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La mansión
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Libro electrónico143 páginas2 horas

La mansión

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¿Es posible que seres fallecidos convivan con nosotros en, por ahora, una «dimensión desconocida», sin poder interferir en la nuestra, salvo en casos muy excepcionales?

¿Existe la reencarnación?

¿Es posible que seres fallecidos convivan con nosotros en, por ahora, una «dimensión desconocida», sin poder interferir en la nuestra, salvo en casos muy excepcionales?

Hay pocas familias, que no hayan tenido una experiencia de esta índole, aunque lo callen para que no los tachen de locos. Actualmente, no lo podemos demostrar cientificamente, pero todos tenemos en nuestra mente, casos parecidos, negados, en principio por los científicos, quienes posteriormente han tenido que aceptarlos e incluso trabajar con ellos.

Una familia decide escapar de la gran ciudad, hartos del estrés que supone vivir en ella, y afincarse en un pueblecito de montaña. Pero la casa que han elegido para ello, posee unos habitantes que dificilmente cederán su propiedad a unos extraños.

IdiomaEspañol
EditorialCaligrama
Fecha de lanzamiento29 mar 2017
ISBN9788491128878
La mansión
Autor

Carlos López

Carlos López, nacido en Barcelona en 1948, y actualmente residiendo en l'Escala, un pueblecito costero de la provincia de Gerona con su esposa, disfrutando de una tranquilidad, a veces demasiada. Después de muchos años de investigaciones reales, en el mundo de la parapsicología y la ufología en relevantes instituciones. Se ha decidido a escribir acerca de este mundo y del otro. Por supuesto, las historias que nos traslada, no son verídicas, o sí.

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    La mansión - Carlos López

    I

    Como cada día, sonó el despertador a las seis y media de la mañana, y como siempre, me acordé de todos los dioses del Olimpo. Como cada día me di una ducha rápida, me afeité y me puse el traje y la corbata, bajé al garaje y en mi coche enfilé en dirección a la Av. Carlos III hasta desembocar en Av. Diagonal.

    Naturalmente, como siempre, tuve que soportar las retenciones correspondientes, antes de llegar a la salida que tenía que tomar para dirigirme a mi trabajo. A continuación llegaba lo más difícil, que era buscar un aparcamiento que no fuese zona azul, zona verde o cualquiera de las zonas que solía inventarse el ayuntamiento, con el fin de recaudar el dinero que necesitaba, para mantener y elevar el estatus social de sus dirigentes, (y que conste que no es una crítica, pues cualquiera de nosotros, y me pongo como el primero, en su lugar quizá haríamos lo mismo), pero claro, no estamos en ese lugar y, por tanto, tenemos que soportar los importes de las multas y las indecentes, (por no decir una palabra más fuerte pero más lógica), cuotas de la grúa que se te ha llevado el coche. Por fin, y después de innumerables vueltas por las calles adyacentes, encontré un coche que salía de su aparcamiento; paré a esperar que saliese con los consiguientes pitidos y desespero de los que me seguían, pero el coche que había salido era más pequeño que el mío y, como pude, y después de infinitas maniobras y ligeros empujones a los anteriores y posteriores, conseguí encajonarlo allí, el problema sería después para sacarlo.

    Los días que no tenía que dirigirme a algún lugar al salir de mi trabajo, procuraba olvidarme del coche y moverme con los transportes públicos que, aunque a esas horas eran bastante conflictivos por el volumen de gente que se desplazaba y los aromas que emanaban de algunos cuerpos. Así y soportando esas cosas y otras más que todos conocemos, me olvidaba de los problemas que suponía el coche.

    Bueno,me dirigí a mi lugar de trabajo en unos grandes almacenes. Aquella mañana no me dio tiempo a pararme en la cafetería en la cual, tenía por costumbre desayunar, y me incorporé a la planta en la que trabajaba desde hacía tres años.

    Sinceramente, odiaba aquel trabajo en el que tenía que soportar las incongruencias de muchos de los clientes que debía atender. Eso sí, siempre con palabras amables y simpatía, (aunque en mi interior, algo se rebelaba y me decía que no tenía porqué aguantar aquello).

