El peligro se siente en la piel
Por María Pozas
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Cubrió sus oídos con sus brazos para no escuchar el ruido de la muerte.
Catalina llega a vivir a la ciudad de México y en una fiesta conoce a Gabriel, hombre carismático a quien rodea un halo de misterio que la intriga. En muy poco tiempo ella permite que se mude a su casa, porque «Gabriel tenía una cualidad rara, una especie de desenfado, de ausencia de artificio, de ternura elemental que la atraía y la hacía sentir bien, casi feliz», nos dirá la protagonista y narradora de esta historia.
Son tiempos de cambios profundos; el país se sacude en su intento de transitar a la democracia. Gabriel resulta ser un dirigente social que participa activamente de este proceso, aunque Catalina siente que oculta algo oscuro en su pasado y trata de descubrirlo, pero su amor por él la lleva a desistir de su intento. Sin embargo, la verdad va saliendo a la superficie como los restos de un naufragio.
María Pozas
María Pozas nace en la ciudad de Monterrey, en el norte de México, donde se casa muy joven. Siendo madre y esposa, estudia sociología y ejerce como profesora universitaria durante algunos años. Cuando sus hijos son adolescentes, inicia un periodo de su vida que la lleva a vivir en San Diego (California) y viajar luego a la ciudad de Baltimore, en Maryland, donde obtiene un doctorado en Sociología. En 1999 se traslada a la ciudad de México para continuar su carrera académica, pero en años recientes decide dar un giro a su vida y escribe el cuento «Atenea y el vuelo de la lechuza» y la novela corta El peligro se siente en la piel. Actualmente trabaja en su segunda novela.
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El peligro se siente en la piel - María Pozas
El peligro se siente en la piel
MARÍA POZAS
El peligro se siente en la piel
Primera edición: 2020
ISBN: 9788418104084
ISBN eBook: 9788418073977
© del texto:
María Pozas
© del diseño de esta edición:
Penguin Random House Grupo Editorial
(Caligrama, 2020
www.caligramaeditorial.com
info@caligramaeditorial.com)
© de la imagen de cubierta:
José Luis Calzada, grabado El ángel que dejó empeñadas sus alas en una cantina
Impreso en España – Printed in Spain
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En lo alto del día
eres aquel que vuelve
a borrar de la arena la oquedad de su paso;
el miserable héroe que escapó del combate
y apoyado en su escudo mira arder la derrota;
el náufrago sin nombre que se aferra a otro cuerpo
para que el mar no arroje su cadáver a solas;
Éxodo, José Emilio Pacheco
I
Llegué a la ciudad en medio de rumores del fin del mundo. A inicios del 2000 se alinearían los planetas, y la fuerza de su gravedad movería el eje de la tierra desquiciando el delicado equilibrio de la naturaleza. Pero la inminencia de la catástrofe no fue nunca razón para abandonar la ciudad, porque, ¿a dónde habría de marcharse la gente? La vida pues siguió su curso, aunque al anochecer, muchos detenían su paso para mirar al cielo y vigilar el movimiento de los astros.
La primera noche del año subí con mi telescopio a la azotea, para observar a Venus y Marte. Desde niña, mi padre me enseñó a ubicarlos mirando al sur; alguna vez vislumbré también a Mercurio cerca de la luna, pero las noches de ese año me dejaron sin aliento. El cielo empezó por hacer visibles a Júpiter y Saturno, que solemnes y silenciosos se unieron a los habituales Venus y Marte. El sexto planeta convocado al concierto de los astros fue Mercurio, que apareció el 28 de febrero al amanecer, pero la tierra se mantuvo firme sobre su eje.
En realidad, la alineación de los números asusta más a la gente que la de los planetas. Cuando Santiago murió, Patricio me dijo que en la fecha había demasiados nueves, el día 9 del mes 9 a los 19 años, «pero del 95» dije entonces para romper la fuerza de la alineación, «del 95» insistí. La muerte de Santiago me tomó por asalto, llegó como un rayo, una explosión, el fin del mundo.
II
En esos días la universidad estaba en huelga. Yo vine a vivir cerca de una de sus entradas, la reja del portón cubierta de carteles y bloqueada con troncos y ladrillos.
—¿No has entrado a la universidad viviendo a sus puertas? — me preguntó Gabriel el día en que nos conocimos.
