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Liberada en Puerto La Sal: Silenciarse no es una opción
Liberada en Puerto La Sal: Silenciarse no es una opción
Liberada en Puerto La Sal: Silenciarse no es una opción
Libro electrónico257 páginas3 horas

Liberada en Puerto La Sal: Silenciarse no es una opción

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Agotada de un mal querer huí a Puerto La Sal.
Me dejé arrastrar en su espiral de entender el mundo.
Rompí en las distancias cortas y me liberé de toda una vida.

Vivía en automático y de forma automática se fue apagando mi vida. Una vida donde el amor no conocía de límites y donde yo era su personaje secundario, de esos que aparecen una vez cada veinte páginas.

Logré saltar al vacío.
Amar sin cicatrices.
Y que surgiese esa sincera sonrisa que
te producen las cosas bonitas.

Arréglate tan rápido como puedas. Solo tienes un minuto.

La ciudad está en penumbra. Solo resiste el parpadeo de las luces que iluminan sutilmente desde los extremos y los faros de aquellos coches que se lanzan atravesando la calle. Está llegando el verano, y con ello los cientos de turistas que inundan de punta a punta el paseo marítimo.

¿Estás?

Agárrame fuerte que te vienes conmigo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento30 jun 2023
ISBN9788411811408
Liberada en Puerto La Sal: Silenciarse no es una opción

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    Liberada en Puerto La Sal - David Clemente

    1500.jpg

    Gracias por darme esta oportunidad.

    Si quieres seguir mi camino en este mundillo…

    ¿Quieres disfrutar de una mayor experiencia?

    Comparte tus impresiones en redes sociales.

    #liberadaenpuertolasal

    © Derechos de edición reservados.

    Letrame Editorial.

    www.Letrame.com

    info@Letrame.com

    © David Clemente Pérez

    Puedes encontrarme en:

    @maestro_creativo

    Diseño de edición: Letrame Editorial.

    Maquetación: Juan Muñoz Céspedes

    Diseño de portada: Rubén García

    Supervisión de corrección: Ana Castañeda

    ISBN: 978-84-1181-140-8

    Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

    «Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

    .

    «Resiliencia» como estilo de vida.

    .

    A todas aquellas personas que ya no están. A quienes la violencia les quitó la vida de un zarpazo. Y a quienes todavía defienden su libertad por encima de todo.

    MI NECESIDAD FAVORITA

    .

    —Disculpe, ¿tiene un cigarrillo? —le pregunto sin expectativa alguna de que quiera ofrecerme uno. Incluso puede que ni tenga. Ni que tan siquiera fume.

    La ciudad está en penumbra. Solo resiste el parpadeo de las luces que iluminan sutilmente desde los extremos y los faros de aquellos coches que se lanzan atravesando la calle. Cuando le he intercedido, caminábamos en direcciones opuestas.

    Tiene la mirada dispersa.

    Intenta disimular, pero la respiración acelerada y el movimiento nervioso de sus dedos le delatan.

    A estas horas, las personas salimos escopetadas de nuestros respectivos trabajos: unas deseosas de poder llegar a casa, ponernos el pijama y tirarnos en el sofá, y otras reclaman el momento de la copa en el bar donde intentan posponer hasta el último minuto su regreso a casa.

    Viste un traje azul oscuro. Parece de buena calidad.

    Bajo su chaqueta desabrochada sobresale una camisa blanca un tanto arrugada. Sus dedos agarran un maletín viejo de cuero marrón. Sobre su cabeza, un elegante sombrero gris que se adhiere a él como una prolongación más de su cuerpo.

    Tiene suerte. Hace viento, pero no el suficiente como para que se vuele calle abajo. Igualmente, yo sigo teniendo frío.

    Le miro.

    Él también, pero cohibido. Parece estar entrado en años. O eso me transmite el olor de su perfume de frasco tradicional.

    ¿Cincuenta? ¿Cincuenta y tantos…? ¿Y largos…? Quién sabe.

    Para mi sorpresa, asiente levemente con la cabeza y hace intención de sacar la pitillera que tiene guardada en el bolsillo interior de la chaqueta. Mis ojos se iluminan al ver cómo levanta cuidadosamente la tapa donde se descubren todos esos cigarrillos que esperan ser consumidos.

    Salivo como si fuera un perro viendo su cuenco rebosante de pienso. Él se muestra indiferente. Agarra uno y me lo da.

    Llevo varias horas sin probar calada y ya es pura necesidad.

    —Gracias.

