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Una Historia Para Ser Contada
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Una Historia Para Ser Contada

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“Una historia para ser contada”, es una novela basada en hechos verídicos, donde predomina el diálogo, desde los cuales lleva al lector a imágenes como sacadas de escenarios de grandes películas o series documentales de televisión. Se hacen descripciones casi exactas de hechos cotidianos con una precisión a lo “irreal de lo real”. Se mueve, además, sobre contextos históricos de una nación y da pautas de los sufrimientos de una sociedad que sucumbe en el hambre y la miseria por ideas torcidas y descabelladas con la única pretensión de cerrarle el camino al género humano, por otros hombres como rectores de esta (la sociedad).

En ella encontrará símbolos que señalan a un régimen que se tambalea en el “Limbo” sin nunca precipitarse al vacío y simula la limpieza corporal como medio de librarse de la carga que pesa sobre sus hombros que a este tipo de sistema conlleva, generando en “el hombre de a pie” un resentimiento y por ende el tratamiento dado a estos que, sin perder el miedo, se atreven a expresar lo que sienten, que no son más que el remedo creados por ellos mismos, dándole un carácter de opositor.

Se abrirá ante sus ojos el arte de la cocina, llevadas a cabo en algunas regiones del país, devenidas en tradiciones, aumentando así su saber hacía esta bella isla que se enclava como llave del continente Americano.

Súmele, el que lee, que podrá hallar pinceladas de fraternidad y amor por las cuales pueden pasar a lo largo de su existencia, como también “brochazos” de ese quehacer artístico del hombre a través del tiempo, haciendo que al final de la lectura de ella (la obra), no solo se grave en sus memorias los hechos acontecidos en el mundo moderno, sino, también, de algunas obras y autores, contribuyendo con ello a despertar la sed por el conocimiento de la cultura universal.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento2 jul 2019
ISBN9781643340883
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    Una Historia Para Ser Contada - Juan Rufino Gonzalez

    cover.jpg

    Una Historia Para Ser Contada

    Juan Rufino Gonzalez

    Derechos de autor © 2019 Juan Rufino González

    Todos los derechos reservados

    Primera Edición

    PAGE PUBLISHING, INC.

    Nueva York, NY

    Primera publicación original de Page Publishing, Inc. 2019

    ISBN 978-1-64334-086-9 (Versión Impresa)

    ISBN 978-1-64334-088-3 (Versión electrónica)

    Libro impreso en Los Estados Unidos de América

    Tabla de contenido

    Capítulo 1

    Capítulo 2

    A mis hijas, por la que he dado parte de mi vida.

    A mis padres

    A Eduardo Alvares Rodríguez, que a pesar de no compartir las mismas ideas fue capaz de mantener una amistad hasta el día de su muerte, lo cual lamento como hermano no haberle dedicado su último adiós.

    A Amauris Peña.

    A mi esposa

    A mi Dios, por poner en mis labios la palabra precisa.

    A mis abuelos que ya no están, pero que dejaron en mi ese hálito de esperanza.

    Y a todos aquellos que sienten y luchan por un mejor mañana.

    Una larga carretera se hacía espacio en el reducido poblado rural, al frente y a la orilla de esta, dos pequeñas casas poco acomodadas, decoraban el lugar. Una cerca a mal traer colocaba la separación de un bello y verde pasto en el cual se podían divisar algunos animales de ganado mayor, problema tal que había ocasionado varios accidentes a los choferes que con frecuencia transitaban por el sector. Aquí, pero más a la izquierda, un camino, si se podía llamar así, en dos canarreos indicaban la existencia de una determinada comunidad o barrio que se abriría en cierto momento más adelante, por ello, también, lo indicaba un cartel caído que parte de sus letras se escondían entre el hierbazal que se levantaba en una de sus sendas, Sirio Viejo, parecía decir.

    En la banda contraria un conjunto de edificaciones que con letras no menos raídas que una vieja fotografía se podía leer: Escuela Politécnica Las Maravillas. De allí había salido Juan con una camisa blanca, zapatos negros y negro pantalón, hasta uno de los márgenes de esta vía, que era la parada que llevaba a un pueblo unos cuantos kilómetros más al norte, en su porción sur se dirigía a una pequeña playa de arenas oscuras muy demandada por los habitantes y cercanías, principalmente en los tiempos veraniegos.

    No tuvo que hablar, alguien de tez morena accionó su brazo como asintiendo que era la última persona para tomar el ómnibus (conocidos como Guaguas). Miró hacia atrás y se fijó en uno de los bordes de un puente de desagüe de la misma, estaba vacío y se preguntó ¿por qué las personas no estaban sentadas en el sitio, siendo ideal para hacerlo, a la falta de techo y bancas?, movió los hombros en forma de duda y se acomodó en la soledad, mientras otros hablaban en voz alta a más no poder. Su vista se dirigió a uno y otro punto de la desierta pista, pero algo llamó su atención, por el camino que descendía del llamado Sirio Viejo apareció una pareja de hombres, uno de ellos entrado en años y el otro, un joven que apenas rebasaría los 20 años de edad. Después de hacer un sin fin de maniobras para que sus pies no se enfangasen lograron tocar suelo asfaltado y se encaminaron hacia el grupo de personas que esperaban la trasportación.

    —¿Último, por favor? — se escuchó preguntar al más joven.

    —Yo — dijo Juan, elevando la voz para que le alcanzaran a oírle. El anciano fue el primero en dar la vuelta y le apuntó con mano temblorosa. Juan hizo un gesto en forma de afirmación.

    —Ven, abuelo — le dijo —. Sentémonos acá.

    Juan bajó su equipaje de color amarillo, para hacerle más espacio a los que serían sus acompañantes, al sentarse el joven se volvió hacia Juan y sin que este profiriera una palabra le expresó:

    —Vine a acompañar a mi abuelo, él es de allá adentro y era dueño de la panadería que está en el poblado, casi todos los fines de semana viene, lleva algunos panes, visita a sus amigos «y mira con nostalgia lo que en una época le perteneció», pensó Juan — y mis tíos que aún quedan por acá. ¿Y tú, eres profesor de la escuela?

    —Sí — dijo entre dientes mirando la soltura con la cual se desenvolvía aquel joven igual que él — pero no soy de estos lares.

    —Ya lo sé, yo soy profesor también, ¿seguirás estudiando?

    —¡Claro! — esta vez sí se animó. —. Mañana ingresaré a la Universidad.

    —¡Ah! Yo también, a lo mejor nos vemos en ella.

    —Sería bueno, por lo menos ya iré con alguien, a quien acabo de conocer, pero no es lo mismo que tener que estar buscando amigos o ver a quien conozco, ingresaré en la especialidad de Historia y Ciencias Sociales.

    —Bueno yo también soy de Historia…— dijo como dudando.

    —Pues trata de ingresar para poder estar juntos.

    Un movimiento se produjo en las personas que esperaban, Juan hizo un gesto con su mano izquierda y con ella apuntó el vehículo que se acercaba, se pusieron de pie y avanzaron hacia la fila que ya se formaba. El largo bus se detuvo y comenzaron a subir.

    —Dinero en mano, caballeros — se escuchó decir al chofer. Así fueron avanzando hasta acomodarse dentro de él. El ruido exagerado del motor le daba la notificación a todos que ya estaban en marcha, y los quejidos de los neumáticos le decía a los pasajeros cuando se detenía. Por fin, después de media hora se divisaron las primeras casas del viejo batey azucarero.

