El deshollinador
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El deshollinador - Alexis García Somodevilla
LA PROFESORA
Pónganse de pie
El timbre terminó de sonar. La profesora, que durante todo el examen no había dejado de observar a los alumnos, sacó un espejito de la cartera y se miró en él. Luego lo guardó y se acomodó en la silla. Faltaban solo tres por entregar.
Uno de ellos estaba sentado al final del aula, los otros dos muy cerca de la pizarra. Tenían la vista clavada en el papel. Ninguno parecía dispuesto a terminar.
La puerta se abrió lentamente. Un grupo numeroso de alumnos y padres se había reunido allí. Todos estaban muy alterados. Como los de adentro siguieron igual, se alarmaron más. La profesora advirtió esto, pero no hizo nada. Por ahora no la molestaban.
Ya es hora
se dijo y cogió el bolígrafo.
—Entregando —murmuró apenas, como si la palabra no le perteneciera.
Los alumnos lanzaron una rápida mirada hacia ella y al no reconocerse aludidos especialmente continuaron inmersos en la prueba.
La profesora, que no admitía desobediencias (por lo menos de ese tipo) sonrió y habló en un tono resueltamente cruel.
—Dije que entregando.
Infinita quietud. La profesora decidió actuar.
—Emilio, tu prueba —dijo, señalando al más próximo. Un muchacho de cabellos rizados bañado en sudor.
Emilio se levantó con mucha calma, lentamente, como si tuviera
la esperanza de que la profesora se aburriera de esperarlo y llamara
a otro en su lugar. Caminó hasta la mesa leyendo lo que había escrito y trató de darle el examen. Pero no pudo. Se lo arrebataron.
La prueba no era de las buenas. Pronto las tachaduras y los resoplidos despectivos lo afirmaron. La profesora no detenía el bolígrafo para nada, y las veces que lo hacía era para luego dejarlo resbalar en una raya enorme u otros símbolos peores. Cuando finalmente llamó a Emilio para darle la noticia, él, que estaba temblando en la ventana, se acercó indeciso.
—Usted aprobó. Firme aquí —y le indicó el lugar de la firma. Emilio le ofreció una sonrisa increíble: las comisuras pegadas a las orejas. Estaba muy nervioso. La pluma se le iba de las manos. Después que firmó, la profesora le indicó con un movimiento de cabeza que podía marcharse. Él se dirigió a la puerta apresurada- mente, pero antes de llegar se volvió.
—Hasta luego, profesora.
Ella no le contestó, lo dejó caminar un poco más, y cuando estuvo a punto de salir le preguntó:
—¿Y su maleta, Emilio?
No supo qué hacer, veía a la profesora conteniendo la risa y a los de afuera mirándolo en silencio. Pero viró a recoger la maleta.
—Ahora sí puedo decirle adiós —le dijo la profesora haciéndole un guiño malicioso.
Esta vez Emilio pasó a tremenda velocidad por su lado y se esfumó en la multitud que bloqueaba la puerta.
A la profesora le resultó gracioso este incidente, pues enseguida estalló en horribles carcajadas y, para espanto de los presentes, se mantuvo un buen rato riéndose sola. Sin embargo, al recobrar el juicio y secarse la frente con el pañuelo, su rostro se pobló de sombras.
De