para impedir que sucediera otra vez.

    –Bueno, señor Winter, creo que nuestro amigo está listo para algo de barniz. Comienza con la cabeza y yo comenzaré con la cola.

    Immanuel hundió una de las brochas en la laca y cuidadosamente la untó sobre el cráneo de la morsa.

    –Puedes hacerlo con algo más de energía. No puedes herir lo que ya está muerto –. Miró a su estudiante asentir y apresurarse hasta alcanzar su ritmo –. Ahora que está terminado, necesita un nombre.

    Una pequeña sonrisa apareció en los labios de Immanuel – Otto.

    La carcajada áspera del profesor hizo eco a través del museo vacío –. Ah, sí, el señor Bismarck sí tiene un parecido sorprendente con una morsa, ¿no? – Cuando Immanuel no contestó, él continuó – ¿Los otros muchachos te están tratando mejor?

    Su estudiante se encogió de hombros –. No me están maltratando, señor. En realidad no se interesan en mí y a mí no me gusta el cricket o ir al bar después de las clases, por lo que el trato es mutuo.

    Elijah Martin levantó la vista de la cola de la morsa hacia la expresión pensativa pero adolorida de Immanuel. El joven le recordaba a los rostros y figuras de las ventanas con vitrales, con cada rasgo delicado y atractivo minuciosamente delineado por una mano habilidosa. Su expresión se iluminó bajo la luz que caía desde los techos cristalinos, dando a su cabello y a sus ojos un brillo casi metálico, pero él había visto la misma reacción durante las clases cuando sus ojos se iluminaban al comprender algo, o cuando se enorgullecía cuando solo él conocía la respuesta. Aunque el profesor a menudo se encontraba con el resto de sus estudiantes en la ciudad, solo veía de vez en cuando a Immanuel Winter en el césped dibujando, o escondido en la biblioteca con un libro enorme y sus manos puestas sobre sus orejas pese al silencio.

    –Estoy seguro de que haces algo divertido en tu tiempo libre –. Por el sonido de las pinceladas como única respuesta, asumió que ese no era el caso –. Bueno, con tu pequeña fortuna recién adquirida, podrías al menos ver una obra de teatro o ir a Londres por el día y regresar en tren.

    –Nunca he estado en Londres – respondió suavemente conforme daba toquecitos con la brocha en los surcos de una vértebra.

    –Después de tres años, ¿todavía no has ido?

    –No, señor, me... me preocupa perderme sin un guía adecuado.

    –Un día, cuando vaya a Londres a visitar a mi hija, ¿te gustaría acompañarme? – preguntó el profesor Martin mientras revisaba el trabajo de su estudiante –. Te mostraré algunos sitios y me aseguraré de que regreses a la calle Wimpole a tiempo para la cena.

    Immanuel se quedó observando los ojos verde claro de su mentor, inseguro de si podía confiar en sus oídos – ¿De verdad? ¿A su hija no le preocupará tal carga?

    Él negó con su cabeza –. No del todo. Ella fue una estudiante de medicina y está casada con un forense, así que calzarás entre nosotros.

    –Muchas gracias, profesor.

    El viejo profesor Martin no pudo evitar sonreír cuando su pupilo sonrió ampliamente ante un favor tan pequeño. Pasar tres años alejado de su familia debía haber sido difícil para él –. Señor Winter, acepta este consejo de un hombre de mi edad, la vida es demasiado corta para ser infeliz o estar solo por demasiado tiempo. Deberías salir y hacer lo que te hace feliz.

    El rostro del joven de pronto se oscureció mientras detenía la brocha a mitad de una pincelada –. Desearía que más personas sintieran como usted lo hace, en especial de regreso a casa.

    –¿Es esa la razón por la que abandonaste Alemania? ¿Es porque no tenías permitido hacer lo que querías?

    Immanuel se dio la vuelta, esperando reprimir su suspiro de desolación antes de que se volviera audible. No podía soportar decirle la verdad –. Necesitaba irme para encontrar lo que en verdad me hacía feliz.

    –¿Y qué encontraste?

    –Que articular una morsa me hace feliz.