    —¡Me quedo en esta parada, chofer! — gritó el joven para que se efectuara la misma.

    —Ya sabes, nos vemos; ¿Cómo te llamas?

    —Juan — dijo moviéndose para que ambos pasaran —. ¿Y tú?

    —Eduardo.

    Los pocos conocidos y el momento se olvidan, pocos pueden retener en la mente para decir mañana, se quién eres o de dónde vienes, las cosas pasan, pasa el tiempo y muchas veces lo que hoy fue, mañana no lo es, porque en la vida, nada, nada es absoluto, por ello, unos mantienen viva sus memorias y otros la borran, los primeros son capaces de mantener cientos de fechas onomásticas, solo para tener esa satisfacción, al llegar ese venturoso día, hacerlo conocer por programas radiales de carácter social y sentirse feliz que fue él o ella quien dio la primera felicitación y no cabría discusión que el sexo femenino son las más adictas a esto, sin dejar de olvidar a los grandes o pequeños actores que tienen que dejar sin medidas y en enormes galas, el uso de sus memoria; tampoco olvidemos a los que se dedican a actividades detectivescas y por ende también a los historiadores que tienen que gastar parte de sus neuronas en grabar fechas de determinados sucesos de escala universal que marcaron un hito en la historia. Pues bien, a esto era a lo que se dedicaría Juan, a investigar y enseñar ese pasado de la generación humana. Y a pesar de no tener una memoria escasa los acontecimientos de este día volaron de su mente como el halcón que deja atrás el nido para nunca más volver.

    Tuvo que tomar otro auto de alquiler para poder llegar al pueblo que lo había visto crecer, los caminos no eran sencillos, el viaje, detenerse en Poblado, que era el nombre del místico lugar y mirar a todo lo largo de aquella calle que lo sacaría a campo abierto, para que entre grandes cañaverales y árboles frutales se abriera aquel Sao donde se levantaba un pequeño barrio llamado Batey, de varias casas y una bodega que era lo más distintivo del consejo residencial, pero se era feliz, los vecinos, eran vecinos, la paz reinaba y después de estar ausente por un mes o quizás menos era motivo de alegría para todos, lo cual se dejaba manifestar con sus besos y abrazos. Era como si hiciera años que no los veía, se armaban las mesas de los juegos preferidos, las Damas, el Ajedrez o el célebre Dominó y como era lógico no faltaba la típica botella de ron para los adictos, para alegrar las noches con un trago al strick, como se conociera en cualquier bar, pero sin el característico hielo.

    —¡Vaya un trago! — dice uno de los amigos extendiendo un vaso hasta Juan que ya estaba en posición de una de las posiciones para comenzar el juego tradicional.

    —Un trago nada más, caballero, un trago, mañana tengo que levantarme temprano para ir hasta la ciudad y matricularme en la Universidad.

    —¡Vaya! ¡Ja, ja, ja!, el científico del barrio, te vas a volver loco — dijo quien le había brindado.

    —¡Salud! — dijo otro levantando su vaso.

    —Nada, caballeros, que el hombre ha despuntado, dentro de poco también se irán, en cuanto terminen la casa que tienen en Poblado, así que disfruten estos momentos que pronto, si te he visto, no me acuerdo.

    —No digan eso, caballeros, me doblo al dos, nosotros seguiremos siendo los mismos. ¡Vita! — llamó — ¡Vita!, oye lo que dice Wilber, que cuando nos marchemos de aquí no nos vamos acordar jamás de ellos.

    Los verdes ojos de la bella mujer relampaguearon al mostrar su rostro a través de la puerta que daba al patio, sitio donde se efectuaba el juego y debajo de los árboles que sombreaban el mismo.

    —Él sabe que yo seguiré trabajando en la tienda (forma en que se conocía la bodega), así que no nos iremos del todo, quedará algo de nosotros por acá.

    En todos niveles literarios siempre se ha dicho: La madrugada, el día, la tarde o la noche sorprendió a.… Pero nunca lo contrario, como en este caso, pues es Juan quien sorprende a la madrugada, la media noche lo atrapó preparando los documentos para partir, miró el rincón donde descansaba una vieja, pero bien preparada bicicleta, transporte de gran uso de los lugareños, el pesado camino del día anterior ya no lo sería, esta vez sería más divertido, vinculado sincrónicamente al sube y baja de los pedales, asociado a gran equilibrio del cuerpo humano. Ya las piedras del camino no rebotarían en la punta de sus zapatos, se convertirían en simples baches o serían pellizcadas por las llantas que las harían rebotar a metros de distancia, la noche era clara, la luna permitía divisar en la distancia con un alcance mayor de los trecientos metros, un animal o alguien que se acercara, podía verse sin dificultad, a no ser que caminara por la orillas de las llamadas Guardarrayas, espacio divisor de cada uno de los campos de caña que estaban a cada lado del corredor.

    Las primeras luces parpadearon a lo lejos, las primeras luces del pequeño pueblo donde dejaría su simpático transporte y donde tomaría el ómnibus para dirigirse a una ciudad mayor, donde se abriría paso a los estudios universitarios. Ese era su objetivo, realizar su inscripción o matrícula como aquí le llamaban. Giró en una de sus calles donde se podían observar como espectros abandonados varias casas que estaban en construcción, hizo su parada en una de ellas y colocó la bicicleta en una de lo que podría ser una de la habitaciones y entre sacos de cemento la estacionó, no sin antes encadenarla a un tablón que se afianzaba debajo de un gran peso y cubrirla con una gruesa lona que además también protegía de la humedad al cemento y lo mantenía seco evitando cualquier eventualidad de que le cayera un poco de agua, por los vientos característicos de la región, a esta parte le había colocado un techo provisional para resguardar los materiales.

    Echó un vistazo a su alrededor y le pareció que todo estaba tranquilo, se dirigió a la calle sin asfaltar. No realizó inspección de nada, era demasiado oscuro y allí nada se podía ver, razón tal por la que tampoco podría describirse el recinto.

    Sus pasos le llevaron a la avenida principal, poco iluminada, a pesar de la hora de la madrugada; una ligera carpeta pendía de su mano izquierda, donde, desde su punto de vista, estaban todos los documentos que se exigía para su inscripción, lo más rápido que pudo descendió el trayecto que le llevaba a la terminal o punto de partida para su destino. Ya, y a contraste de la hora, había varias personas en espera del transportador, alguien sin proferir palabras le indicó con el dedo detrás de quien debía colocarse.

    —Eres el quince — le dijo la persona señalada. Su mirada recorrió la cantidad que allí estaban, y sí, todo estaba en regla, solo quince con él.

    Tiempo después llegó una joven a la cual él conocía muy bien, quien no era otra persona que la acomodadora para el primer viaje que se efectuaría a estas horas de la madrugada. Le saludo sonriente con la mano, a lo que él respondió asintiendo con la cabeza.

    Un enorme tropelaje se formó, el caos se abrió paso entre los presentes, la discusión por las primeras ubicaciones fue tema, trayendo consigo empujones golpes y gritos, todo porque muchos de ellos realizaban ventas de sus posiciones o números. Él sencillamente ocupó una posición en espera de lograr pasar por el ventanillo donde le daba aquel minúsculo papel con un número determinado para el orden de entrada y ocupación de los asientos y no tener que desplazarse de pie durante hora y media, que duraba el trayecto.