    No parece interesarle demasiado mi presencia. Asiente con la cabeza por la inercia de la conversación y retoma su camino.

    A ciegas, y con cierta maestría, introduzco la mano dentro de mi pequeño bolso de paja. La muevo de un lado a otro, sumergiéndome entre pañuelos usados, tickets desgastados y demás objetos no identificables al primer tacto.

    Consigo encontrar el mechero. Y me prometo una y mil veces que este cigarrillo será el último, aunque como bien dice el refrán, y muy a mi pesar, las palabras se las lleva el viento.

    Con tan solo un chasquido, la llama prende. Se impone a la oscuridad de la noche. Un veneno que mata a golpe de talón.

    Un soplo de aire rompe el clímax que se ha generado a mi alrededor. Siento cómo un pequeño escalofrío me callejea de extremo a extremo. Al instante, cruzo los brazos y miro a ambos lados de la calle, pero ya no queda nadie.

    Las bombillas se van encendiendo bajo el brillo de la luna.

    En uno de mis brazos cuelga una chaquetita negra de punto fino. Bailotea por el viento. La agarro por los extremos y la dejo caer sobre mis hombros, cubriendo casi la totalidad de la curvatura de mi espalda. Ya es hora de volver a casa.

    Otro día más superado en Puerto La Sal.

    Respiro hondo y empiezo a caminar, ladeando la cintura, mirando en línea recta y al trote de mis tacones.

    UN CÓCTEL DE MÁS

    .

    Me presento, soy Cala y vivo a unos diez minutos de donde me encuentro ahora mismo. Se trata de una antigua finca de apartamentos situada a escasos metros del paseo marítimo.

    Estos fueron construidos hace unos años, cuando esta pequeña ciudad resurgió gracias al turismo vacacional.

    Hace un año aproximadamente que llegué. Vine de imprevisto y solo pude traerme una maleta, no con mucha ropa, y un par de zapatillas. Ahora mismo, trabajo la tarde de los lunes y miércoles cuidando a dos niños. Casualmente vengo ahora de allí. Luego por las noches, viernes y sábado, sirvo copas en una de las discotecas del paseo marítimo.

    Estoy agotada. Esas dos pequeñas criaturas me gastan toda la energía. No hace mucho que los cuido, pero les he cogido en poco tiempo mucho cariño. Y creo que es recíproco. Sobre todo Eloi, quien, cada vez que aparezco por la puerta, viene corriendo a abrazarme lo más rápido que puede.

    Sus ojos se iluminan al verme; son tan inocentes…

    —Juga. Juga. ¿Mi? Saaaaurio —me preguntaba esta tarde impaciente con un juguete en forma de dinosaurio en la mano.

    Su hermano Pablo es más tímido, pero es un gran pequeño pintor. En una cajita guardo todos los dibujos que me regala.

    —Mira. Y esta eres tú. Y este soy yo. Y esta mamá. Y este Eloi. Y… —decía emocionado señalándonos a cada uno de nosotros en el dibujo que había pintado minutos antes.

    Acabo de pasar por la relojería. Esa que hace esquina en el paseo a la altura del faro. Conozco a su dueño, don Pedro. Falleció recientemente. Se portó muy bien conmigo. Me ofreció trabajo durante un tiempo. Tenía unos relojes preciosos.

    Aún recuerdo aquel mostrador alargado lleno de manecillas y artilugios propios de una mente disparatada como la suya. Sin olvidar ese delantal azul marino que le acompañaba todos los días, y su alargado y profundo bolsillo donde almacenaba desde un par de chicles de mora o unas pilas de botón, hasta un diminuto destornillador de estrella.

    Giro a la izquierda, camino durante unos minutos y llego al portal. A pocos metros, se ubica la peluquería de Julia.

    Ella es una de mis mejores amigas. La conocí al poco de mudarme aquí. Hace unos meses se casó con su mujer. ¡Menuda liaron! Fue una ceremonia muy especial.

    Somos tal para cual. Podemos llegar a estar horas y horas hablando mientras atiende a las clientas. Su peluquería es todo un baúl de cotilleos y noticias frescas, aunque la mayoría de estas informaciones las aportan las personas que acuden allí. Cada día hay nuevos rumores sobre celos, infidelidades, sexo, peleas, lloros, familias enfrentadas, arrepentimientos…

    Julia es una chica solidaria y risueña; es un cielo de mujer.

    Todos los sábados al mediodía acude a un comedor social. Es un trozo de pan. La adoro. Y ella a mí, también.

    Saco el llavero del bolso y busco la llave correcta.

