A unque los obuses soviéticos hacían estremecerse las paredes del Führer bunker, Adolf Hitler estaba tranquilo aquel día de abril de 1945. El dictador nazi, el hombre que había puesto en jaque al Viejo Continente y asesinado a millones de personas, se dirigió de forma pausada a su interlocutor: un oficial ataviado con el uniforme alemán, pero una bandera extranjera en la guerrera. «Enterado del bravo comportamiento de su unidad, le he concedido a usted la Cruz de Caballero y, además, la nacionalidad alemana». Se hizo un silencio que duró poco, hasta que el invitado le pidió al intérprete que tradujera su respuesta: «Transmítale al Führer mi agradecimiento por el honor que me hace, pero dígale que continuaré siendo español mientras viva». Una sonrisa pícara después, el encuentro se dio por zanjado. De esta guisa describió el falangista Miguel Ezquerra (1913-1984), antiguo miembro de la División Azul, el instante más importante de su carrera como militar.
O eso contó este oscense en sus memorias ——y en una extravagante entrevista concedida a en 1982. Las dos únicas fuentes de las que bebe una vida tan sorprendente como criticada por los historiadores presentes y pretéritos. Hoy, cuesta todavía discernir hasta dónde llega el alcance de sus fantasías. Está claro que cruzó la frontera gala de forma clandestina en 1944 para enrolarse en el ejército germano; que luchó en el Berlín sitiado por los rusos durante 1945 y que fue Von Faupel, antiguo embajador germano en España, quien le encomendó la tarea de reunir a un grupo de sus compatriotas para defender la capital del Reich. Sin embargo, entre interrogantes quedan máximas como que dirigió una unidad especial en Normandía y las Ardenas o —entre otras tantas, y son muchas—que el propio Hitler le condecoró poco antes de besar el frío cañón de