    Por fin, dentro de esta odisea, llegó hasta la abertura que recibiría el famoso ticket, por el cual tantas personas se aglomeraban y peleaban. La mano de la joven se deslizó debajo de la mesa en la cual se encontraba sentada y con una sonrisa le colocó un trozo de papel entre las suyas. Por unos segundos quedó como si hubiera sido alcanzado por un rayo bajado desde lo alto del Cenit para ir alojarse del otro lado de la pared.

    —¡Vamos mijo muévete! — dijo la señora que le seguía —. ¡Ñock, tremendo bobo! — fijó la vista en ella —.¿Qué me mira? — la regordeta figura de la mujer se asemejaba a una pizza sin terminar de hornear, movió los hombros en señal que poco le importaba y avanzó por el pasillo improvisado de hierros, alrededor del cual se aglomeraban varias personas en busca de uno de aquellos boletos que les permitiría realizar su viaje de tan esencial necesidad, al salir sus ojos se fijaron en el número entregado. El veinticuatro.

    Era difícil de creer la dura situación que cada vez más caía sobre el país y la degradación que se hacía patente en la ciudadanía. Mirando el turno, como le llamaban, se pudo darse cuenta que detrás había algo escrito, le volteo y en letras pequeña logró leer: Buenos días, señor. Una iluminación fugaz pasó por su rostro, entonces, ¿Cuál sería a su verdadero número? Minutos más tarde se enteraría entre grandes gritos de desesperación. Miró hacia atrás, una gran algarabía continuaba en la nombrada taquilla.

    —Esto es un descaro — decían unos.

    —No se puede más — decían otros.

    Una pancarta se levantaba frente a la estación, mostraba el rostro sonriente del líder principal y mandatario del país, muchos le miraban como diciendo que era el único causante, pero nadie, absolutamente nadie, se atrevía a mencionar su nombre o a decir algo que empañara su imagen, pobre de aquel que osara manifestarse en contra de su figura que había sido acatada como si fuera un Dios.

    El ronquido del ómnibus sacó nuevamente a todos de sus casillas, y se lanzaron hacia la puerta de entrada como un enjambre de abejas se lanza en pos de un intruso que interfiere en su colmenar. Los números comenzaron a ser cantados como se decía popularmente, hasta llegar al veinticuatro, Juan se movió con ligereza tal, que rebasó el gran número de personas que estaban delante de él, como hilo que pasa a través del ojo de una aguja.

    —¿El veinticuatro? No puede ser — gritó la señora que instantes atrás lo había empujado al pasar por el cepo como también era llamado el enrejado pasadizo —. Si yo tengo el sesenta y ocho y él iba delante de mí, Que descaro. ¡Caballero!

    Juan se volvió rojo de rabia e iba a contestarle diciendo el número que ocupaba, pero que con todo lo ocurrido y por no lanzarse a aquel desmán, porque no tenía otro nombre, había caído tan atrás, pero una suave mano cayó sobre su delgado pero fuerte brazo, Juan no era de dobles complexiones, introdujo su mano en el bolsillo, la extendió hacia el chofer cobrador y en un leve susurro dejó escapar.

    —Gracias — calzó sus lentes y buscó un sitio donde acomodarse.

    Aun el alba estaba quieta, quien sabe en qué rincón, cuando hizo su arribo a la ciudad, la fresca madrugada pegó sobre su adormecida faz, respiró varias veces hasta eliminar por completo aquel olor nauseabundo a gasolina que lo traía a punto de echar afuera el café que le había hecho la abuela horas atrás. Movió su cabeza de un lado a otro, cruzó la calle y su vista se alzó al compás del muro que se levantaba a su izquierda, detrás del cual se abría un amplio terreno de baseball, previsto para los grandes eventos nacionales o de gran envergadura. El pobre o misionero se encontraba más abajo, justo al frente de donde se dirigía, tampoco sabía que en aquellas pequeñas gradas iban a acontecer grandes eventos de su vida, donde se consagraría una gran amistad entre varios jóvenes, no por mucho tiempo, pero sí por un lapso de parte de los estudios universitarios y entre cinco estudiantes que entre los demás jocosamente llegaron a llamar La Pentarquía, haciendo alusión a los mediados de los años treinta del siglo XX, donde se unieron cinco grandes señores en un gobierno que codujo a la nación a las elecciones de 1940, llevándose además la redacción y aprobación de lo que se conoce como la carta magna más democrática de su tiempo y de América Latina.

    Sus pies tropezaron al pasar la entrada principal.

    —¿Sucede algo señor…? — dijo quien parecía la custodia del lugar.

    —Juan, — dijo él, apretándose la pierna derecha —. Me ha fallado.

    —¿A dónde se dirige?

    —¿Dónde queda la secretaría?

    —Ah, ¿usted será de los nuevos?

    Juan asintió.

    —Pero es demasiado temprano, hasta las ocho no llega nadie.

    —No importa, esperaré.

    —Será el primero — dijo ella dejando escapar una leve risilla. — Es allí — y apuntó con el dedo uno de los edificios —. En el pasillo que tiene al frente están los baños, por si los necesita.

    —Creo que me echaré a dormir en cualquier parte.

    —Tiempo tiene, además se lo aconsejo — y miró el reloj que portaba en una de sus muñecas. —Faltan dos horas y medias.

    Los entre sueños hacen vagar, vamos, sin querer de un lado a otro, peleamos o le damos un beso a quien acabamos de conocer, sí, así es, nadie sabe cómo la conserje de aquel lugar después de haber hecho un recorrido llegó hasta donde estaba sentado y le decía que todo estaba tranquilo y podían conversar. Ella se había apoyado en su pecho y le animaba con frases bonitas. Seré para ti la mujer que nunca has tenido Moriré a tu lado y tendremos muchos, muchos hijos.

    Paseó junto a ella por bellos parajes, bosques, acampadas en pequeños lagos, de repente se detuvo como empujado por una fuerza invisible, "no, no, no, nada de aquello podía suceder, ella era varios, varios años mayor que él, y lo más seguro era que ella tenía hijos de su misma edad, pero le aseguraba que se quitaría los años y sería tan joven como él.

    —¿¡Queee!? — dijo dando un salto en la banca en que estaba.

    —¿Se asustó? — le dijo una bella joven con gruesos cristales. — Yo le hablé y se le cayó la carpeta, parece que usted estaba soñando con una mujer.

    —¿Dije algo? — preguntó apenado, mientras tomaba el objeto caído. Ella se rió y su rostro se ruborizó un poco.

    — No nada, puede estar tranquilo, me dijo la señora — y apuntó a la mujer que en aquellos momentos pasaba por delante de ellos —. Que usted hacía rato que había llegado, espero que quiera matricularse.

    Frunció el entrecejo, la duda se apoderó de él y en ningún momento trato de ocultarla.

    —¿Espero?

    Ella titubeó un poco sin razón aparente.

    —Fue una manera de expresión… por decir algo.

    La posición en que se encontraba Juan no le permitía ver lo que sucedía en el pasillo que estaba a sus espaldas, ya el sol se había elevado y comenzaba a correr por el firmamento, algo bajo en el horizonte pero con suficiente luz que permitía que la sombra del edificio de dos plantas se reflejara varios metros en el interior de una plazoleta, en donde en uno de sus costados estaba enclavado el busto del prócer mayor del país, acompañado de un asta de la cual no pendía insignia ninguna, quizás porque las clases no habían comenzado o por la hora de la mañana.

