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Userkaf, el Faraón en las Tinieblas
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Userkaf, el Faraón en las Tinieblas
Libro electrónico192 páginas2 horas

Userkaf, el Faraón en las Tinieblas

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Información de este libro electrónico

Hace cuatro mil años, Userkaf, primer faraón de la quinta dinastía egipcia, desafió las leyes de la naturaleza, pagando un precio inconcebible. Su ambición era esparcir las tinieblas sobre la tierra, pero una cofradía de sacerdotes logró confinarlo en la prisión más oscura.
Ya en el presente, un torbellino de eventos desencadena el despertar. La guerra del hombre ha alimentado los ojos del faraón maldito.
Fernacho Ruiz, corresponsal de guerra, se verá arrastrado junto a su mejor amigo a una vorágine de aventuras para detener el avance del mal.
Un vengador aparece cubierto de cenizas y arena, aquel que decidirá el curso de la humanidad en una confrontación épica.
Muy pocos seres se convierten en leyendas.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento20 may 2024
ISBN9789566183945
Userkaf, el Faraón en las Tinieblas

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    Userkaf, el Faraón en las Tinieblas - Rui Koseng

    -

    © Userkaf - El faraaón en las tinieblas

    Sello: Tricéfalo

    Primera edición digital: Abril 2024

    © Rui Koseng / Fernando Tag - Ignacio vera

    Director editorial: Aldo Berríos

    Ilustración de portada: Juan Nitrox Márquez

    Corrección de textos: Aldo Berríos

    Diagramación digital: Marcela Bruna

    Diseño de portada: Marcela Bruna

    © Áurea Ediciones

    Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

    www.aureaediciones.cl

    info@aureaediciones.cl

    ISBN impreso: 978-956-6183-71-6

    ISBN digital: 978-956-6183-94-5

    Este libro no podrá ser reproducido, ni total

    ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

    Todos los derechos reservados.

    Capítulo I Ucrania en llamas

    Los bombardeos rusos destruían Ucrania. La ciudad más devastada era Mariúpol, en donde se encontraba el corresponsal de guerra, Fernacho Ruiz, un asiduo informante de campo que había recorrido el mundo entero con sus notas. Había visto todo lo malo y lo bueno que el hombre puede concebir, así como también elementos que solo la guerra produce: el infierno en la Tierra.

    El momento no era el mejor. Escapaban de la mira de unos morteros junto a su camarógrafo. Habían captado imágenes contra la humanidad y el material debía ver buen destino. Las balas de metralleta transformaban la carrera en un asunto de fortuna: se podían morir o salvar por los pelos.

    Fernacho había estirado bastante el elástico de la suerte.

    Si tan solo fueran capaces de llegar a una estructura que los pudiera proteger; pero se veía lejos, a lo menos unos cien metros. Se movían agazapados, cuando en mitad del trecho una bala hirió la pierna del camarógrafo, quien cayó violentamente. Producto de la adrenalina, Fernacho no se dio cuenta y llegó entre balas a resguardo. Fue entonces que, al mirar atrás, vio a su colega tirado, rogando por ayuda.

    Calculó el tiempo y los lugares donde impactaban las municiones de los morteros. En esa posición tan desprotegida, a su amigo le quedaban pocos segundos de vida. Soltó su micrófono y la mochila y se lanzó en feroz carrera. Asió al camarógrafo como pudo y lo cargó en sus hombros, comenzando la durísima vuelta. Un proyectil explotó a metros de ellos. Salieron despedidos, cual marionetas.

    Algunos minutos después, logró arrastrar a su colega a la estructura sólida. Fernacho le aplicó primeros auxilios, debía lavar y vendar la herida con la escasa agua que tenían. Había sido un desgarro, por lo que la herida dejó de sangrar al aplicar presión en la zona.

    Fernacho suspiró y se quedó con su compañero de vocación, resguardándose en completo silencio.

    Al segundo día, cuando ya estaba a punto de perder la cordura, se escucharon a las fuerzas locales en un contrataque que logró repeler a las tropas rusas. Fueron llevados de manera inmediata al hospital, donde comenzó la rehidratación y el suturado de lesiones.

    Descansaron tres días, antes de ser dados de alta.

    Al llegar al cuartel de prensa, Fernacho fue recibido con una ovación de colegas de todas partes del mundo. Su acto de heroísmo no pasó desapercibido, por lo que comenzó una improvisada fiesta. También le pidieron al homenajeado unas palabras solemnes:

    —No podía dejar morir a mi compañero de aventuras —comenzó diciendo, para después dirigirse a su camarógrafo—: A pesar de que mi amigo sea un estúpido, el muy imbécil… sóbate la pierna callado… igual te quiero.

