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Peor es morirse
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Peor es morirse
Libro electrónico101 páginas1 hora

Peor es morirse

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No existe sentimiento más fuerte que la desesperanza. ¿O sí? ¿Cuál es la puerta que nos permite salir de un mundo oscuro y sin soluciones? ¿Dónde está el teléfono para conectar del otro lado con un mundo al que nos aferramos para sobrevivir?
Peor es morirse es una forma de adaptarse, acomodar el cerebro a un momento en que todo ha dejado de funcionar. Relatos que tienen como trasfondo, en gran medida, el desencanto por el exilio, donde la vida permanece con un anhelado sueño cumplido, pero donde aún falta la felicidad.
Desencanto, amores no correspondidos o desechados, vidas que se determinan al azar o por voluntad. Todo es posible en estos furtivos momentos de varias vidas que Yomar Glez nos susurra para recordarnos que el mundo es ancho y difícil, pero soportable.

IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento31 oct 2018
ISBN9780463397626
Peor es morirse
Autor

Yomar González

Escritor y traductor. Entre sus libros: De los animales limpios (relatos); El suicidio de las sardinas (novela). Actualmente reside en Barcelona, España.

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    Vista previa del libro

    Peor es morirse - Yomar González

    ÍNDICE

    Portada

    Título

    Créditos

    Dedicatoria

    EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE

    A NINGUNA PARTE

    LEYENDO EL CAFÉ

    LA HIJA

    UNA RATA EN EL ASFALTO

    ENFERMERA

    LA FERRETERÍA

    EL VIEJO QUE VENDÍA LIBROS

    EL CUENTO DE LA HERMANA

    V DE VICTORIA

    PEOR ES MORIRSE

    Página legal

    Contraportada

    Tu próxima lectura

    Yomar Glez

    PEOR ES MORIRSE

    © Yomar Glez

    © De esta edición, Editorial El Barco Ebrio, 2012

    www.elbarcoebrio.com

    Diseño de la colección: Yenia María

    Maquetación y corrección: El Barco Ebrio

    No se permite la reproducción, almacenamiento o transmisión total o parcial de este libro

    sin la autorización previa y por escrito del editor. Todos los derechos reservados.

    Impreso en España / Printed in Spain

    Para Aitana, y sus ojos cuando miran el mundo.

    Para Tiago, quien, con un simple movimiento del dedo, me desacredita como escritor.

    EL HOMBRE QUE MATÓ A LIBERTY VALANCE

    Hay cosas que parecen sencillas, y no lo son. Clavar en una pared, por ejemplo. Quizás usted lo intente y lo consiga a la primera, pero no es lo que suele suceder. Requiere práctica para que no se termine machacando el pulgar, perdiendo el clavo, rompiendo el martillo. Que esas cosas pasan. O hacer que una carta llegue a su destinatario. Porque se suele creer que basta con ponerla en un sobre, pegarle el sello y echarla en un buzón. Pero es mucho más complejo. Piense, si no, en las vueltas que debe dar ese sobre hasta llegar a su destino. Y si lo consigue, si llega adonde se pretendía, hay que considerarse moderadamente afortunado. Todos los involucrados tienen que hacer justamente lo que se espera de ellos: la coloquen en la casilla correcta, la bolsa correcta… Conocí a un hombre que había sido cartero. Lo fue durante tres meses. Cada día buscaba la bolsa de cartas, iba hasta un puente del río y las echaba al agua. Tres meses. Lo contaba como si fuera algo sin importancia, hasta con algo de orgullo.

    Cuando tenía quince o dieciséis años, mi padre intentó enseñarme a conducir. Lo había hecho con mis hermanos mayores y con cierto éxito. Lo intenté, aunque el asunto no me interesaba demasiado. Un día me llevó hasta una calle concurrida y, creyendo que ya estaba preparado, me cedió su sitio. Me senté al volante y, justo entonces, viendo como pasaban junto a mí, entendí que la circulación por las calles de una ciudad era un suceso extraordinario. Cientos, miles de vida a expensas de manos inseguras, ánimos cambiantes, peculiaridades meteorológicas, reflejos tamizados por drogas varias, caracteres irascibles. Era sencillamente milagroso que la mayoría se mantuviese en su parte de la vía y lograran desplazarse desde un punto a otro sin estrellarse. Se lo dije a mi padre y me contestó que no entendía qué quería decir. Nada, que creo que esto no es para mí. Mira que eres inútil, hijo. Y en aquella frase que me repetía con frecuencia, yo siempre detectaba una cuota de cariñosa decepción que solía traducir como muestra de afecto.