    —Vamos — dijo apuntando con el dedo a sus espaldas, el giró la cabeza y alcanzó a ver que una señora de aproximadamente de unos cincuenta años hacía su entrada.

    Se detuvieron en el umbral de la puerta como tocados por una descarga eléctrica, la voz ronca y pesada de aquella mujer los detuvo. Juan miró a la muchacha que ahora le acompañaba y no pudieron evitar que una sonrisa pasara por sus labios, había dicho que sí eran nuevas matrículas tenían que esperar, retrocedieron dos pasos para quedar nuevamente en el pasillo y continuaron charlando mientras esperaban su llamada, los temas iban y regresaban comenzando por procedencia, escuelas de la que venían y así por el estilo, hasta que nuevamente aquella voz ronca los hizo mover de golpe.

    — Ya pueden pasar, ¿andan juntos?

    —Sí — dijo ella sin pensar —. Bueno…

    — Sí — afirmó Juan.

    — Entonces atenderé a las damas primero, como pienso que haga el caballero.

    —Sí, yo, yo…

    —Los yoyos son para los niños. — y al tratar de reír salió de su garganta una tos flemática, probablemente producida por el cigarro que ya a esta hora de la mañana pendía de sus dedos.

    —Claro, ella es mi compañera y no permitiría otra cosa.

    —Gracias — dijo ella opacándose el brillo de sus ojos bajo los gruesos cristales.

    —¿Ustedes saben si hay alguien más?

    — Solo nosotros.

    Comenzó toda la documentación basada en preguntas y respuestas, entrega de certificados, identificaciones y, por último:

    —Jueves, ya que ustedes van a tomar el curso para trabajadores, los jueves serán sus encuentros, cada dos semanas y teniendo en cuenta la necesidad de la universidad. la cual le será notificada.

    —Parece que han llegado más — comentó Juan a Elisa, era el nombre que le había escuchado decir.

    —Es usted un poco fijón, ¿no? — dijo la voz de trueno, que a todas estas se perfilaba como la secretaria de lo que pretendían comenzar.

    —Se lo decía a ella — dijo con un poco de temor o quien sabe respeto — Es que cuando llegamos no había nadie, solo nosotros.

    — Pasen buenos días — y su mano trataba de apartarlo y divisar la puerta —. El que sigue — dijo dejando caer los brazos sobre el buró.

    —Es un poco salido del tiesto, el mal alimentado este — palabras que fueron escuchadas por él antes que sus pies fueran puestos en la plazoleta que conducía a la salida, quien ese momento hacia su entrada volteó la cabeza para mirar a la pareja, que se alejaba.

    — ¡Ah! ¿Y yo que hice o dije? Espérame, déjame arreglar esto — y giró con rapidez, pero la mano de ella fue también diligente para detenerlo.

    — ¡No! Vamos, deja eso, no te das cuenta que amaneció con el moño torcido. Tiene que ser lunática o algo por estilo.

    —O será del otro lado y tú le caíste bien y como nos vio juntos la emprendió conmigo — Juan sonrió, pero ella le requirió con severidad —. Perdón — titubeó — no quise ofenderte yo lo dije porque creo que fue eso lo que pasó.

    —Debiste haberlo callado.

    —Perdón, por lo que más quieras, perdón.

    Le tomó la misma mano con la que le había detenido y se la beso, ella no hizo resistencia y dejó que los labios de él rozaran lo suave de la piel de aquellas delicadas manos.

    A lo largo de la calle y en el césped crecía el Romerillo de forma silvestre, Juan se agachó y con mucho cuidado, arrancó varias flores haciendo con ellas un ramo, sus colores blancos y amarillo lo hacía ver hermoso.

    —Señorita — le dijo mientras se ponía de pie — ¿Me permite usted este ramo por el inicio de nuestra amistad?

    —Gracias caballero — y rieron al fresco de la mañana de principios de aquel septiembre de 1983. Pero no habían caminado media cuadra, cuando ella se detuvo de repente.

    —Tu carpeta.

    —¡Mis documentos!

    La suerte era, quizás, que estaban en línea recta, un escolar que caminaba por la acera ya la había tomado, Juan trotó hasta él y con amabilidad le dijo:

    —Niño es mía — apuntando hacia ella.

    —Yo me la encontré allí y usted me la quiere quitar — ella se incorporó.

    —No niño, fue que se nos quedó y regresamos por ella.

    —Mira hagamos una cosa — dijo Juan evitando que se convirtiera en una pelea, pero se colocó de manera tal que este no pudiera echar a correr —. Ahí hay varios documentos a mi nombre y aquí yo tengo mi identidad, si los documentos que están dentro no hay ninguno a mi nombre, es tuya ¿estás de acuerdo?

    El muchacho se agachó y abriendo la carpeta extrajo un certificado de color azul, y ya él había extraído de su bolsillo un pequeño libro a manera de un pasaporte y con la primera página abierta le mostraba al adolescente.

    —¡Juan! — dijo con el documento en la mano y tomando el que le mostraba — ¡Juan! — pero esta vez con voz más apagada.

    Le hizo entrega de ambos documentos y sin preocuparse de cerrar la carpeta que estaba en el suelo se marchó, hasta perderse en una de las esquinas, metros más adelante de la escuela que acababan de abandonar, no sin antes voltear la cabeza en varias ocasiones.

    —De hecho, va a llegar tarde a la escuela.

    —Si es que llega — acotó, terminando de cerrar la misma sobre una de sus piernas, haciendo galas de un gran equilibrista —. Estos muchachos, son de los que más temprano que tarde se convierten en delincuentes.

    Caminaron por las calles, pasaron por un improvisado puente que le hacía más corto el camino por debajo del cual cruzaba un arroyuelo.

    —¿Qué te parece?, ¡El Sena! — dijo el riendo.

    — Todo está desde el punto de vista que utilices, todo es bello, no estamos en la ciudad de las luces y no tenemos la torre Eiffel, aunque digan también que es la ciudad y el idioma del amor, él, está en todas partes e incluso antes que Cristo pasara por esta tierra.

    Juan le miró algo confundido, sabía que de solo mencionar aquel nombre podría traerle problemas.

    —Por favor, Isa — le había achicado el nombre —. No lo repitas más, guárdalo en tu corazón.

    —Veo que no te ofendiste — dijo para salir al paso algo asustada.

    —Hay en mi casa un cuarto lleno de ellos — se refería a los santos y ángeles — patrimonio de mi abuela y espero que tú tampoco me abandones — un ligero temblor paso por sus hombros, a lo mejor había cometido un error, error que sabía le costaría caro, adiós trabajo, adiós escuela, adiós todo, pero con solo mencionar su santo nombre, una paz interna le inundó.

    —Bueno — dijo ella — aquí nos separamos, ahí está tu terminal y yo iré a mi casa, hasta la una de la tarde no tengo que ir a la escuela.

    —¿Nos vemos el jueves?

    —Sí, claro, el jueves — dijo ella más calmada, pues las reacciones habían sido inversas, las de Juan habían sido de paz, para ella, después de sus palabras era como si hubiera pasado por un volcán.

    La terminal estaba llena y otro pedazo mecánico de aquellos estaba en el andén en espera de ser cargado, el regreso a casa sería sumamente difícil.