    Abro la puerta y veo cómo Agustín, mi vecino, el gallego, sale con una chica del ascensor. Él es un estudiante de veintitrés años. Está estudiando su tercer año de ingeniería marina en la universidad de aquí gracias a una beca. Ya no le queda mucho para acabar. Creo que a mediados de junio tiene los exámenes, pero, si consigue un trabajo, se quedará a pasar el verano.

    —Hasta luego, Cala —se despide saliendo del portal.

    —Adiós, cielo —le continúo.

    Subo en el ascensor, aprieto el botón y se cierran las puertas de inmediato. Mi rostro cansado se refleja en el espejo.

    Se detiene en el segundo.

    Es doña Puri. Su batín rosa y pelo rizado son inconfundibles.

    Sostiene con una mano el asa colorida de la bolsa de basura. La otra, la tiene escayolada.

    Según se rumorea en el vecindario, se resbaló mientras fregaba y se le inflamó el brazo. Y ahí está, como de costumbre, mirándome por encima del hombro y con cara de asco.

    —Subo, si quiere ahora se lo envío —le propongo.

    —Tú tenías que ser… ¡borracha!

    Sin mediar palabra se cierran las puertas, pero nuestras miradas permanecen intactas. No me dejo amedrantar por ella.

    Esta señora tan particular e impertinente es la persona más cascarrabias del edificio (bueno y, seguramente, me atrevería a decir… que de todo Puerto La Sal).

    En el vecindario estamos hartos de ella.

    Siempre con los mismos comentarios…

    No deseo la muerte a nadie, pero si fuera el caso, ya te anticipo que no lloraría. Intento ser comprensiva, pero mi paciencia se acaba. Siempre tiene preparada una palabra fea o un mal gesto que cuando menos te lo esperas lo saca a relucir.

    Aun con todo, me da lástima. Está sola. Nadie viene a verla.

    Y cuando estoy a punto de girar la llave en la cerradura, alguien me tapa los ojos y brinco del susto.

    —¿Quién soy? —me pregunta riéndose entre dientes.

    —¿Doña Puri? —le respondo sarcástica.

    Sé quién es. Reconozco su voz.

    El corazón me late a mil por hora.

    Retira sus manos de mis ojos y me besa en los labios.

    Sonrío nerviosa y me doy cuenta de que se le ha quedado impregnado un poco del pintalabios. Se lo quito con el dedo mientras me mira con su uniforme de trabajo y pelo corto.

    Me sonríe y le desabotono el cuello de la camisa; y le regalo un beso dulce en el cuello. Me encanta cómo huele.

    —¿Por dónde has aparecido?

    —Subía por las escaleras y te he visto.

    Me agarra por la cintura.

    —Tenía ganas de verte —confiesa.

    Acurrucados cruzamos la puerta, enciendo la luz y nuestros caminos se dividen: él a nuestro dormitorio, y yo a la ducha.

    Y te preguntarás quién es él. Y te entiendo. Yo hace unos meses cuando le vi allí, también me lo preguntaba.

    Es Shiran. Mi chico. Llevamos varios meses saliendo y nos entendemos muy bien. Su familia es de Nigeria. Vino aquí hace cinco años y está trabajando en la secretaría del ayuntamiento.

    Compartimos piso desde hace un tiempo.

    Nos conocimos en un local de estos de estilo alternativo al atardecer. Él estaba detrás de la barra sirviendo cócteles, sustituyendo a uno de los camareros que había enfermado horas antes; su amigo era el dueño del local.

    —Chacha, ¿viste a ese? ¿Próxima conquista? —me intercedió Julia nada más entramos por la puerta, cogiéndome del brazo y señalándome con la mirada a un chico que estaba apoyado en una de esas típicas mesas altas de garito.

    —¡Ay! Paso. Ya lo sabes. —Le miré de reojo. No estaba mal.

    —Ay mi niña, ¿y ese alto…, rubio…? Está mirando acá —me insistió y me lo señaló disimuladamente con el dedo. Bailaba en un pequeño grupo—. Seguro que piensa… ¿por qué no se me acerca esa lindura que me está mirando? —bromeaba.

    —Déjalo. Paso. Ya te lo he dicho. —Y desvié la mirada.

    Caminamos hacia la barra y, a cada paso dado, teníamos que esquivar a aquellos que caminaban a contracorriente deseosos de salir un rato a tomar el aire y no morir asfixiados.

    Hacía calor y había bastante gente.