    ***

    Immanuel sonrió para sí mismo mientras avanzaba sobre el césped y entre las construcciones medievales, sintiendo el dinero que su profesor le había dado tintinear en su bolsillo. Terminar el esqueleto de Otto era una sensación agridulce pues había disfrutado pasar sus tardes con su mentor, pero sería bueno usar un poco del dinero que había ganado para salir a comer o comprar algunos suministros nuevos. Zigzagueó entre las muchedumbres de estudiantes y extraños hasta que llegó a la enorme entrada de la Biblioteca Bodleiana con su portal gótico y los escudos de armas de las escuelas. El olor reciente del pergamino y la humedad lo envolvieron cuando se deslizó hacia su interior. La atmósfera de la biblioteca, acogedora y parecida a la de una cueva, lo calmaba en sus peores días y había sido su refugio desde que llegó. Los bibliotecarios apenas levantaron su vista de su escritorio cuando el alemán joven y desgarbado se registró y se acercó hacia un escritorio entre las estanterías. Él deambuló a través de los estantes buscando aquellos que pudieran ayudarlo en su búsqueda. Habían pasado semanas desde el día en el Támesis cuando la muchacha cayó y su propio corazón se detuvo, sin embargo, él no podía evitar preguntarse qué era lo que habían creado sus ancestros alquimistas. En un estante de filósofos se encontraba Magnus, Bacon y Pseudo-Geber, todos hombres que buscaron entender la vida a cabalidad, pero que, a diferencia de él, llevaban sus estudios hacia lo sobrenatural. Immanuel esperaba que dentro de sus lomos encontraría el raro secreto a lo que sus ancestros habían preparado y embotellado en el collar.

    Se sentó por horas tras el escritorio en soledad y silencio con sus manos cubriendo sus oídos y rodeando los lados de su rostro como anteojeras. La mayoría de lo que leía tenía poco sentido, aunque al llegar a la sección de Albertus Magnus, sus ojos se iluminaron. Otro alemán había hecho un elixir de la vida. Releyó las palabras, pero estas se negaron a hacerse entender. La lapis philosophorum tenía el poder de otorgar vida. Los ojos de Immanuel recorrieron la página hasta que llegaron a la parte de la apariencia. La piedra inmadura era blanca, pero se transformaría a su forma más potente, que era roja, con la adición de un reactivo. El vial había tenido una leche turbia hasta que mutó en una solución sanguínea al agregar su sangre. ¿Era posible que los ancestros de su madre le hubieran dejado la lapis philosophorum como herencia?

    Cuando Immanuel finalmente emergió del enorme volumen, su cuello estaba rígido y su mano estaba acalambrada hasta tal punto que hacer tronar sus dedos no la aliviaba. Se sentó recto y apretó sus ojos, pero al abrirlos, de pronto notó lo oscura que se había vuelto la biblioteca aun con los candelabros eléctricos. Mientras reunía sus pertenencias, una puerta se abrió en la distancia y las luces se extinguieron. Immanuel se puso rápidamente su bolso y tomó el libro de Albertus Magnus para devolverlo al estante, y en ese momento sus voces sonaron en la oscuridad. Miró alrededor del borde de la estantería, listo para gritar al bibliotecario que él todavía estaba dentro cuando sus ojos cayeron sobre tres hombres en las sombras.

    –¿Estás seguro de que él está aquí, Higgins? – preguntó el hombre del medio: su voz era profunda y sofisticada.

    –Muy seguro, es el único que no se ha ido –. La voz del segundo intruso vaciló con nerviosismo –. Debería, he estado afuera por cuatro condenadas horas.

    –Baja la voz, o él te escuchará. No quiero tener que perseguirlo. Higgins, ve al fondo. Thomas, ve a revisar por los estantes.

    Cuidadosamente, Immanuel caminó hacia atrás sin hacer ruido, atento a los hombres cubiertos en la otra esquina de la biblioteca mientras él iba a toda velocidad hacia el ala Seldon End. Su pecho se apretó a la vez que daba vueltas alrededor con la esperanza de dar con un lugar en el que esconderse, pero todo lo que encontró fue un callejón sin salida. Podría esconderse bajo las mesas, pero incluso con

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