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El reportero vertiginoso
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Libro electrónico500 páginas7 horas

El reportero vertiginoso

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El periodismo también es un género literario, como se constata en los brillantes reportajes y crónicas de Egon Erwin Kisch. No se trata sólo de documentar los hechos, sino de ponerlos en contexto, de mostrar la complejidad que los rodea. Para lograrlo, Kisch recurre a la narración periodística, la cual no llegaría a ser lo que actualmente es sin la inmensa labor que desarrolló a lo largo de su vida. Parte de este trabajo se reúne en El reportero vertiginoso, una serie de crónicas y reportajes que nos sumergen en el mundo del autor y en su visión profunda y panorámica. Compuesto por más de cincuenta narraciones, este volumen incluye artículos que Kisch escribió sobre el siglo XX. Ya sea que busquemos al mítico gólem, nos sumerjamos en las profundidades del mar o analicemos los tatuajes, los trabajos aquí reunidos son vívidas imágenes de un siglo turbulento.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 ene 2023
ISBN9786071676993
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    El reportero vertiginoso - Egon Erwin Kisch

    Portada

    COLECCIÓN POPULAR

    869

    EL REPORTERO VERTIGINOSO

    EGON ERWIN KISCH

    El reportero vertiginoso

    Traducción

    JOSÉ ANDRÉS ANCONA QUIROZ

    Revisión de la traducción

    JOHANNA MALCHER

    Prólogo

    FABRIZIO MEJÍA MADRID

    Epílogo

    DIETER SHLENSTEDT

    Fondo de Cultura Económica

    Primera edición en alemán, 1972, 2000

    Primera edición en español, 2022

    [Primera edición en libro electrónico, 2022]

    Distribución en América Latina en español

    Egon Erwin Kisch, Der Rasende Reporter

    © 1972, 2000, Aufbau Verlag GmbH & Co. KG, Berlín

    D. R. © 2022, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho Ajusco, 227; 14110 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    www.fondodeculturaeconomica.com

    D. R. © 2022, Universidad Iberomericana, A. C.

    Prol. Paseo de la Reforma 880, Lomas de Santa Fe,

    01219 Ciudad de México

    publica@ibero.mx

    Diseño de portada: Rafael López Castro

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio, sin la anuencia por escrito del titular de los derechos.

    ISBN 978-607-16-7607-8 (FCE-rústico)

    ISBN 978-607-417-903-3 (UIA-rústico)

    ISBN 978-607-16-7699-3 (FCE-ePub)

    Impreso en México • Printed in Mexico

    ÍNDICE

    Prólogo. Egon Erwin Kisch: habitando la furia, Fabrizio Mejía Madrid

    Prólogo

    I. Los sin techo de Whitechapel

    II. Un paseo en el fondo del mar

    III. El modo en que fue abatido a tiros el ladrón Breitwieser

    IV. La vuelta al mundo del A. Lanna 6

    1. De Praga a Presburgo por el Mar del Norte

    2. El vapor de Moldavia en la borrasca del mar de Frisia

    3. El viaje en los canales

    4. En el Rin

    5. El Rin ya no es alemán

    6. ¿Por qué las cosas funcionan ahora…?

