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Mi vida era sencilla, apacible: una hija de cinco años, una casa que llevar y el descubrimiento de mi pasión por las flores.
¿Por qué he tenido que conocer a Yago? Era una mudanza de lo más corriente y allí ha aparecido ese chico de ojos verdes, convirtiéndose en un nuevo punto de partida.
Encuentros casuales.
Alguna llamada telefónica.
Y muchos secretos.
¿Seré capaz de inventar un nuevo futuro?
Mi nombre es Nora y esta es mi historia.
- El amor, el autodescubrimiento y la valentía son herramientas poderosas que pueden ayudar a salir de una relación tóxica.
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Flores y tinta - Mònica Linares
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2025 Mònica Linares
© 2025 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S. A.
Flores y tinta, n.º 405 - enero 2025
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
Sin limitar los derechos exclusivos del autor y del editor, queda expresamente prohibido cualquier uso no autorizado de esta edición para entrenar a tecnologías de inteligencia artificial (IA) generativa.
® Harlequin, HQÑ y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imágenes de cubierta utilizadas con permiso de Dreamstime.com y Shutterstock.
I.S.B.N.: 9788410743915
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
Prólogo
Cierro la puerta con sigilo. Atrás dejo una parte importante de mi vida y, antes de dar el primer paso, me cuelgo la mochila a la espalda. Llevo lo imprescindible para seguir adelante.
La angustia de las últimas horas todavía ahoga mi garganta y no puedo pensar con claridad.
Repaso en mi cabeza escenas de lo ocurrido anoche y sé que no lo he considerado a fondo. No soy decidida ni valiente, pero no he visto otra salida. Me convenzo de que he tomado la decisión adecuada.
Con piernas temblorosas, recorro las calles adoquinadas hasta mi nuevo trabajo, en el que por fin empiezo a sentirme yo misma. Al llegar, el olor de las rosas me reconforta. Mi jefa ha decidido ayudarme. Se ha convertido en mi salvadora y se lo agradezco, aunque debo ser yo la que salga de esta situación en la que me acabo de meter, la que luche por un futuro y consiga avanzar.
No sé si he hecho lo correcto.
Pero abandonarle era mi única vía de escape; solo podía actuar de esa manera.
¿Volveré con él?
Capítulo 1
—¡Acaban de llegar los refuerzos! —grita una voz grave y profunda desde la entrada.
He llenado ya cuatro cajas de embalar y aún quedan dos estanterías repletas de libros.
—Nora, este es mi sobrino, el que faltaba para completar la cuadrilla —dice Carmen, una de las propietarias de Milenrama, la floristería donde trabajo.
Elevo la vista para encontrarme con unos ojos de color verde, iguales que los de su tía, aunque en su rostro destacan más. Parecen más verdes, más brillantes, más inaccesibles. La barba oculta unos labios carnosos y ligeramente abiertos, que muestran una sonrisa sincera.
—Soy Nora.
—Yago.
Se acerca a mí y le ofrezco la mano. Él no la ve. Me atrapa y me da dos besos en las mejillas. Sorprendida, me separo de él dando un pequeño brinco. No se da ni cuenta.
—¿Y el resto?
—Tu tío está arriba. Lo están ayudando tus primos. Sube. Seguro que necesitan un par de brazos robustos —comenta Carmen.
Yago sonríe y desaparece por el hueco de las escaleras.
Me he quedado algo desconcertada ante su saludo. Despejo su imagen de mi mente y alargo el brazo hacia el mueble para seguir con la tarea en la que estaba enfrascada.
¡Menudo sobrino tiene Carmen!
—¿Aún no has acabado? Me da que la faena que te he asignado no ha sido la mejor —me recrimina mi jefa y amiga.
Cuando me propuso ayudarla en la mudanza, no lo dudé. Así haría algo diferente durante el fin de semana, ya que me encontraba a solas. A Mia, mi hija de cinco años, le tocaba pasar esos días con su padre y yo necesitaba alguna actividad con la que entretenerme.
—La he escogido yo —murmuro—. ¿Y por qué crees que no es la mejor?
En la mano llevo un libro que acabo de abrir y que consultaré antes de dejarlo en la caja.
—Porque te estás recreando. Te chiflan los libros, como a mi madre. —Eso no se lo voy a negar—. Ya le diré que te invite a su club de lectura —continúa Carmen.
—¿Tiene un club de lectura?