    Yo, a estos clientes los definía como el nombre de un juguete que pedÍ a los Reyes Magos... El Tocapelotas Feber.

    Como he dicho, odiaba mi trabajo, odiaba la ciudad, odiaba todo lo que me rodeaba; tanto las aglomeraciones, fuese andando, en automóvil o transporte público, como el constante ruido de la circulación, la gente, las tiendas, las sirenas de la policía y las ambulancias, etc. En una palabra, odiaba cualquier cosa que tuviese que ver con una gran ciudad, por eso procuraba evadirme cuando podía; cogía a mi familia, (mi esposa Toñi y nuestros hijos Jordi de siete años y Angel de cinco), (bueno... yo también iba, me llamo Fernando y soy el marido de Toñi y padre de los dos bichos que nos hacen tan felices).

    Como iba diciendo, subÍamos al coche y nos perdíamos por pueblecitos de montaña donde se olía a vacas, encontrabas casas de payes que se habían convertido en rústicos restaurantes, y te atendían los mismos miembros de la familia con una simpatía perfecta, y donde todos los clientes hablaban en voz baja, y se respiraba una paz imposible de hallar en cualquier otro lugar, una paz que te hacía olvidar por un momento, que al día siguiente tenías que volver a la dura realidad.

    Siempre había pensado que si un día podía me iría a vivir a un pueblecito de aquellos, pero eso suponía dejar mi trabajo estable y el de Toñi, que entre los dos procurábamos los ingresos de la familia. Pero así me montaba yo mis castillos en el aire, los cuales se derrumbaban en el momento en que introducía en ellos los contras, porque de pros disponía de bien pocos, por no decir ninguno. Mi fantasía particular me llevaba a preguntar, siempre que visitábamos un nuevo pueblo, si había casas en venta. Mi mujer, Toñi, constantemente me regañaba, diciéndome que para qué preguntaba nada si no nos lo podíamos permitir. Pero mientras mirábamos casas y nos informábamos, mi ilusión se desbordaba y hacía números, aún sabiendo desde un principio que saldrían negativos. Pero aquellos instantes me hacían soñar con que algún día tendría un golpe de suerte y lo conseguiría. Aunque era muy consciente de que solo llegaban a ser eso, sueños. Pero eran mis sueños y me negaba a prescindir de ellos.

    Ya, en el mismo momento en que cogíamos el coche para volver a Barcelona, mi humor se transformaba como el Dr. Jekill en Mr. Hyde.

    Y vuelta a la rutina de cada regreso a casa con las consiguientes maldiciones, nervios, competición con los demás conductores para cambiar de carril y situarme en el que necesitaba para llegar a mi casa, (parece que, a mucha gente, el no dejar pasar a un solo coche cuando estamos detenidos en una caravana interminable, le supone llegar mucho más pronto a su casa). Bueno, así con todo lo que conlleva este estado de ánimo, completamente negativo conseguíamos llegar, aunque siempre tarde, a nuestra casa.

    Y así se sucedía mi vida día a día. Nuestros hijos, Jordi y Angel, también esperaban las salidas de cada domingo, pues podían correr y jugar sin ningún peligro; ver gallinas, vacas y terneritos, (también algún topetazo se habían llevado por parte de las madres por defender a sus cachorros), aunque sin consecuencias de importancia, solo el susto y alguna que otra mancha en la ropa. Nada que ver con la vida estresante y peligrosa de la ciudad, todo el día en el colegio o encerrados en casa.

    (Siempre he estado en contra de como se educa actualmente a los niños, y no se como no se rebelan ellos. Madrugando, aguantando en el colegio hasta aproximadamente las cinco de la tarde, luego en lugar de ir a casa, tienen natación o inglés o karate o alguna de las muchas tareas extra escolares. Después, al llegar a casa tienen multitud de deberes. A estas personitas no les permiten ser niños), ... pero bueno, eso es otra historia...