    V. Experimento con una jugosa propina

    VI. El mercado de pulgas de Clignancourt

    VII. Vuelo de exploración sobre Venecia

    VIII. Un funeral en Copenhague

    IX. Subasta de la colección de figuras de cera del Castans Panopticum

    X. Ada Kaleh — Isla del Islam

    XI. Mis tatuajes

    XII. Una noche en el campanario de la Catedral de San Esteban

    XIII. Once calaveras en la cátedra

    XIV. Shipping Exchange

    XV. Essen: el nido de los reyes de la producción de cañones

    XVI. Emigrantes que atraviesan Francia

    XVII. Bombardeo de Skutari e incendio de su bazar

    XVIII. Pista de ensayo de futuros payasos

    XIX. Escuela superior de prestidigitadores

    XX. Con los fogoneros del vapor gigantesco

    XXI. Ponencia de un criminal sobre la exposición montada por la policía

    XXII. Matadero de cerdos en el fiordo de Roskilde

    XXIII. Un acalorado debate sobre cartas náuticas

    XXIV. Investigación sobre los antepasados de Durero

    XXV. El gabinete secreto del Museo de Anatomía

    XXVI. Tres semanas como recolector de lúpulo

    XXVII. Fábrica de acero en Bochum, vista desde el alto horno

    XXVIII. Asesinato y robo en el Hotel Bristol

    XXIX. Pesca del arenque

    XXX. Excursión por la oscura ciudad de Londres

    XXXI. Viaje submarino

    XXXII. Monstruos de la porcelana

    XXXIII. Guerra civil por el Fuerte Küstrin

    XXXIV. Terminal aérea y arco iris

    XXXV. Aventuras del destino de una corona real

    XXXVI. Lugar de peregrinación para belicistas

    XXXVII. Disfraces de carnaval

    XXXVIII. Currículo de un verdugo

    XXXIX. Condena elíptica diaria

    XL. El príncipe Bolkonski ante la tumba de Trenck. Capítulo apócrifo de La guerra y la paz de Tolstói

    XLI. Exámenes, exámenes

    XLII. Vida nocturna en el muelle de Pola

    XLIII. Ésta es la casa de las víctimas

    XLIV. Siguiendo la pista del gólem

    XLV. Asamblea General de la Industria Pesada Alemana

    XLVI. La madriguera de zorro del señor de Balzac

    XLVII. La letra n y la historia universal

    XLVIII. ¿Qué me compro con un groschen?

    XLIX. Café literario yidis

    L. Marineros muertos llevados a juicio

    LI. Miércoles en Košice

    LII. Correo militar después del asalto

    LIII. La madre del asesino y un reportero

    Epílogo

    Prólogo

    EGON ERWIN KISCH: HABITANDO LA FURIA

    FABRIZIO MEJÍA MADRID

    El domingo 25 de marzo de 1913, el defensa estrella del equipo de futbol alemán Storm faltó al partido contra el SK Union Holeschovice de Praga. Perdieron cinco goles a siete. Cuando el entrenador le reclamó su ausencia, el defensa, de apellido Wagner, le respondió:

    —Tuve trabajo. Unos oficiales me obligaron a abrir la puerta de un dormitorio en el complejo militar y, luego, varios archiveros.

    Así como, entresemana, Wagner era cerrajero, el entrenador era un conocido periodista del diario Bohemia: Egon Erwin Kisch. Su olfato le indicó que el rastreo de un cerrajero en domingo por parte de los militares podía entrañar una historia. El reciente suicidio del jefe del contraespionaje del Imperio austro-húgaro, reportado el día anterior en Viena, tenía las huellas de un encubrimiento. Así Egon Kisch interrogó a Wagner sobre qué tipo de documentos se habían extraído de los archiveros (Mapas y listas de tropas. Después de verlos, los oficiales repetían la palabra: ‘terrible’ ), cómo era el dormitorio (Refinado, con utensilios para enchinarse el cabello y dar manicure), a qué olía (Los sobres remitidos por varios oficiales desde Bélgica olían a perfume de mujer). Secretos militares y secretos amorosos. Así de agudo era el instinto periodístico de Kisch. Max Brod, el editor de Franz Kafka, los describió así: [Egon] poseía el talento de ver lo que nadie más podía. Era una compulsión interior que se expresaba en desentrañar la trama oculta de las cosas y, al mismo tiempo, una compasión por los más débiles.¹

    Aunque Kisch sabía que lo que tenía enfrente era la noticia del suicidio del jefe del espionaje, el coronel Redl, por vender secretos militares a Rusia, Francia e Italia (cuyos espías actuaban desde Bélgica), y que su homosexualidad acaso había servido para extorsionarlo, decidió no publicarlo sin confirmación. Al día siguiente, en vez de sus conjeturas, el diario publicó un desmentido de ellas:

    Prominente partidos nos han pedido que publiquemos la refutación de los rumores que han circulado en esferas militares sobre que el jefe de los Servicios Especiales del Imperio, coronel Redl, cuyo suicidio fue conocido antes de ayer, perpetró un acto de traición al revelar secretos a espías de Rusia. La comisión enviada desde Viena, encabezada por el comandante, barón Giesl, abrió su dormitorio y archivos para investigar muy distintas fechorías.²

    Un desmentido podía agudizar la fragilidad política del emperador Francisco José I que había reinado durante casi setenta años. Desde la anexión por la fuerza de Bosnia, el Imperio austro-húngaro flotaba en el alegre Apocalipsis (Robert Musil), en el laboratorio del fin del mundo (Karl Kraus), sostenido apenas por una burocracia imperial, que Kafka retrató indestructible en su debilidad, un catolicismo antipapista que trataba de negociar con el protestantismo, los judíos, y musulmanes, y los miles que se negaban a hablar alemán como lengua oficial. Cincuenta y dos millones de checos, polacos, ucranianos, húngaros, eslavos, bosnios, serbios, croatas, trabajaban para una aristocracia austriaca de apenas ochenta familias que se sostenían en ese inestable y frágil andamiaje con una práctica que estaba en el centro del suicidio del coronel Redl: el Schlamperei, es decir, el atenuar los delitos haciéndolos pasar por meras infracciones. En este caso, la homosexualidad del coronel fue usada para nublar la escandalosa fuga de información sobre los destacamentos apostados en las fronteras, los planes de guerra contra Serbia, y las fuerzas del imperio. Victor Adler, el creador de la socialdemocracia vienesa, llamó a esta práctica de rebajar los delitos cometidos, la única manera de suavizar el absolutismo.