—¿No te lo había mencionado? Asiste cada quince días, se encuentra con otras lectoras y comentan libros. Viene de la librería con dos o tres novelas nuevas cada vez. Os haríais buenas amigas.
—Será un placer acompañarla.
—Vale, ya veré qué puedo hacer. Ahora acaba de empaquetar esas cajas y llévalas con el resto. Como sigamos así, hoy no acabamos.
Asciende por las escaleras dando voces, en busca de su familia, y yo continúo con mi tarea.
Tras mover cinco o seis cajas con la carretilla hasta el garaje, me quedo sin nada que hacer. Salgo, levanto la barbilla para que me dé el sol en la cara y respiro aire puro.
La casa de la madre de Carmen se encuentra a unos treinta minutos de Barcelona. Dispone de dos plantas y un jardín bien cuidado. Mi jefa me ha explicado que su madre se traslada a un piso en su misma escalera que acaba de quedarse libre. Así estará más cerca de los suyos y los recuerdos de su difunto marido no la atosigarán.
Unos golpes me sacan de mi estupor y miro hacia la casa. Me fijo en unos brazos musculados y tatuados que salen de una de las ventanas superiores. Aparece también la cabeza, coronada por unos rizos castaños recogidos en una coleta, salvo algún mechón suelto, que juguetea con sus mejillas.
En ese instante, mientras me recreo con su presencia, sale por la ventana uno de los tablones, que vuelve a entrar de inmediato, y ambos desaparecen de mi vista.
Ha sido como un espejismo digno de rememorar más tarde.
Carmen me llama. Me acerco a la cocina y me ofrece un vaso de limonada. Está cabizbaja y preocupada.
—Son muebles antiguos y mi madre los quiere conservar. Mi hijo Juan, el mayor, asegura que entran en el pisito. ¡Pisito! Has oído bien. Ese armatoste de camastro no lo subirán por las escaleras de la zona comunitaria; no creo que entre ni por el portal. Tendremos que colgarlo de la ventana. Y menos mal que es un primer piso, que si no…
—Carmen, tranquila. Vamos bien e intentaremos ayudar lo máximo posible.
—Ya, Nora. ¡Mira! ¡Mira la hora que es! —Señala su reloj para dar énfasis a sus palabras—. Son las doce y media. Ya mismo, aquí la gente va a pedir de comer y un descansito. Y hasta las cinco o las seis no nos plantamos en el piso. ¡Un equipo de mudanzas! Eso es lo que nos hubiera ido bien. Pero no, mi señora madre no quería gastarse el dinero ni que nadie tocara sus muebles. ¿Y ella? Sentada en el sofá de mi casa leyendo o viendo alguna serie en la televisión.
Yago entra en la cocina y pide agua fresca.
Percibe la angustia de su tía y me mira con cara de preocupación. ¿Por qué me mira a mí? No me conoce de nada y está pendiente de que yo lo mantenga informado de lo que ocurre.
Me aproximo a la nevera en busca de la jarra. Carmen no ha hecho ningún movimiento. Está algo trastornada y sigue negando con la cabeza.
—¿Qué le pasa? —me pregunta Yago cuando le acerco el vaso al notar que no respondo a su interpelación visual.
Sus ojos me tienen deslumbrada y yo no soy así. Roza mis dedos al coger el vaso y ese mínimo contacto hace que un chispazo recorra mi cuerpo.
—Está cansada. Nada que no repare un analgésico —susurro para que Carmen no me oiga.
Yago se acerca a su tía y la abraza. Le da un beso en la mejilla y le cuchichea al oído unas dulces palabras:
—Entre los que estamos nos ocuparemos de la mudanza; tú estate tranquila.
Me mira de soslayo y la sonrisa en su rostro me trastoca. Hace un movimiento hacia donde yo me encuentro y me retiro ante su posible acercamiento. Es instintivo. Sé que no me va a tocar, pero prefiero alejarme y observarlo desde la distancia.
Mi teléfono vibra anunciando que ha entrado un mensaje.
Miro quién es, pero no respondo. Cierro los ojos e inspiro hondo. Me asusta llegar a los cuarenta y no sentirme bien conmigo misma. Necesito creer en mí, que soy importante, que soy esa Nora fuerte y bien plantada que puede con aquello que se le presente.
Capítulo 2
Las habitaciones superiores y parte de la cocina han quedado vacías. Todos los enseres se han ido colocando en cajas siguiendo las órdenes de Ismael, el marido de Carmen.