Fue por eso que decidí traspasar el umbral y caminar hasta la torre de rectoría. Quería ver lo que según la prensa habían hecho los muchachos al trabajo de Siqueiros. En el enorme mural, un estudiante pintado en relieve sostenía un cuaderno con las efemérides de la historia nacional: 1520, 1810, 1857, 1917… al final el pintor había puesto una fecha con dos signos de interrogación: 19??, los muchachos cambiaron las interrogaciones por el año «99». Meses después, antes de las elecciones, el presidente ordenó la ocupación violenta de la Universidad. La policía detuvo a más de setecientos estudiantes, pero liberó sin darse cuenta al fantasma del 68. La ciudad no había olvidado la represión de Tlatelolco, y se volcó a la calle en una gigantesca manifestación. Fue aquella la primera vez que marché con Gabriel, nos dirigimos juntos a la entrada del metro Copilco tomados de la mano. Me sorprendió que la suya sudara.
—No me gustan los lugares cerrados donde hay mucha gente—dijo.
Recordé que en realidad no lo conocía. Aunque tampoco conocía bien la ciudad, ni sus calles, ni mi nuevo barrio; pero, qué importaba, hacía tiempo que nada importaba demasiado, quizás por eso no atendí el consejo de Inés.
—El hombre no te conviene— me había dicho ella desde el asiento delantero junto a Felipe, antes de que Gabriel subiera al auto.
Lo había visto apenas un momento en la puerta de mi casa, donde nos encontramos los cuatro para ir juntos a una fiesta. Quedé a la espera de que ella se volviera para saber por su expresión si bromeaba o hablaba en serio, pero permaneció impávida. Felipe la regañó diciendo que Gabriel merecía una oportunidad.
—¿Es casado? — fue la pregunta obvia —¿mujeriego, alcohólico, drogadicto?
Inés me sonrió desde el espejo retrovisor, pero no dijo más porque Gabriel subió al auto y se sentó junto a mí. Lo miré de reojo: cerca de los cuarenta calculé, alto, buen cuerpo, piel clara, ojos inquietos, cejas espesas, pelo y barba muy negra. Vestía unos jeans deslavados, un viejo saco de lana, y usaba un par de lentes ligeros que daban profundidad a su mirada. Sexi, pensé. Mantenía el cuello largo, y los movimientos de su cabeza eran rápidos, como los de un pájaro. Por su manera de mirar parecía captarlo todo, cada detalle, cada edificio, cada rostro de la gente que circulaba a pie. Al subir me miró apenas, pero supe que había abarcado incluso mis pensamientos. En el trayecto hizo gala de todo su encanto. Sentado en el centro, inclinado hacia el asiento de adelante hablaba entusiasmado con Felipe, señalando sitios donde vagaron juntos. Ese movimiento lo había acercado a mí, y sus largas piernas rozaban mis rodillas descubiertas. Me parece que era a mí a quien mostraba la ciudad, y se volvía cada vez para invitarme con la mirada a seguir la guía de su brazo extendido hacia algún punto de interés.
Al llegar a la casa en la colonia Roma estuvimos al pie de la ventana dando silbidos para que advirtieran nuestra presencia. Víctor bajó y nos abrió la puerta; yo lo conocía de tiempo atrás porque era amigo de Felipe, de carácter afable, excelente fotógrafo y tenía el don de la conversación. En realidad, Felipe, Víctor y Gabriel eran amigos desde la adolescencia y, aunque la vida los había llevado por caminos distintos, ocasionalmente agarraban la noche por su cuenta en rondas bohemias de cantinas y lugares donde se bailaba salsa. Esa noche celebraban el último mes del embarazo de Rita, su compañera, que Víctor quería despedir con una fiesta. A diferencia de Inés, Rita apreciaba mucho a Gabriel.
Entramos al edificio que era una casona blanca de tres pisos, con patio interior y una amplia escalera de granito que permitía el acceso a los departamentos. Las paredes estaban cubiertas de bastidores con óleos y acrílicos de figuras estilizadas. «Son de un pintor que vive aquí» dijo Víctor, «no le caben dentro de su casa, así es que convirtió el edificio en una galería». El departamento, con pisos de madera y muebles rústicos, ya estaba lleno de parejas que bailaban salsa sin tropezar entre ellas. Gabriel arrastró un par de sillas.
—¿Puedo sentarme contigo Catalina?
— Claro – dije, y nos sentamos juntos.
— Vives a las puertas de la universidad.
—Sí, pero no he podido verla con eso de la huelga.
—No creo que tengas problemas para entrar si quieres conocerla.
Al bailar empecé a sentir que el amor rondaba en el ambiente, sobre todo después de un par de copas y del