    A la publicación del desmentido, le siguieron los testimonios, rumores, documentos anónimos que empezaron a llegar a la redacción del diario. El extenso reportaje por entregas que Kisch publicó en Alemania para evadir la censura, tomó la forma de un libro hasta 1924. Muchas décadas después, su historia de la traición del coronel Redl inspiró una obra de teatro británica que fue perseguida por mostrar hombres vestidos de mujeres (Un patriota para mí, de John Osborne, 1965) y una película premiada en Cannes (Redl, de István Szabó, 1985). En su momento, lo confirmó como el creador de una nueva forma de literatura, a la que hoy llamamos crónica, como la narración de los eventos presentes con el ángulo de la eternidad; en que cada suerte y episodio individual refleje el gran destino humano. Su coronel Redl no es sólo un espía, hijo de un ferrocarrilero, un gay dentro del ejército austro-húngaro, adicto a los automóviles de lujo, sino el emblema mismo de lo que estaba por suceder: la Gran Guerra, con su lealtades y traiciones nacionales en juego, el deber de obedecer a un ejército o resistirse en nombre de la libertad.

    De 1905, en que entra como periodista local del Prager Tagblatt y del Bohemia, a cuando se publica El reportero vertiginoso (1924), Kisch encuentra una zona en la que escribir y vivir se alimentan. Entre vagabundos, en Praga o en Whitechapel, con los mineros, en los burdeles con sus magdalenas (su única novela es justo El padrote, llevada al cine como La Calle, 1923 por Karl Grune), en las estaciones de policía, los cabarets de Berlín, las cafeterías del Círculo de Praga, o en los callejones oscuros, la experiencia para ser contada por escrito definirá la existencia de Egon Kisch. Así lo retrata una caricatura de los años veinte: un hombre mitad cámara de cine, mitad magnetófono. La vida vale la pena ser experimentada porque, luego, se va a contar. No se trata en absoluto de la novela decimonónica, con sus intrigas amorosas y arcos narrativos apuntando todos al desenlace, sino de una forma de registro de lo real a partir del detalle, el testimonio, la conjetura, de las pequeñas historias, los bocetos de los héroes de tintorerías, minas, prostíbulos, barrios obreros y, más adelante, de soldados en las trincheras. No se necesitaban treinta páginas para que una dama se pusiera un corpiño o que, finalmente, el aristócrata venido a menos le declarara su pasión. El detalle, el retrato, el testimonio de las pequeñas personas concentraban la eternidad de la vida humana y podían ser contadas con la rapidez con la que funcionaban las máquinas. Captar y registrar la velocidad del instante fugaz —ideal compartido con los pintores de las vanguardias de inicios del siglo XX, el cine y la fotografía—, expresar la emoción implacable, como los expresionistas y los ilustradores, era la nueva tarea del escritor que vio desaparecer el imperio en el que había nacido en 1885, y abrirse ante su ávida y voraz mirada, las revoluciones proletarias, el fascismo, el antisemitismo (él mismo, un judío de Praga que escribía en alemán y no en checo), la segunda Guerra y, finalmente, los años del exilio en el México todavía cardenista y solidario.

    Después de ser el antologador de un libro sobre periodismo que comienza con Heródoto —y que ayudó a legitimar al reportaje como un nuevo arte, entonces llamado facto-grafía —, Kisch se alista, como todos, para ir a la guerra en el 11º regimiento de infantería del frente serbio. Es el 31 de julio de 1914. El grito de sus compañeros de trinchera tras las derrotas, las tragedias, los abusos de los superiores o sus errores se condensan en el título que le da a sus diarios desde la trinchera: ¡Escríbelo, Kisch! Se dice que muchos de estos bocetos narrativos se escribieron bajo el fuego enemigo, recargando el cuaderno sobre los heridos, en los pasillos de los hospitales. Su hermano Wolfang muere en noviembre de 1914 en Lublin, Polonia, y él mismo es retirado el 18 de marzo de 1915 con esquirlas de una granada enterradas en la cabeza. Como la mayoría de los soldados, está convencido de que la guerra no debió ocurrir y termina, desde el 1 de mayo de 1917, documentando esa misma idea con escenas de heroísmo y absurdo en el Heimat, el periódico de la prensa militar austriaca que dirige Robert Musil.

    A partir del final de la guerra que precipita a tres imperios, el austro-húngaro, el ruso y el otomano, el rapto de la revolución se apodera de Kisch. Del desastre de la guerra sólo se puede salir con soldados que busquen la paz y obreros que luchen por desaparecer como clase. Entre el 14 y el 20 de enero de 1918, Viena vive una huelga general. Ya no hay imperio, pero la Asamblea Nacional Provisional no logra evitar que polacos, checos, ucranianos, serbios, croatas y eslovenos se separen de lo que parece, otra vez, excluirlos: una república austriaco-alemana. Compuestas por setecientos combatientes, las Guardias Rojas son una creación de Egon Kisch junto con Stephen Haller y Leo Rothziegel, provenientes de los Consejos de Obreros y de Soldados de Viena. Se oponen a que se proclame una república austriaca que sea parte del Imperio alemán y el 12 de noviembre de 1918 tratan de tomar el Parlamento. Son repelidos con francotiradores por la guardia imperial, ahora vestida con los colores de la república, rojo y blanco. Antes de huir, Kisch se sube a lo más alto de la escalinata, se arranca del pecho la medalla al valor otorgada por los Habsburgo y la arroja hacia la multitud. Después, tiene que esconderse y huir de Viena.