Juan y Pablo, los hijos de la pareja, han acercado la furgoneta a la entrada y hemos dispuesto las piezas para que quepa el máximo número de bultos y hacer así menos viajes. Llevan dos trayectos y Yago se ofrece esta vez a acompañarlos.
—Pues vamos a seguir. —Carmen, que lleva la voz cantante, marca el ritmo.
Las chicas nos dirigimos a la cocina. Me recojo el cabello en una trenza mientras las cuatro nos dedicamos a la parte más entretenida.
—Almudena, ¿qué tal? ¿Cómo te va en el nuevo trabajo?
Almudena es una de las mejores amigas de Carmen y a veces la viene a recoger a la floristería. Se está encargando de los muebles superiores, subida en una escalera que yo sostengo.
—No va mal.
Almudena trabajó en la floristería a media jornada mientras estudiaba Derecho. Fue empleada de Carmen durante casi cinco años. Ahora yo ocupo su puesto.
—Me alegro —comenta Gloria, la otra socia de la tienda—. A Nora no se le da mal la jardinería. Parece que hemos hecho un buen fichaje.
Sonrío. Hace poco que empecé a trabajar en la tienda y la buena acogida de ambas me está ayudando a sentirme mejor.
Carmen tiene cincuenta y ocho años, está casada con un mecánico de coches que la adora y tiene dos hijos mayores de edad, un perro y dos gatos. Es la más veterana, la que inició el negocio de la floristería y la más divertida.
Gloria se incorporó al equipo hará unos doce años y, cuando trasladaron la tienda a la nueva ubicación en el centro comercial Excellence, que acababa de abrir, ambas comprendieron que necesitaban a alguien que las ayudara a tiempo parcial. Cubrir doce horas sin descanso les aportaba más clientes y más trabajo, así que requerían nuevo personal. Y ese puesto lo ocupó Almudena, la más joven del grupo y a quien sustituyo desde principios de año.
El cartel en el que solicitaban floristas llamó mi atención. No me lo pensé: quería mostrar mis capacidades y tener un espacio para mí. Ahora que mi hija iba al colegio y no me necesitaba tanto, era una oportunidad para abrir horizontes.
Seguimos sacando trastos y Carmen aprovecha para tirar objetos que espera que su madre no recuerde, ya que los tenía guardados en el fondo de los armarios.
—¡¿Pero esto qué es?! ¡Una báscula rota y sin pilas!
Almudena señala una lata, que caducó hace más de tres años y que se había perdido entre tanto aparejo.
—Todo esto a la basura. Nora, ¿lo puedes llevar fuera, al contenedor de la entrada?
Asiento mientras agarro la caja, que no pesa mucho, y salgo al comedor. Las estanterías sin libros, los muebles despejados de adornos, el sofá privado de los cojines de decoración que lo cubrían y lo hacían especial… La sensación que emana de la estancia no me gusta. Este deshabitado espacio en el que lo estamos convirtiendo me produce desamparo. Siento un gran vacío en mi corazón, que algo me falta. ¿Pérdida? ¿He sido feliz o me he autoengañado, sumida en la rutina y en la estabilidad que he tenido?
Elimino esos pensamientos de mi mente y salgo a la calle. Justo antes de abrir la cancela para tirar la caja en el contenedor, oigo el ruido del motor de la furgoneta, que llega de nuevo para ser cargada con más cajas y muebles.
Se para frente a mí y el primero en salir es Yago. Su presencia es abrumadora. Es alto (debe de rondar el metro noventa) y fuerte. La tinta que cubre sus brazos no me permite ver el color de su piel. Además, se ha dejado el pelo suelto. Le sienta bien.
Cierro los ojos y contengo la respiración.
—¿Te ayudo?
Su pregunta me descoloca. Miro hacia el contendedor que tengo al lado y niego, puesto que yo sola soy capaz de hacerlo. Ese insignificante lapso de tiempo es el que me ha faltado para sujetar con más fuerza la caja. Ya no se encuentra en mi poder y Yago la está soltando dentro del cubo de la basura.
Nuestras manos se han rozado. Ha sido apenas un segundo, tiempo suficiente para acelerar mi respiración y dejarme noqueada.
¡¿Qué me está pasando?!
Muevo con fuerza la cabeza para alejar unos pensamientos que no me convienen. ¿Por qué pienso en él?