    Sonrió y todos gritaron un brindis. La emoción era real y palpable. Las horas pasaron y Fernacho ya no sabía lo que tomaba. Una reportera húngara le llenaba la copa cada vez que la vaciaba. Él se dejó seducir.

    —Míster Fernando Ruiz —lo saludó un oficial.

    —Lo que va quedando —respondió el héroe de guerra.

    The commander needs to talk to you —le pidió que lo acompañara.

    Fernacho siguió al oficial al campamento y en un despacho desprovisto de cualquier comodidad, le informaron que la salud de su padre había empeorado. Al principio le costó comprender el mensaje, todavía estaba mareado con la mezcla de alcohol; pero cuando logró enfocar su atención, captó que se le ofrecía un vuelo en helicóptero al aeropuerto militar.

    El reportero agradeció partir lo antes posible, ya que la situación apremiaba.

    Dos días después, ingresaba a su hogar en Ñuñoa, Santiago. Tocó el timbre y se escucharon los ladridos de Elliot, el pequeño shi tzu de la casa. A continuación, fue recibido por un abrazo de Ester, la nana, quien había reemplazado de alguna manera a su mamá. El animalito apenas saltaba, lo vio mucho más viejo de lo que recordaba.

    Fernacho quiso saber los pormenores de su padre.

    Ester le dijo que llevaba días comiendo apenas, que lo había visto apagarse de a poco. También le contó que había intentado contactarlo muchas veces, pero que su teléfono siempre estaba fuera de servicio. Que cuando lo vio en Canal Once, llamó para que le avisaran en Ucrania.

    —¿Está despierto? —preguntó, antes de subir al segundo piso.

    —Creo que sí, don Fernacho. Por favor, no lo ponga nervioso al caballero.

    —Tranquila, Ester. Gracias por cuidar a este viejo jodido —le dijo con cariño, mientras le tomaba las manos.

    —¡Vitoco! –gritó Fernacho, pues así le decían los amigos a su padre.

    —Acá, hijo… —respondió una voz débil.

    El padre yacía sobre su lecho. Con sonrisa forzada, recibió a su hijo mayor. Fernacho no pudo ocultar la impresión al verlo con un color ceniciento.

    Entendió que su final lo llamaba, como una sombra transparente que quizá fuese un alma.

    Capítulo II El tesoro del Reich

    Ese día, Dieter Stolz despertó sintiendo un extraño fenómeno: al tocarse la cabeza, todos sus pelos estaban parados, como si fuera un erizo. Se miró en el espejo. Con agua, gomina y una peineta resolvió la situación.

    Pensó que algún científico del Reich, siendo los mejores del mundo, podría explicarle más tarde la razón del efecto electroestático. Pulió las botas hasta verse reflejado en el cuero brillante. Con treinta y cinco años había alcanzado el grado de suboficial mayor de las Waffen-SS. Aquella mañana su presencia era solicitada en el búnker más poderoso de Berlín, el que guardaba los tesoros de guerra.

    Luego de sortear tres barreras en las que fue inspeccionado con exageración, lo dejaron en la entrada de un pasillo oscuro. Al caminar, las suelas de las botas emitían un ruido que se proyectaba en ecos a lo desconocido. Arribó a la única oficina del lugar, donde la presencia de un oficial con la Cruz de Hierro le obligó a responder con saludo militar. Se miraron a los ojos y el oficial asintió.

    —Me gusta su expediente, Stolz. Ha escalado en la jerarquía del régimen. Loable, pero inútil.

    —A qué se refiere, señor —respondió Dieter, extrañado.

    —La esvástica, los saludos, Hitler y el Tercer Reich… todo se va a la mierda. Es cosa de meses.

    —Señor, le recuerdo que la Luftwaffe se renueva con más de mil aviones —intentó corregir la impresión de su superior, mientras alguien más ingresaba a la oficina.

    —¿Y qué? Los norteamericanos tienen cinco mil. Los errores ya se cometieron, ahora solo debemos tratar de enmendar lo que podamos y morir como soldados. Le presento a nuestro mejor egiptólogo, el doctor Wagner.

    Dieter y el doctor se miraron, como en busca de alguna inconsistencia.

    —Es muy joven, puede perder el rumbo —dijo Wagner con tono molesto.

    El oficial corrigió:

    —Tiene las calificaciones, doctor. Los oficiales mayores están ocupados muriendo, conténtese con lo que hay. Además, él ha matado en el campo de batalla.