    El Círculo de Praga recibe entonces a Kisch en su itinerancia por los cafés: Continental, Lucerna, Montmartre, y Central. Pero es en el Arco que Karl Kraus acuña la frase que juega con los apellidos de Max Brod, Franz Werfel, Kafka y Kisch: Es brodelt un werfelt un kafkat un kischt (algo así como burbujea y arroja y kafkea y besos). Los arconautas son escritores, poetas, dramaturgos que trabajan en oficinas de correos, juzgados, periódicos y agencias de seguros pero que se reúnen, alejados y cercanos, por ser judíos de Praga que hablan y escriben en alemán. Ernst Weiss, Willy Hass y Rainer Maria Rilke cerraban el círculo en el que convivían todas las formas de la auto-expresión, desde la invención de piezas para el cabaret, poemas procaces, canciones y manifiestos revolucionarios. En el Arco, Kisch conocerá a Jaroslav Hasek, Emir Arthur Longen y Frantisek Langer, con los que escribe y actúa varias obras de cabaret. Los tres han estado en el frente ruso y han visto de cerca la revolución contra el zar encabezada por los bolcheviques. El traductor de Bertold Brecht, Sergei Tretiakov, lo anima a escribir sobre ese hito. Kisch queda fascinado por los textos de Larisa Reisner y los reportajes de John Reed. Emprende, entonces, su propio viaje a la Unión de Repúblicas Soviéticas Socialistas desde un ángulo que se aparta del centro de su poder: le interesan más los pueblos no rusos de la periferia, los de Azerbaiján, Armenia, Georgia. Desde su primer viaje a Argelia como extra en una película alemana, le interesan los musulmanes. ¿Cómo sería para ellos entrar al socialismo bolchevique? El registro de ese viaje es Zares, curas y bolcheviques. Un año después (1928) viaja a los Estados Unidos invitado por Upton Sinclair. Por su militancia comunista (es miembro de los partidos en Austria y Alemania y ha participado en dos congresos antifacistas de escritores) debe disfrazarse y fingir que es un improbable Dr. Becker. Apartir de ese momento, los servicios de espionaje norteamericanos lo siguen en su viaje desde Nueva York hasta Hollywood. El texto más citado de esas crónicas, Paraíso América, es su encuentro con Charlie Chaplin. En medio de la filmación de Luces de la ciudad, Chaplin es un enredo de dudas ante unas tomas que parecen no entenderse. Sinclair y Kisch tratan de ayudarlo con uno de los más difíciles problemas del cine mudo: establecer con puro movimiento una situación compleja y, en el caso de Chaplin, hacer comedia, además. Hay un momento en la crónica en que, en medio de una cena en la que Chaplin, después de tocar el órgano, cantar La Violetera en un español inventado y recitar a Shakespeare, se lamenta de por qué el dramaturgo isabelino no tenía una conciencia social propiamente dicha, lo que desata un debate sobre la condena a las monarquías y el retrato de reyes y cortesanos como asesinos. La pregunta de Chaplin queda en el aire: ¿Se puede hoy ser un genio sin conciencia política?

    De regreso a Europa, Kisch termina en la cárcel. Se le acusa de estar implicado en el incendio del Reichstag del 27 de febrero de 1933 es decir, la noche anterior. Ahora sabemos que los nazis quemaron el Parlamento para incriminar a los comunistas y, en efecto, Kisch termina en la prisión de Spandau, de la que escribe un relato que es muy parecido al inicio de El proceso, de Kafka. En esa crónica, Los primeros días del Tercer Reich, define las cuatro palabras del plan nazi: judíos, marxistas, chusma, carne molida. Los guardias de las barracas carecen de una ideología; su lenguaje es sádico y lleno de referencias sexuales, observa el cronista al que le dejan papel y tinta sólo durante veinte minutos a la semana y, luego, le confiscan lo escrito. Lo va memorizando para poder reproducirlo si es que no va a un campo de concentración o lo ejecutan. Cuenta la historia de un papá y un hijo que son obligados a pelear entre ellos para diversión de los guardias. Kisch no describe los golpes, sino cómo evitan mirarse a la cara después, dentro de una celda de cuatro por cuatro. Todos han sufrido y yo tengo que escucharlos, se ordena el periodista que sale, una mañana del 11 de marzo, con el puño izquierdo en alto, escoltado por los policías que van a deportarlo.