—Vamos dentro, que en el pisito —hace el gesto de las comillas con los dedos para subrayar una expresión que parece haberse hecho popular entre los participantes en la mudanza— ya no caben más cajas y no sé cómo colocaremos lo que aún queda aquí.
Sus primos se adelantan y avisan a su padre del desastre que se avecina si no se organizan.
—¿Qué quieres decir, Juan? Eso no es lo que dijiste antes —consulta Carmen preocupada.
—Mamá, hemos dejado las cajas y los muebles, pero allí no entra nada más.
Carmen, nerviosa, mira a su marido. Necesita que alguien arregle esa situación que se les escapa de las manos.
—Tranquilos. Sigamos con lo que estamos haciendo. Las cajas ocupan mucho y seguro que las habéis dejado de cualquier manera —comenta Ismael—. Cuando lo organicemos, veremos el caos de manera diferente.
Me dejan a solas en el comedor. El equipo casero de mudanzas está en el cobertizo, recogiendo los utensilios de jardinería que regalarán al vecino de enfrente y separando los que desecharán.
—¿Te ayudo?
Es Yago, que se encuentra a mi espalda. Me pierdo en su aroma, una fragancia ligera y fresca con un toque cítrico.
—Puedo sola.
—No lo dudo. —Un guiño y una cálida sonrisa preceden a sus palabras—. Mi tía prefiere que esté aquí; en el jardín hay demasiadas cosas de mi gusto.
¿Qué habrá querido decir? Miro por la ventana y me percato de que ha llegado alguien que no conozco. Por los gestos, y las herramientas que le están entregando, es el vecino.
Cuando Carmen me ha dejado sola al cargo de lo poco que quedaba en el comedor y me ha dicho que en breve me enviaría refuerzos, no esperaba que fueran las manos de Yago.
Cojo una hoja de periódico y envuelvo otra de las numerosas figuritas de porcelana. Él se acomoda a mi lado e imita mis movimientos. Alcanza diferentes piezas y busca los huecos en la caja. Cuando la llenamos, se encarga de llevarla a la entrada.
Regresa a mi lado, se coloca excesivamente cerca de mí y prosigue con su quehacer. Intentando que no se dé cuenta, me muevo un poco hacia la izquierda, separándome de un posible roce.
—Me encanta la jardinería y las flores. Soy un apasionado, como Carmen. Y, aunque mi piso es bastante pequeño, tengo un patio trasero largo repleto de parterres con flores y un minúsculo almacén al fondo, en el que puedo guardar parte del material que están recogiendo. Soy acumulador por naturaleza, como la abuela, pero mi tía prefiere donarlo al vecino. Era mejor no estar con ellos.
Al final me lo ha contado. Yo no le he preguntado nada, ningún gesto en mi rostro ha dado pie a que me lo explique; supongo que es parlanchín, como Carmen.
—Me ha dicho mi tía que hace poco que trabajas en la floristería.
Asiento. Su mirada intensa me atrapa, así que desvío la vista hacia otro lado.
—Pues este mueble ya está. —Acabamos de meter la última pieza en la caja—. ¿Con qué seguimos? —me pregunta.
Me encojo de hombros. Carmen no me ha dado más instrucciones.
Se escabulle hacia el exterior y observo a través de la ventana que se acerca al grupo. Habla con sus familiares y al instante regresa con nuestro nuevo cometido: debemos colocar el sofá en la furgoneta.
Capítulo 3
—¿Podremos mover eso? —Señalo el sofá que ocupa la pared principal del comedor—. Me has visto, ¿no?
—No he apartado los ojos de ti desde que he llegado.
¿He oído bien? Repaso en mi cabeza el sentido de sus palabras y me doy cuenta de que acaba de derribar mis endebles barreras, esas que había construido para que nadie accediera a mi interior.
No soy capaz de articular ningún sonido.
Bajo la mirada y compruebo que mis Converse están bien anudadas. Sigo plantada ante él.
Yago se mueve hasta el sofá. Lo alza a pulso para evaluar el peso y, cuando tiene controlada la situación, me pide que me aproxime.
—Mira, sacamos las piezas una a una y así pesará menos. Con apenas fuerza lo podremos trasladar. Además, si colocamos primero el armazón, luego las otras partes entrarán bien en la furgoneta.
Puede que tenga razón.
—¿No sería mejor que te ayudaran tus primos o tu tío?
—Han sido ellos los que lo han propuesto. Están cansados de mover tantos muebles. Venga, vamos a intentarlo.