    También me enseñó a taladrar. Lo primero era escoger la broca adecuada porque hay para madera, metal, piedra... Había que medir, con la mayor exactitud posible, el punto donde uno quería hacer el agujero. Para que no resbalara la broca sobre la superficie, lo mejor era hacer una muesca donde asentar la broca y comenzar taladrando con suavidad. Había que sostener el taladro con ambas manos y presionar con la fuerza apropiada, ni mucha ni poca, lo justo. Se debía taladrar recto, la broca a noventa grados de la superficie para que se no quebrara ni termináramos haciendo un agujero en diagonal. Es lo que decía, parece muy sencillo, pero no lo es.

    Muchos años atrás, mi padre se había construido una caseta de madera al fondo del patio. Era su taller. También servía para guardar trastos y montones de cosas inservibles, pero cuándo él se refería a aquel sitio lo llamaba mi taller, siempre. Podía estar horas allí, haciendo sus cosas. Casi nunca sabíamos qué, pero escuchábamos ruidos de máquinas, martilleos, silencios prolongados. Creo que se sentía bien, solo, como si fuera su estudio, su despacho, la esquina privada con la que todos soñamos, ese sitio donde los demás saben que no nos deben molestar, donde podemos estar en paz.

    Pues resulta que una tarde mi padre salió a dar un paseo, visitó a un par de amigos y pasó a saludar a la abuela. Fueron visitas cortas; pasaba por aquí, ¿qué tal va todo? Cenó con Mamá y parece que hablaron de muchas cosas, de esas aparentemente sin importancia de las que se suelen comentar mientras se come. Se sentó en su mecedora a ver una película que pasaban en la televisión, Río rojo, El hombre que mató a Liberty Valance, una de John Wayne, en cualquier caso. Cuando terminó la película le dijo a Mamá que iría a terminar algo en su taller. No pasó mucho tiempo hasta que escuchara el grito, corriera a la caseta del fondo del patio y encontrara a mi padre con un agujero en la frente.

    Mi padre parecía un tipo soso, pero hay que reconocerle ingenio y hasta, si me permiten, gracia. Utilizó cinta de embalaje para asegurar el taladro a la tosca mesa de trabajo que él mismo había construido tiempo atrás. Escogió la broca, una de madera, la ajustó correctamente y echó a andar el taladro a máxima velocidad y en el punto de encendido automático. Se puso de rodillas y apretó la frente contra la broca. Debió penetrar rápida y limpiamente. Es probable que se hubiera estado preparando para ello, habría visualizado el momento algunos cientos de veces. A pesar de ello, se le escapó aquel alarido en el último momento. Y estoy seguro de que ese pequeño detalle no lo dejó satisfecho.

    A NINGUNA PARTE

    Repostaron y entraron a desayunar en la cafetería que estaba al otro lado de la gasolinera. En los alrededores había basura, botellas de refresco vacías, paquetes de tabaco descoloridos, envolturas de chocolatinas, pequeños objetos de plástico difíciles de identificar.

    Mientras comían, miraron la televisión: los labios rellenos de ácido hialurónico de una presentadora de noticias, una fila de coches en una carretera cualquiera, un coche policía en la madrugada mediterránea, unos hombres vestidos de uniforme surcando el desierto en carros de combate. Elías sacó el periódico que había comprado en la gasolinera, lo hojeó hasta que encontró la sección de deportes y estuvo leyendo unos cinco minutos. Tiró el periódico sobre la mesa, con desdén.

    –¿Ya está?

    –¿Ya está qué?

    –¿Compraste el periódico para leer un párrafo de los deportes?

    –¿Algún problema?

    –¿Sabes lo que no entiendo?

    –Suéltalo.

    –Que a un panameño de un pueblo de mierda, que hacía pelotas con calcetines viejos para jugar al béisbol, le termine gustando ese juego….

    –El béisbol es un juego demasiado complicado para explicárselo a los amigos del bar.

    –No sabía que tenías amigos en el bar.

    –Claro que tengo, pero los cambio todos los días, al bar y a los amigos.

    Elías se terminó el bocadillo y la cerveza, llamó a la camarera para que le pusiera un cortado. Orlando seguía ensimismado en sus tostadas con aceite, el zumo y el café con leche. Elías le hubiese dicho que comía como una adolescente anoréxica, como si le diera asco la comida, pero ya lo había dicho la noche anterior, al mediodía y en

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