    A partir de ese momento y, hasta su exilio definitivo en México, Egon Kisch será un perseguido. Se refugia en Marsella donde miles esperan barcos que los salven del fascismo. La noche del 10 de octubre de 1934 toma uno con destino a Inglaterra porque teme que, una vez más, lo encarcelen acusándolo de tener algo que ver con el asesinato de Alejandro I de Yugoslavia y el ministro francés del Exterior, Louis Barthou, el día anterior, en las calles del puerto. Luego se sabría que el asesino era un búlgaro enviado por los servicios de espionaje de Benito Mussolini, pero Kisch huye. De Londres, donde es vigilado, viajará a Melbourne, Australia, invitado por Henri Barbusse, a un congreso de escritores contra la guerra, entre ellos, André Gide y Romain Rolland. Lo que narra Kisch es como una película de Chaplin. Primero, se entera que los recién llegados a Australia deben pasar un examen de dictado en gaélico, después, le abren sus maletas en busca de bombas. La idea de las autoridades de migración es que no se puede hablar contra el nazismo porque es un asunto de la naturaleza de los alemanes. No le dejan desembarcar y, cuando la nave comienza a alejarse del muelle, Kisch salta a tierra desde la cubierta, a unos seis metros de altura. Se rompe una pierna. Lo detienen, le aplican la prueba en gaélico, reprueba, y es detenido. Convaleciendo en un hospital, Kisch decide fugarse para participar en mítines y desfiles contra el fascismo. Va a juicio. Con un humor digno de Tiempos modernos, Kisch relata el debate sobre por qué se considera el gaélico-escosés un idioma y al gaélico-irlandés tan sólo un dialecto. Al final, es disculpado de pagar la multa por entrar ilegalmente al país y se le intercambian los seis meses de trabajos forzados por su salida inmediata hacia París. Una escena lo despide: los guringai, armados tan sólo con una hoja de árbol en los labios, le tocan La Marsellesa.

    El hermano menor de Kisch, Friedrich, trabajaba como médico en un hospital en Benicasim que recibía a los heridos de la Guerra Civil española entre Valencia y Barcelona. Hasta ahí llegó Egon como parte de las Brigadas Internacionales, pero sin fusil y con dos acreditaciones de agencias de noticias. Quería retratar la lucha contra la invasión de Franco a la República, como después lo haría, no sólo Hemingway, sino sobre todo Arthur Koestler en Diálogo con la muerte, que relata su condena al garrote vil tras la caída de Málaga. Sin duda, la crónica más significativa de Kisch sobre esa guerra es la de dos tiroleses, Bair y Knotzer, que dejan su apacible vida en el campo austriaco para ir a pelear por la República española. Para pagarse el viaje, venden todo lo que tienen: tres vacas. Es un retrato rápido y conmovedor de lo que impulsa la lucha contra el fascismo: la disposición a considerarse parte de una humanidad sin nacionalidades. Una vez derrotada la República, Kisch sigue sin tener un lugar de destino. Se casa con su ayudante en París, Laila, en 1938 y consigue, por su amistad con Pablo Neruda, una visa chilena. Sin embargo, es detenido en Ellis Island en su escala en Nueva York, un día antes de la Navidad de 1939. Interrogado por sus actividades antifascistas, en el Frente Rojo, y por la historia ya célebre de su visita a Australia, Kisch es avalado por el doctor Edward K. Barsky, el cirujano que ayudaba a su hermano en Valencia. Es Barsky el que le aconseja que vaya a México, donde se ha formado ya una comunidad de alemanes exiliados por el nazismo. México no sólo sigue manteniendo relaciones diplomáticas con la República española, sino también con las autoridades de Checoslovaquia en el exilio, así que su pasaporte será aceptado sin pedirle cuentas. Con México, Kisch tiene un lazo de la infancia: su tío abuelo, Samuel Basch, fue el médico de cámara del fallido emperador Maximiliano de Habsburgo, y sus historias del fusilamiento en el Cerro de las Campanas, la locura de Carlota y la valentía de Benito Juárez le habían sido transmitidas por otro de sus tíos, Heinrich Kisch, que las había escrito en un libro, Recuerdos y afanes. La M de Maximiliano —escribe el sobrino— es de mediocridad.

    Durante seis años, entre las calles de Ámsterdam y Michoacán y luego en avenida Tamaulipas, en la colonia Condesa de la Ciudad de México, el matrimonio Kisch ayuda a los comités de refugiados por la guerra, forma el Club Heinrich Heine de teatro que, entre obras de Brecht, hará una puesta de su Coronel Redl, y colabora con la editorial de los alemanes mexicanos, El Libro Libre. Son años de nostalgia por la juventud en Praga, de añoranza de lo anterior al torbellino de las guerras europeas que se convirtieron en mundiales, de viajes por México. De ahí saldrán dos tipos de crónicas, las autobiográficas de La feria de sensaciones. Historias de Praga, y Descubrimientos en México, una colección de textos publicada en 1944 por Nuevo Mundo, editorial de la calle de López.