    Echó a andar para tomar uno de aquellos famosos turnos, la taquilla estaba vacía, hizo un ademan con la mano señalando el destino y la taquillera, que conversaba animosamente, lo atendió haciendo a su vez otro en forma de pregunta, el volvió accionar y ella lo complació y dirigiéndose a su interlocutora le comentó:

    —Parece mudo — a lo que él sonrió.

    En su mano tenía el 120, se dirigió a la tabla de información y con asombro vio que se encontraba en el 325, le habían dado número pasado, pero no, alguien a su lado sin hablar con él le disipó la duda.

    — Vaya!, 121 y está el 325, tiene que subir al 1000 y después 121 más — Juan se rasco la cabeza con desesperación.

    No le quedaba de otra, tenía que esperar y lo mejor que haría en aquel caso sería visitar a su amigo de infancia, que no vivía lejos de allí, sus padres se habían marchado al exilio y él había quedado sólo con su esposa, su padre había sido militar, pero al ver el rumbo que tomaba la revolución, desertó, lo cual fue tomado como una traición y por ende considerado como enemigo del estado y tomó la decisión de marcharse del país.

    —¡Dale, ven arriba! — se sumó la alegría, al conocer que a partir de ahora se verían más a menudo e incluso:

    —Domar el piso, si me coge muy tarde para regresar a casa, cuando empiece la universidad — y la palmada en el hombro acompañado de él:

    —No te ocupes, siempre entre nosotros habrá un rincón, el niño te cederá su cama. Así que olvida lo demás.

    El almuerzo fue animado, entre risas y las anécdotas del matrimonio, que, a todas estas, no lo conocía y el nacimiento del niño.

    —No se quedarán con uno, ¿verdad?

    —Nos estamos preparando — dijo Amauris —. Pensamos tener dos y si me sale hembra pues mejor, de los hijos se sale temprano. ¿No crees?

    —No sé, no sé — refirió Juan —. Aun no tengo ni con quien.

    —Pues a buscarla — intervino María, la esposa.

    —No quiero apurarme, a lo mejor por escoger todo se va al carajo, ¡Caramba! es demasiado tarde y a lo mejor se han pasado estos turnos.

    Nuevamente los abrazos y los besos se hicieron presentes pero esta vez en la despedida se incluyó el pequeño Yaidel, que no salía de sus brazos:

    —Vamos, nene — llamó la madre extendiendo los suyos, a la par del recogimiento de sus manitas y pegarse a su cuello. todos rieron al gesto infantil.

    —No, ¡y eso que solo llevo unas horas!, pues si me paso un día lo pierden — dijo mientras lo entregaba.

    Pocos minutos lo separaban de su destino y punto de partida, al pasar por uno de los edificios sonrió al recuerdo del abuelo: Clínica Loreto Recordó aquellos pasajes de su vida siendo un chico, cuando todavía este inmueble pertenecía a uno de los doctores y cirujanos más prestigiosos de la zona y donde lo habían separado de su amígdalas, instantes de ver quitarse y ponerse varias veces el sombrero a aquel señor que tanto quería y respetaba, como correr lágrimas por las mejillas de la abuela a su desecho de las comidas por no poderlas tragar.

    —Te me vas a morir — le decía. Y él por atenuar su aquella tristeza había comido aquella fuente de plátanos maduros fritos y carne estofada, el abuelo ya había partido, pero para suerte de él aquella regia señora, a pesar de sus años, preparaba al detalle cada una de sus pertenencias.

    Niño mimado — se dijo.

    La terminal estaba de bote en bote (expresión utilizada para expresar un lleno total) y para su salida le faltaban aún cien números, accionó la cabeza al estilo de lo que hoy podría llamarse un robot.

    Gran algarabía se formó al llegar al andén uno de aquellos ómnibus que tanto conocía.

    —En esta nos vamos — dijo alguien a sus espaldas, se volteó y observó una mano que se estiraba hacia él.

    —Ni soñarlo — dijo avanzando unos pasos — En dos o tres si acaso para ser más exacto, si logra salir las de las doce de la noche con buen viento.

    —No, no, en esta nos vamos, agarra — dijo entregándole uno de los turnos — y vamos que ya están por llamar — era poco conocido, no recordaba ni su nombre, sólo que era padre de una de las niñas que habían sido parte de sus alumnos.

    Se sentía cansado y algo adormecido. En la distribución, después de haber pasado por un laberinto humano, logró tomar uno de los asientos, pero por pocos minutos, en el abarrotamiento, justo a su lado se había parado una señora con su pequeño niño a la cual invitó a sentar.

    El viaje había sido tedioso, pero ya estaba de regreso y pedaleando, como le gustaba, rumbo a su casa en el campo.

    El resto de la semana y parte de la siguiente habían pasado con normalidad, sin apartar los problemas cotidianos que traían las escuelas internas de su país. Estaban en presencia del miércoles y los alumnos se preparaban para su salida quincenal que correspondía hasta el domingo siguiente, donde volverían a ser recogidos después de las horas del mediodía, cada profesor era responsable de un ómnibus hasta su destino y él estaba asignado a uno de ellos, iría hasta su pueblo y allí cada cual partiría justo a sus hogares, punto también en que culminaba su responsabilidad.

    El júbilo no se hizo esperar, los cantos y las risas se abrieron paso entre los adolescentes, actividad que sabía que poco podía participar, a no ser en el control de la disciplina. De pronto, el transporte se detuvo, él, que iba en la parte derecha del chofer movió la cabeza con la frente fruncida en busca de una respuesta, para encontrarla no hizo falta proporcionar la pregunta el rostro del conductor lo decía todo, algo andaba mal.

    —Parece algo en el cloche — forma en que se conoce el embrague de los carros standard.

    — ¿Sabes manejar?

    —Sí — dijo, reviviendo en su memoria las noches en que tomaba un camión de carga ruso marca Silk, conocida popularmente como V8, por la cantidad de pistones, y los tomaba para el tiro de caña de azúcar desde los campos alrededor de la industria.

    —Ven, aprieta el freno — mientras destapaba la cajuela donde iba el motor.

    Se movió con ligereza y sin atinar piso el pedal equivocado, como lógico el carro comenzó a moverse producto por un declive que había en el terreno que permitía el avance.

    — ¡¡¡El freno, comemierda!!! — trinó el chofer completamente asustado.

    Movido por un rayo se acomodó en el asiento del conductor y empuñando el timón apretó a fondo el pedal ordenado.

    —¡--, estás loco! No ves que podemos irnos por esa barranca — le dijo mirando hacia afuera a lo que también se conoce como farallones.

    El grito hizo un gran silencio, el leve aire que corría a mediados de aquel mes pudo oírse a través de cada una de las ventanillas y nadie sabe por qué los cristales se tornaron oscuros.

    —No sueltes el freno — le dijo más calmado, un grito de alegría y burla salió de los asistentes.

    —¡Vaya! — dijeron varios y alguien más osado escondiendo la cara, gritó en falsete.

    —¡El que sabía manejar, Vaya! — todos rieron.

    Un rubor enfermizo paso por el rostro de Juan, había caído bajo, algo impermisible era que le faltaran el respeto, como también sabía que ellos no podían verle pasar del rojo a la palidez, miró al frente por breves segundos, mientras que detrás continuaban las risas que lo sacaban de quicio, como entendía que tampoco lo podía demostrar. Habían pasado, quien sabe, no más de tres minutos, pero para él, oyendo a sus espaldas toda aquella burla, le parecieron más de veinte años.