    II

    Un domingo como los demás llegamos a un pueblo, pues siempre salíamos a la aventura, nada preparado. Como decía, aquel domingo llegamos a un pueblecito en el que había nueve casas y, cómo no, un pequeñísimo bar, por cierto un poco desastrado, donde se reunían los hombres para tomarse una cerveza y hablar de sus cosas. Por cierto, me sorprendió que tuviesen tema de conversación, pues todos trabajaban en sus campos y se conocían desde que nacieron. En aquel bar no hacían siquiera bocadillos, nos dijeron que si queríamos comer deberíamos desplazarnos a otro pueblo distante diecisiete kilómetros. Tomamos unas cervezas y coca-colas, decidimos dar una vuelta por el pueblo y comprobamos que de esas nueve casas, dos se hallaban en estado ruinoso. Era una lástima que aquellos pueblos con sus casas construidas de piedra y su historia ancestral acabasen, a la larga, desiertos e invadidos por los árboles y la maleza que, en cierta forma, reclamaban el espacio que le había sido robado siglos atrás.

    Así, dando vueltas, divisamos a unos trescientos metros, un caserón que parecía muy grande al que, al parecer, se accedía por un camino de tierra casi intransitable. Nos dirigimos a él. Efectivamente se trataba de una mansión que debió de pertenecer a alguien importante, aunque se notaba totalmente abandonada. Parte del techo de lo que, en su día, posiblemente, fuesen las caballerizas, se encontraba totalmente derruido. Al interior no pudimos acceder, puesto que al final de unas amplias pero cortas escalinatas, unas grandes puertas de madera, muy deterioradas, barraban el paso, pero exteriormente parecía muy sólida. A cada lado de la escalinata se encontraba un pedestal que, en su día debían de soportar sendas estatuas que actualmente se encontraban, en el suelo completamente destrozadas, cosa que no parecía un acto de la naturaleza sino más bien de algunos desnaturalizados.

    La parte trasera disponía de una zona completamente plana, que debió de ser el jardín, de unos tres mil metros cuadrados, aunque se encontraba completamente invadido por la maleza.

    Las contraventanas de madera y varias ventanas se encontraban completamente destrozadas. La verdad es que exteriormente daba pena.

    Todo ello no influía en absoluto para que mi imaginación la viese como una casa rural preciosa.

    Por una vez, Toñi estaba de acuerdo conmigo en que sería una estupenda casa rural y, restaurante; pero, como siempre, y desconozco el motivo, nuestra imaginación no se llevaba bien con nuestro bolsillo. Esta vez estábamos los dos de acuerdo desde un principio en que, al margen de la exagerada cantidad de dinero que podía costar aquello, las reformas que necesitaba podían costar bastante más. Así, un poco cabizbajos y desilusionados, nos dirigimos de nuevo al bar del pueblo y comenté…

    —Perdón, hemos visto una mansión separada del pueblo, muy grande pero muy destrozada...

    —Sí, la casa embrujada.

    Naturalmente nos echamos a reír.

    —No se rían que, verdaderamente, es una casa embrujada, nadie se acuerda de a quién pertenecía pero hace unos años, una familia la compró y comenzaron a restaurarla ellos mismos, pues ningún albañil quiere trabajar en ella paguen lo que paguen.

    —Desde que yo tengo uso de razón, que en esa casa hay espíritus que no quieren a nadie allí. Yo recuerdo que cuando éramos pequeños, cosas de críos, apostábamos a ver quien se atrevía a ir hasta la escalera, y no solo eso, rompíamos las ventanas a pedradas, y más cosas.

    —Como les iba diciendo, aquella familia venía los fines de semana y les ocurrían cosas extrañísimas, como cuando tenían hecho el cemento algo se lo volcaba en el suelo, les rompían los ladrillos, se les aparecían seres etéreos, escuchaban aullidos extraños. Tanto es así que no volvieron a la casa y la pusieron a la venta, bajando el precio hasta llegar a una décima parte de lo que les había costado, pero nadie se atreve a

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