    Es un hombre de cincuenta y cinco años que ha sido reportero durante cuarenta, que ha pisado cárceles, militado en las izquierdas, que ha vivido para escribir en Europa, China, Medio Oriente, la URSS, Australia y los Estados Unidos. Le apasionan cuatro asuntos de México: la producción, el imperio de Maximiliano de Habsburgo, el mundo prehispánico y los retratos de sus héroes pequeños. Por ello, una parte del libro cuenta la expropiación petrolera del general Lázaro Cárdenas, la historia de despojo en las minas de Pachuca (ya descritas desde el viaje de Humboldt), la elaboración del pulque, el henequén, la vainilla y el chicle; otra se consagra a los artículos que Carlos Marx escribió sobre la corrupción de los franceses detrás de la invasión a México, la teoría del envenenamiento con toloache de la emperatriz Carlota o del hijo que no era de Maximiliano, Weygand, que fue jefe del Estado Mayor de Francia durante la primera Guerra Mundial, y todavía, por otra parte, los retratos de un campesino que mira aparecer el volcán Paricutín, los obreros del petróleo quejándose de su flamante sindicato, los indios y la encarnación vegetal del Espíritu Santo (el peyote), la señora que vende remedios herbolarios, los alfareros de Michoacán y Jalisco contratados por un gringo que revende sus piezas al por mayor, reportaje que inspiró el cuento de B. Traven, también exiliado en México, Canastitas en serie. El desenlace del gringo que quiere que los alfareros hagan artesanías como si fueran máquinas no tiene el final poético de Traven sobre la singularidad del trabajo manual — con canciones y trocitos de mi propia alma — sino el del cronista que registra al gringo diciendo: Ninguna máquina saldría tan barata como el trabajo de eStos hombres. En sus recorridos a lo largo del país, de Monte Albán a Torreón, Kisch encuentra una comunidad indígena de judíos en Pachuca. El hallazgo lo hace escribir en primera persona, cosa rara en sus crónicas:

    Mis padres, que pasaron la vida en una de las viejas casas del barrio antiguo de Praga, estaban muy lejos de pensar que llegaría un día en que sus hijos serían arrojados de la vieja casa paterna, uno rumbo a la India, otro camino de México, y los otros dos, que no lograron escapar al terror hitleriano, para ser sepultados en lugares ignorados de pavor inimaginable. Mis pensamientos siguen vagando desde aquí al otro lado de los mares: parientes, amigos, conocidos y extraños, todas las víctimas de Hitler, todas, tienen derecho a ser recordadas desde aquí en estas oraciones a los muertos.³

    Su espíritu estaba listo para regresar a la destruida Praga. Sale de México el 17 de febrero de 1946 casi para morir de dos infartos seguidos, dos años después. A él, que le divertían las coincidencias —por ejemplo, que el usurero cuyos contratos de deuda incumplidos sirvieron de pretexto para la invasión de Francia a México, muriera ejecutado por la Comuna de París en la Rue de Puebla (1871)—, terminó por habitar la casa del banal criminal de guerra Adolf Eichmann.

    Egon Erwin Kisch había habitado el mundo como se vive una descripción. Emprendió todos sus viajes con la convicción de que escribirlos era su mejor destino. En su trayecto ayudó a validar una forma nueva de literatura: la crónica. Kisch veía la labor del reportero como la de un viajero del océano desconocido:

    La brújula es el hecho pero necesita un telescopio, una fantasía lógica. Esto es porque la imagen completa de un estado de cosas no se presenta como en una autopsia, en una escena de un crimen o en las declaraciones arrebatadas a las partes involucradas o a los testigos, incluso a las conjeturas que se pueden derivar de ellas. El reportero debe modelar la pragmática de lo ocurrido, las transiciones entre causas y efectos, asegurándose de que la línea en que los presenta se guíe por los hechos que conoce, como los puntos en una ruta. El ideal es que la curva de probabilidad trazada por el reportero coincida con la línea que comunican las fases del evento.

    La fantasía lógica de Egon Kisch destaca como una conciencia de la realidad que no tiene el evento mismo ni sus actores. La tiene sólo el reportero al elegir la voz narrativa, el orden, las estrategias literarias que va escogiendo en su viaje. Es una conciencia de su propia práctica: no se vive un evento de la misma forma si sólo se experimenta o con la conciencia de que se va a escribir sobre él. La disposición a hacerlo comprensible a los demás es justo esa fantasía lógica a la que alude Kisch, y que antecede cualquier experiencia. Incluso antes de llegar al lugar, la brújula y el telescopio están ya en uso por parte del cronista.