    —Apriete el cloche también, gran manejador — dijo riendo sarcásticamente el chofer, las risas aumentaron y con la rabia contenida realizó la operación encomendada.

    —¡Ya! — oyó lejanamente —. Continuamos, sal — él no había oído —. ¡Sal te dije!

    No dijo nada, se separó del volante que lo mantenía apretado con fuerza tal que al aflojar la tensión de sus manos. Los tendones no respondieron, era como si un potente engrudo le hubiera pegado, con mucho trabajo logró que sus manos se separaran, por primera vez el hombre contempló su faz y la sonrisa maliciosa que estaba en sus labios se fue borrando poco a poco.

    —Perdona — le dijo —. No fue mi intención.

    Ahora estaba frente a los jóvenes que reían a grandes carcajadas, la expresión de Juan se tornó más rígida y con voz ronca, como si saliera de los confines de una cueva, preguntó:

    —¿Pasa algo?

    El sonido fuerte de sus palabras había sido como un choque en las caras de los estudiantes, muchos de los de los cuales las bajaron para seguir riendo.

    —¡Me hacen el favor de dejar el chistecito Está claro! — era una voz firme y sin resquebrajamientos, el silencio se hizo otra vez de golpe.

    —¡Nos vamos! — dijo alguien al sentir el movimiento del carro.

    —¿Quién fue el gracioso? — avanzando hacia el final por el estrecho pasillo entre los asientos —. ¿Tu?

    —No, profe, no fue con usted., es que ya nos vamos — dijo algo asustado, era un estudiante que en complexión podía ser más fuerte que él —. Es que esto se movió.

    —El caso es… — dijo echando su cuerpo por encima de otro estudiante para poder llegar más cerca de quien se refería — que el que estaba hablando era yo y cuando yo hablo nadie está autorizado para hablar, ¡Entendido! Este hizo un chasquido con los labios, lo que se conoce como chuparse los dientes.

    —¿Que, no te gustó? ¿Quieres ver cómo te quedas aquí y tus padres son los que tienen que venir a buscarte? — este miró por la ventana —. ¿Que no te gustó? ¿Quieres ver?

    —¡Deje eso profe! — grito el chofer.

    —No más falta de respeto ¿Ok?

    —Eso le pasa — refirió el conductor — a cualquiera, a cualquiera, venga siéntese — pero a él le parecía que no había terminado la frase: Que está comiendo bolas.

    Por breves minutos nadie se atrevió a hablar, ni incluso los que iban juntos en la misma posición. Una jovencita se puso de pie y avanzó hasta él y le dijo:

    —¿Puedo tocar?

    Una sonrisa pasó por su rojo rostro, volviendo a la normalidad.

    —¡Claro! Puedes tomar tu guitarra — los acordes de las cuerdas llenaron la sala rodante de defensa a defensa.

    La tarde caía con gran precipitación, como cae la fruta de un árbol al madurar, su responsabilidad terminaba, los frenos eran aplicados y la portezuela se abría, por la cual comenzaban a bajar el alumnado, no sin dejar de darse algunos empellones.

    —¿Alguien no quiere ir a casa? — se escuchó su voz colocando un poco de orden. Fue el último en bajar, se volteó y tomando su equipaje se despidió del chofer.

    —Ha sido un gusto.

    —Para mí también — le dijo mientras sus ojos se empequeñecían y una rápida y socarrona sonrisa pasaba por su rostro, pensando en que Juan no se había percatado, dándole unas palmadita en uno de los hombros en son de amistad.

    A estirar las piernas — se dijo, al colocarse frente a la calle que iba hacia las afueras del pueblo y se convertía en el camino que lo llevaba a casa, sabía que la madrugada lo esperaba de regreso, sería su primer día de estudio en la universidad dirigida.

    Para que describir en detalles el largo del camino, los tropiezos con las piedras y el susto de mirar sus zapatos por el daño causado, no había muchos más y tenían que ser los mismos, quien sabe qué tiempo, había que acudir a la tinta para colorear y al betún para lustrar, trabajo de la abuela, y a correr por los portales como solía decir.

    Dejemos eso y contemos un poco de sus bellas noches estrelladas en los campos de su país que parecían como si millones de luciérnagas se hubieran alzado en el firmamento, que sin su lumbrera mayor seguían siendo claras, como aquella, sin luna, que dicho sea de paso ni los propios astrónomos saben a ciencias ciertas porqué ella siempre da la misma cara o en ocasiones, también como aquella noche se había ido a dormir temprano.

    Los resplandores del día o la hermosísima alborada, recibieron a Juan al descender de su acostumbrado trasporte, las piernas algo adormecidas se negaban a su andar elástico y ligero. La circulación sanguínea fluyó nuevamente y como acabado de levantar estiró todo su cuerpo, el chasquido de sus articulaciones no se hizo esperar y su cuerpo comenzó a tronar como un edificio al que le colocan cargas de dinamitas para deshacerse de él, con la diferencia que las cargas en los edificios comienzan a detonar de arriba hacia abajo y en el caso de él había comenzado por los tobillos, sonrió o rió más que sonreír, atisbó a su alrededor, estaba sólo en aquel pedazo del largo andén, únicamente una banca delante de él con varias colillas de cigarros y algunos papeles con gran cantidad de grasa, como si la noche anterior, o días anteriores, personas hubieran comido algún alimento con cierta cantidad de ella. Un trozo muy cerca de su pie izquierdo le reveló que había sido el causante de ello, pizza, no más que pizza, se extrañó que los perros callejeros no hubieran acabado con aquel pedazo que estaba allí, echó otro vistazo en torno de él y ello también fue revelado como si fuera un detective privado, tan privado que solo era para satisfacer su propia curiosidad, la razón era obvia, debajo de la banca habían varios periódicos, más claro ni el agua, aquel sitio era, por lo apartado del resto, cobija de alguien que pasaba las noches allí.

    Sintió temor, quién sabe por qué, pero sintió temor y desechó la idea de acomodar su cuerpo por un rato en aquel lugar, levantó la carpeta que antes y en su primer viaje le acompañó, pues la había colocado en el suelo. A lo mejor también, porque el día no era dueño del entorno, fue otro de los motivos que hizo que un raro escalofrío recorriera toda su espalda. Se marchó tomando la misma calle para llegar a la sede universitaria.

    Otra vez el diminuto puente para atravesar el arroyuelo, a manera también de canal, muchos desagües de la ciudad iban a parar allí, afectando, como era natural, el medio ambiente, problema tal que en estos momentos, nadie, absolutamente nadie le daba importancia; era una forma de remediar un mal y aquella era la mejor forma que tenían para solucionarlo, días atrás había sido para él, El Sena, que tan bellamente hacía dos cosas a la ciudad de París, dividir la urbe en dos y fuente inspiradora de grandes poetas, hoy solo una zanja mal oliente.

