La tarde es sueño
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Resistir es vencer.
La supervivencia es el leitmotiv de la colección de instantáneas por las que Paco Moragues Lagarde, más conocido como Leica entre los profesionales del medio en el que se desenvuelve, ha sido invitado a participar en un encuentro internacional de artistas.
Las veinte fotografías que la componen, tanto si se trata de edificios solitarios como de flora ruderal o de campamentos de refugiados saharauis, giran alrededor de esta idea.
Debajo de ella, sin embargo, subyace la impronta de una autobiografía velada, en la que cada imagen revela el universo personal de su autor.
Miguel Pérez Escrivá
Miguel Pérez Escrivá nació en Pego, provincia de Alicante, en la década de los años cincuenta. Estudió en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Valencia, donde se licenció en Filología Hispánica. Vinculado al mundo de las letras desde su juventud, ha ejercido las profesiones de librero y profesor de secundaria en su especialidad. La tarde es sueño es su primera novela publicada.
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La tarde es sueño - Miguel Pérez Escrivá
La tarde es sueño
Primera edición: 2019
ISBN: 9788417717179
ISBN eBook: 9788417717605
© del texto:
Miguel Pérez Escrivá
© de esta edición:
CALIGRAMA, 2019
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com
Impreso en España – Printed in Spain
Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a info@caligramaeditorial.com si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
A mis padres
I
En vísperas de la Navidad, de cuyos ritos y celebraciones era enemigo declarado, el fotógrafo Paco Moragues abrió la puerta de su domicilio con una actitud indolente; tenía los ojos vidriosos, ensombrecidos por una melancolía salvaje.
—Su representante catalán ha llamado —dijo su empleada de hogar, cuando aún no había tenido tiempo ni de sacar la llave de la cerradura—. Me ha pedido que le informe de que está reunido con el comisario artístico de la exposición y de que volverá a llamarle esta noche.
La asistenta había asomado medio cuerpo desde la cocina y aguardaba su reacción secándose con un trapo.
—No me he marchado aún —añadió, contemplando su cara de sorpresa— por no dejarle una nota. Su amigo no se ha cansado de repetirme que debía darle el recado personalmente.
Paco, en efecto, se había extrañado al comprobar que su asistenta seguía estando en la casa. Echó un vistazo al reloj: pasaba de las dos de la tarde.
—¿Mi representante catalán, Mirella? —dijo, tomando impulso desde el abismo en el que se su corazón se había precipitado—. ¡Jamás he tenido otro!
Mirella Jacqueline Apráez había nacido en Los Ríos, una de las veinticuatro provincias que conforman la República del Ecuador. Acababa de cumplir treinta años y tenía un bebé de once meses. La maternidad y la pobreza habían puesto su juventud de rodillas, pero, a pesar de que la belleza y su aspecto eran como aceite y agua, aún conservaba unas mejillas exuberantes y un trasero como de tecali, alto, duro y redondo. Su marido, de la misma provincia que ella, era un par de años más joven, tenía un aire oriental y lucía unos ojos rasgados.
No obstante, su fealdad, el modo como acataba sus órdenes —«¡Sí, sí!», exclamaba de manera abrupta, devolviéndole una expresión recelosa— excitaba la imaginación de un hombre que, si bien había renunciado a comportarse con su criada como un libertino decimonónico, había pensado en ella para reducir la asiduidad de sus visitas al Max, una casa de prostitución a la que solía acudir muchas noches.
Harina de otro costal, ya que Paco debía enfrentarse cada vez con menos demora a crisis de angustia que le obligaban a desplomarse en brazos de los ansiolíticos, era el consuelo que su presencia en la casa le proporcionaba, la grata sensación de normalidad y el profundo sentimiento de alivio.
Era el primer día de invierno del año 2000, el último del segundo milenio. La casa olía a carne de pollo recién asada, el suelo relucía como una piedra preciosa. Paco echó a andar hacia la cocina con paso firme: «Ahora o nunca», pensó, resuelto a quemar las naves.