    Escribe en El reportaje como una forma de arte y combate (1935):

    Lo que un reportaje tiene de específico es que el incidente le da forma al tema. El tratamiento del tema contiene una disyuntiva. O uno toma el incidente como punto de partida para abrirse a la imaginación o uno intenta establecer las conexiones y detalles de tal manera que el incidente pueda ser tan interesante como la imaginación. Desde la niñez siempre relaté, de un viaje a la tienda o a la oficina de correo, tal cantidad de historias oídas y detalles vistos que todo mundo creía que estaba exagerando. Esa sospecha siempre me irritó porque yo no tenía que inventar algo, habida cuenta de que, donde quiera que fuera, sucedían cosas increíbles. ¿Cómo era que las experiencias que eran normales para mí fueran imposibles para los demás? Es precisamente porque la verdad se me escapaba en aquella época que ahora la persigo con furia en el futuro. Era lo que tenía que hacer, no desde un punto de vista moral, sino deportivo.

    Desde los quince años en que apareció como aprendiz de reportero hasta su muerte como un autor celebrado cuyo funeral atravesó las calles de la Praga en ruinas, pienso en un Egon Kisch que sentía que la vida sólo valía la pena si tenía el extra de ser escrita, que su propósito último no era la simple supervivencia, seguir respirando y fumando, sino conectada por medio del lenguaje de la fantasía lógica, es decir, de una narración, un sentido, como una forma de eternidad. Tal y como lo escribe en lo que pudo ser su epitafio literario: Nada es más asombroso que la verdad simple y llana, nada es más exótico que nuestro mundo, nada está más lleno de imaginación que la objetividad. ¡Y nada hay más sensacional en el mundo que el tiempo en que uno vive!

    OBRAS CONSULTADAS

    Brod, Max, Der Prager Kreis, W. Kolhammer, Stuttgart, 1966.

    Kisch, Egon Erwin, Descubrimientos en México, Nuevo Mundo, México, 1944.

    Segel, Harold B., Egon Erwin Kisch, The Raging Reporter. A Bio-Anthology, Purdue University Press, Indiana, 1997.

    ¹ Max Brod, Der Prager Kreis, W. Kolhammer, Stuttgart, 1966.

    ² Harold B. Segel, Egon Erwin Kisch. The Raging Reporter. A Bio-Anthology, Purdue University Press, West Lafayette, Indiana, 1997, p. 17.

    ³ Egon Erwin Kisch, Descubrimientos de México, Nuevo Mundo, México, 1944, p. 202.

    ⁴ Harold B. Segel, op. cit., p. 75.

    ⁵ Harold B. Segel, op. cit., p. 71.

    PRÓLOGO

    Como preliminar es válido declarar que este libro tiene derecho a ser significativo sin que esto quiera decir elogiar al autor. Al contrario: Hay seres humanos comunes y corrientes que pueden, en virtud de la materia que tratan, aportar libros muy importantes, en la medida en que sólo ellos tienen acceso a ella, por ejemplo, descripciones de países lejanos, de fenómenos naturales raros, de experimentos llevados a cabo, de historias cuyos testigos han sido o cuyas fuentes se han tomado el tiempo y hecho el esfuerzo de investigar o estudiar de una manera especial.¹

    Los escasos intentos que se han hecho por averiguar el presente, por describir el tiempo en que vivimos, adolecen quizás de que sus autores no son precisamente seres humanos comunes o corrientes en el sentido del texto de Schopenhauer que acabamos de citar. Sus memorias son justificaciones, sus artículos son tendencias, sus libros están escritos desde su punto de vista; por tanto, tienen un punto de vista.

    El reportero no pertenece a ninguna tendencia, no tiene nada que justificar y no tiene un punto de vista. Ha de ser un testigo imparcial y rendir un testimonio imparcial, tan confiable como puede serlo una declaración; en todo caso, ésta es (para el esclarecimiento) más importante que el discurso genial del fiscal o del abogado defensor.

    Hasta el mal reportero —el que exagera o no es confiable— hace un trabajo activo, pues depende de los hechos, tiene que obtener conocimiento de ellos mediante la presencia ocular, una conversación, una observación, una información.

    El buen reportero necesita tener la capacidad de vivencia para su oficio, que ama. También tendría vivencias, aunque no tuviera que informar sobre ellas. Pero no escribiría sin tener una vivencia. No es un artista, no es un político, no es un sabio, quizás es ese ser humano ordinario de Schopenhauer, pero su trabajo es, en virtud de la materia que trata, muy importante.

    Los lugares y los fenómenos que describe, los ensayos que emprende, la historia de la que es testigo y las fuentes que consulta de ningún modo tienen que estar tan lejos, ni ser tan escasas ni de acceso tan difícil, si vive en un mundo que está inconmensurablemente inundado por la mentira, si vive en un mundo que quiere olvidarse de sí mismo y que por tanto sale a buscar lo que no es verdad, que se apasiona por su objeto. Nada es más asombroso que la verdad simple y llana, nada es más exótico que nuestro mundo, nada está más lleno de imaginación que la objetividad.

    ¡Y nada hay más sensacional en el mundo que el tiempo en que uno vive!