    Las horas habían trascurrido. ¡Quién sabe cómo! y estando parado en el centro de aquel pasadero, el sol comenzó a jugar con el azul del cielo, terminó de cruzarlo con pesadumbre y absorto en los pensamientos de la vez anterior. No sabía si Elisa volvería, el incidente pasado había hecho que al final se hubiera creado una cortina de un potente acero entre ellos. ¿Qué sucedería si se volvieran a encontrar? Giró su rostro y creyó ver a alguien que se escondía detrás de una las paredes de las casas que se hallaban a varios metros de donde él se encontraba, tembló y comenzó a andar con gran prisa, no quería mirar a ningún lado, todo se le hizo más oscuro a pesar que el astro rey ya evaporaba el rocío de la mañana. Llegó a la instalación, pasó presuroso la puerta que bien conocía y se colocó en el pasillo frente a la oficina donde aquella señora con voz de ultratumba le había atendido. Justamente en una de sus paredes se alzaba un mural informativo con un minúsculo aviso de la ubicación de los nuevos alumnos, el número del aula, en otras partes del mundo conocido como salón de clases, y la lista de quienes integraban el grupo, así mismo, el nombre del profesor que lo atendería a nivel de plantel, como también el horario del largo día de clases. Sí, allí estaba la suya, el número cuatro, con Historia de la Civilización Humana, todo estaba e incluso el vespertino con Historia de la Filosofía. Juan anotaba cada detalle, cuando sintió que una mano se posaba sobre su hombro izquierdo, dando un salto algo asustado.

    —¡Concho! Juan te he estado llamando desde hace rato y tú has estado sordo, sordo por completo — le dijo aquel joven que para la realidad se había borrado de su mente, de momento se quedó observando como tratando de recordar y con la naturalidad más grande que pueda haber, fría y secamente le dijo.

    —¡Ah! Eduardo ¿qué? — lejos, muy lejos de la forma alegre y calurosa que él le había brindado antes.

    Dos grandes risas estallaron como bombas al detonar, no al unísono sino como si una hubiera sido el eco de la otra.

    —Ellos, ¿quiénes son? — le preguntó con naturalidad.

    —Son dos amigos del pueblo mío — le respondió, bajando la voz como algo apenado —. Son Manuel — señalando el más alto — y Danilo — alguien más bajo que Juan y con pelo encrespado, ellos no dejaban de reír mientras le estrechaban la mano.

    —¿Esos son los grupos y las aulas? — preguntó Danilo, que mantenía un rojo cardenal debido a la risa.

    —Sí, estaba viendo eso cuando ustedes llegaron.

    —¿Cuál lista mirabas? — también preguntó el otro de tez más blanca que el anterior. Juan apuntó con el dedo

    —¿Esta es la tuya?

    —Sí — respondió.

    —Todos estamos en el mismo grupo. ¡Vaya suerte! — dijo rompiendo otra vez a reír.

    —Voy a copiarlo todo — dijo Eduardo, separando un portafolio que traía bajo el brazo y en busca de con que escribir, la mano de Juan le detuvo.

    —Déjalos a ellos, vamos a buscar el aula, ya yo lo copié todo, dentro, con calma y más cómodo, haces las notas.

    Echaron a andar por el largo pasillo donde podían verse los diferentes números que ocupaban los salones.

    —Esta debe ser la nuestra, dice Historia I y tiene el número cuatro. — No estaremos muy a gusto — dijo:

    —¿Por qué? — Indagó Juan.

    —Demasiado cerca de los baños y ya te diste cuenta del tufito — se refería al mal olor que despedían estos por la falta de higiene debido a la carencia de agua, implementos de limpieza y desinfectantes, haciendo estos locales tan necesarios, los lugares más indeseables de todas las instituciones o plazas públicas del país.

    —¡Aja! — obtuvo como respuesta, mientras entraban, miraron todas las mesas que se encontraban en la primera posición, se levantaban tres filas de seis mesas cada una, con un total de treinta y seis plazas, Juan miró hacía la tercera posición y pegadas a la pared cerca de los ventanales, desde allí se fijó en el pizarrón.

    —Mira, acá estamos lejos del mal olor, cerca del profesor y por ahí nos entrará aire en días de calor — dijo mientras colocaba la carpeta sobre la mesa, contempló a través de las ventanas y sonrió, el sol no los martirizaría pues un árbol con algunas otras plantas ornamentales crecía en la parte exterior, él se sentó a su lado y extrajo con lo que haría las notas de las que antes había hablado.

    —¡Caramba! Voy a necesitar un traductor, esto no lo entiende nadie, ja, ja, ja — Juan le dictó todos los por menores.

    —¡Vaya! — tronó la voz de Danilo — ya tienen posición y todo — Eduardo, lápiz en mano se volteó y sin decir palabras golpeó con la palma de la mano, la mesa contigua detrás de ellos, hasta el lugar se desplazaron los dos—. Ya son las menos cuarto — se refería a las 7:45 de la mañana — oí decir que hoy comenzamos a las 9:00, por la organización y toda esa burundanga.

    Varios estudiantes hicieron su entrada, saludando con un gesto de la mano o con el tradicional buenos días, se acomodaron en los lugares que mejor les parecía. Alguien, conocida por Juan traspasó el umbral de la puerta y él como si hubiera sido una catapulta se puso de pie, ella había hecho su entrada, fue a decir su nombre pero las primeras letras o sonidos se le pegaron al paladar, a los labios, a los dientes como si hubieran sido mordidos con la más feroz alevosía; sí, estaba allí, pero era como si no lo hubiera visto nunca, como si jamás lo hubiera conocido, él había levantado la mano, en realidad todos pudieron verlo, menos ella, y quedar en aquella pose más quieto que una fotografía. Eduardo levantó la cabeza y al ver la postura de Juan, una sonrisa picaresca pasó por sus labios, mientras que a Manuel y Danilo se les había congelado la imagen.

    —¿Qué te pasó? — se atrevió a preguntar, después de varios minutos.

    —Nada — le dijo mientras se sentaba —. Creí que la conocía de algún lugar, pero no, estoy equivocado, mirándola bien me doy cuenta que nunca la he visto y estoy confundido.

    Alguien se puso frente a la puerta y con voz autoritaria dijo:

    —A todos los estudiantes, favor de pasar a la plaza, se dará la inauguración del inicio de curso.

    Se pusieron de pie y se centraron en grupos frente a la improvisada tribuna cerca de la esfinge del mártir y al lado derecho de la bandera, que en aquellos momentos era sostenida por dos personas, al parecer estudiantes.

    —¡Atención! — dijo alguien de los que presidía y todos se concentraron en la insignia nacional, la cual fue izada lentamente a par de letras y música del himno nacional, la misma no había alcanzado su tope máximo cuando de la garganta de todos, un grito de júbilo se escuchó.

    —¡Silencio! ¡Silencio, por favor! Voy a dar la palabra al decano de esta especialidad, quien tiene unas palabras de bienvenida para ustedes.

    Sus palabras no eran algo meritorio a escuchar, eran las mismas que se basaban siempre en que estaban en aquella sede, gracias al gran líder y a la revolución, que si no hubiera sido por ello, todo hubiera sido más difícil o simplemente no estuvieran allí, se les dijo como sería el régimen de estudio, las evaluaciones y no faltó, al finalizar, los famosos ¡Vivas!, que eran como las tapas de corcho para los cierres herméticos.

    Regresaron a las aulas, segundos después hizo su entrada el profesor, lo que todos, por pleitesía, recibieron de pie; alguien, de los destacados en la famosa ideología, dijo unas palabras de bienvenida también al profesor y como lógico a los estudiantes.

    —¿Cómo te llamas? — preguntó el profesor, hombre de mediana estatura de largos años con un pelo extremadamente lacio al cual le caía a cada instante un mechón sobre la frente y tenía que acomodar para poder ver del ojo derecho, su mano iba y venía en aquel movimiento que en algún momento se convertía en algo nervioso.