—Por mí que no sea.
Me agacho para sacar uno de los asientos del sofá y Yago hace lo mismo justo con el de al lado. Nuestras manos se tropiezan en la esquina superior. Un roce, un leve contacto de nuestros dedos apenas perceptible para el ojo humano. Mi cuerpo siente tanto calor que le encantaría desprenderse de las prendas que llevo puestas.
Esa caricia tan sutil ha alterado el espacio-tiempo.
¿Y sus ojos? Su mirada esmeralda se apodera de la mía en cuanto percibe lo que ocurre. Yo no sé cómo proceder, mi cuerpo no actúa como a mí me gustaría. He de parar esto, he de volver a ser yo.
Seguimos sin movernos; parecemos estatuas en medio del comedor.
Como no consiga romper rápido este embrujo que me tiene cautiva, no sé qué pasará. He de dar un paso en la dirección contraria a la que me llevan mis sentidos. Sería prudente poner algo de cabeza.
Se oyen ruidos de fondo. La familia de Carmen se dirige hacia el interior, por lo que debemos reaccionar.
Yago sonríe, acaricia de forma deliberada uno de mis dedos y extrae el cojín. Lo coloca en la pared que queda libre a su lado en el preciso instante en que Carmen entra.
—¿Aún no lo habéis movido?
—No es fácil y no nos has dado tiempo. En un santiamén lo tienes en la furgo.
Me sonríe de nuevo. ¡Qué sensación más dulce ha recorrido mis entrañas! Por poco nos pillan. Han sido unos segundos, tal vez algo más de tiempo. La emoción que me embarga es de lo más gratificante.
Acabo de sacar los asientos mientras él tira de los respaldos y los colocamos juntos en un rincón. Yago aparta el sofá de la pared para cogerlo con más facilidad y con un gesto me indica dónde situarme.
—Pon las dos manos debajo del listón de madera. Yo hago fuerza; tú solo mira que no se desvíe y mantenlo recto. ¡Y no lo sueltes! —Me lanza un guiño.
Lo sacamos al exterior dando algún que otro traspié y le hacemos un rasguño al dintel de la puerta principal. Mientras él lo coloca en el interior del vehículo, yo vuelvo adentro para recoger el resto de los cojines, el respaldo y las otras piezas del sofá.
Noto la vibración del móvil. Compruebo quién es y vuelvo a introducirlo en el bolsillo trasero del tejano. Los ojos de Yago se han percatado de mis movimientos y yo me sonrojo.
—¿Podéis ir vosotros y llevaros a Pablo para montar el sofá en casa de mi madre? —nos consulta Carmen—. Aquí quedan muchas cosas que hacer, pero como no empecemos a reorganizar en el piso, esto no hay quien lo acabe.
—Aquello parece una batalla campal y nosotros somos los perdedores.
—No seas melodramático, Yago, y ponte las pilas. Te esperábamos a las siete y te has presentado más tarde que Nora.
—Oye, que cada uno tiene su vida y tú no puedes controlar la de todos.
—Venga, tira. Tira, que no quiero decir nada que no… Venga.
—¿Te apetece? —Sus ojos están pendientes de mi respuesta.
—Claro que le apetece. Nos está ayudando. Da igual si es aquí, allí o donde sea.
¡Vaya con Carmen! Acaba de abandonar el grado de sargento para convertirse en coronel de brigada y el resto hemos sido relegados a simples reclutas.
—No importa. Os acompaño.
Pablo, el hijo menor de Carmen, viene a regañadientes. Se sienta detrás, se pone los cascos y se pierde en su música. A mí me toca de copiloto.
El teléfono vuelve a vibrar. Leo el mensaje y sigo sin contestar.
—¿Quién desea hablar contigo y no le haces caso? Un novio enamorado, seguro.
—Una amiga que quiere que la acompañe esta noche al cine.
La mentira sale sola de mis labios.
—¿Y no te apetece?
—No. Ya le he dicho que no iría. Es una pesada. —Giro el móvil para que no vea si entra un nuevo aviso.
Yago gira a la derecha, sale de la urbanización y se mete en la carretera principal. Enciende la radio, la pone en un volumen bajo y lanza una pregunta:
—¿Y tienes pareja?
Tal vez demasiado directo.
Sigue conduciendo con la vista puesta al frente. Lo miro de soslayo sin saber qué contestarle. No quiero darle alas y esa pregunta trae consigo otras asociadas a las que no me