    El reportero está al servicio de la sensación; esto remite a la palabra extranjera reporter, bajo la cual uno entiende reportero de tempo estadunidense. No estadunidense es quizás la independencia del efecto instantáneo, es quizás la voluntad de objetividad, de verdad. ¿Se da esa independencia en este libro?

    Las siguientes impresiones de una época muy específica no fueron captadas en un solo momento. Sujeto y objeto se encontraban en las más diferentes etapas de la vida y en los más diversos estados de ánimo; cuando de los negativos fueron apareciendo las imágenes, posición y luz eran sumamente desiguales. No obstante, nada se ha de retocar en este álbum, debido a que se presenta hoy y en este momento.

    Berlín, 1° de octubre de 1924.

    E. E. K.

    ¹ Arthur Schopenhauer, Über Schriftstellerei und Stil, capítulo XXIII de Parerga und Paralipomena II, 274, primera edición, A. W. Haym, Berlín, 1851. Integré como notas al pie de página las que el editor pone hasta el final del libro. Las completé con las mías y con las muy valiosas que aportan los libros de Harold B. Segel, Egon Erwin Kisch, The Raging Reporter. A Bio-Anthology, Purdue University Press, West Lafayette, Indiana, 1997, y Le reporter enragé, Éditions Cent Pages, Collection Cosaques, Grénoble, 2015. [Nota del T.]

    I. LOS SIN TECHO DE WHITECHAPEL

    YA BASTANTE dignos de conmiseración son los adultos y los jóvenes que se pueden ver en harapos sucios bajo los portales y frente a las ventanas de las casas de los barrios bajos del este de Londres. Pero al menos tienen un lugar donde dormir, tienen la suerte de poder acostarse sobre el piso junto con algunos compañeros en dormitorios baratos, siguen teniendo un hogar. Son millonarios en comparación con los que no tienen techo, quienes cansados se arrastran por los distritos llenos de fango y esperan sin esperanza que otros pobres les den algunos peniques para no tener que pasar la noche muriéndose de frío en el embarcadero del Támesis.

    Y los más indigentes de los indigentes se dividen en capas sociales: aún entre estos sin techo siguen en pie las diferencias de recursos económicos. El que ha conseguido siete peniques de limosna y está dispuesto a sacrificarlos para pagar un lugar donde pasar la noche, una cama donde dormir, puede rentar un pequeño cuarto con cama y silla en uno de los cinco albergues de Lord Rowton o en uno de los asilos Bruce edificados por el London County Council;¹ aquel al que le han dado sólo seis peniques de limosna en el día puede rentar una cama en el Palacio del Pueblo y con un poco de fantasía creer que está pasando tiempo en un club. Sólo el que en la tarde no ha podido juntar ni siquiera estos pocos peniques y de ningún modo piensa pagar a la mañana siguiente este pedazo de albergue en los Casual Wards² haciendo un trabajo pesado y duro de picapedrero o carbonero, ése se muda a uno de los ocho albergues nocturnos del Ejército de Salvación de Londres, uno de los cuales, el de Whitechapel, alberga naturalmente a los huéspedes más tristes. Todas las tardes deambula a duras penas una procesión de desdichados llenos de mugre, helados, debilitados por la edad, y encorvados por el peso de la miseria en la calle Middlesex Street, que los domingos llena el mercado de viejo con un gentío bullicioso y gritón que se mueve como el oleaje. Aquí está en una esquina de la calle el albergue del Ejército de Salvación. Mi disfraz me había parecido casi exageradamente deshilachado cuando me lo puse. Una mirada a mi vecino me desengañó. El hombre, que aquí en la puerta de la entrada prestaba harapiento el servicio de funcionario del Ejército de Salvación, todavía me consideró digno de esta pregunta:

    —¿Cama o catre?

    —Por tres peniques.

    —Entonces, catre. Bajando las escaleras.

    Así es que bajo los escalones que llevan al inframundo, mientras que los ricos, que poseen un patrimonio de cinco peniques, se podían dar el lujo de tener un lugar en el dormitorio de arriba. En el mostrador estrechamente vigilado y protegido con barrotes de hierro, en el que se registra mi nombre en el libro de los huéspedes, pago mi renta y me entregan mi recibo correspondiente con el número de cama 308 que me fue asignado. Luego entro en la sala de reunión: un gran sótano triangular, lleno de hileras de bancas toscamente labradas. A lo largo de la pared hay un estrado y sobre éste un órgano cubierto con un hule; al parecer ya se celebró la misa de la tarde. Seis pilares del hierro sostienen el techo del sótano, y a lo largo de la pared corren los tubos de la calefacción.

    Lo que la ciudad ya no podía guardar en sus antros más recónditos, lo que hasta Whitechapel, ese asilo para desesperados de todos los rincones del mundo, no se había atrevido a acoger, lo que ya no es idóneo para la mendicidad y el crimen, parece que ha sido depositado aquí. Ahí están sentados viciando el aire

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