    —Rodolfo — contesto el orador.

    —Démosle un aplauso a Rodolfo — todos aplaudieron, Juan lo hizo con pocas ganas e interés — Voy a hacer una propuesta y me dirán si están de acuerdo o no, hoy se me ha dicho que se elija un representante para ustedes a nivel de aula y quien mejor para ello que el propio Rodolfo. ¿Están de acuerdo? — todos se voltearon a verlo, que a todas estas continuaba de pie, un nuevo aplauso, salió de los estudiantes.

    —Bueno, bueno — detuvo el profesor la manifestación poco espontánea — debemos saber si Rodolfo está de acuerdo.

    —Sí, sí, claro, para mi será un honor representar a esta aula delante del decanato, la dirección o el claustro de profesores, ¡cómo no! — y otro aplauso rompió el silencio, para reafirmar lo que antes se había expuesto. La realidad fue que entre una y otra actividad el tiempo pasó y por orden del profesor, con una tarjeta, la cual se debía pagar a final de mes por un precio de 6.00 pesos, salieron para lo que sería el almuerzo, el sol rompía la perpendicularidad. No hubo mucho tiempo, el rápido y ligero almuerzo consistente en un potaje de chicharos, arroz blanco, huevos hervidos y un trozo de plátano unido a un poquito de mermelada de fruta bomba (conocida también como Papaya) componía lo que sería el popular menú tantas veces repetido.

    La tarde transcurrió rauda, las ansias de volver a casa con los avatares que traía el en que regresaré, hizo que un singular hecho, hiciera reír a Juan aquella en la noche, con uno de sus amigos y compañeros de grupo de artes marciales. Ya dentro del ómnibus y mirando por la ventanilla se acercó y le dijo:

    —Me tengo que quedar y este es el último viaje.

    —Sube — le dijo.

    —¿Por dónde?

    —Por la ventanilla, ya va a salir — el joven retrocedió, y sin dar mucho crédito, puso la mano a su compañero de asiento obligándolo un poco a mantener el cuerpo erguido, un suave roce se sintió en el hueco de la ventanilla el cuerpo ligero del mozalbete cayó sobre las piernas de los dos hombres.

    Nadie dijo nada, quizás la acción intrépida del muchacho, los llenó de asombro cerrando la boca de los que habían podido presenciar el acto, sólo una señora que quedaba justamente en la parte trasera del asiento de Juan se le oyó exclamar un ¡Mira!, pero nada más; incluso la persona que se dedicaba a la organización de tan ansiado transporte, ni se volteó a ver lo sucedido y en realidad si se percató, fingió no darse por enterada. Por la hora de la noche, sabían todos, que el próximo sería a las 5 de la mañana con la llegada del primer viaje procedente del municipio al que se dirigían, eso sin contratiempos. Él se quedó quieto por unos instantes y dejándose rodar puso su cuerpo en posición fetal a los pies de quienes lo habían recibido e inclinó la cabeza hacia abajo de los asientos, evitando así que los que transitaban por el pasillo lo llegaran a aplastar. La orden de salida fue dada, el chofer cerraría la puerta, las protestas no se hicieron esperar, algunos y amigos del chofer echaron a correr para ser recogidos en un punto no muy lejano de la terminal y no pasar aquella noche tenebrosa en aquel lugar, lejos de los suyos, no había salido aún del parqueo cuando la voz del conductor se hizo escuchar.

    —¡Chamaco, te la comiste!, ¿dónde aprendiste eso?

    —Es contigo — acotó el acompañante de Juan, al joven que se había recogido en cuclillas y estaba delante de ellos, miró un poco asustado a Juan con el temor que lo fuera a bajar del ómnibus que ya abandonaba la estación y tomaba por una de las calles aledañas con rumbo a su destino y más pálido que el propio susto logró articular un sonido que en realidad no se sabía si era un simple:

    —¡Eh!

    El chofer de tez negra reía a más no poder al ver la expresión del joven.

    —Es Martínez, no te va decir nada, por algo le dicen el padre de la carretera — Continuaba riendo.

    —Ja, ja, ja. Vaya, lo único que te voy a decir es que me pagues el pasaje, Ja, ja, ¡ja — sin decir palabras extrajo un billete de 500 pesos que le puso en las manos, limitándose a decir — ¡Que muchacho! No tengo vuelto, esto va en la alcancía — se refería a un cajón donde se depositaba tanto el menudo como los billetes, él hizo un ademan en son de dejadez.

    —¡¡¡No lo eches!!! — grito alguien —. Cómprate una onza de café en casa Petra para el primer viaje de mañana.

    —No señores esto no es mío — el muchacho regreso y quitándoselo de la mano lo dobló y se lo puso en el bolsillo de la camisa y con voz emocionada le dijo:

    —Gracias, yo se lo regalo.

    —¡Bravo! — gritaron varios — ¡Tú te lo mereces!

    Ya un grupo de personas esperaban unas cuadras abajo, mientras otros que se habían retrasado continuaban corriendo, se detuvo y les dijo a los que estaban arriba.

    —Por favor acomódense, háganse de cuentas que son ustedes los que están ahí en la calle.

    Comenzó el tedioso ascenso, por lo abarrotado en el interior, poco a poco, paso a paso, dejó que todos se acomodaran, la puerta fue difícil de cerrar y algunos quedaron colgando, logró ponerse en marcha.

    —Traten de subir — y lentamente pudo cerrar la puerta, de una forma u otra se hizo espacio y la risa contagiosa de aquel buenazo se volvió a escuchar.

    —Ja, ja, ja, y sobra guagua.

    No pudiéramos decir que así acababa la noche aquella, faltaba llegar y pedalear para finalmente, después de un poco de agua caliente, preparada por la abuela, llegara el descanso final.

    Habían pasado varios meses, sin que nada de la situación cambiara, a no ser que cada día empeoraba más, la amistad entre los jóvenes se consolidaba y se estrechaba a tal extremo que se buscaban unos a los otros o que donde estaba uno, estaban los demás. Los asientos duros y de concreto de las gradas de aquel pequeño estadio de baseball sirvió como salón de juegos, conferencias, estudios en la preparación universitaria, principalmente entre Juan y Eduardo, pues también sirvió como lugar y esparcimiento en los momentos en que el segundo traía su guitarra y juntos se ponían a cantar. En aquel momento alguien más se había unido al grupo, alguien, que quería sumarse a las eventualidades de los cuatro que ya gozaban prestigio entre el alumnado, pero esta unión fue de corta duración, este quinto integrante se separó de ellos marchando a la Capital, a pesar de ello continuaron siendo conocidos como La Pentarquía, hasta que un nuevo integrante fue añadido al grupo. Nombre que recibieron de una de las profesoras más populares del plantel.

    —Bueno esto es una pentarquía — dijo Braulia profesora de Historia de África —. Los que guían y mandan a los demás, a ti y a Eduardo todos los siguen.

    —No diga eso profe, que Rodolfo se puede poner celoso y no es mi deseo.

    —Rodolfo no pertenece al grupo de ustedes, son más populares, él es dirigente político.

    —Bueno su trabajo lo aleja un poco de nosotros.

    —Por eso. ¿Puedes mirar para otro lado? — le dijo a Juan, la bella profesora — Me haces daño — Juan titubeo y ella sonrió y a partir de aquel momento con la chanza de varios del grupo quedó instituida a lo que llamarían

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