    Caminaron por un largo pasillo. El ambiente estaba raro, tenso. Wagner abrió un portón que daba a un gran depósito, con paredes de dos metros de espesor y una altura considerable. Sumidos en la oscuridad, donde apenas se veían reflejos fantasmales, el oficial puso la mano en un interruptor y dijo:

    —Prepárese para ver lo más increíble de su vida.

    Al dar la luz, esta reveló una bodega sin final aparente, atestada de cajas de madera. La mitad de los tesoros se hallaban sin embalar. Stolz se frotó los ojos para asimilar lo que veía.

    Fuentes de oro llenas de perlas y rubíes, cuadros de todas las épocas, inmensas estatuas de culturas ancestrales, entre muchas otras reliquias lo dejaron pasmado.

    —Acá hay para financiar cien años de Reich —dijo Stolz.

    —Es cierto, solo que es muy tarde. Dígale, doctor.

    Wagner puso una caja sobre la mesa más cercana.

    —Usted cree que ese oro es una fortuna, lo entiendo. —De la caja sacó un cofre de una belleza sublime, hipnotizante, con un frasco en su interior—. Pero este es el verdadero tesoro, suboficial Stolz. Hace cien años, un alpinista subió la montaña más alta de nuestra patria, la Zugspitze. Un desprendimiento de nieve dejó al descubierto lo que parecían ser rocas dispuestas por el hombre. Las removió y encontró este cofre. El hallazgo se mantuvo en su familia por generaciones, hasta que fue donado al Reich. —Dejó que el silencio se instalara, para después seguir con la explicación—: Me llamaron a mí y junté un equipo. Mandé a buscar egiptólogos de todas partes, sin embargo, no obtuve un resultado aceptable. Las inscripciones eran ilegibles para ellos. Muchos expertos vieron el cofre solo para levantar los hombros. Y el frasco que tiene en frente no permite su apertura sin romperse. No sabemos lo que contiene y hasta no contar con más medios y conocimiento, hemos decidido no destrozarlo. Se supone que debe mezclarse con otros ingredientes, eso se me dijo.

    Dieter escuchaba atentamente al doctor. Estuvo a punto de hacer una pregunta, pero le pareció inútil, fuera de lugar.

    —Estuve dispuesto a abandonar el trabajo de tres años, pero me detuvo la llegada de un viejo científico egipcio. Él había escuchado que buscábamos saber más del cofre y su contenido. Nos contó que, miles de años atrás, hubo un faraón que quedó atrapado en las tinieblas.

    —¿Una leyenda? —preguntó Dieter.

    —La historia decía que el faraón Userkaf Ra Neheh, a un costo impensable, logró dar con el elíxir de la vida eterna, pero que fue condenado por los espíritus del inframundo.

    —Userkaf…

    —Espere, hay más —dijo el oficial.

    —Un grupo de sacerdotes pudo contener al faraón en una prisión enorme —continuó Wagner, mirándolo a los ojos—, y los tres ingredientes fueron llevados al otro lado de los mares y las montañas.

    —¿Con qué fin? —preguntó Dieter, tragando saliva.

    —La esperanza era que un corazón justo lograse encontrarlos y se sacrificara en la lucha contra las tinieblas de Userkaf. A eso me refería con más medios: necesitamos todos los recipientes. Tras décadas de estudiar la cultura egipcia, dudo mucho que no se requiera también de un cántico para concretar su efecto. Sin embargo, ahora se está yendo todo a la mierda, si me disculpan.

    —Con todo respeto, doctor, esto parece un cuento de los hermanos Grimm —replicó Dieter.

    —Paciencia y fe, Stolz —dijo el viejo.

    —¿Paciencia y fe? —preguntó el más joven.

    —Así se construyeron las pirámides.

    —No entiendo.

    —Necesitamos reunir los tres elementos para acceder a la vida eterna.

    Las palabras del doctor quedaron flotando en el aire.

    —El cofre tiene una inscripción —comentó Dieter, tratando de parecer interesado.

    —Cada cofre entrega información. Se supone que al encontrar los tres, podrían indicarnos la ubicación de la tumba de Userkaf.

    —Pero es especulación.

    —Tiene sentido, ya que estos símbolos están encriptados en conjunto. Nadie se ha acercado siquiera a resolverlos, ni las más poderosas calculadoras, ni los matemáticos prusianos.

    —Escuche, Stolz —los interrumpió el oficial, con la mirada fija y adelantándose—. No queremos perder el tiempo. Lo que quede del Reich podrá usar este tesoro para levantarnos de las cenizas. Usted se llevará el cofre, algunos cuadros y monedas de oro a un país sudamericano. Le daremos una buena suma, luego consigue empleo. Aún no hemos determinado su paradero. Donde sea, guardará

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