    Era verano y las ráfagas de luces de diferentes colores iluminaban la pista. La gente se lo estaba pasando en grande.

    Y de repente, la mano de Julia impactó en mi barriga.

    La desgraciada hizo que frenara en seco.

    —¡Ños agüita, mi niña! ¿Viste? —me preguntó siguiendo con la mirada a una chica que se acababa de cruzar por delante de nosotras. Aún desconcertada por el impacto, me giré hacia ella y le dije que controlara la fuerza. Me había hecho daño, pero no me escuchaba, ella seguía con la mirada fijada entre las curvas y las nalgas de esa chica. Era mona. Y más joven que nosotras.

    Desde los altavoces situados en los extremos del local surgieron las primeras notas. Era nuestro momento.

    Siempre lo vivimos como si fuésemos artistas internacionales; en tarima, pista o en cualquier otro lugar…

    Nuestros bailes nos han hecho saltar a la fama, ganar una ronda de chupitos o recibir los aplausos del público. Juntas. Mano a mano. Nadie se resiste a nuestros movimientos.

    O eso nos creemos…

    —Julia, ¡escucha! —le intercedí interrumpiéndole en su entretenimiento de ver cómo se contoneaba aquella chica. Su pelo pelirrojo descendía en cascada por su espalda y sus movimientos hipnotizaban a toda persona que se quedara un par de segundos mirándola. Ella permanecía indiferente.

    Al ver que no me miraba ni reaccionaba a lo que le decía, la agarré por los brazos y la zarandeé ligeramente. En un abrir y cerrar de ojos me estaba crucificando con la mirada. Le había jodido la diversión, pero bueno…, de inmediato, se dio cuenta del motivo de mi insistencia y me sonrió.

    Me reajusté el vestido y liberé mi pelo rizado sacudiéndolo sutilmente con la mano. Ella también hizo lo mismo.

    E hicimos gala del motivo de nuestra fama.

    «Los nervios se apoderan de mi cuerpo…».

    Nuestros pies danzaban al ritmo.

    Un par de personas se nos quedaron mirando.

    Al tiempo, unas más se acercaron.

    Cerramos los ojos y nos dejamos llevar. Mente en blanco.

    Nada importaba, solo nuestros movimientos.

    Ni el calor. Ni las miradas. Ni el tumulto de gente entrando y saliendo del local. Todo se relativizaba. Y, de repente, una explosión de tiras de colores a modo de confeti inundó la sala.

    Abrí los ojos. Tenía tiras por todo el cuerpo.

    Julia seguía bailando como una niña con zapatos nuevos.

    Y un pequeño círculo de gente nos rodeaba.

    Me sentí observada.

    Y no precisamente por la gente de nuestro alrededor.

    Alguien analizaba mis movimientos, pero no sabía quién.

    Mis ojos recorrían toda la sala… de cabo a rabo.

    Fue al rato cuando me di cuenta. Le vi y nuestras miradas se cruzaron. Él me sonrío. Yo me puse nerviosa, e intenté disimular como bien pude. Nunca se me dio bien fingir.

    Julia, que ya llevaba un rato con los ojos abiertos y se estaba enterando de lo que estaba sucediendo, me cogió de la mano como quien arrastra una maleta y me condujo por la pista sin consentimiento alguno, argumentándome que ya era hora de que volviera a enamorarme, que ya había sufrido demasiado como para seguir negándome al amor.

    Ella permanecía delante, atravesando el círculo que se había creado y apartando a quien se encontraba a su paso. Yo, detrás, agarrada por su mano, dejándome llevar por inercia y meciéndome entre los empujones de la gente.

    Shiran, que estaba apoyado en la barra, se reía por la escena que estábamos formando en mitad de aquella pista.

    —Un cóctel, ¿morena? —me preguntó sonriente.

    Pero se hizo el silencio.

    —¡Qué sean dos, mi niño! —irrumpió Julia a toda velocidad.

    —Dile que no se esconda que, aunque tengamos la fama de matar animales vivos para después comérnoslos, ahora de momento no me como a nadie. No tengo hambre —confesó sarcástico mirándome de reojo. «Qué estúpido», pensé.

    Y, como de costumbre, mi amiga, tan natural y espontánea como es, asumió el papel de «celestina» y entabló conversación con él mientras yo me mantenía al margen y leía la carta de cócteles. Pasaba de historias de amor. O eso creía.

    Y así estuvieron durante un tiempo.

    —Chica invisible, ¿puedo decirte algo? —bromeó.

    —Dime —le contesté cortante.

    No me hizo gracia el tonito

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