—De no haberte encontrado hoy —dijo pegando su cuerpo al de ella—, me hubiera venido abajo como se hunde una piedra en el agua.
Mirella hizo un giro sutil con el cuello, pero sin mostrarse en absoluto aturdida por la quiebra de un protocolo que ni el paso del tiempo ni la asiduidad de sus visitas habían conseguido romper, siguió sirviendo los platos.
—Arroz con pollo y menestra —dijo, sin rechazarle—. Sé que le gusta mucho este guiso.
—¿Lleva también patacones?
—¡Sí, sí! —exclamó ella con su vehemencia habitual.
Paco le sonrió con menos excitación que ternura, pero no se despegó de sus glúteos.
—Josefina Tascher de la Pagerie le preparaba este guiso a Napoleón Bonaparte después de cada regreso victorioso. ¿No te lo había contado?
—Ahora mismo no caigo. ¿Josefina Tascher de la Pagerie y Napoleón Bonaparte?
Paco hundió la nariz entre sus cabellos.
—Olvídate de esos dos —dijo—. No tiene mayor importancia.
Ella giró sobre sus talones.
—Sí que la tiene —insistió—. Usted debe de pensar que soy tonta.
Paco trató de disimular su sorpresa.
—Era una broma, mujer. ¡Tan solo deseaba allanar un poco el camino!
—¿Que deseaba allanar un poco el camino? —repitió ella arrugando los labios—. ¿Y para qué, si es que puede saberse?
—Mis reticencias y prejuicios hacia ti han caducado, Mirella. Por favor, no me rechaces ahora.
Mirella contempló unos ojos que parecían ser de otro mundo, incontaminados y azules como las playas de Bahía Tortuga. El día en que acudió por vez primera a su casa no podía sustraerse a su influjo, le temblaban la voz y las manos.
—Lo que ha prescrito es su juventud —dijo transfigurándose—. Por eso resuelve mal sus urgencias.
Paco retrocedió aturdido, lleno de violento estupor. No podía dar crédito.
—¿¡Que yo resuelvo mal mis urgencias!? —clamó—. ¿Pero qué disparates dices, Mirella? ¿De qué apremios me hablas?
—Usted abreva en el Max. Eso es de dominio público.
—Yo abrevo donde se me antoja, a ver si te queda claro.
Sin apartar los ojos de él, impúdica y desafiante, Mirella comenzó a desabrocharse su atuendo, una bata de color celeste.
—¿Prefiere un final feliz, don Francisco? ¡Pero debe saber que es más caro!
Paco la sacudió con brutalidad, agarrándola de los hombros.
—¡Maldita sea, mocosa! ¿Te estás burlando de mí?
Después, mientras lanzaba una retahíla de imprecaciones, a cuál más ardiente y obscena, se alejó de ella como del demonio, recogió las llaves de casa y le arrancó un trueno a la puerta.
●
Paco vivía de alquiler en una casa del distrito cinco de Valencia, en un barrio de la Gran Vía, L’Eixample, plagado de restaurantes asiáticos.
—Tráigame un Dry Martini y una ración de aceitunas —dijo, tras sentarse a la mesa del primero que se cruzó en su camino.
—¿Un Dry Martini, señor? Aguarde. Voy a consultar con el jefe.
Paco apuró una purga con hielo y media botella de vino, pero apenas si probó la comida.
—¿Los dulces son de la casa? —preguntó al llegar a los postres.
—No sabría decirle.
—No se moleste, pues. Un chupito de vodka.
Algunos minutos más tarde, de camino hacia la Gran Vía, comenzó a llover de repente. Paco miró hacia lo alto. Era una lluvia tan triste, tan triste la hora. Mientras andaba con lentitud, pensó en ponerse a cubierto, pero descubrió un taxi a su espalda y agitó